Fuente: Cruzado Español, Número 147, 1 de Mayo de 1964, páginas 7 – 8.
¿CUÁL ES EL MUNDO MEJOR?
Por F. Tusquets
Desde hace algún tiempo se publica en Madrid la revista «Cuadernos para el diálogo», en que firman sus trabajos y artículos nombres muy conocidos en el mundo «intelectual» de nuestro país. Claramente se advierte, con sólo hojearla, la relación de dicha revista con otras más antiguas y difundidas; pero, al revés de lo que parece debería ser por su título, se nos antoja que la línea directriz que en ella se sigue y se defiende es mucho más homogénea y circunscrita de lo que el referido título quiere indicar.
No entra ni por asomo entre nuestras aficiones la de terciar en discusiones, ni siquiera en pseudo-diálogos. Pero lo grave del caso es que, en el Número 5-6 de la referida publicación –correspondiente a Febrero-Marzo de este año–, se nombra a nuestra revista, Cruzado Español, con un espíritu muy poco propenso al «diálogo» y con ciertos prejuicios, o por lo menos sin verdaderas ganas de penetrar y querer comprender lo que se nos critica.
Nos referimos al artículo titulado «Ultras y cristianos», firmado por Antonio L. Marzal, del que algo más de su segunda mitad nos está dedicado. No pretendemos refutar, ni siquiera dialogar, sobre unas cuantas citas que allí se hacen de Cruzado Español; quede ello para otra ocasión, o para otras personas, o simplemente para el buen criterio de cualquier lector curioso que quiera cotejar lo que allí se dice con lo que se dice en nuestra revista, a la luz de la Doctrina de la Iglesia. El objetivo del presente artículo es más modesto, o si se quiere, más concreto, por referirse a un solo punto de lo dicho por Antonio L. Marzal: el que se refiere al lema que campea bajo el título de nuestra revista: «Es todo un mundo lo que hay que rehacer desde sus cimientos», pretendiendo que Cruzado Español, en su espíritu y contenido, no responde a lo que Su Santidad Pío XII quería expresar al formular aquella exhortación (que Cruzado Español, repetimos, ha escogido como lema).
Desde hace muchos años, sentimos una gran devoción por la figura del Papa Pío XII, lo que nos ha movido a leer y estudiar con fruición una buena parte de sus Encíclicas y Discursos, cotejándolos y enmarcándolos dentro del cuadro general de las perennes enseñanzas pontificias; al hacerlo así, debemos confesar que no sólo nos ha guiado la búsqueda de la maravillosa luz de la verdad que emana de la Doctrina de la Iglesia, sino también el placer que hemos encontrado saboreando el estilo literario de aquel Papa admirable que se llamó Pío XII.
O sea, que, aun cuando no en la medida que fuera de desear, pero sí en parte al menos, conocemos las ideas religiosas, políticas y sociales de Pío XII y de la mayoría de los Papas de los últimos cien años –desde Pío IX hasta Pablo VI–, en un mínimo suficiente por lo menos para constatar, con una alegría que vivifica nuestra Fe, cómo en el transcurso de un siglo, cuando han hablado distintos Papas sobre un tema determinado, han seguido y siguen la línea inmutable de la Verdad, que no se equivoca ni puede equivocarse. Ello nos ha dado el hábito de situar siempre, a todas las Encíclicas y Alocuciones pontificias que vamos conociendo, en el marco riguroso de la doctrina pontificia, siguiendo, con ello, modestamente, el ejemplo de los Papas, los cuales suelen citar con muchísima frecuencia a «Nuestro glorioso Predecesor, X. X., de santa memoria…». Es una sencilla regla de interpretación, que muy de corazón nos atrevemos a recomendar a nuestros oponentes de «Cuadernos para el diálogo» y a todos los católicos en general.
Lo que le ha dado pena y «derecho a molestarse» al Sr. Marzal, según confiesa en su artículo, ha sido el comprobar la disociación que, a su juicio, existe entre lo que decía Pío XII y el «ambiente» de nuestra revista, a propósito de la frase de Su Santidad que constituye nuestro lema. Procedamos, pues, a intentar un análisis de todo ello.
Vamos a reproducir lo que dice el articulista de «Cuadernos para el diálogo», en lo que hace concreta referencia al asunto que nos ocupa, y en donde el Sr. Marzal centra con claridad su opinión, completamente distinta de la nuestra.
Dice así, en el párrafo segundo, hablando de Cruzado Español:
«Bajo su título, otra vez la misma impresión de antes. Una frase llena de esperanza, la que dijo Pío XII en 1952: “Es todo un mundo lo que hay que rehacer desde sus cimientos (por errata, dice «comienzos» en vez de «cimientos»). Pero luego resulta que ese mundo mejor va por otros caminos del que lleva la Iglesia de hoy. ¿Será que aquí se hace la guerra –en este caso, la Cruzada– por su cuenta?».
Y, después del tercer párrafo, en que cita varias cosas del Número de Cruzado Español de 1.º de Diciembre de 1963, vuelve sobre el tema, y termina como sigue:
«No sé. A uno le da pena todo esto. Una enorme pena. No digo que Cruzado Español no quiere un mundo mejor. Pero, por favor, que no digan que es el mundo mejor de que hablaba Pío XII. Es otro tipo de mundo. Así queda todo más claro».
En nuestra opinión, para salir de dudas, creemos que lo mejor será repasar lo que dijo el Papa en aquel Mensaje. Vamos a ello.
El Mensaje «Por un mundo mejor» de Pío XII, es una exhortación dirigida a los fieles de Roma y al mundo en 10 de Febrero de 1952. Pío XII subió al Pontificado en vísperas de la Segunda Guerra Mundial (1939); hizo desesperados esfuerzos para impedir la conflagración; una vez estallado el conflicto, se esforzó en humanizarlo o dulcificarlo en lo posible; terció en cuantas ocasiones pudo, dando la interpretación cristiana a las sonoras frases que ambos bandos beligerantes esgrimían, tanto si ellas procedían de un bando –primeros años de la guerra– como del otro –últimos años de ella–; aclaró magistralmente en qué consistía una paz justa, cuando llegó el final de la contienda. Siguió ejerciendo su magisterio incansable, al señalar posteriormente los enormes fallos de la «paz» que quedó implantada. Y aprovechó todas las ocasiones que se le presentaron, durante los diecinueve años que duró su Pontificado, para enseñarnos en qué consiste la Doctrina de la Iglesia: en lo religioso y sobrenatural, en lo filosófico, en lo político, en lo social, en lo económico, en lo referente a la técnica y al progreso… Fueron diecinueve años, durante los cuales la boca de Pío XII habló a los Obispos, a los sacerdotes, a los gobernantes, a los financieros, a los empresarios, a los agricultores, a los obreros, a los científicos, a los profesionales, a los técnicos. ¡Qué derroche de luz en medio de las tinieblas! ¡Cuánta resonancia la de las palabras de Cristo, Jefe de la Iglesia, por boca de Su Vicario en la Tierra! ¡Cómo desgranaba y aplicaba, adaptada al momento, la doctrina de sus Predecesores! ¡Cómo desarrolló las ideas sociales de León XIII y Pío XI! ¡Cómo nos aclaró el significado de la palabra «democracia» en Septiembre de 1944! ¡Cuánta doctrina, cuánta sabiduría, cuánta luz, cuánta maravilla, cuánta santidad, Dios mío!
Pío XII, aquel Santo Padre que Dios designó para gobernar Su Iglesia durante aquellos años tremendos, lanzó un vibrante alerta al mundo en Febrero de 1952, tratando de despertar a los católicos, alistándoles en la sin igual empresa de cristianizar al mundo, sacudiendo su modorra y su somnolencia. Ello fue el Mensaje que nos ocupa. En él indicaba la vuelta a Cristo, «como remedio de la crisis total que agita al mundo». Da un grito de alerta, ya que no puede permanecer mudo e inerte «ante un mundo que inconscientemente prosigue por aquellos caminos que conducen al abismo almas y cuerpos, buenos y malos, civilizaciones y pueblos». Invoca a la Virgen de Lourdes, cuyas apariciones –dice– fueron la respuesta de Dios y de su Madre «a la rebelión de los hombres», ya que la llamada a lo sobrenatural es el primer paso en una progresiva renovación religiosa. Habla de la «interminable pero no decreciente crisis que hace temblar a las mentes conscientes de la realidad». Llama a todos los fieles, para que hagan cuanto puedan, como ayuda a la obra salvadora de Dios, «para venir en socorro de un mundo, que hoy se halla camino de la ruina». Y Pío XII dice a continuación:
«La persistencia de una situación general, que no dudamos en calificar de explosiva a cada instante, y cuyo origen tiene que buscarse en la tibieza religiosa de tantos, en el bajo tono moral de la vida pública y privada, en la sistemática obra de intoxicación de las almas sencillas, a las que se les propina el veneno después de haberles narcotizado –digámoslo así– el sentido de la verdadera libertad, no puede dejar a los buenos inmóviles en el mismo surco, contemplando con los brazos cruzados un porvenir arrollador».
Alude después al Año Santo celebrado recientemente como primer paso «hacia la completa restauración del espíritu evangélico, que, además de arrancar millones de almas de la ruina eterna, es el único que puede asegurar la convivencia pacífica y la fecunda colaboración de los pueblos». Nótese bien: restauración del espíritu evangélico, lo cual, de por sí y situado en el marco de toda la exhortación que comentamos, es evidente que no tiene nada que ver con el falso ecumenismo, tal como quieren entenderlo algunos progresistas, ya que más que ecumenismo sería un verdadero «irenismo», renuncia a la lucha y a la resistencia, todo ello condenado en la «Humani Generis», del propio Pío XII.
«Ha llegado la hora –dice el Papa–; despertemos, porque está próxima nuestra salvación». Y añade a continuación la frase que es nuestro lema: «Es todo un mundo lo que hay que rehacer desde sus cimientos, que se ha de transformar de selvático en humano, de humano en divino, es decir, según el corazón de Dios». Y el párrafo sigue todavía con acentos vibrantes y bellísimos; pero nótese que el Papa no dice que hay que «hacer», sino que dice que hay que «rehacer», luego quiere decir que ya fue, que luego dejó de ser, y que lo que nos toca es «rehacerlo». Sigue el Papa diciendo que a él, a quien Dios ha colocado como Pastor de la grey cristiana, le corresponde el papel de heraldo de un mundo mejor. Hay que dar comienzo a un despertar que aliste a todos «en el frente de la renovación total de la vida cristiana, en la línea de la defensa de los valores morales, en la realización de la justicia social, en la reconstrucción del orden cristiano…». Nótese, una vez más, que el Papa habla de renovación, y sobre todo de la «reconstrucción del orden cristiano»; luego dicho orden existió más o menos alguna vez, y luego fue destruido, y ahora se trata de reconstruirle. ¿Sería muy aventurado afirmar que el orden social cristiano existió –más o menos perfecto– durante la Edad Media, y fue destruido por la Revolución? Si Pío XII no quería decir esto –lo que está en la línea de León XIII y Pío XI–, agradeceríamos otra explicación más lógica, dentro del más cristiano de los diálogos.
Se dirige a la urbe romana, para que los hombres que hoy la pueblan sean promotores de la salvación común, «en un tiempo en que fuerzas opuestas se disputan el mundo». ¿Cuáles son esas fuerzas?
«Éste no es el momento de discutir, de buscar nuevos principios, de señalar nuevos ideales y metas. Los unos y los otros, ya conocidos y comprobados en su sustancia, porque han sido enseñados por el mismo Cristo, iluminados por la secular elaboración de la Iglesia, adaptados a las inmediatas circunstancias por los últimos Romanos Pontífices, tan sólo esperan una cosa: la realización concreta».
Se pregunta de qué serviría investigar las vías de Dios, si luego se elige el camino de la perdición. Y añade: «¿De qué serviría saber y decir que Dios es Padre y que los hombres son hermanos, cuando se temiese toda intervención de Aquél en la vida privada y pública?». Nos parecen ver en estas palabras no sólo una afirmación de la constante acción providencial de Dios, sino también, y de una manera clara, una condenación del laicismo, del neutralismo, y de todas las tesis liberales contrarias a la proclamación del Reinado Social de Jesucristo.
Alude a continuación a las voluntades resueltas a «rehuir la inmolación», y añade luego: «no es con esa incoherencia e inercia como la Iglesia transformó en sus comienzos la faz del mundo, y se extendió rápidamente, y perduró bienhechora en el correr de los siglos…». Los primeros cristianos, que tenían caridad, porque tenían Fe –no es posible aquélla sin ésta–, estaban dispuestos al martirio cuando la ocasión lo exigía. Fue después de tres siglos de lucha y de persecución sangrienta cuando la Iglesia se impuso en el mundo. Las armas de los cristianos, las armas de que Dios se vale, no son las que recomiendan los «progresistas» de hoy. No creemos que Pío XII nos invite, en este Mensaje, a ciertas «aperturas» –muy en boga hoy día–. Para lograr el triunfo del Cristianismo, Pío XII nos llama a la lucha.
Y, aludiendo quizá a aquéllos que dan por sentado el triunfo de los enemigos, y sólo aspiran al pacto con ellos, para luego volver a empezar, y renuncian por ahora al combate y al enfrentamiento con ellos, creemos que Pío XII aclara la cuestión con estas palabras:
«Quede bien claro, amados hijos, que, en la raíz de los males actuales y de sus funestas consecuencias, no está, como en los tiempos precristianos o en las regiones aún paganas, la invencible ignorancia sobre los destinos eternos del hombre y sobre los verdaderos caminos para conseguirlos; sino el letargo del espíritu, la anemia de la voluntad, la frialdad de los corazones. Los hombres, inficionados por semejante peste, intentan, como justificación, el rodearse con las tinieblas antiguas, y buscan una disculpa en nuevos y viejos errores. Necesario es, por lo tanto, actuar sobre sus voluntades».
Y termina la exhortación con una llamada, especialmente dirigida a los fieles romanos, llena de belleza y vibrante de espiritualidad.
Estamos de acuerdo con el Señor Marzal, nuestro detractor desde «Cuadernos para el diálogo», en que Pío XII pronuncia una frase de esperanza con las palabras de nuestro lema y con todo el Mensaje que comentamos. De acuerdo. Porque todos sus gritos de alarma, y todos los profundos males que señala en él, son –creemos– necesarios para obligarnos a la lucha; y ningún Papa nos animaría a la lucha si en ella no existiese la esperanza en la victoria; como ningún jefe podrá ordenar sabiamente una guerra, sin tratar, por lo menos, de conocer al enemigo. ¿Dónde está la discrepancia entre el Mensaje de Pío XII y la línea de Cruzado Español?
Esperamos la respuesta. De no recibirla, tendremos que creer que el Señor Marzal no leyó con suficiente detenimiento la exhortación de Pío XII «Por un mundo mejor», o no conoce perfectamente la doctrina de este Papa, que es la misma de todos los Papas. Si ello fuera así, lo sentiríamos sinceramente, porque tenemos dos cosas que agradecer al articulista de «Cuadernos para el diálogo»: La primera, es la buena fe que nos concede cuando dice: «No digo que Cruzado Español no quiera un mundo mejor». La segunda, la de habernos obligado –aun cuando sea para rebatirle– a releer el maravilloso Mensaje de Su Santidad Pío XII.
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