Re: Cuba y Puerto Rico
LA CAPITANÍA GENERAL DE CUBA 'y LA DEFENSA DE LUISIANA Y FLORIDA ANTE EL EXPANSIONISMO NORTEAMERICANO (1783-1789)
Juan Bosco AMORES CARREDANO
Tras la victoria sobre Inglaterra en la intervención española en la guerra de independencia de los Estados Unidos, las provincias de la Luisiana y las dos Floridas, oriental y occidental, pasaron de nuevo a depender de la capitanía general de Cuba.
José de Ezpeleta, que había intervenido de forma relevante en las operaciones militares para la recuperación de la Florida occidental y había sido gobernador de la Mobila1, quedó en 1783 como encargado interino de la capitanía general de Luisiana y Florida, por decisión expresa del que entonces era su titular, Bernardo de Gálvez, quien le dejó una Instrucción precisando los asuntos que debía atender mientras durara su mandato interino.
Gálvez no contemplaba aún, entre las prioridades del gobierno de La Luisiana, la eventual amenaza
del expansionismo norteamericano.
Ezpeleta sucedió al mismo Bernardo de Gálvez como capitán general
de Cuba en 1785 y dos años más tarde recibió el nombramiento de capitán general de Luisiana y Florida, aunque de hecho el gobierno de Madrid le consideró capitán general interino de estas provincias desde que recibió el mando de Cuba.
En todo caso, desde 1787 se puso fin a la excepción que había supuesto la etapa de Bernardo de Gálvez, uniendo de nuevo la capitanía general de Luisiana y Florida a la de Cuba, situación que permaneció hasta el final del dominio español en la zona, a pesar de los intentos de los gobernadores Miró, primero, y del barón de Carondelet después para que se erigiera una capitanía general separada para la Luisiana.
Los mismos años del mando de Ezpeleta en La Habana, desde diciembre de 1785 a abril de 1789, coinciden con la estancia de Diego de Gardoqui en Nueva York como encargado de negocios español ante los Estados Unidos. Como es también sabido, Esteban Miró ocupaba entonces el gobierno de Nueva Orleans.
En San Agustín gobernaba el coronel Vicente Manuel de Céspedes, que, como el coronel Arturo O'Neill, gobernador de la Florida occidental, había sido nombrado por Bernardo de Gálvez en 1783.
A estos tres gobernadores se les recordó, a mediados de 1787, que debían enviar toda la correspondencia a Madrid a través del gobernador de La Habana, como capitán general de la provincia.
Así mismo, una real orden de marzo de 1787 advertía a Ezpeleta que «todas las noticias y asuntos de entidad que ocurran en las provincias de Luisiana y Floridas que sean concernientes a los Estados Unidos de la América septentrional los comunique V.S. por el medio que vea más oportuno a nuestro Encargado de Negocios en Nueva York D. Diego de Gardoqui, quien tiene orden de avisar a V.S. por su parte de todo lo que deba saber como capitán general de dichas provincias».
Este trabajo no pretende abundar en los hechos, bien conocidos, sino analizar y discutir la eventual eficacia de la estrategia diplomática y defensiva de la corte española ante la amenaza que el expansionismo norteamericano suponía para la presencia española en aquellas provincias entre los años 1785 y 1790.
El objetivo principal de la política española respecto a Luisiana y Florida consistía en mantener esos territorios como la frontera nororiental del imperio, es decir, del virreinato de Nueva España y del golfo de México. Aunque no se podía descartar la amenaza desde el océano, dicha frontera se situaba ahora sobre todo al interior de dichos territorios, a causa del previsible expansionismo de los recién creados Estados Unidos.
Por eso, la estrategia defensiva implicaba tres aspectos: el primero, llegar a un acuerdo diplomático con los Estados Unidos que resolviera, lo más favorablemente posible para los intereses españoles, el contencioso planteado entre los dos países a raíz de las concesiones otorgadas por los ingleses a los norteamericanos en el tratado de paz de 1782, en relación con los derechos sobre los territorios de la alta Luisiana y la navegación por el Mississippi; se buscaba por tanto lograr un acuerdo de límites y un tratado comercial con la nueva república.
El segundo aspecto estaba íntimamente ligado al primero: se trataba de crear, con palabras de Floridablanca, «una barrera poblada de hombres que defiendan las introducciones y usurpaciones por aquellas partes»; a esta política poblacionista se unieron los esfuerzos por atraerse a las naciones indias, reconociéndoles su autonomía y sus territorios, de forma que se convirtieran en una barrera natural frente al expansionismo norteamericano.
El tercer aspecto se refería a la necesidad de defender aquellas provincias de un eventual ataque inglés desde el Caribe «amenaza que tuvo algunos visos de realidad en 1787», para lo que era necesario rehacer las fortificaciones costeras, muy dañadas después de la guerra.
Esta política debía implementarse a tres niveles. Por un lado, la acción diplomática, que se encargó a Diego de Gardoqui.
Por otro, la acción concreta de los gobernadores de las respectivas provincias para mantener la amistad de los indios, vigilar la frontera para contener las incursiones desde el norte y el nordeste, asentar a los colonos que iban llegando, impulsar el fomento económico de las provincias y controlar el comercio.
Por último, el capitán general, desde La Habana, debía de garantizar el nivel adecuado de las fuerzas de guarnición, la comunicación con la Corte y la llegada del situado a cada una de las plazas, elemento absolutamente fundamental para el sostenimiento de la autoridad española en la zona; en el caso de la Florida occidental, también se debían proporcionar desde La Habana los víveres y efectos necesarios para la supervivencia de sus habitantes.
Se advierte que un elemento clave para la eficacia de esta estrategia era asegurar una comunicación segura y rápida entre los tres niveles mencionados, y sobre todo de La Habana con los demás, al ser el gobernador de esta plaza sobre quien recaía la responsabilidad de coordinar toda la política y tomar decisiones en casos urgentes.
¿Hasta qué punto se lograron los objetivos? Y, en su caso, ¿cuáles fueron los medios y las limitaciones con los que contaron las diversas instancias de decisión?
La actuación de Gardoqui como encargado de negocios es bien conocida. Aquí nos interesa únicamente valorar su resultado y hacer una reflexión sobre algunas de las posibles razones de ese fracaso.
A nuestro juicio, la misión se saldó con un rotundo fracaso, al menos por lo que se refiere al objetivo principal, que era obtener un acuerdo de límites y comercial con los Estados Unidos.
Los políticos norteamericanos sabían que el tiempo jugaba a su favor y, aunque se cuidaron de no provocar una ruptura con sus antiguos aliados, se escudaron tanto en razones jurídicas «el tratado con Inglaterra» como, sobre todo, en el carácter democrático de su gobierno y la debilidad de la joven república para impedir los deseos de expansión de sus ciudadanos, con el fin de retrasar un acuerdo que, finalmente, sería favorable a sus intereses.
Pero cabe plantearse si Gardoqui pudo haber obtenido un mejor resultado en su misión.
Desde antes de la llegada de Gardoqui a América, en abril de 1785, ya se había previsto un correo mensual La Habana-Nueva York y la asignación de 50.000 pesos anuales del situado para los gastos del encargado de negocios.
La correspondencia entre Gardoqui y Ezpeleta revela que aquél dispuso puntual y regularmente de la cantidad asignada y de un buque moderno y rápido «1os que más se usaron fueron el Galveztown, el Infante y el Princesa, bergantines de reciente construcción» para el correo con La Habana, Nueva Orleans y San Agustín de la Florida, y que éste funcionó razonablemente bien.
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Esto le permitió a Gardoqui enviar a tiempo a todas las autoridades de la zona noticias puntuales sobre la situación de la Unión y la evolución de las discusiones del Congreso de Filadelfia, los movimientos de aventureros sobre la cabecera del Mississippi, las gestiones ante el gobierno norteamericano en relación con la guerra entre georgianos y las naciones indias protegidas por los españoles, e incluso noticias puntuales sobre buques que hacían comercio de contrabando entre Nueva Orleans, San Agustín y los puertos norteamericanos.
Desde luego, la misión de Gardoqui se vio fuertemente mediatizada por el carácter poco flexible de las órdenes que llevaba, que limitaban su eventual capacidad de negociación, y se encontró además con un interlocutor «el gobierno de la Unión» debilitado por la división existente en el Congreso entre el norte atlántico y los demás Estados de la Unión.
De todas formas, parece claro que a Gardoqui le faltó capacidad para hacerse cargo, desde el principio de su misión, de la situación real y la potencia- lidad de los Estados Unidos. En su famosa Instrucción Reservada de 1787, Floridablanca se mostraba confiado en que el desorden político y el afán de independencia de aquellos habitantes eran un factor muy favorable para los intereses españoles en la zona y «siempre serían causa de su debilidad».
En este juicio se refleja de forma nítida las impresiones que Gardoqui transmitía a Madrid desde Nueva York, después de la primera fase de sus negociaciones, sobre las graves dificultades por las que estaba pasando la Confederación para lograr un mínimo de estabilidad política, económica y social. Un año más tarde, cuando está teniendo lugar la Convención de Filadelfia, todavía afirmaba que no se podía saber si acabarían constituyéndose una o varias repúblicas e incluso augura un fracaso de dicha Convención.
Se puede creer «como de hecho se ha venido admitiendo» que Gardoqui no hacía sino referir la situación real del país. Pero parece claro que no fue capaz de analizar las cosas con la suficiente perspicacia y profundidad, como habían hecho mucho antes el conde de Aranda y otros políticos más avezados, advirtiendo del peligro potencial de la eventual formación de lo que luego serían los Estados Unidos.
Gardoqui tenía la ventaja sobre aquéllos de disponer de nuevos elementos de juicio, y el más evidente de ellos era que aquellos habitantes que eran «en su opinión» tan amantes de la independencia y tan desorganizados, se habían unido y habían conseguido derrotar a su propia metrópoli, que pasaba por ser la primera potencia mundial. Evidentemente Gardoqui era sobre todo un negociante, un hombre del comercio, y apenas había servido profesionalmente al Estado hasta este momento. No sería excesivo deducir que aprovechó su misión oficial en Nueva York para consolidar los intereses comerciales de su casa.
Su correspondencia inicial refleja que, a su llegada a Nueva York, adolecía de un conocimiento profundo de la situación política del país y de su potencial expansionismo. El primer año de su misión pareció encontrarse bastante aislado; luego empezó a contar con algunos informantes, como el comerciante Oliverio Pollock o el aventurero James Wil1kinson, gracias a los cuales pudo informar a tiempo, entre otras cosas, de los planes de invasión norteamericana desde Kentucky.
A nuestro juicio, estas fallas fueron un serio obstáculo para la eficacia de la misión del encargado de negocios e indican que, probablemente, no se escogió para esa misión a la persona más adecuada.
Por el contrario, la actuación de los gobernadores de las distintas plazas, especialmente la de Esteban Miró en Nueva Orleans, fue mucho más eficaz desde el punto de vista de los intereses y objetivos españoles en la zona.
Como se sabe «y ha vuelto a resaltar últimamente Paul Hoffman» la etapa de gobierno de Miró se puede considerar como la época dorada de la dominación española en Luisiana, cuando la provincia alcanzó la máxima extensión territorial y un aceptable grado de integración económica en el imperio; durante el gobierno de Miró se consiguió además contener los intentos de invasión desde el norte, se dio un fuerte impulso a la política poblacionista y se logró una alianza estable con las naciones indias del territorio.
Todo esto lo logró Miró a pesar de la escasez de medios militares y económicos. La defensa del inmenso territorio de la provincia estaba confiada al Regimiento Fijo de la Luisiana, cuyos efectivos teóricos, 1.500 hombres, no pudieron completarse hasta bien entrado el año 1788.
Esteban Miró advirtió varias veces del peligro que suponía esa dispersión y la insuficiencia de las fuerzas, así como del mal estado de la mayoría de los presidios o fortines, que sólo servían para mantener en paz a los indios de los alrededores y como puntos de escala del correo o de los lanchones que subían por los ríos.
La misma capital estaba desguarnecida. Miró propuso fortificar la entrada del río, pero sólo se le permitió montar dos baterías provisionales atendidas por una compañía de artillería que no estuvo completa hasta julio de 1787.
Ante la imposibilidad de reforzar la guarnición con efectivos regulares, se decidió poner de nuevo en pie los Regimientos de Milicias, entregando los mandos a los patricios criollos, al estilo de lo que se había hecho en otras provincias.
Las dificultades financieras no fueron menores. El situado asignado a la provincia resultaba insuficiente para las necesidades de su defensa.
En 1788, el intendente de La Habana, de acuerdo con el gobernador, decidió retener un tercio del dinero destinado a Nueva Orleans para atender las urgencias de aquellas cajas. Esta y otras circunstancias obligaron a Miró y al intendente Navarro a acudir a los préstamos de particulares, comerciantes sobre todo, lo que a su vez implicó una política claramente tolerante hacia el contrabando aunque esto, por otro lado, benefició el desarrollo económico de la provincia.
Se puede decir que Miró, al contrario de Gardoqui, supo interpretar y aplicar las órdenes recibidas de acuerdo con los intereses reales de la corona y teniendo muy en cuenta las circunstancias de la provincia, incluso a pesar de que las decisiones tomadas en Madrid «sobre todo después de la muerte del ministro Gálvez» fueron a menudo contradic- torias con los objetivos señalados después de la paz de 1783.
De hecho, hacia el final de la década, la corte, más atenta a los intereses es- tratégicos en Europa, echará por tierra gran parte de lo conseguido en la Luisiana hasta ese momento.
Por lo que respecta a la capitanía general de Cuba, el papel central que siempre tuvo en la estrategia defensiva del Caribe hispánico fue ampliado, al menos desde 1780, a toda la frontera noroccidental del imperio, con la incorporación de las provincias de Luisiana y Florida.
La Habana cumplió bien su función como el centro más rápido de comunicaciones con la península, pero su eficacia fue claramente menor a la hora de prestar el apoyo financiero, logístico y militar necesario para garantizar la posesión y defensa de las provincias.
Las responsabilidades que recayeron sobre las autoridades de La Habana fueron, especialmente en estos años, muy superiores a los medios de que disponían para ejecutarlas.
El capitán general encontraba incluso serias dificultades para asegurar el adecuado nivel de defensa de la isla, mientras que la intendencia tenía que recurrir a expedientes extraordinarios «como el recurso sistemático a los préstamos de particulares» para hacer frente a sus obligaciones.
En un extenso memorial al ministro de Indias, el gobernador de Nueva Orleans, Esteban Miró se quejaba de que su dependencia del capitán general de La Habana no era sino un obstáculo para la eficacia de su gobierno.
Para Miró, al capitán general le merecían muy poca consi- deración los problemas de Luisiana, tardaba demasiado en contestar sus cartas y no era capaz de hacerse cargo de los problemas que le planteaba, porque no conocía el valor y la situación real de la provincia.
Se mostraba firmemente convencido de que, en el caso de que hubiera que tomar providencias extraordinarias ante un eventual ataque o invasión de los norteamericanos, no podría contar con los socorros necesarios desde La Habana.
Aunque en este memorial se puede ver un intento de justificar su deseo de que el gobierno de Nueva Orleans se convirtiera en una capitanía general separada e, incluso, una antigua rivalidad personal con el propio Ezpeleta, el hecho es que las respuestas de éste a las demandas de Miró «de auxilio financiero, de tropa o pertrechos militares, etc.» eran casi siempre evasivas o se limitaba a remitirlas a Madrid, excusándose en la falta de medios o de autoridad para decidir.
Como se sabe, el barón de Carondelet, sucesor de Miró, daba argumentos parecidos para pedir que se uniera al empleo de gobernador la capitanía general de la provincia, sólo que en este caso fue apoyado por el sucesor de Ezpeleta en el gobierno de La Habana, y cuñado suyo, Luis de las Casas.
A pesar de ello, nunca se admitió esta posibilidad, quizá porque, especialmente desde la caída de Floridablanca, nunca se tuvo mucha fe en que se lograría mantener dentro del imperio aquellas provincias.
Ezpeleta mostró una mayor atención a la Florida oriental, zona que conocía bien. La correspondencia con el gobernador O'Neill es más abundante que en los casos de Nueva Orleans y San Agustín, e incluso provocó los celos de Miró, de quien directamente dependía el gobernador de Panzacola.
Lo más urgente, en lo que se refiere a esta plaza, era reconstruir las fortificaciones, destruidas durante la guerra anterior.
El plan fue aprobado en 1784 en La Habana por una Junta de generales presidida por Bernardo de Gálvez; consistía en la demolición de las construcciones de San Miguel de Panzacola y trasladar la población a las Barrancas, más al interior, además de reconstruir el fuerte de San Carlos y levantar uno nuevo en la isla de Santa Rosa, a la boca de la bahía, para asegurar la entrada del puerto. Los antiguos castillos de San Miguel, de La Avanzada y El Sombrero estaban totalmente arruinados; sólo permanecían malamente en pie el de San Bernardo y el de San Carlos.
Las obras no se aprobaron hasta abril de 1787 y la falta de dinero retrasó su comienzo por lo menos tres años más. La situación de la provincia era tan lamentable que no se pudo asegurar el establecimiento de dos grupos de colonos canarios llegados allí en 1787 y 1788, volviéndose la mayoría de ellos a La Habana.
En la Florida oriental tampoco se pudieron hacer más que los arreglos precisos en las viejas y débiles fortificaciones existentes.
En el caso de San Agustín, a pesar de su absoluta dependencia de la capital cubana, los no infrecuentes naufragios aconsejaban limitar los viajes para evitar la pérdida de buques y hombres.
De hecho, el gobernador Céspedes tuvo que recurrir varias veces a los mercaderes norteamericanos para mantener el imprescindible suministro de harinas a la plaza.
En 1789, la junta de real hacienda de La Habana regularizó de hecho este tráfico, al aprobar que se aplicaran a los productos venidos de San Agustín «»grandes cantidades de mantequilla y queso y algunas de ginebra»» los mismos derechos que a los que venían de Nueva Orleans, incluyendo así en la práctica a aquella plaza en el sistema de comercio libre.
A pesar de todo, Ezpeleta hizo lo posible por cumplir con la principal de sus obligaciones respecto a aquellas provincias, la referente al terreno defensivo. Consiguió que el Regimiento Fijo de Luisiana estuviera al completo en 1788, y mantuvo la fuerza militar prevista en San Agustín de la Florida con tropas enviadas desde La Habana.
En ambos casos, Ezpeleta dio prioridad a la defensa de aquellas provincias, postergando lo que para él era su mayor preocupación, el estado de la guarnición de la propia isla de Cuba, que durante estos años siempre se encontró bastante por debajo del nivel previsto.
El situado, con la excepción mencionada más arriba, llegó a Nueva Orleans y a San Agustín en las fechas y cantidades previstas. También se prestaron auxilios extraordinarios desde La Habana con motivo del incendio de Nueva Orleans, en marzo de 1788•
Por lo demás, Ezpeleta «como haría luego su sucesor Las Casas» no se inmiscuyó en las decisiones que debió tomar cada uno de los gobernadores en aquellos asuntos que les concernían más directamente, como eran los de Hacienda y comercio, la política poblacionista, etc.
En lo concerniente a la relación con las naciones indias se preocupó de que no se restringiera el comercio con ellas por ningún motivo, al ser éste uno de los aspectos decisivos de la estrategia defensiva para la zona, como le había advertido Bernardo de Gálvez en 1783.
Podemos concluir diciendo que la estrategia diseñada en época de Gálvez y Floridablanca parece que era la adecuada, para garantizar, en torno a la plaza de La Habana, el apoyo logístico y de coordinación necesarios para asegurar el dominio de aquellas provincias.
Lo que falló, como tantas veces, fueron los medios disponibles, soldados y dinero especialmente. Probablemente hubiera sido necesario también que el gobierno de Madrid hubiera dado un mayor grado de autonomía a las autoridades de la zona «incluyendo al encargado de negocios en Nueva
York» para que tomaran las decisiones adecuadas a partir del conocimiento directo de las circunstancias de aquellas provincias.
http://www.ehu.es/bosco.amores/publi...anaFlorida.pdf
La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.
Antonio Aparisi
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