Me piden los amigos de ABC de Sevilla que pronuncie una conferencia sobre la nación española y enseguida me viene a las mientes aquella frase que un gobernante en fase de putrefacción profirió en cierta ocasión famosa, para justificar sus enjuagues y trapisondas: «La nación es un concepto discutido y discutible». Por una vez, acaso sin pretenderlo, aquel gobernante tenía razón: pues, en efecto, pocos conceptos han provocado tanto debate y controversia en el pensamiento político como el de `nación´; pocos han amparado formulaciones tan calculadamente ambiguas; pocos han servido por igual para afirmar la constitución de comunidades humanas como para favorecer su desmantelamiento, a veces sangriento.
Si probamos a consultar el diccionario, descubriremos que la `nación´ es definida como una «colectividad humana asentada sobre un territorio definido y una autoridad soberana que emana de sus miembros, constituyendo por tanto un Estado». A simple vista, parece una definición suficientemente clara; pero los problemas empiezan cuando analizamos el concepto de `autoridad soberana´ o `soberanía´, que Juan Bodino definía como «un poder absoluto que no conoce ninguna autoridad superior». Bastaría, pues, no reconocer ninguna autoridad superior a sí mismos para que los miembros de cualquier colectividad humana asentada sobre un territorio definido se organizasen como nación; este es el pensamiento que anima a los nacionalistas vascos o catalanes, que consideran que las regiones de Cataluña o el País Vasco podrán ser naciones si así lo decidieran sus pobladores, o sus representantes. La creación de naciones se convertiría, de este modo, en un acto soberano de la voluntad.
Pero el término `nación´ define algo que `es´, algo que posee una existencia, una realidad histórica cierta, superior a nuestra voluntad. Si la comunidad política a la que se aplica el término es verdadera nación, no hace falta que nuestra voluntad lo ratifique; si no lo es, nuestra voluntad no podrá hacer que lo sea de la noche a la mañana. La definición del diccionario que antes mencionábamos nos obligaría a aceptar que la nación española solo existe desde principios del siglo XIX; es la definición liberal, de tipo contractualista, en la que la nación se constituye mediante un acto de soberanía.
Frente a esta definición de corte liberal, existiría otra de corte tradicional, que descubre en la nación un proceso histórico, un hermanamiento de pueblos que, con sus rasgos particulares, comparten sin embargo un proyecto común; esta definición permitiría retrotraer el nacimiento de la nación española a fechas muy anteriores, previas incluso a la constitución de España como Estado, en las que los diversos pueblos hispánicos se identificaban en un mismo ideal de reconquista frente a invasiones extranjeras o frente al intento de propagación de una fe en la que no se reconocían. Según este concepto habría existido en la Edad Media una nación española, aunque no existiese todavía un Estado común; y, a partir de la unificación de los reinos españoles durante el reinado de los reyes Católicos, habría existido un Estado nación.
El problema hoy, con la floración de nacionalismos separatistas, es que caminamos hacia un Estado sin nación, en el que las diversas `nacionalidades´ -así llama la Constitución española al País Vasco o Cataluña- se reconocen vagamente integradas en el Estado, pero al mismo tiempo hablan de `nación vasca´ o `catalana´. Inevitablemente, un Estado sin nación acaba rebajando la entidad de su patriotismo, que al final acaba siendo -si acaso- mero `patriotismo constitucional´, en el que la lealtad que se debe a la propia patria se sustituye por la lealtad a unas leyes que dependen de una voluntad soberana y que, por lo tanto, son cambiantes y sometidas a veleidades políticas.
Una verdadera nación no puede sostenerse sobre el mero `contractualismo´, ni mediante la mera constitución de una `autoridad soberana´; pues los contratos caducan y las soberanías acaban infatuándose en su poder sin límites, y generando tendencias disgregadoras o individualistas. No puede haber auténtica nación sin sentimientos naturales de pertenencia a una comunidad y sin un sentido de comunión con las personas que la integran; y sospecho que los mitos de gran virulencia política que brotaron con las revoluciones liberales no hicieron sino debilitar -cuando no sepultar- estos sentimientos naturales. De aquellos polvos vienen estos lodos.
Juan Manuel de Prada |
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