Re: Galicia y el Bierzo/Galicia e o Bierzo
12.- DON RODRIGO SE HUMILLA: «TODO A SUS REALES CONCIENCIAS»
El precedente acuerdo nació en el campo de batalla. Don Rodrigo pactaba en él con moral de soldado valeroso que cede pero también exige. Era una bizarría pasajera, pues el Conde de Lemos sabía que en la Corte prevalecían sus enemigos. Pronto lo comprobaría
con irritación
Era la hora de negociar. Don Rodrigo destacó a la Corte a su pariente Pedro de Santiso.
Le entregaba dos misivas para los Soberanos.
Son un manifiesto de su desesperada indigencia política en el momento. Le faltan
amigos y valedores. Carece de fuerza y de méritos. Por ello insiste con humildad rendida en que no quiere importunar ni exigir. Confía en la rectitud de los Reyes que decidirán su caso con equidad y benevolencia (34).
No tardó en llegar el veredicto real (35), la esperada y temida carta de perdón en la cual en tono solemne se hablaba de «los muchos crímenes y delictos y males y daños por el dicho Conde y por su mandato fechos»; y se relata luego cómo D. Rodrigo «acordó de venir a nuestra merced e de se poner en nuestras manos y poder para que del e de todas las sus villas e fortalezas que avia y posseia hiciésemos a nuestra voluntad».
Deciden perdonar al Conde su reato, «usando de clemencía e piedad con él. de que a los reyes propiamente pertenesce usar con sus subditos e naturales». Pero no de tal manera que Don Rodrigo no recibiese castigo por «alguno de los dichos crímenes y de- lictos». Había además otra cuenta pendiente: «las costas y gastos que sobrello feçimos». Los Reyes estaban dispuestos a hacerse pagar ejemplarmente. La factura no pudo menos de estremecer al Conde: Sarriá, Castro de Rey, y sobre todo Ponferrada, ya previamente comprada por los soberanos a Doña Juana (36). Además. continuarían en secuestro otras villas y fortalezas del Conde, actualmente en poder de Don Enrique Enríquez. Finalmente. quedaban anulados todos los procesos y sentencias discernidos contra el Conde por iniciativa de la Corona; no en cambio las responsabilidades y resarcimientos contraídos respecto a bienes y personas particulares.
Era el 3 de octubre de 1486. Los Reyes estaban en Compostela de Galicia, a donde habían concurrido cautelosamente muchos hidalgos ga1legos. El marco no podía ser más oportuno para que el hecho alcanzase resonancia. Don Rodrigo de Lemos no podría olvidar nunca aquel otoño de placidez engañosa, en que una tormenta gigante amenazó con barrer el Condado de Lemos.
Este recuerdo imborrable de amargura y decepción se agravó por las numerosas reclamaciones que se le hacían por los atropellos cometidos durante la guerra (37). Siguieron para Don Rodrigo dos decenios en los cuales nunca pudo desvanecerse de su memoria la pesadilla de Ponferrada. En ellos rumió su infortunio y también el futuro desquite. Porque, en su mente, Ponferrada tenía que volver al Conde de Lemos...
13.- LA CORONA Y EL CONDADO DE LEMOS
Durante el pleito sucesorio Don Rodrigo pudo sospechar que los Reyes nutrían
importantes intereses en la disputa. Esto le desconcertó y nunca se lo perdonó.
¿Qué acontecía pues? En primer lugar, se trataba de hacer firme la partición del señorío. El 25 de noviembre de 1485 se estipulaba en Valladolid un nuevo contrato (38) por el que se formaba el lote de herencia de Doña Juana con la villa de Ponferrada y su fortaleza y la villa de Cacabelos, debiendo dar en compensación a sus hermanas diez cuentos de
maravedíes. Era favorecer descaradamente a los contrincantes Pimentel.
Pero este acuerdo no fue mas que una pantalla de disimulo de otra operación hecha en interés de la Corona. Esta se disponía ahora a comprar por entero la mitad del Condado de Lemos, asignada a Doña María de Bazán y a sus hijas. Se trataba en concreto de Ponferrada, Cacabelos, la tierra de Valcárcel, la tierra de Aguiar, el coto de Balboa, las fortalezas de Sarrasin, Balboa, Losio, la tierra de Arganza y los lugares de Valdemora y Palazuelo. Los Reyes asumían la responsabilidad de pagar en el término de tres años, trece cuentos de maravedíes, diez a las hijas del Conde de Lemos y dos a su madre, y de satisfacer a las primeras el valor de las tierras, cotos y fortalezas antes citadas. Se harían, además, cargo de las deudas de fa familia, las cuales, según un examen hecho por técnicos, montaban tres cuentos de maravedíes. AI propio tiempo, se hacían los Reyes proveer de todas las
escrituras relativas a las nuevas adquisiciones (39).
Tan importante transacción exigió varias operaciones sucesivas. La primera, de carácter
financiero, fue encargada por los Reyes a su perito y hombre de confianza, Fray Hernando de Talavera, obispo de Ávila, y de ella nos queda amplia documentación. Fue suscrita el 25 de enero de 1486 por el obispo y Doña Mencía de Quiñones, madre de Doña María de Bazán (40). La segunda, suscrita el día 5 de abril del mismo año en Medina del Campo, establecía la renuncia a la villa de Ponferrada en favor de los Reyes por la Condesa Doña Juana, esposa de Don Luis Pimentel (41). La tercera, datada a 13 de abril de 1486, estipula la adquisición por los Reyes de la parte del Condado de Lemos asignada a Doña Mencía de Quiñones y a sus hijas, cuyo importe será satisfecho por los mismos en el término de tres años, a contar desde la recuperación de Ponferrada, todavía en poder del rebelde Don Rodrigo Enríquez Osorio (42). Don Rodrigo perdía así sus esperanzas de afirmar su derecho a Ponferrada. Su presencia en el Bierzo parecía definitivamente liquidada. Fue la lección amarga de su vida que nunca digirió.
14.- LA HORA DE LAS CUENTAS
Lo hemos visto ya: el infortunio de Don Rodrigo Osorio tenía su cola espinosa de
reclamaciones y querellas. La última quincena del siglo XV está dominada en el condado de Lemos por esta tónica de molesto acoso. Todo el mundo clama contra los Osorio, contra el difunto Don Pedro y contra su nieto y sucesor, Don Rodrigo. Ha cambiado la atmósfera político-social. Ahora se pueden exigir cuentas. Y nadie se resigna a callar.
Los primeros en exigir son los propios familiares. Doña Juan Osorio, esposa de Don Luis Pimentel, logra el apoyo de los Reyes para que los alcaides de Peña-Ramiro, Peña Velosa, Matilla, Corullón y Cornatelo le hagan pleito-homenaje, pues todas estas fortalezas pasan ahora a su propiedad (43). Con la muerte de Doña María de Bazán, tutora de las hijas del Conde Don Pedro, en la primavera de 1486, y el sucesivo fallecimiento de la madre de aquella, Doña Mencía de Quiñones, a mediados de 1488, fue preciso buscar otro tutor para estas indefensas damas y el designado fue el obispo de Ávila, Fray Hernando de Talavera (44). Estas, por otra parte, habían comenzado ya por entonces sus conocidas aventuras amorosas. Doña Mencía era ya conocida por sus relaciones amorosas con el Cardenal de España, Don Pedro González de Mendoza, al cual había dado ya dos hijos -Don Rodrigo y Don Diego- los «bellos pecados» del gran Cardenal que fueron legitimados por la Reina el 3 de marzo de 1487 (45). Su padre, generoso siempre en el amor, los dotó, en mayo de 1487, con sendos mayorazgos (46).
Una dama gallega, Doña María de Castro, esposa de Alonso de Lanzós, presentó igualmente una lista abultada de reclamaciones contra el Conde: los lugares de Pacón, San Pedro, Canaval y Chao y las iglesias de Melón y Ribela. De estos bienes había sido despojada, según las denunciantes, ya por su abuelo Don Pedro (47). El vecino de Rioseco, Don Pedro Enríquez, exigía una elevada cantidad de dineros (48). El notario apostólico, Alonso Rodríguez, denunciaba algunos robos y violencias sufridas de los criados del Conde (49). En otros casos, eran poblaciones como el coto lucense de Somoza de Villausán que acusaban al Conde de intromisiones y extorsiones en su daño (50).
Las acusaciones dirigidas contra Don Rodrigo tenían generalmente su motivación en los recientes sucesos bélicos. De aquí que surgiesen con más insistencia en El Bierzo. En Ponferrada era ahora alcaide por la Corona, Juan de Torres, que exigía resarcimiento por los ganados que le habían robado los hombres del Conde durante la batalla por el Castillo Viejo (51). Los clérigos de Santa María de Villanueva de Valdueza, Alonso García Velver y Gonzalo Velver, presentaban igualmente su lista de robos y violencias cometidas contra ellos por los agentes de Don Rodrigo (52).
Mientras tanto pudo Don Rodrigo calibrar la magnitud de su ruina política. Deberá renunciar para siempre a toda pretensión sobre las antiguas tierras bercianas de su señorío y señaladamente de la emblemática villa de Ponferrada que pasa a ser realenga en 1486, mediante una compra artificial de la Corona a su titular Doña María de Bazán (53).
Nunca podrá Don Rodrigo digerir esta contrariedad y esperará la hora de la revancha. De momento, atravesó el decenio de 1490 aceptando de mala gana gestos de los Reyes Católicos que se esmeraban en demostrarle benevolencia: fenecimiento de sus pleitos y demandas judiciales, que pululaban a causa de su desgracia política (54); encomiendas de confianza como la comprobación en la primavera de 1500 de si “la monja Doña Juana”, es decir la conocida y motejada La Beltraneja, intentaba fugarse a Galicia e incluso tenía en esta tierra valedores (55); mediante el arreglo matrimonial, en 1500-1501, con la Casa portuguesa de Braganza, por el cual se unirían Doña Beatriz de Castro, hija de Don Rodrigo, con Don Dinís de Portugal, apartando otras opciones con los Pimentel de Benavente o con los Velasco, condestables de Castilla, que parecían más rentables al Señor de Lemos (56). Fue el camino espinoso, por veces desesperado, que hubo de recorrer Don Rodrigo durante los veinte años de su juventud, en los cuales rumió el desquite.
La hora de los desahogos parecía llegar a finales de 1504, cuando, fallecida Doña Isabel y reconocida reina de Castilla su hija, Doña Juana, se preveía el alejamiento de Fernando el Católico, vaciando de contenido su nombramiento de Gobernador de la Corona de Castilla, a él concedido en contemplación de la presunta demencía de su hija, Doña Juana. El Conde de Lemos no dudó de que había llegado su hora. Se sumó de inmediato al coro de los fautores de Felipe I y muy pronto comprobó que el grupo crecía espectacularmente pues se sumaban a él incluso los personajes aparentemente más cercanos a la Corte, como el arzobispo de Toledo, Francisco Jiménez de Cisneros (57). Se apresuró Don Rodrigo a hacer méritos. El más dorado sería conseguir que Don Felipe y Doña Juana, en viaje hacia su nuevo Reino de Castilla, se encaminaran a Galicia,
desechando la oferta de acogerlos que ofrecerían los puertos y ciudades del Cantábrico a los que tradicionalmente aportaban las flotas de Flandes. Sus argumentos o pretextos eran que estos puertos no eran seguros, porque el Aragonés, Don Fernando, tendría situados en ellos sus agentes que coparían la libertad de los nuevos soberanos (58).
En estos cálculos no estaba sólo. Compartían
sus temores los cortesanos de Don Felipe Don
Juan Manuel, Don Diego de Guevara, Monsieur
de Laxao. El nuevo Rey de Castilla, Don Felipe, siguiendo su consejo, envió al Conde al caballero
Don Álvaro Osorio “enviandome dezir que, si le
fuese çierto servidor, quel determinaba de venir desembarcar a Galiçia, e aun a un puerto mio,
si no oviese otra parte mas segura” (59).
Consiguió su objetivo: recibir honrosamente
a Don Felipe en A Coruña, el 28 de abril de 1506,
si bien el anfitrión oficial fue su amigo Don Fernando de Andrade (60). Luego prosiguió en la comitiva hasta Ourense, hasta que encontró el anhelado momento del diálogo. Fue en Tudela de Duero, en tierras de Valladolid, en agosto de 1506.
En este rincón cosechó apenas las promesas de su futura rcuperación: se le restituirían todas las concesiones y mercedes reales de que disfrutaba la Casa de Lemos desde su abuelo, Don Pedro; se le devolverían las piezas del patrimonio que estaban afectadas por recientes disposiciones reales, excepto Ponferrada que se consideraba definitivamente incorporada a la Corona; se decidiría sobre las parcelas de su mayorazgo que ahora detentaba Doña María Pimentel Osorio, es decir el nuevo mayorazgo de Villafranca del Bierzo (61) .Era apenas un sueño que se desvanecía un mes más tarde, en Burgos, cuando fallecía inesperadamente el joven rey Don Felipe y dejaba a sus amigos el sombrío panorama de
un pronto regreso del rechazado Aragonés, Don Fernando.
No estaba el Conde de Lemos para esperas y adivinaciones de futuro. Concibió de inmediato una operación señorial y militar que le permitiera hacerse fuerte en el Noroeste y recuperar su patrimonio: dos pactos con sus mejores valedores: el Marqués de Astorga, Don Alvar Pérez Osorio, su cuñado, (16 de febrero de 1507) (62) y Don Fernando de Andrade (9 de abril de 1507) (63); invasión de Ponferrada, en mayo de 1507, contradiciendo los consejos de sus mejores amigos, como el Almirante de Castilla, que fue su pararrayos en los arreglos subsiguientes. Resonó en la Corte como un huracán que de repente se abatió sobre El Bierzo.
En realidad todo acontecía como un arreglo casero. Nadie en la villa estaba comprometido seguir pautas firmes. Las milicias que custodiaban los castillos nuevo y viejo se sentían indiferentes frente al Conde de Lemos y a la Corona. Aceptarían sin escaramuzas a quien les requiriese su rebajada lealtad. Sólo el corregidor Alonso de Ribera, se sentía por oficio obligado a mantener la bandera realenga y requerir al regimiento que le siguiese en esta postura. En su día será llamado a cuentas y vendrá pronta su respuesta.
¿Qué aconteció en aquel mayo de 1507 en la almenada Ponferrada? Lo escuchamos de un testigo parcial: el mismo Alonso de Ribera. Esta es su borrosa película de los hechos: —Corre mayo de 1507, cuando el corregidor, de visita en el pueblo de Otero, oye decir que está de paso en la aldea de Villalibre, el Conde Don Rodrigo con un abultado séquito de unos cien hombres de armas. Se informa diligentemente y constata que el
Señor de Lemos está de paso, camino de Astorga.
—El corregidor Alonso de Ribera sospecha de que algo se urde de nuevo sobre
Ponferrada y saca la conclusión de que en breve Don Rodrigo y el Duque de Alba realizarán un acto de fuerza que conllevará la entrega de la villa. En consecuencia, regresa precipitadamente a Ponferrada, interroga a la guarnición y le requiere que esté dispuesta a mantener la villa por la Corona. Al ver la carestía que sufre, les anticipa un a pequeña cantidad de maravedíes. Recibe la respuesta, un tanto desganada, del alcaide, de que cuenta con tropas, pero carece de víveres; con el agravante de que los vecinos no quieren facilitarlos, temerosos de que nunca cobrarán su precio, y responden desairadamente que, si se trata de defender la condición realenga, sabrán concurrir con sus personas, pero de momento no quieren tratos con la guarnición. Por si viene lo peor, convoca precipitadamente a los peones de las poblaciones vecinas y logra reunir una tropa de unos mil hombres de armas.
— A los quince días todo está descarnadamente claro. El Conde de Lemos está ante los muros de Ponferrada con una selecta milicia de lanceros y jinetes y bien equipado de pertrechos militares. Se espera que empiece de inmediato el asalto y ya alguien ve las escaleras dispuestas para encaramarse en los muros. Pero Don Rodrigo no se precipita. Sabe que tiene muchos simpatizantes dentro y que con una arenga podrá conseguir más con una espada. Acierta en el cálculo. Proclama su derecho conculcado a conservar un señorío de su casa desde trescientos años atrás; su desposesión humillante por los Reyes; una justicia incuestionable de su demanda a la que deben colaborar como buenos vasallos. Y recibe la respuesta esperada: “que fuese bien venido e que ellos no deseavan otra cosa”.
—Al conjuro del discurso, los ponferradinos cambian de color. El vecindario abre las puertas al Conde de Lemos y combate a los escasos resistentes; los peones del corregidor no tienen gana de combatir; el alcaide se queda solo, acompañado tan sólo de “una negra suya”, se aturde y ni siquiera levanta el puente levadizo del alcázar.
— Como el percance es comprometedor y vendrán los ajustes de cuentas, el corregidor tiene preparada su respuesta: “si no oviera traición y todos pelearan como disen que peleó el alcayde... la dicha fortaleza no se tomara” (63*).
El asalto de Don Rodrigo a Ponferrada tuvo gran resonancia, no tanto por la audacia
sino por la reacción que despertó en el Consejo Real y en los gobernadores del Reino. Son momentos en que el regente, Francisco Jiménez de Cisneros, bien respaldado por milicias urbanas a sus órdenes, hace visibles sus “poderes” para escarmiento de los alborotadores (64). En el caso del Conde de Lemos se ponen en marcha todos los recursos persuasivos y disuasorios: amonestaciones sobre el desdoro de su gesto y la gravedad de la transgresión (65); convocatorias a nobles y ciudades (reinos de León y Galicia, condado de Vizcaya y principado de Asturias, ciudades de Burgos, Falencia, Zamora, Toro, Medina del Campo, Arévalo, Olmedo, Tordesillas; obispados de Santiago, Lugo, Mondoñedo, Orense y Tui; señores de las casas de Andrade, Ribadavia, Altamira, Ribadeneira, Luna, Nájera, Moya, Villena, Béjar, Aguilar, Alba de Aliste, Ribadeo, Infantado, Miranda, Urueña, Alburquerque, Almirante) para acudir con sus milicias a una campaña contra el Conde de Lemos, a las órdenes del Duque de Alba y del Conde de Benavente; formación de capitanías al mando de Pedro de Torres, Francisco Brochero, Juan de Vergara, Juan de Castañeda, Ruy Gómez, Rodrigo de Fargraza, Martín de Robles, Lope de Moscoso, Baltasar de Londoño, Juan de Salazar, Alonso de Báez, Alonso Hurtado, Alonso Gallego, Alonso Suárez, Alonso del Portillo, Ochoa de Asúa, Alonso de Valbastro, Juan de Matallana, Alonso de Ulloa (66); movilización de los pequeños arsenales de artillería del reino, en especial de los de Medina del Campo (67) y A Coruña (68),éste controlado por Don Fernando de Andrade, al mando del capitán Pedro Corrales (69).
Al mismo tiempo se cursaron los requerimientos procesales que demandaba la situación: al Conde de Lemos, inculpándole de infidelidad e ingratitud a la Corona, en especial “des pues del triste fallesçimiento del Rey (D. Felipe), mi señor... quedando yo viuda y estos mis reynos en mucho peligro”; acusándole de banderío y asonada “asonandovos y dandovos los unos a los otros... favor e ayuda, vos aveys levantado e fecho grand escándalo e bolliçio en estos mis reynos e en aquella parte que se diçe El Bierço, e çercastes e tomastes e combatistes por fuerça e con escalas la mi villa e fortaleça de Ponferrada; emplazándolo a comparecer ante el Consejo Real en el término de quince días; con órdenes terminantes de entregar Ponferrada al Doctor Cornejo, deponiendo al alcaide del Conde, Hernando de Torres, y de admitir como alcalde de la justicia real en la villa al Bachiller Fernán Gómez de Herrera a los alcaides y oficiales del Condado de Lemos que deberían revocar su pleitohomenaje al Conde, privado de su señorío y decaído de sus derechos, al igual que su yerno, Don Dinís de Portugal, y remitirlo de nuevo a la Corona en la persona del Gobernador de Galicia, el infante Don Juan de Granada (70) .
No se quedó en los apercibimientos. Se puso en acción a la gente de la temida Ordenanza, para una campaña militar que tendría su cuartel en la villa de Benavente. Se ordenó a los capitanes la estrategia del asalto: que “tomeys luego a sesenta y dos hombres de Ordenanza, los mas dispuestos e diestros para la guerra que podays aver, la terçera parte de los cuales sean espingarderos e las otras dos piqueros, cada uno dellos armados con las armas que conviene para los dichos ofiçios, a los cuales aveys de prometer e dar el sueldo cada un mes: al piquero seteçientos mararavedis, e al espingardero ochoçientos maravedis, e venir con la dicha gente a la dicha villa de Benavente para diez dias del mes de julio” (71).
El aparato disuasorio pudo mucho. Pero probablemente pudieron más los consejos de los amigos, en este caso el Almirante de Castilla que se empleó a fondo, primero para desviar a Don Rodrigo de su osado gesto que sólo venía a engrandecer los méritos de sus enemigos el Duque de Alba y el Conde de Benavente; luego, para presentar ante el gobernador Jiménez de Cisneros y el Consejo Real la “buena fe” y las excusas del Conde de Lemos. De hecho el lance tuvo el fin temprano y manso que cabía desear. Don Rodrigo entregó Ponferrada en manos de su pariente el Marqués de Astorga, el 30 de julio de 1507, y recibió inmediatamente documentos reales de 10 de agosto y 20 de diciembre de 1507 que certificaban la aceptación de sus disculpas y la concesión del perdón (72).
Esta pequeña historia de un asalto tormentoso, apenas una típica fiebre de verano, revela cual era el talante político del noble gallego. Se cifraba en un rechazo visceral de Fernando el Católico y en una apuesta arriesgada por el futuro rey Don Carlos. Esta opción vino a costar en 1508 un desafío mayor que el incidente de Ponferrada. Comprobada por los agentes del Rey, la fervorosa afiliación flamenca de Don Pedro, se encendía la cólera política del soberano y señalaba al conde gallego como conspirador. “Vos aveis tenido e teneys tracto en mi deservicio fuera destos dichos mis reynos”, clamaba el Soberano. Y discernía inmediatamente el castigo: el secuestro de las fortalezas de Sarria y Monforte en manos del Gobernador de Galicia (73). Un nuevo año de humillación que duró hasta el 17 de agosto de 1509. No cabía más que un silencio reticente y dolido. Lo mantuvo Don Rodrigo, incluso cuando se le requirió a realizar con escritura pública el juramento de aceptación de futuro rey de Castilla, su preferido Don Carlos (27 de abril de 1511).
En los años de 1514 y 1515 Don Rodrigo se mantuvo alejado de la Corte. En ésta tenía valedores y agentes que no cesaban de insinuar y persuadir las buenas disposiciones de su amo. Entre sus tesis más persuasivas estaba la de que era el Duque de Alba el fabricante siniestro de la difamación del Conde gallego. Coincidían en ella el canónigo de Lugo, Jerónimo de Sobrelle, agente de Don Rodrigo; el obispo de Segovia, Don Federico de Portugal y muy especialmente el Almirante. Los tratos y diálogos no cambiaban las posturas. Todo lo más suscitaban cortesías untuosas del Rey: “en verdad que el Conde lo ha hecho bien y como devia” fue su respuesta más complaciente (74).
Pasaron los días del rey Don Fernando y vinieron los breves abriles de la Gobernación de Cisneros. Don Rodrigo tuvo la ocasión de entonar su voz y decir abiertamente lo que pensaba: consideraba más positivo mantener sus alianzas con las casas de Astorga y Andrade que siempre le habían sostenido (75); no dudaba en denunciar ante el Cardenal Cisneros el cúmulo de provocaciones que el detestado” Aragonés” había hecho a la nobleza castellana y en particular a la Casa de Lemos (76); y pedía abiertamente desagravios y premios. Con esta voz fuerte hablará a Carlos V y también a sus amigos gallegos cuando se hallaban vacilantes en 1520. Era partidario de exigir que el Reino de Galicia tuviese voto en Cortes y personalidad autónoma, pero consideraba grave veleidad la revolución de las Comunidades y disuadía a sus amigos los regidores orensanos de seguir por ese peligroso camino (77).
Por otra parte, caballeros amigos le advirtieron del peligro que corría, ante el inminente regreso de Don Fernando y los intentos de Duque de Alba y del Conde de Benavente de sacar provecho del yerro del Conde gallego. El Almirante fue el ángel consejero del inquieto Señor de Lemos. Le recordó el peligro en que estaba de perder su estado, la caída de todo apoyo político para su pleito de Villafranca, el peligro de un nuevo embargo de Sarria y de la dote de su yerno Don Dionís. En las palabras del gran potentado castellano se escuchaba la voz de la experiencia, la amistad leal y del acendrado acento familiar. Al mismo tiempo se transparentan las miras de Don Rodrigo en un momento dramático de su vida.
15.- UNA ESPINOSA NEGOCIACIÓN: «QUISIERA MAS TENER QUEBRADA UNA PIERNA»
¿Cómo acelerar los trámites? Ante todo determinar bien lo que se desea conseguir. Confeccionar memoriales bien precisos con los hechos y sus «explicaciones». No dejar al agente de la Corte comprometiendo la situación. No malgastar la oportunidad que se ofrece de la amistad del Almirante con el Soberano, para poder administrar la cual deberá primero abstenerse de toda participación en el conflicto, porque de lo contrario, al pedir perdón real para el Conde «sería necesario sacarle también para mí». En todo caso, dos cosas debe realizar el Conde de Lemos para evitar el desastre que se le viene encima. Primera: liquidar satisfactoriamente todos los problemas derivados de la ocupación de Ponferrada y de los llanos de Villafranca antes de la llegada del Rey. Segunda: no permitir que sus contrincantes, el Duque de Alba y el Conde de Benavente, entren en ambas tierras, porque entonces la disputa se complicaría gravemente en sólo daño del Conde.
Negociar todo esto con éxito es ciertamente arduo y gravemente comprometedor. «Os juro a Dios, aunque debo hacer vuestro negoçio quisiera mas tener quebrada una pierna” (78), confiesa el Almirante.
El «negocio» del Conde de Lemos fue consultado también a la Corte portuguesa, en donde se había disuadido previamente al Duque de Braganza de intervenir en la querella. Don Rodrigo recibió una respuesta muy similar. Don Manuel de Portugal no estaba dispuesto a apoyar económica o militarmente las pretensiones de Don Rodrigo sobre Villafranca y Ponferrada. Le encarecía que se pusiese en buenas relaciones con sus Soberanos y sólo después de verlos concordados estaría dispuesto a favorecerle económicamente como se lo pedía (79).
D. Rodrigo logró deshacer su grave entuerto antes de que fuera demasiado tarde. Entregó Ponferrada a su amigo el marqués de Astorga, el 30 de julio, y le fueron revocadas las medidas dictadas contra él por el Consejo Real con cédula de 10 de agosto de 1507, con la promesa de determinar sus pretensiones sobre la villa antes de un año. Hubo así mismo un convenio con Cisneros sobre el particular cuyos pormenores desconocemos. Parece ser incluso que el rey Don Fernando citó a la Corte a los dos máximos representantes de la nobleza gallega: D. Rodrigo y D. Fernando de Andrade (80). Pero la voz de los valedores del Conde pudo mucho. Vino el perdón y fue generoso. Se admitía la buena fe del Conde en la iniciativa. Se le perdonaban todos los reatos civiles, criminales y económicos contraídos con la Corona, aunque no los que afectaban a particulares como el Duque de Alba y el Conde de Benavente. El 20 de diciembre de 1507 fue la fecha histórica de este documento que calmaba por fin el sobresalto causado por el Conde de Lemos y de sus amigos (81).
Pero Ponferrada y Villafranca habrán vuelto a adquirir resonancia nacional e incluso internacional no solo por la gravedad del nuevo asalto sino por lo sintomático del gesto. Quedaba abierta y sangrante la querella jurídica que ahora se aumentaba con nuevas reclamaciones de los afectados por Ia campaña. De momento reclamaban ante los tribunales el Arcediano de Ribadesil por haberle secuestrado el Dr. Cornejo el lugar de Toreno y haberle derrocado una casa (258); el arrendador y recaudador mayor de aIcabalas en Ponferrada, Antonio de Segovia, a quien el Conde de Lemos «le tomó por fuerça e contra su voluntad de las dichas rentas deste dicho presente año doscientos e sesenta mill maravedis que cobro e fizo cobrar de las dichas rentas de la dicha vilIa» (82); varios vecinos de Barrios de Salas que afirmaban haberles tomado las gentes del Conde de Lemos unas mil cántaras de vino, e que cada cantara del dicho vino en aquella saçon valia o podia valer a dos reales e medio» (83)
La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.
Antonio Aparisi
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