EL FRACASO DE BALMES
(por Francisco Canals, 1971)

El sistema de tópicos centrados en torno a la idea del Balmes amplio, “colocado por encima de los partidos”, suele resumirse en la tesis de que con anticipadora previsión “tuvo razón antes de tiempo”.
Se pondera la clarividencia de la actitud conciliadora, expresada en su campaña a favor del matrimonio entre el conde de Montemolín e Isabel II. Y se lamenta su fracaso, cuya culpa se atribuye en buena parte a la cerrilidad de los cerriles y a la intransigencia de los intransigentes, en realidad, al carlismo de los carlistas.

Es siempre urgente reflexionar sobre esta leyenda. Queremos hoy referirnos a algunos aspectos del problema, que consideramos esenciales.
No habría que olvidar nunca lo que reconoció con noble sinceridad el P. Ignacio Casanovas: el fracaso fue debido a la intransigencia anticarlista de los liberales moderados, que detentaban entonces el poder y cerraron el camino a la solución propuesta por Balmes.

Para impedir precisamente el acceso al trono de Carlos VI, se realizó el matrimonio de Isabel con su primo Francisco de Asís. De aquí que Balmes suspendiese definitivamente “El pensamiento de la Nación” y afirmase que nada podía esperarse ya en el campo político, fuesen cuales fuesen las intenciones y la buena voluntad del rey consorte.

Con el propósito de volver de nuevo sobre el tema, quiero hacer notar que no parece que a Balmes se le ocurriese nunca, ni antes ni después de su fracaso, la idea de levantar una bandera de “partido católico” indiferente del problema dinástico. Es digno de destacarse este aspecto, por cuanto Balmes conocía muy bien la actitud contemporánea de los ultramontanos franceses que, en aquellos mismos años, bajo el caudillaje de Montalembert, trabajaban en el marco constitucional con una actitud que se resumía en los lemas: “católicos ante todo” y, “sobre todo, ningún contacto con los legitimistas”.
Es decir, hay que reconocer que Balmes no cayó en el sofisma de fundar un “partido católico”, fundándose en el principio de que el catolicismo es “independiente de todo partido”. Como se ha hecho tantas veces posteriormente, incluso en España, e invocando su autoridad y el prestigio de su nombre.

Avanzando hacia lo más esencial de la cuestión sobre el fracaso de Balmes, tenemos que atrevernos a formular la pregunta sobre si podía esperarse de los isabelinos y de los liberales una respuesta distinta de la cerrada e intransigente que de hecho dieron a la propuesta de conciliación.
Recuerdo haber oído comentar a mi maestro Ramón Orlandis que no pudo realizarse la boda entre Carlos VI y doña Isabel porque no podían casarse la Tradición, que daba fuerza a la causa carlista, con la Revolución, que había levantado sobre sus bayonetas el trono de Isabel.
Se desfigura a veces el problema pensando en la existencia de un legitimismo dinástico isabelino no revolucionario ni siquiera “liberal moderado”. Al pensar así se ignora que el sector todavía no constitucionalista pero ya ilustrado, que se expresó en la política de Cea Bermúdez, constituía el enlace connatural que posibilitó la alianza entre el trono fernandino y el liberalismo en sus diversos sectores.

Habría incluso que reconocer –como lo vio admirablemente Vicente Pou- que el absolutismo afrancesado de los fernandinos, en la década que los liberales llamaron “ominosa”, al divorciar el trono del sentimiento popular y religioso de los realistas herederos del alzamiento antifrancés y contrarrevolucionario de 1808, predisponía al trono a la política que llevó al cuarto matrimonio de Fernando VII y a la pragmática derogatoria de la ley Sálica.

En el ambiente de los ministros absolutistas de Fernando VII surgieron los sentimientos y las intencionalidades que tendían a desplazar del trono a don Carlos, el hermano del Rey. Este “antitradicionalismo”, anticipado y funestamente clarividente de los últimos años del reinado de Fernando VII, pudo ser uno de los factores decisivos en la esterilidad de los voluntarios realistas en el momento de plantearse con la cuestión sucesoria, la trágica lucha de siete años en que la España tradicional iba a ser vencida, mediante la traición de Maroto, por la alianza entre la Revolución y el trono isabelino.

El fracaso de Balmes era obviamente previsible, si esta alianza era “natural”. No cabe duda que en su “apariencia monárquica” la causa cristino-isabelina debió mucho a la casi unánime adhesión de la Grandeza de España. Ahora bien, supuesto que esta Grandeza se había penetrado del espíritu de la “Ilustración”, habría que concluir que la alianza entre la Revolución y el trono isabelino no era tan accidental ni paradójica como han querido suponer a veces algunos “tradicionalistas” leales a la dinastía liberal.

Muchos preveían la imposibilidad de la solución balmesiana. Así Vicente Pou en 1843, y también la Princesa de Beira, que por ello desaconsejaba la abdicación de Carlos V. Pero esta abdicación se produjo y el Conde de Montemolín dirigió al país un manifiesto redactado por Jaime Balmes.

La puerta se cerró por el lado isabelino. No es algo extraño ni desconcertante, si se piensa qué abismo había que superar; no muchos años antes se cantaba en las calles de Madrid: Muera Cristo, Viva Luzbel; Muera don Carlos, Viva Isabel...
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