Fuente: Punta Europa, Número 29, Mayo 1958, páginas 94 a 103.
UN PROBLEMA ECONÓMICO-SOCIAL: EL PARO
«Yo sé que es terrible querer trabajar y no hallar dónde» (Concepción Arenal).
«Nada hay más doloroso para la conciencia humana que la existencia de un hombre que, para huir del hambre, busca trabajo y no le encuentra» (Carlyle).
En el principio del mundo, Dios dijo al hombre, pecador por primera vez, que comería el pan con el sudor de su frente. Y con estas palabras le impuso la obligación de trabajar, y le invistió de un derecho paralelo: el de desempeñar una función útil a la comunidad; el de ocupar un cargo que exija el esfuerzo personal; el de trabajar, derecho consagrado por todos los pueblos, que ocupa un lugar en las Constituciones («Todos los españoles tienen derecho al trabajo y el deber de ocuparse en alguna actividad socialmente útil», dispone en su artículo 24 el Fuero de los Españoles), pero que no debe confundirse con el «pretendido derecho del individuo sin trabajo a dirigirse al Estado para reclamar de él una ocupación remuneradora y un salario» (Artículo 88 del Código Social de Malinas).
El paro nace de la desigualdad entre el número de personas laboralmente capaces y el de puestos de trabajo. En su origen convergen circunstancias de naturaleza muy diversa, y sus repercusiones en la vida de los pueblos –repercusiones sociales, económicas, políticas y morales– son siempre graves.
También puede producirse una inadecuación de sentido contrario y ser insuficiente la población trabajadora para cubrir las necesidades del país; el volumen de mano de obra que éste puede absorber. Pero en este caso el ajuste se realiza con mayor facilidad, y las consecuencias son menos serias, aunque no por ello deba desdeñarse el problema. Lo que normalmente ocurre es que este tipo de desigualdad suele hacer acto de presencia en una zona determinada, y sólo excepcionalmente en todo el país. La migración interior, debidamente encauzada, permitirá restaurar el equilibrio.
En mayor o menor grado, el paro forzoso hace su aparición en todos los escenarios de la Tierra, y en todas las épocas. Precisamente hoy amenaza a casi todo el mundo, a países de distinta estructura política, social, y económica, lo que le da un carácter de problema universal. Son alarmantes las noticias que nos llegan.
En Inglaterra se calcula que habrá 750.000 parados a fines del Verano, contra sólo 424.000 a principios de año.
En Bélgica se ha elevado en un 30 por 100 a lo largo de 1957; y en los últimos doce meses (de Febrero de 1957 a Febrero de 1958) se ha duplicado en Holanda la cantidad de trabajadores sin empleo.
Italia presentaba el 31 de Diciembre más de dos millones de desempleados, cifra sensiblemente igual a la de otros fines de año. Pero es que Italia tiene un problema crónico de paro, debido a razones estructurales, que hasta ahora no ha podido corregirse. El “Plan Vanoni” [A] nació para luchar contra esta grave crisis económica. Según las previsiones incluidas en el Proyecto, para 1964 deberán haberse creado oportunidades de empleo para 4.000.000 de personas, que serían absorbidas, aproximadamente en partes iguales, por la expansión de la industria y por las actividades terciarias (servicios, transportes, etc.).
Tampoco es optimista la situación de los Estados Unidos, con un ritmo creciente de paro que afecta ya a más de cinco millones de trabajadores. Los norteamericanos comienzan a preocuparse seriamente, y el propio Presidente Eisenhower se ha referido en recientes discursos a este desequilibrio, que puede llevar a una gravísima crisis si no se ataja pronto el mal.
El paro es, pues, un problema real e inesquivable, presente hoy en el mundo, por primera vez con caracteres acusados desde el final de la Guerra Mundial.
PARO VOLUNTARIO Y PARO INVOLUNTARIO
Por supuesto que el problema es el de aquéllos que, contra su voluntad, sometidos a las circunstancias, no encuentran una ocupación, al nivel existente de salarios, que les asegure unos ingresos mínimos para atender a las necesidades perentorias. Si la demanda de trabajo fuera superior a la oferta no habría ociosidad involuntaria; el que no acepta un empleo, lo hace por desidia, pereza o cualesquiera otras razones de carácter individual.
Estas consideraciones nos llevan a lo que Manuel de Torres Martínez, en su Teoría de la Política Social, denomina intercomunicación entre las profesiones. Es evidente que la mano de obra más solicitada es la de inferior calidad. Y entonces el obrero especializado que no encuentra empleo adecuado a su preparación recurrirá para salir adelante, para subsistir, a aceptar cualquier empleo, al menos provisionalmente, en tanto no se produzca una vacante en su categoría.
Si la absorción es completa no habrá paro forzoso, pero se planteará el problema social de los desplazados de unas profesiones a otras que requieren un inferior grado de preparación, a empleos puramente mecánicos, de esfuerzo corporal. Este desplazamiento hacia categorías laborales inferiores, impuesto por las circunstancias, origina un desequilibrio social, y suele tener graves consecuencias para los individuos, que se sienten postergados, recelosos ante una sociedad que les es hostil, que no les permite desarrollar sus conocimientos, su preparación técnica, y les arroja al montón de los innominados, de donde, a veces, no es nada fácil salir.
Así pues, cuando todos los trabajadores tienen ocupación, no podemos hablar de paro en sentido material, porque no existe. Pero los conceptos, las palabras, tienen un trasfondo que no puede esquivarse al interpretarlas. Y así, «ha de parecer por lo menos desconcertante –escribe Torres Martínez– afirmar que un tornero de precisión se encuentra en paro voluntario porque no se decide a aceptar el salario corriente de un peón; que se encuentra en paro porque no se decide a machacar piedra en una carretera». Y en este sentido, dice Las Cases que paro forzoso es la situación en que se encuentra el obrero que no encuentra ocupación en relación con sus fuerzas y sus conocimientos profesionales.
Tampoco existirá paro cuando el trabajo es forzoso, cuando las necesidades de mano de obra se cubren con verdaderos batallones disciplinarios sujetos a una disciplina férrea, a una sumisión total y absoluta. Entonces el individuo pierde absolutamente su personalidad, su voluntad queda anulada, y se convierte en una máquina más al servicio del Estado. Como señala Germán Bernácer, a este sistema han renunciado todas las naciones libres por humanidad y por conveniencia. Sin embargo, el caso es, por desgracia, frecuente en la Unión Soviética, cuyo sistema social, a todas luces, atenta contra la libertad y la dignidad del individuo transformándolo en un “robot”. No hay paro, pero sería preferible que lo hubiera.
PLENO EMPLEO
John Maynard Keynes utilizó la frase “pleno empleo”, por vez primera, en The General Theory of Employment, Interest and Money, para referirse a la situación en que no existe el paro forzoso. El “full employment” constituye el nudo central de la economía keynesiana.
Pigou, creador de la “Economía del Bienestar”, se refirió a este concepto de Keynes en unas conferencias pronunciadas a fines de 1949 en Cambridge sobre la Teoría General [1]. Por su extraordinario interés, recogemos aquí la exposición del profesor Pigou:
«Como toda la obra de Keynes se centra en el concepto de plena ocupación, lo más importante ahora es aclarar nuestras ideas acerca de este concepto.
Casi todos admiten hoy que él usó esta frase en una peculiar manera. No quería expresar con ella, como en su natural sentido estas palabras implican, un estado de cosas en el cual el número de personas efectivamente ocupadas es igual al de las que podrían serlo. Se refería con ella a la diferencia entre este último número y el paro friccional consiguiente a las imperfecciones de la movilidad. Por comodidad, seguiré aquí este uso, pero sujetándolo a una corrección. Consideraré la ocupación como plena cuando el número de personas efectivamente ocupadas es igual al número de las que podrían serlo menos el paro friccional, y cuando no hay puestos vacantes (excepto las vacantes de carácter friccional). Cuando el número de personas efectivamente ocupadas es igual al número de las que podrían serlo menos el paro friccional, y hay puestos vacantes (excepto las vacantes de carácter friccional), diré que hay ocupación sobrante; y el sobrante lo mide el número de puestos vacantes que no tienen el carácter de friccionales.
Esta distinción entre ocupación plena y ocupación sobrante no significa nada cuando investigamos los efectos de causas cuya tendencia es aumentar la ocupación. Lo mismo se anula esta tendencia si en la situación inicial la ocupación es plena que si es sobrante. Pero tiene significado cuando se trata de causas cuya tendencia es disminuir la ocupación. En tal caso, si la ocupación es simplemente plena, esta tendencia ni se anula ni es siquiera obstruida. Pero si la ocupación es sobrante, la tendencia es obstruida en la cuantía misma del sobrante. Con una causa que tienda a disminuir la ocupación en 100, si ésta tenía inicialmente un sobrante de 60, la reducción efectiva será de 40. Con un sobrante inicial de ocupación de 100 o más de 100, la tendencia de la ocupación a contraerse quedará anulada. En la marea alta de la guerra, y en la bonanza que a ésta sigue, puede muy bien acontecer que la ocupación sea tan sobrante que impida la aparición de todo paro no friccional que pudiera resultar de cualquier alteración razonablemente previsible.
Lo que he dicho es suficiente a todos los efectos prácticos. Mas para el análisis formal es necesario medir la ocupación o el paro con mayor exactitud que por simple adición de las personas ocupadas o en paro. Keynes usa como medida una unidad de trabajo, en el sentido de una unidad de trabajo ordinario. El trabajo que se paga, por ejemplo, doble que el ordinario, es contado como dos unidades de trabajo. En tanto permanezcan constantes los tipos relativos de remuneración de los diferentes grados y variedades de trabajo, puede “hacerse homogéneo” el trabajo mediante este arbitrio, sin inconveniente alguno. Pero en cuanto no se satisfaga esta condición, el mismo problema de números –índices que perturba la medición de las variaciones de la renta real– ha de enfrentarse… o ignorarse».
La exposición del profesor, clara y concisa, arroja mucha luz sobre la siempre confusa literatura keynesiana, y perfila el concepto de “pleno empleo” y el otro, tan interesante, de “paro friccional”; la distinción entre “ocupación plena” y “ocupación sobrante”; y la medición del grado de desempleo mediante el uso de la unidad de trabajo ordinario como módulo que permite la homogeneización, siempre y cuando permanezcan estables los tipos de remuneración.
Y es necesario hacer la salvedad de que el trabajo, por el cual se paga un salario doble del normal, es considerado como dos unidades de trabajo. La puntualización arroja nueva claridad sobre la doctrina.
Asimismo, es interesante la observación acerca de la guerra y la postguerra, que provocan una situación eventual, de más o menos duración, en la que puede desaparecer totalmente el paro, incluso el friccional, si bien el reajuste del esquema social y económico, que necesariamente se lleva a cabo, puede originar un retorno a las condiciones de anteguerra.
LA LUCHA CONTRA EL PARO
El paro es, como dice Bernácer [2], «la causa más importante de desequilibrio e inquietud social», hasta el punto de que «mientras no se evite, no habrá paz en el mundo». Y se trata de «un desequilibrio tan permanente, que ha hecho juzgar el equilibrio como una excepción, y el pleno empleo como un ideal inasequible por caminos normales».
Las causas del paro forzoso, según Las Cases, se integran en siete grupos distintos: 1.º) Las que residen en el propio trabajador; 2.º) las que nacen de la actitud de los empresarios o patronos; 3.º) accidentes y pérdidas de material; 4.º) razones sociales de carácter general; 5.º) progresos de la maquinaria industrial; 6.º) modificación de las preferencias del consumidor, o modas que favorecen o hunden a determinadas actividades; y 7.º) periodicidad de algunas ocupaciones.
Esta clasificación da una idea de la complejidad de factores que intervienen en el nacimiento del paro. Porque normalmente la desocupación es efecto de la coincidencia de varias causas en un punto determinado del tiempo y del espacio: razones psicológicas, sociales, políticas, económicas, etc. Y aunque la lucha contra el desempleo forzoso es preocupación fundamental de todo Gobierno, son muy limitados los frutos que se obtienen.
Porque el paro ha dejado de ser «un simple problema de previsión social, para convertirse en uno de los más complicados del orden político, económico y social», como acertadamente señala Tomás Elorrieta en La Carta del Atlántico y la Carta de Filadelfia. Ya no basta con pensar en subsidios o en Seguros. Hay que ir mucho más allá; corregir incluso los desequilibrios de tipo cíclico o coyuntural; atacar, en definitiva, el mal, cortando las raíces gangrenadas. Porque el peligro de contagio a todo el cuerpo social es muy grande, y extraordinaria la velocidad de expansión.
Conseguir el equilibrio entre la demanda y la oferta de trabajo constituye, naturalmente, el principio rector de una política, de un sistema que pretenda desterrar el paro. Es tan simple que puede parecer una perogrullada. Pero tras esta fórmula mágica se esconde todo un mundo de difíciles problemas.
En esencia, la gran dificultad es determinar el procedimiento adecuado para pasar del campo de las especulaciones teóricas a ese otro más próximo que es el de las realidades. La meta se delinea nítidamente en el horizonte. Pero, ¿cómo llegar hasta ella?
Para Keynes, la desocupación es consecuencia de una desigualdad entre los coeficientes de ahorro e inversión. Y, fiel a este principio, establece una movilización de capital hacia inversiones industriales remuneradoras, y, por tanto, atractivas. El Estado, conforme a un Plan cuidadosamente establecido, deberá absorber el excedente de mano de obra. El ahorro dejará, así, de ser capital inmovilizado, de efectos nulos o negativos.
En Alemania y Estados Unidos se aplicó con resultado satisfactorio el Plan Keynes, en la tercera década de este siglo [B]. Pero hay que tener en cuenta que se trataba de dos países muy capitalizados, y, por consiguiente, aptos, en principio, para someterse a la experiencia.
William Beveridge, discípulo de Keynes, postula el incremento de las inversiones privadas y del consumo de los particulares. Como su maestro, piensa en el Estado y en las Corporaciones Públicas para iniciar grandes Programas de Obras Públicas, en cuyo desarrollo debe participar el capital privado, que acudirá a ellas si los estímulos puestos en juego son suficientes.
Un amplio Sistema de Seguros, por otra parte, equivale a una redistribución indirecta de la renta, y, en definitiva, a una elevación del nivel de vida de la clase trabajadora. Es preciso mantener un alto grado de empleo, y, simultáneamente, prevenir una desocupación en masa, ya que el sostenimiento de la prestación de paro es muy costoso. Y todo esto sin olvidarse de la advertencia del propio Beveridge: «La ociosidad prolongada, cuando sólo existe una prestación de subsistencia, es desmoralizadora, tanto en teoría como en la práctica».
Tiene quiebras la doctrina del Seguro. Lefort señala los peligros que amenazan con dar al traste con la buena marcha del sistema: «incentivo al obrero para abandonar su trabajo; desgana para buscar colocación; y acumulación de los subsidios al paro a los salarios de otro trabajo que, intencionadamente, es ocultado o disimulado». En el juego intervienen hombres y no ángeles. Y no es exagerado pensar como Lefort lo hace.
El “New Deal” norteamericano fue una buena experiencia en la lucha contra el paro. En 1933 había catorce millones de desocupados en los Estados Unidos, y la crisis amenazaba con agravarse más. Se obtuvieron del Congreso tres mil trescientos millones de dólares para desarrollar vastos Programas de Obras Públicas, en las que encontrarían trabajo los parados.
Para hacer más efectiva esta medida se adoptaron otras complementarias: reducir las jornadas laborales para que, automáticamente, creciera la demanda de mano de obra; mantener estables los salarios altos y elevar aquellos otros demasiado bajos. De este modo aumentaba el poder de compra de las masas, primero, y las exigencias del consumo, a renglón seguido, lo que permitía a los empresarios forzar el ritmo de la producción y dar empleo a nuevos trabajadores todavía en paro forzoso.
Claro que el esquema no es tan sencillo como a primera vista podría deducirse. Una elevación de salarios provoca un alza de precios, y puede iniciarse la amenazadora espiral inflacionista. En realidad, la lucha contra el paro es el resultado de una política coordinada, de conjunto, para obtener frutos prácticos estimables.
LA POLÍTICA EXPANSIONISTA
Veamos ahora la política expansionista a que alude R. G. Hawtrey en su opúsculo La restauración económica del mundo de la postguerra. Dice el conocido profesor británico:
«La política de pleno empleo ha llegado a identificarse con una política expansionista. Se reconoce que el pleno empleo depende de la corriente monetaria. En el Libro Blanco del Gobierno de Coalición, al tratar de la política de empleo (Mayo 1944) se dice [C]:
“Suponiendo un nivel de salarios y precios dado, y la plena movilidad de la mano de obra, los trabajadores perderán la ocasión o fracasarán para encontrar pleno empleo porque no exista una cantidad suficientemente grande de gastos en los bienes y servicios que pudieran producir. Si se gasta más dinero en bienes y servicios, entonces aumentará la cantidad pagada en forma de salarios y el número de empleos será mayor”.
La política expansionista que se recomienda es la de ampliar la corriente monetaria, y, en tanto que existe paro, éste es el tratamiento adecuado. Pero debe haber un límite a la expansión, y este límite debe ser reconocido cuando se logre el pleno empleo, y cualquiera otra expansión de la corriente monetaria no hará más que elevar los precios».
Y más adelante agrega:
«En 1919 se siguió una política expansionista y hubo pleno empleo. A principios de 1920 se reconoció, en general, que la expansión era algo tan extravagante que debía suprimirse. La tasa bancaria se elevó a un siete por ciento y siguió una violenta deflación, alcanzando el número de parados a dos millones, a fines de 1921. Si la expansión hubiese sido detenida tan pronto como fue alcanzado el pleno empleo, esto es, en el Otoño de 1919, no hubiera habido nunca contracción».
Torres Martínez habla de un grave peligro: la heterogeneidad o incompatibilidad –por fortuna no siempre– entre el fin económico “pleno empleo” y el fin social “redistribución de la renta”, que sólo puede evitarse con una política financiera correctiva. Asimismo, las medidas han de aplicarse en dosis variables, según las circunstancias de lugar y tiempo. Dice:
«En una situación como la de 1930, caracterizada por la miseria en medio de la abundancia, cuando existía un exceso de bienes de consumo y de instrumentos de producción, las obras públicas pueden ser lo más adecuado como instrumento motor del sistema, complementadas con medidas de redistribución.
En una situación como la de la actual postguerra (años siguientes a la última conflagración mundial), en la que el paro y la escasez de bienes de consumo son los dos fenómenos más destacados, la acción política debe dirigirse en sentido de aprovechar las fuerzas de trabajo en forzosa ociosidad para incrementar la producción de los bienes directamente consumibles».
Propugna el economista español tres tipos de medidas: las que tienden a aumentar la inversión del Estado; las que aumentan la inversión privada; y las que estimulan el consumo. La aplicación de las dos primeras –preconizadas también por Keynes y Beveridge– produce un efecto inmediato en el nivel de empleo, aumentándolo; pero si los salarios se han mantenido constantes, se apreciará un empeoramiento de la distribución y un aumento de los beneficios empresariales. Para hacer frente a la disminución de los salarios por la presión del paro pueden actuar los sindicatos obreros y los convenios colectivos de trabajo, con cierta flexibilidad para impedir que una excesiva rigidez salvaguarde a los que tienen un empleo, pero hunda definitivamente en la miseria y en el olvido a quienes carecen de ocupación.
CONCLUSIONES
En los problemas económico-sociales es preciso andar con mucho tiento. Las posturas extremas no suelen ser nunca fecundas si no van precedidas de un minucioso y atento estudio de las circunstancias.
A este respecto, son muy significativos los informes que proporciona John Montgomery en su libro The Twenties. An informal social history, historia de la década 1920 – 1930 en Inglaterra. Alude a un caso, citado en Noviembre de 1927 por The Times. La anécdota es la siguiente: un ingeniero de Southwark, de treinta y seis años, casado y con cincos hijos, estaba parado desde 1925 y recibía como subsidio de paro 43 chelines semanales que, al nacer su último hijo, se convirtieron en 47. En su empleo, sus ingresos habrían sido de 42 chelines solamente, con una semana laboral de cuarenta y cinco horas. Con este sistema era fácil pasar de la desocupación forzosa al paro voluntario. Claro que el problema planteado en 1920 se fue agravando y localizando hasta el punto de que, a mediados de 1930, con una cifra global de dos millones de desocupados, el paro afectaba en Blackburn al 52,7 % de la población; en Accrington, al 44,3; y al 42,1 en Burnley.
A lo largo de esta breve exposición de un problema tan complejo en todos los órdenes como es el paro, se ha podido advertir la preocupación de los Gobiernos para evitarlo y conseguir el pleno empleo. No dudan en llamar en su ayuda, para atajar el mal o para prevenirlo, a economistas e, incluso, a sociólogos.
Sin embargo, el resultado de los distintos sistemas puestos en práctica no siempre ha sido satisfactorio. Ello es debido a que, a los múltiples factores perturbadores que aparecen entremezclados en el nacimiento y posterior desarrollo de la crisis, hay que agregar la presencia real del hombre, libre e independiente, cuyas reacciones, a menudo, no pueden preverse.
Los individuos no son piezas de ajedrez que el jugador puede mover sobre el tablero a su voluntad. Son seres vivos, dotados de corazón e inteligencia. Y no pueden encajarse en los planes como algo inerte, pronto a responder a cualquier llamada, a cualquier estímulo, y a moverse con docilidad en la dirección que le señalen. Aumento de las inversiones públicas y privadas; elevación de la capacidad de consumo; subsidios y Seguros; correcciones fiscales de posibles futuros desequilibrios, serán frases huecas, con validez para un prototipo de hombre que, desde luego, no es nunca el que se mueve sobre la Tierra.
Por eso el paro no es sólo un problema económico, susceptible de reducirse a guarismos y de resolverse con mágicas fórmulas matemáticas. El paro es también una crisis social, porque nace, vive y muere en el seno de una sociedad compuesta por hombres libres. Y olvidarse de esta faceta es tanto como despreciar al hombre, olvidarse de que es el sujeto activo y, al tiempo, el sujeto pasivo en esta situación de desequilibrio.
Andrés Travesí
[1] El ensayo del profesor Pigou fue publicado por la Revista de Economía Política, en Noviembre de 1950, traducido del inglés por José Vergara.
[2] Germán Bernácer: Una economía libre sin crisis y sin paro, Editorial Aguilar.
[A] Nota mía. El Ministro de Economía de la República de Italia, Ezio Vanoni, presentó en Diciembre de 1954 el llamado “Plan Vanoni” (Schema di sviluppo dell´occupazione e del reddito in Italia nel decennio 1955 – 1964) al Consejo de Ministros, siendo aprobado por éste el día 29 de dicho mes.
[B] Nota mía. En puridad, la tercera década del siglo XX sería la de 1920 – 1929. Pero, por el contexto, claramente se está refiriendo el articulista a lo que, con más propiedad, llamaríamos década de los ´30.
[C] Nota mía. Se refiere al Libro Blanco sobre Política de Empleo, presentado por el Ministro de Reconstrucción al Parlamento británico en Mayo de 1944.
Marcadores