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Tema: La Cristiandad, una realidad histórica

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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Capítulo V
    El arte de la Cristiandad
    Durante mucho tiempo se consideró el arte medieval como un arte decadente. Grave error. La Edad Media fue una de las épocas en que el arte resplandeció con mayor fulgor. Y conste que al afirmar esto no pensamos tan sólo en los artistas en sentido estricto. La sociedad, en su conjunto, vivió en un ambiente de belleza. Como afirma Huizinga, la estética de la existencia se mostraba en el aspecto cotidiano de la ciudad y del campo. Ya el mismo modo de vestir, con tanta diversidad de telas, colores, gorras y caperuzas, confería a los distintos estamentos de la sociedad un marco externo de hermosura y dignidad, que permitía percibir tanto las diferentes dignidades cuanto las delicadas relaciones entre los amigos y los enamorados. La estética de las emociones no se restringía a las alegrías y dolores del nacimiento, el matrimonio y la muerte, en que el espectáculo estaba impuesto por las circunstancias especiales. Todo lo que se refería al valor, el honor y el amor, era considerado a través de formas bellas y estilizadas (cf. El otoño de la Edad Media… 85-88).
    En la presente conferencia analizaremos las diversas manifestaciones del arte en la Edad Media, pero lo haremos a la luz de la catedral, punto de partida y lugar de retorno de todas las expresiones estéticas que impregnaron de belleza la Cristiandad medieval.

    I. La catedral, un microcosmos
    Siendo la catedral la expresión más majestuosa de la sociedad medieval, y conteniendo en sí, aunque sea germinalmente, todas las llamadas bellas artes, penetremos ante todo en el significado espiritual y cultural que tuvo en aquella época.
    1. La catedral y la naturaleza
    August Rodin, el más grande escultor de los últimos tiempos y un espíritu enamorado de la auténtica belleza, –dejó escrito: «Las catedrales de Francia han nacido de la naturaleza francesa... Es el aire, a la vez tan ligero y tan ¡dulce, de nuestro cielo, el que ha dado su gracia a nuestros artistas y afinado su gusto. La adorable alondra nacional, alerta y graciosa, es la imagen de su genio. Se lanza con el mismo impulso, y el vuelo de la piedra dentada se irisa en el aire gris como las alas del pájaro» (Las Catedrales de Francia, El Ateneo, Buenos Aires, 1946, 33-34).
    Solía decirse que las bóvedas ramificadas de las catedrales, arrancando de las grandes avenidas que forman los pilares, habían sido erigidas a imitación directa de los bosques. Tal observación no constituye un mero dato de curiosidad erudita. Escóndese en ella algo mucho más profundo, una suerte de reflejo, en el nivel estético, de la doctrina teológica acerca de la relación que media entre la naturaleza y la gracia, sobre la base de que la gracia no –destruye la naturaleza sino que la despliega hacia dimensiones inalcanzables a sus solas fuerzas. En la arquitectura medieval, particularmente en su vertiente gótica, encontramos que hay una raíz, un brote, una ramificación, un entrelazado, y finalmente un florecimiento. «De que el bosque haya inspirado al arquitecto, estoy absolutamente convencido –asegura Rodin–. El constructor ha oído la voz de la naturaleza... El árbol y su sombra son la materia y el modelo de la casa. El ensamblamiento de árboles, con orden, las agrupaciones variadas las divisiones y las direcciones que la naturaleza les asigna, eso es la iglesia» (ibid., 132). Así lo experimentó Péguy cuando, yendo en peregrinación a la catedral de Chartres, al ver desde lejos cómo sus flechas brotaban de los trigales, la comparó a las plantas que nacen en la tierra de la Beauce.
    Emile Mâle es, a nuestro juicio, quien mejor ha penetrado, en dos soberbios volúmenes, profusamente ilustrados, el alma de la catedral medieval, con especial atención a las catedrales de Francia ( L’art religieux du XIIe siècle en France, 6ª ed., Libr. Armand Colin, Paris, 1953)*. Pues bien, el insigne estudioso, constatando la simbiosis que los artistas de la Edad Media realizaron entre la catedral y el paisaje, con su flora y su fauna, tan frecuentemente representadas en sus portales y capiteles, afirma que en el fondo del arte medieval, se encuentra una actitud de simpatía cósmica. Aquellos artistas juzgaron que las plantas de las llanuras y los árboles de los bosques de Francia tenían bastante nobleza como para contribuir al adorno de la casa de Dios. ¿Quién sabrá nunca las razones por las que eligieron tal o cual flor para ornato de su catedral? Una encantaba por su belleza y sus formas elegantes, otra parecía inocente como un niño, aquélla era la flor del país, el emblema de toda una provincia. Y obraron con entera libertad. Muy controlados cuando debían expresar los misterios de la fe, se sintieron enteramente libres de elegir aquellos elementos de la naturaleza que les parecían más adecuados para el decoro de la casa del Señor (cf. ibid., 52-53).
    *En esa obra estudia los orígenes de la iconografía en la Edad Media y sus fuentes de inspiración; su relación con la liturgia y el drama litúrgico, con las vidas de los santos, las peregrinaciones, la naturaleza, tratando de descifrar sobre todo el significado de las fachadas de las principales catedrales e iglesias románicas. Y también: L’art religieux du XIIIe siècle en France, 7ª ed., Libr. Armand Colin, París, 1931. En este volumen demuestra que la iconografía gótica de la Edad Media es una escritura, una aritmética y una simbólica, señalando la inserción en ella de temas como el trabajo y las ciencias, los vicios y las virtudes, la vida activa y la contemplativa, la historia, la antigüedad clásica y el Apocalipsis.
    2. La catedral en la ciudad
    Fruto de la tierra pero también corazón de la ciudad o de la aldea. Cuando se observa con atención las catedrales de París, de Burgos, de Siena o de Colonia, impresiona advertir la familiaridad que entonces existía entre el pueblo y su iglesia, cómo sus gigantescas formas, lejos de estar aisladas, al modo de los templos de la antigüedad clásica, en medio de espacios vacíos, emergen de una sabana de humildes casas, que parecen apretujarse a su alrededor y hasta alojarse a veces debajo de su mismo campanario, armonizándose con ellas, o mejor, coronándolas.
    Por otra parte, las catedrales, sobre todo las góticas, a diferencia también en esto de los templos griegos y romanos, habían sido concebidas para ser vistas en perspectiva vertical. La mole imponente de la iglesia madre dominaba la plaza de armas y se erguía por encima del recinto ceñido por las murallas, con sus torres puntiagudas que apuntaban al cielo. Los viejos planos de Segovia, Reims, Florencia, trasuntan la misma preocupación en su concepción edilicia. Si se observa un dibujo medieval de París, se nota cómo las torres truncas de Notre-Dame dominan todo el espacio urbano.
    No se trata de lirismo romántico ni de retórica aparatosa. La ciudad encontraba su realización acabada en ese himno de piedra a la gloria de Dios. La catedral era el centro topográfico y espiritual de la ciudad. Hacia ella convergían todos los caminos. Todas las aspiraciones del hombre medieval confluían en ella y en ella se vertica1izaban.
    Nada escapaba al influjo de esas catedrales. Casa de Dios, ante todo, era al mismo tiempo escuela, teatro, y lugar de reunión para los asuntos comunales de cierta importancia, sea del ámbito político como del económico. En su interior se celebraba el Santo Sacrificio de la Misa, se administraba el bautismo, se concertaba el matrimonio y se realizaban los funerales. Es decir que desde la infancia hasta la muerte constituía el lugar de paso obligado.
    Y lo que la catedral era en la ciudad, lo era también, y aún de manera más intensa, la iglesia en los pueblos de campo, en las aldeas. Las iglesias rurales enseñoreaban el espacio agrario no sólo por su prestancia arquitectónica sino también mediante el sonido de sus campanas: el toque del Angelus, a la mañana, el mediodía y el atardecer, señalaba las horas de trabajo y de descanso, jugando el papel de las modernas sirenas de fábricas. La campana anunciaba los días de fiesta, llamaba a socorro en caso de peligro, convocaba al pueblo para las asambleas generales, tocaba a rebato cuando estallaba algún incendio, tañía lúgubremente en ocasión de algún duelo. El entero acontecer cotidiano del pueblo se podía seguir a su voz.
    3. La catedral y la vida cotidiana
    Señala Daniel-Rops que la catedral era la casa del pueblo, no por cierto en el sentido político que ha tomado esa expresión, sino en cuanto que en ella el pueblo se sentía cómodo. Una casa muy particular, a la verdad, ya que su estructura contenía algo de mistérico para el pueblo sencillo, sólo inteligible a los eruditos, que conociendo profundamente la Escritura y la teología, estaban capacitados para interpretar los numerosos símbolos que la ornaban, pero ello no era óbice para que también el pueblo humilde la encontrase familiar. Las mismas formas revestidas de belleza que ofrecían a la gente culta la enseñanza espiritual más sublime, llegaban al corazón de los fieles más sencillos hablándoles de la fe y excitando su esperanza. El lenguaje de las catedrales se les hacía particularmente accesible por el hecho de que muchos de los temas que inspiraban las imágenes y esculturas, sobre todo de sus fachadas, estaban tomados de las acciones que mechaban su vida cotidiana. Recordemos esos «calendarios» en los que el campesino se veía representado en sus actividades ordinarias, podando la viña o cosechando el trigo, calentándose en el hogar o matando un cerdo. Las plantas y los animales que veía representados en diversos lugares del edificio, eran los que observaba todos los días, si bien a veces se mostraban con extrañas apariencias, como para fomentar la fantasía (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 471).
    Este carácter tan popular de la catedral, este contacto tan íntimo entre la catedral y el pueblo humilde es lo que explica que las imágenes de los reyes, nobles y obispos ocupen en ella un lugar tan modesto, en favor de las ocupaciones, aparentemente banales, de las artes y oficios. Como es sabido, la catedral de Chartres se caracteriza por sus famosos vitrales, varios de ellos ofrecidos por las corporaciones artesanales. Pues bien, en la parte inferior de los mismos, sus donantes se han hecho representar manejando la paleta de albañil, el martillo de carpintero, la masa de panadero, el cuchillo de carnicero. No se consideraba entonces que hubiese inconveniente alguno en poner esos cuadros de la vida cotidiana al lado de las escenas heroicas de la vida de los santos. El trabajo era una ocupación llena de dignidad, apto para ser transfigurado por la virtud (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France, 64-65).
    Asimismo el pueblo recibía de la catedral una enseñanza, sencilla pero completa, de lo que debía ser su vida moral. Esto se realizaba sobre todo a través de las representaciones esculpidas de las diversas virtudes y de los vicios opuestos. ¡Cómo debían gozar cuando veían a la Cobardía figurada por un esbelto caballero que huía temeroso ante una liebre, o a la Discordia representada en el altercado de un marido con su mujer donde acababan volando por el aire el vaso de vino del uno y la rueca de la otra. Incluso no faltan bajorrelieves que no eran más que chanzas, bromas de amigos o bufonadas de taller. «Como la risa es propia del hombre –escribe Daniel-Rops– la Iglesia era lo bastante humana para que aquellas carcajadas no la escandalizasen; y como todo concluía en la catedral, le parecía lógico que las diversiones de sus hijos y sus algazaras no estuvieran ausentes de ella» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 471).
    Jamás la iconografía sagrada se ha extendido con más complacencia a los trabajos manuales, a los gestos familiares de cada día. Como observa R. Pernoud, semejantes imágenes serían inconcebibles en la capilla de Versalles (cf. La femme aux temps des cathédrales, 106). El hecho es que junto a un espléndido «Juicio final», expresión viva de la majestad soberana de Cristo y del fin postrero del hombre, o una galería de hieráticas estatuas, los artistas de la Edad Media no trepidaron en representar a campesinos armando parvas o a carpinteros haciendo una mesa.
    4. La catedral, suma de artes
    Al mismo tiempo que casas de oración, las iglesias del Medioevo fueron catedrales del arte. El mobiliario litúrgico estaba primorosamente trabajado, desde los sitiales del coro hasta el altar, que solía ser extremadamente sobrio. Detrás de la mesa de piedra, casi desnuda, se tendían unas cortinas de lienzo, con los colores propios de las fiestas del día o del tiempo litúrgico. Ulteriormente ese decorado, en vez de ser movible, se iría transformando en un monumento fijo, esculpido y pintado, el retablo, que en los siglos posteriores alcanzaría un imprevisible desarrollo. Sobre el altar o sobre los grandes atriles de los lectores y cantores, se desplegaban espléndidos misales y salterios, cuyas páginas resplandecían de caligrafías y miniaturas pletóricas de colores.
    Dice Daniel-Rops que varias formas artísticas debieron su vida a la catedral, al deseo unánime de la época de poner la belleza al servicio de Dios. Así, por ejemplo, ese extraño arte que procede de la pintura, la orfebrería y el vitral, el de los esmaltistas, que practicado ya en tiempos de Carlomagno, alcanzó en la Edad Media una gran importancia y tuvo su centro principal en Limoges. Igualmente el arte de la tapicería; en ocasión de las principales solemnidades, se aprovechaban las columnatas que dividían la nave central de las laterales, para colgar enormes tapices alusivos a la fiesta que se conmemoraba, cuyo suave colorido armonizaba tanto con las esculturas como con los vitrales, añadiendo su cuota de belleza al conjunto de la catedral. También la música puso su parte, creando un clima espiritual, sea a través del canto gregoriano, que se había ido perfeccionando desde el siglo VII hasta entonces, como del canto polifónico, que hizo su aparición en Cluny en el curso del siglo XII y se desarrolló en el XIII, sin por ello suplir al gregoriano.
    Más adelante nos detendremos en la consideración particular de las artes principales. Contentémonos ahora con decir que esta belleza polifacética no debe ser considerada como algo inmóvil y cuajado, tal como se la puede admirar en los museos o, si es sonora, percibirla a través del disco. Todas las artes que se cobijaban en la catedral tomaban parte conjunta en la realidad mistérica de sus celebraciones, y es en su transcurso cuando mostraban especialmente la vitalidad que las animaba. La catedral sacaba a flor de piel la plenitud de sus virtualidades en ocasión de las grandes fiestas, en el esplendor de la sagrada liturgia, por ejemplo el día de la Vigilia Pascual, o cuando se llevaba a cabo la consagración del rey. No deja de ser conmovedor que fuese la misma liturgia, el drama litúrgico, quien diese origen a un arte olvidado por siglos, el del teatro, al principio sobre libretos sagrados y luego abierto a los otros temas de la existencia humana.
    Fue así en la catedral donde la Cristiandad se sintió mejor expresada en sus anhelos más puros y sublimes. Su grandeza, al tiempo que suscita nuestra admiración más rendida, no deja de apabullarnos. «No somos más que despojos», exclamó Rodin, deslumbrado por el esplendor de la catedral de Chartres (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 471-474). ¿Quién no ha experimentado una sensación semejante al contemplar los diversos pórticos de Chartres o al entrar en la catedral de Colonia?
    Es evidente que el contacto permanente con la catedral no pudo dejar de influir sobre el pueblo cristiano. «Un hombre –o un pueblo– no se habitúa en vano a vivir rodeado de belleza –ha dicho con acierto Daniel-Rops–; algo de ella penetra en él, y le hará luego oponerse a las vulgaridades y a las caídas» (ibid., 471).

    II. Los constructores de la catedral
    Las catedrales de la Edad Media no aparecieron por generación espontánea. Son el producto de un largo período de gestación y la expresión más cabal del espíritu comunitario de la época.
    1. Las fuentes inspiradoras del artista medieval
    Más allá del influjo que sobre el artista ejercieron la Sagrada Escritura y la naturaleza, «los dos vestidos de la Divinidad», como se decía por aquel entonces, es posible señalar diversas vertientes que confluyeron en la concepción estética del Medioevo. La primera influencia que se puede detectar es la de la cultura clásica, que a través del cristianismo primitivo llegó hasta la Edad Media. Porque los primeros cristianos, apenas se vieron libres de las persecuciones y pudieron salir a la luz pública, buscaron la forma de edificio que les parecía más adecuada para la celebración del culto, y así adoptaron para sus iglesias las estructuras edilicias de la basílica romana, que era un lugar de reunión para la administración de la justicia y para los actos públicos. De manera análoga, eligieron para los baptisterios la forma redonda o poligonal empleada en los ninfeos o en las termas romanas; y para los sepulcros copiaron la forma de los sarcófagos paganos. En lo que toca a los pisos se recurrió enseguida al mosaico, que era una costumbre casi exclusivamente romana, representándose en ellos dibujos simétricos y con mayor frecuencia figuras de índole simbólica.
    Otra vertiente fue la que provenía del arte bizantino, Dicho arte, que desde los siglos IX al XI inspiró ampliamente el ámbito oriental, como puede observarse, por ejemplo, en los mosaicos de Dafni, en Grecia, durante los siglos XI y XII influyó decisivamente en la Cristiandad occidental. Ello se hace evidente cuando se contemplan diversas basílicas de Italia del norte, como San Marcos de Venecia, o también del sur, como las de Palermo, Monreale o Cefalú, las tres en Sicilia. Refiriéndose a estas últimas dice Daniel-Rops que al contemplarlas uno creería estar en algún barrio de Constantinopla. Cuando los normandos que se posesionaron de Sicilia quisieron levantar monumentos dignos de la gloria a que ambicionaban, recurrieron no sólo a la técnica de los bizantinos sino también a sus arquitectos y artistas, sin que ello obstara a que aceptasen asimismo algunos elementos artísticos que el Islam había legado a la isla en sus 150 años de dominación. Fue así como Roger II hizo construir la llamada Capilla Palatina, una de las obras maestras del arte de la Sicilia medieval, pletórica de mosaicos rutilantes, de columnas antiguas y de techo musulmán, desde donde un icono de Cristo bendice con abrumadora majestad. Cuarenta años más tarde, Guillermo II edificaba la catedral de Palermo. Y doce años después, la magnífica basílica de Monreale, como Panteón de la familia real, bajo la custodia de un Pantocrátor que en nada cede a la grandeza del mejor Cristo de Bizancio.
    La irradiación de Constantinopla llegó a regiones muy distantes de la Europa central, como por ejemplo la primitiva Rusia. Luego de que el Gran Duque de Kiev, Vladimir, logró que sus súbditos se convirtiesen al cristianismo, su hijo, Jaroslav el Grande, llamado el Carlomagno ruso, hizo construir en Kiev una espléndida catedral, Santa Sofía, cuyos mosaicos del Pantocrátor y la Panaghia son típicamente bizantinos.
    E. Mâle se complace en destacar el influjo que en el arte medieval ejerció el Oriente que está más allá de Bizancio, influjo muchas veces preterido o incluso ignorado por los críticos de arte. Aquellas columnas asentadas sobre leones, que pueden verse en diversas ciudades de Italia del norte, como Módena, Verona, Trento y otras, se inspiran más que en Roma, Grecia o Bizancio, en las viejas culturas del Oriente. Ya en el siglo VI los asirios decoraban los manuscritos del Evangelio con graciosos pórticos apoyados sobre leones. Los monjes de Mesopotamia que los pintaron tendrían ante sus ojos las grandes ruinas de los palacios asiríos, con sus columnas sobre base animal. Esos monumentos y miniaturas llegaron al Occidente y fueron asumidos por los artistas del Medioevo. Los motivos, un tanto exóticos, de columnas serpenteadas o en zigzag, así como las que se acoplan por un nudo, tan frecuentes entre los artistas franceses e italianos del siglo XII, se encuentran ya en los manuscritos orientales (cf. L’art religieux du XIIe siècle en France... 39.41).
    Fue quizás la abadía de Cluny la que abrió las puertas de la Cristiandad occidental a estas influencias del Oriente, de modo que no seria exagerado afirmar que buena parte de las obras del siglo XII, más que en Bizancio, se inspiran en prototipos mesopotámicos o sirios (cf. ibid., 91-92). Ello es particularmente visible en la fauna que adorna los capiteles y portales románicos: leones enfrentados, con un árbol en el medio, águilas bicéfalas, etc. Todo ello proviene del arte decorativo del Oriente, de los tejidos de Constantinopla, ampliamente inspirados en los de Persia, Caldea y Asiria. Los tejidos sasánidas tuvieron en su momento un prestigio tal que llegaron hasta la China. Cuando la Mesopotamia se hizo árabe, Bagdad reemplazó a Ctesifon, y los califas continuaron las tradiciones de magnificencia de los reyes sasánidas. Así el arte decorativo de Persia continuó sobreviviendo en los talleres cristianos de Constantinopla y en los talleres musulmanes de la Mesopotamia, Siria, Egipto y hasta Sicilia. De allí pasaron al Occidente, ornando capiteles, tapices y casullas. El estandarte árabe tomado en la batalla de las Navas de Tolosa que hoy se conserva en el museo del Monasterio de las Huelgas, cerca de Burgos, es de ese origen. El águila bicéfala, que procede de las ciudades más antiguas de Caldea, fue llevada a los tejidos orientales y quizás a los estandartes musulmanes. No deja de ser curioso el hecho de que en la batalla de Lepanto los turcos hayan podido ver en los barcos de don Juan de Austria el águila bicéfala que antes había adornado sus banderas.
    Como se ve, también hay que incluir el aporte árabe entre las fuentes del arte medieval, si bien como eslabón intermediario entre el Oriente y la Cristiandad occidental. Aquellos seres tan extraños que se encuentran en las fachadas de las catedrales, al mismo tiempo cuadrúpedos, pájaros y mujeres, como concentrando la fuerza, la rapidez y la inteligencia, se inspiran en motivos orientales que arribaron a Occidente a través del mundo musulmán. Asimismo los graciosos arabescos que ornan tantos capiteles románicos, formados por dos pájaros cuyos cuellos se entrelazan, llegaron del Oriente a los árabes de España, y de allí pasaron a la Europa cristiana (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France, 340-357).
    El último influjo advertible en el primitivo arte de la Cristiandad proviene de las entrañas mismas del Occidente, de España. Entre las fuentes inspiradoras de este origen se destaca un comentario del Apocalipsis, que en 784 compuso Beatus, abad de Liébana, en un paraje escondido de los montes de Asturias, donde se acababa de detener la invasión árabe. Dicho libro, admirado tanto por el texto como por las miniaturas que lo ilustran, fue adoptado por la Iglesia en España y recopiado una y otra vez, desde el siglo x hasta comienzos del XIII. El hecho de que en el siglo XI los abades de Cluny ejercieran tanta influencia en el norte de España, creando monasterios a lo largó del camino de Santiago, y de que tantos caballeros franceses se enrolasen en los ejércitos cristianos para compartir la lucha contra los moros, hizo que los libros y las obras de arte atravesasen los Pirineos en una y otra dirección. Entre ellos pasó también de España a Francia nuestro comentario al libro póstumo de S. Juan, y sus imágenes, de colores luminosos, contornos extraños y atmósfera de ensueño, orientaron la imaginación de los artistas románicos hacia la esplendidez y el misterio. Dicho influjo es claramente advertible en la fachada de la iglesia de Moissac y en el tímpano de Vézelay, lugar este último donde los largos rayos de luz que brotan de las manos del Cristo, tan poco conformes al genio de la escultura, bastarían para traicionar su origen miniaturesco (cf. ibid., 4-6.16.36-37)*.
    *El mismo Mâle cree poder afirmar que el pórtico de la abadía de Ripoll, en Cataluña, cubierto de bajorrelieves, que semeja una especie de arco de triunfo, reproduce los dibujos de una Biblia catalana, la Biblia llamada de Farfa por el lugar donde se conservó durante mucho tiempo. Ningún ejemplo mostraría mejor que éste la influencia de las miniaturas sobre la escultura, ya que en Ripoll el artista no sólo se inspiró en ellas, sino que las copió tal cual: ibid., 37-38.
    Tales son las fuentes que inspiraron al artista medieval. «Nuestros pintores y nuestros escultores –escribe Mâle–, como verdaderos artistas, sintieron por instinto la belleza de este legado que les venía de un pasado tan hondo. No sabían que tantas razas, tantos siglos, habían colaborado en ello; ignoraban que los Griegos allí habían puesto su noble ritmo y los Sirios su pasión, pero respetaban en este arte antiguo un misterio casi tan venerable como el del dogma. Por mucho tiempo conservaron estas formas grandiosas, y se puede decir que la Edad Media jamás renunció del todo a ellas» (ibid., 106). Si bien, como agrega enseguida, más allá de cualquier copia servil, supieron dar un toque propio y original a ese legado. Al genio de Grecia y de Oriente se agregó el genio de Occidente (cf. ibid., 109).
    2. La obra de todo un pueblo
    Cabe preguntarse con Daniel-Rops quiénes eran aquellos hombres que proyectaron esas obras maestras que todavía hoy encontramos no sólo en las grandes ciudades sino también en perdidas aldeas de campo. Todavía no se los llamaba arquitectos, como lo hacemos ahora, sino simplemente «maestros de obras» o «maestros de albañiles», o también, y más simplemente, «maestros albañiles». Cuando las corporaciones se organizaron, fueron inscriptos en el gremio de los «talladores de piedra», de tan inexistente como era en aquel tiempo la diferencia que ahora establecemos entre artesano y artista, y de tan apareado como iba el respeto al trabajo manual ya la más elevada inspiración artística.
    Los constructores de catedrales eran, por cierto, hombres conocedores de su oficio, pero también, y al mismo tiempo, hombres de fe. Cuando proyectaban los planos de las catedrales y trabajaban en su construcción a la par de los albañiles, sabían que estaban trabajando para la gloria de Dios. ¿Acaso no era Dios mismo el gran arquitecto? En la tapa de «La Biblia moralizada», obra que vio la luz en Viena, se lo representaba con un compás en la mano, proyectando el universo entero. Su arte y su fe eran dos cosas inseparables por lo que, como ha advertido Daniel-Rops, en aquel tiempo se estaba a años luz de esos artistas modernos que «hacen arte sagrado» declarando que no tienen fe (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 438-441). «El arte era, para ellos –escribe Rodin–, una de las alas del amor; la religión era la otra. El arte y la religión daban a la humanidad todas las certidumbres de que tiene necesidad para vivir y que ignoran las épocas imbuidas de indiferencia, esa niebla moral» (Las Catedrales de Francia... 65).
    La fecundidad fue prodigiosa. Las catedrales brotaban como hongos, aquí y allá, en gozosa emulación. Las iglesias románicas de Ferrara o de Santa María del Trastevere, en Roma, así como las de Worms, Salamanca o Coimbra son contemporáneas de Poitiers o de Saint-Denis, lo mismo que lo serán más tarde Laon, Chartres, Reims o Amiens en Francia, de Orvieto, Siena o la basílica de Asís en Italia, y las de Rochester o Westminster en Inglaterra, de las de Frankfurt o Colonia en Alemania.
    La construcción de las catedrales puso a toda la Cristiandad en ebullición. Una suerte de fiebre creadora. Cierto autor ha observado que un maestro albañil que hubiera comenzado su tarea a los veinte años como aprendiz en las obras de Laon o de París, y que hubiera llegado a Chartres hacia los treinta, hubiese podido trabajar en los comienzos de Reims y vivir suficientemente como para poder contemplar las flechas de Amiens, cuatro obras maestras (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 429-431).
    De los artesanos salieron generaciones de artistas. Si bien es muy posible que al principio sólo los monjes estuviesen en condiciones de proyectar y hacer construir iglesias, claustros y capillas, de esculpir imágenes, y pintar los frescos que decoraban los ábsides y paredes de las iglesias románicas, mientras los laicos trabajaban a sus órdenes, sin mayor iniciativa propia, limitándose a ejecutar estrictamente las tareas que aquéllos les encomendaban, con el tiempo fueron los albañiles, los pintores, los picapedreros, los tallistas quienes condujeron y llevaron a término la polifacética obra de las grandes catedrales. A este respecto se ha notado hasta qué punto el oficio ejerció un papel decisivo en la creación del gótico ojival.
    Lo más extraordinario de todo, señala Calderón Bouchet, era la participación voluntaria, fervorosa y absolutamente desinteresada de la gente común en la edificación de las catedrales, cosa que hoy nos parece un imposible y utópico sueño. Cuando la antigua basílica románica de Chartres quedó destruida a raíz de un voraz incendio, se produjo en toda la zona un movimiento unánime y entusiasta. Hombres maduros, mujeres, ancianos, niños, interrumpieron sus labores habituales, abandonaron sus hogares y, con lo que tenían a su disposición, corrieron a reparar el santuario asolado (cf. Apogeo de la ciudad cristiana… 343). Refiriéndose a esta restauración testimonia un contemporáneo, el abad Aimont: «Se veía a hombres poderosos, orgullosos de su nacimiento y de su riqueza y acostumbrados a una vida muelle, uncirse con correas a un carromato y arrastrar en él piedras, cal, madera y todos los materiales necesarios... A veces, más de mil personas, hombres y mujeres, arrastraban esos carromatos, de tan pesada como era su carga. Guardaban un silencio tal que no se oía la voz ni el cuchicheo de ninguno de ellos. Cuando se detenían durante el camino no se oía más que la confesión de sus faltas y una oración a Dios, pura y suplicante, para obtener el perdón de los pecados. Los sacerdotes exhortaban a la concordia, se acallaban los odios, desaparecían las enemistades, se perdonaban las deudas y las almas volvían a la unidad. Si se encontraba alguno tan aferrado al mal que no quería perdonar y seguir el parecer de los sacerdotes, su ofrenda era arrojada fuera del carromato como impura, y él mismo era expulsado con ignominia del pueblo santo» (Aimont, PL 181, 1707). Y, como observa Calderón Bouchet, lo más curioso para la mentalidad moderna, tan celosa de la propiedad intelectual de sus obras, es que nunca haya trascendido el nombre del genio que concibió el plan de la nueva catedral y dirigió sus trabajos (cf. Apogeo de la ciudad cristiana… 343).
    3. Variedad de estilos dentro de la unidad
    Durante mi estadía en Europa para la obtención de los grados académicos, visité metódicamente las catedrales románicas y góticas, que son mis iglesias preferidas. Siempre me impresionó constatar las grandes diferencias que median entre un templo y otro, entre una obra maestra y otra, aunque fuesen de la misma época. No hay dos catedrales iguales, no hay ni la sombra de lo que podría ser un calco sin vida.
    R. Pernoud ha destacado dicha variedad sobre todo en el campo de la escultura. Si bien es cierto que por aquel entonces tanto los personajes como las escenas en que intervienen debían ser representados con características determinadas: el ángel y la Virgen en la Anunciación, la Sagrada Familia y los animales en la cueva de Belén, el Cristo del Juicio final, aureolado de gloria, y escoltado por los símbolos de los cuatro evangelistas, S. Pablo con una espada en la mano y S. Pedro con las llaves, pareciendo así que al artista se le hubiese arrebatado la libertad de crear nuevas formas, sin embargo y paradojalmente, en la innumerable galería de las estatuas medievales de Nuestra Señora, para poner un ejemplo, no hay dos rostros idénticos. Dentro de los límites en que podían moverse, los artistas supieron evitar las copias y las actitudes convencionales. «El academismo se introduciría en el arte precisamente en el momento en que la inspiración parecía no estar más limitada, en que el arte sacro se volvía cada vez menos tradicional y litúrgico, mientras que el arte profano tomaba cada vez más extensión» (Lumière du Moyen Âge, 180).
    Variedad en la unidad. Porque por encima de todas las diferencias es claramente advertible la continuidad, podría decirse, de este inmenso y secular esfuerzo de los constructores medievales. Las generaciones que se sucedían, por el hecho de haberse abrevado en las mismas fuentes espirituales, formaban un todo; las tradiciones de los diversos oficios se transmitían sin traumas, y mientras se avanzaba en la construcción, nadie experimentaba escrúpulo alguno en recurrir a todas las novedades y progresos que la técnica iba ofreciendo. En no pocas ocasiones, arquitectos de la época gótica que tuvieron que llevar a término una catedral comenzada en la época románica, lograron reunir, en armonía perfecta, una admirable nave románica y un esplendoroso presbiterio gótico. Es que el espíritu de fondo era idéntico, a pesar de la diversidad de las formas. El arte de la Cristiandad se desarrolló al modo de un árbol fecundo; las ramas eran diferentes pero el tronco era el mismo. «Cuando sería imposible –escribe R. Pernoud–, por ejemplo, concebir una ventana a lo Le Corbusier hundida en un edificio estilo 1900, y sin embargo menos de treinta años los separan entre sí, en el castillo de Vincennes, en cambio, se puede ver una junto a la otra dos ventanas abiertas a cien años de distancia, y que parecen hechas para estar juntas, aunque totalmente diferentes como arte y como arquitectura» (ibid., 193).
    Las evoluciones del arte medieval se explican casi siempre por un progreso logrado gracias a la técnica, o por necesidades reales de la construcción. No se habrían construido gárgolas –partes esculpidas del canalón en los edificios góticos, a menudo con formas grotescas, humanas o animales–, si no hubiesen servido como canaletas para evacuar el agua de la lluvia, así como los rosetones góticos no hubiesen tomado la forma característica del estilo flamígero, si no fuese para facilitar también el desagüe, ya que cuando llovía, el agua caída se congelaba en los ángulos de los rosetones, y con frecuencia resquebrajaba la piedra (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 193).
    Cabría aquí tratar de la relación entre la utilidad y la belleza (cf. al respecto la interesante tesis de Coomaraswamy, que expusimos en nuestro libro El icono, esplendor de lo sagrado ... 317-320). Los artistas de las catedrales no pretendían hacer algo bello, sino algo útil, que por ser realmente tal, era, de hecho, bello. Querían expresar la verdad –natural y sobrenatural– y por eso lo que salía de sus manos era necesariamente bello. Por algo la belleza ha sido definida como el esplendor de la verdad. El arte por amor del arte no existía. Pero la resultante era verdaderos poemas de piedra. «No habrían tenido la idea de esculpir gárgolas –escribe R. Pernoud– que no cumpliesen la función de canales de agua, como no habrían pensado en delinear jardines para el solo placer de los ojos. Su sentido estético les permite hacer surgir por doquier la belleza, pero en ellos la belleza no se encuentra sin la utilidad. Es por otra parte sorprendente ver con qué facilidad los dos conceptos de bello y útil se armonizan en ellos, cómo, por una exacta adaptación a su fin, por una gracia en cierta manera natural, un simple utensilio de hogar, un vaso, un jarrón, una copa de cerveza adquieren verdadera belleza. Es de creer que no se encontraban en el dilema de sacrificar una a otra, o agregar una para hacer aceptar otra, según una concepción corriente en el siglo último» (Lumière du Moyen Âge... 250).
    Señala Cohen que muy probablemente los constructores de catedrales no tuvieron conciencia de que estaban llevando a cabo obras sublimes. Hacían algo práctico y necesario para el culto divino. El ilustre medievalista basa su aserto en una constatación histórica, es a saber, el escaso eco que aquellas construcciones, que suscitan en nosotros tanta admiración y resonancias tan profundas, encontraron en las obras literarias de la época. Se hubiera esperado un coro de alabanzas a la gloria de los arquitectos ya la pericia de los albañiles que lograron dar a Dios un templo tan digno de su poder. Nada de eso podemos encontrar. Serán los poetas, los novelistas y los historiadores de los siglos XIX y XX –los Hugo, los Huysmans, los Verlaine, los Claudel– quienes tejan el elogio de la catedral. Los contemporáneos de aquellas obras tan esplendorosas habrán visto acumularse los materiales sin manifestar su admiración, y sobre todo, habrán orado en el coro o en las naves, sin imaginar que estaban en un lugar tan espléndido. Cosas propias de épocas de gloria (cf. La gran claridad de la Edad Media... 76-77).
    Rodin, él sí, no ha ocultado su emoción frente a aquellos «admirables obreros que, a fuerza de concentrar su pensamiento en el cielo, llegaron a fijar su imagen sobre la tierra... Los góticos han amontonado piedras sobre piedras, cada vez más arriba, no como los gigantes, para atacar a Dios, sino para acercarse a El... Y es el poeta quien ha guiado al maestro de obra y el que realmente ha levantado la Catedral» (cf. Las Catedrales de Francia... 30-31).
    Y también: «¡Ah! ¡Proporción! ¡Síntesis de las artes! ¡Perfección incomprensible!... Pero ¿dónde estás ahora? El artista parece haber perdido hasta la noción de tu existencia, desde que ha renunciado a edificar el templo de Dios, desde que se propone levantar el templo de la vanidad humana. Y para este nuevo templo quiere materias más preciosas, prodigadas en tantos ornamentos como no se han visto jamás. Pero la vanidad proclama la pobreza espiritual del vanidoso. Demasiadas molduras en nuestros palacios. La mesura le conviene a la morada del hombre como al hombre mismo... Nuestra ignorancia no nos permite ver que nuestras catedrales son admirables, y por qué, y cómo. Y los sacerdotes encomiendan sus nuevas iglesias a los arquitectos de nuestros cafés cantantes y encargan sus estatuas de santos a los mercaderes» (ibid., 78-79).

    III. La arquitectura de la catedral
    Analicemos ahora, no tanto desde el punto de vista técnico cuanto más bien mistérico, los dos grandes estilos que gestó la Cristiandad. Lo haremos ayudándonos de lo que sobre ello ha escrito Daniel-Rops.
    1. El románico
    En el curso del siglo XI, inspirándose en el modo de construir de la época carolingia, apareció un nuevo estilo arquitectónico, que se fue propagando por casi todas las regiones que habían estado en la jurisdicción del gran Emperador. Tratábase de un arte lleno de reminiscencias, como ya lo dijimos, de Roma, de Bizancio, del Oriente asiático y del Islam. Poco a poco aquellos elementos se fueron fusionando hasta llegar a constituir el primer arte románico, el de la abadía de Saint-Foy de Conques y la basílica de San Hilario de Poitiers, ambas del siglo XI. De la misma época es el coro de Saint-Sernin de Toulouse, anterior a la primera Cruzada, más antiguo que la Chanson de Roland.
    Un abanico de iglesias semejantes comenzó a cubrir Europa, desde Cataluña hasta Suiza. Eran edificios de estructura sólida y robusta, construidos casi exclusivamente con piedra, cuyo exterior se caracterizaba por un sistema de arquerías ciegas que ornaban la parte inferior de las cornisas. A mediados del siglo XI, dichas iglesias se fueron ampliando; sus naves se alargaron y se hicieron inmensas. Por algún tiempo se tanteó en la dirección de la iglesia redonda, al estilo del Panteón romano o de la Capilla Palatina de Aquisgrán, pero pronto ese plan fue abandonado casi en todas partes, si bien no definitivamente ya que, cuando a raíz de la toma de Jerusalén, los cruzados conocieron en Oriente las mezquitas redondas y los templarios tomaron como sede la célebre mezquita de Omar, que es también circular, entonces dicha forma volvió a aparecer en Europa, como puede verse, por ejemplo, en las iglesias del Temple que hoy se conservan en Laon y Segovia. Con todo, la iglesia redonda siguió siendo una forma más bien singular.
    El modelo que prevaleció estuvo inspirado por la vieja basílica romana, más apta para cobijar grandes multitudes, como eran las que se dirigían a los diversos centros de peregrinación; una nave central flanqueada por dos o más laterales*. Sobrias y sólidas, estas primeras iglesias de la tradición románica producen ya esa impresión de sacralidad y de placidez que conservaría siempre dicho estilo. El arte del siglo XII fue sobre todo un arte contemplativo y monástico. No, por cierto, que todos los artistas de entonces fuesen monjes, pero los que inspiraban su estilo y sus temas lo eran casi todos. Con el tiempo, las naves tenderían a ensancharse y elevarse, mientras que las torres y campanarios, que en las iglesias paleocristianas y del primer bizantino solían estar aisladas del edificio, se incorporaron ahora al bloque central, integrando en adelante su fachada.
    *Cuando la Revolución Francesa destruyó la basílica de San Martín de Tours, la más antigua y la más espléndida de todas las iglesias de peregrinación en Francia, hizo desaparecer uno de esos monumentos-tipos que explican toda una arquitectura. En efecto, sobre ese santuario se modelaron la mayor parte de las iglesias que jalonan el camino de Compostela. La red de iglesias románicas que va de San Martín de Tours a Santiago de Compostela, muestra hasta qué punto el camino de Compostela fue la gran ruta del arte (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 299-301).
    En cuanto a la techumbre, fue al comienzo de madera, a dos aguas, con vigas que se apoyaban sobre ambos muros. Pero luego, y sobre todo en orden a ensanchar la nave, los arquitectos románicos recurrieron frecuentemente a dos tipos de bóvedas heredadas de Roma: la llamada «bóveda de cuna», que es simplemente un techo en forma de semicírculo, y la «bóveda de aristas», que se define como la línea de intersección de dos planos en forma de cuna, de lo que resultan cuatro compartimentos, cada uno de los cuales se apoya por su base sobre sólidos soportes. Porque el defecto de la bóveda romana era el inmenso peso de su mole, para contener el cual no quedaba otro recurso que reforzar los muros, haciéndolos anchos y fornidos, de un metro y medio o dos, lo cual no permitía casi la apertura de ventanas para el ingreso de la luz.
    Los templos románicos que han llegado hasta nuestros días se nos muestran despojados, robustos como la fe de aquella gente, severos y grises. Así los hemos conocido y así los hemos amado. Sin embargo, originalmente sus muros estaban pintados, cubiertos de coloridos frescos, como todavía lo podemos observar en la basílica romana de San Juan ante Portam Latinam. Sus altares eran de plata y esmalte, y un crucifijo imponente, que colgaba en la entrada del coro, dominaba el conjunto con severa majestad.
    Entre 1000 y 1200, la Cristiandad se cubrió de edificios románicos, desde las más humildes iglesias rurales o capillas de templarios construidas en planta rectangular con ábside semicircular, hasta esas enormes basílicas, aptas para acoger a miles de peregrinos. Brotaron iglesias en Francia, Alemania, España, Italia, Inglaterra. Todas eran del mismo estilo, y sin embargo muy diversas entre sí. Tan románica es Santiago de Compostela como San Sernin de Toulouse, San Ambrosio de Milán, San Zenón de Verona, las catedrales de Durham y Módena, San Miniato de Florencia, y tantas otras... Algunos estudiosos han intentado clasificarlas por escuelas, otros han querido catalogarlas por regiones. Labor infructuosa quizás. Tratóse más bien de un magnífico poema en que cada región pronunció su estrofa original.
    Así fue el románico, primera expresión arquitectónica del arte medieval. Con frecuencia se ha considerado al gótico como el estilo propiamente medieval, en detrimento del románico. Mas ello no es así. Ambos estilos son típicamente medievales. Si la iglesia gótica simboliza el vuelo vertical del alma mística hacia Dios, la iglesia románica, en cierto modo horizontal, expresa el carácter peregrino y viril de la Iglesia militante. Esta arquitectura que, como dijimos, es profundamente monacal, constituye una delicada pero elocuente convocatoria a la vida interior, a la contemplación silenciosa. Es cierto que el románico se vio ulteriormente superado, pero eso no acaeció porque hubiese entrado en un ocaso cultural o cultual, sino porque, técnicamente, se abrían camino nuevas soluciones a sus dificultades edilicias. Alguien ha dicho que si el románico es la expresión más espléndida de la fe, el gótico, que lo sucederá, es la manifestación más lograda de la esperanza que anida en el hombre, de la nostalgia verticalizante de Dios. Quiero, con todo, confesar aquí que mi predilección particular recae en el románico más que en el gótico.
    2. El gótico
    «El románico es siempre más o menos la bóveda, la cripta pesada. El arte está ahí prisionero, sin aire. Es la crisálida del gótico», escribía Rodin. (Las Catedrales de Francia... 93). Sin embargo agregaba enseguida: «El gótico, aun en la época de su más excesiva prodigalidad de ornamentos, no ha desconocido jamás el principio románico. Sucede al románico como la flor sucede al capullo» (ibid., 94).
    La catedral gótica se diferencia de la románica por dos características notables. La primera es su verticalidad. Nadie que entre en una iglesia gótica dejará de experimentar una suerte de vértigo invertido, o lo que llama Daniel-Rops, «la poderosa sugestión del auge vertical de sus líneas». Mientras la basílica románica está enraizada en el suelo, sólidamente apoyada sobre sus bases, aquélla es una construcción erguida, un edificio que está de pie. La segunda característica es la iluminación. La iglesia románica, por exigencias técnicas, estaba impedida de abrir ventanales en razón del gran espesor de sus muros, debiéndose contentar con aberturas pequeñas que permitían un paso menguado de la luz; la técnica gótica–, en cambio, al permitir el acceso abundante de la luz, inundaría el edificio entero con una claridad pletórica de colores. Como bien señala Daniel-Rops, esos dos rasgos distintivos que tanto nos impresionan cuando penetramos en el interior de una catedral gótica, influyen de manera determinante en el alma. «Pues en ella se exalta algo sobrenaturalmente unido a ese ímpetu ya esa llamada a las alturas; y la instintiva dicha que derrama la luz a torrentes parece la promesa de los esclarecimientos definitivos, y el reflejo terrestre de la luz increada» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 450).
    No es que los arquitectos que hicieron las catedrales góticas, agrega el escritor francés, se propusieran de manera expresa construir las naves con una altura tan vertiginosa como para que pudiesen expresar el ímpetu místico de las almas, ni multiplicar los ventanales con el fin de que la luz que por ellas se filtrara simbolizase al Dios que es la fuente de toda iluminación interior. En la base de las grandes innovaciones que el arte ha conocido se encuentra siempre un invento técnico, en nuestro caso, la ojiva, un recurso descubierto para resolver el problema del techo de la nave, más apto que la antigua y pesada bóveda románica. La nueva copertura, que descansaba sobre cuatro sólidos pilares. Y cuyos aspectos técnicos no tenemos acá tiempo de desarrollar, no pesando ya casi nada, podía elevarse todo lo alto que se quisiera, y en consecuencia los muros podían ser mucho más estrechos, lo que permitía abrir en ellos grandes ventanales que tenderían a ocupar buena parte del espacio. Esta innovación, que hizo posible la catedral gótica, no contenía en sí misma ninguna significación específicamente religiosa. Lo prueba el hecho de que sirvió también para cubrir salas de toda índole, dormitorios o bodegas. «Pero, y ahí está el misterio del arte, la invención técnica se produjo en el mismo momento y en las condiciones en que, por todo un juego de concordancias, y por la coincidencia de aspiraciones, podía lograr sus más notables triunfos y asumir su pleno sentido espiritual» (ibid., 450-451). Y así se hablaría de la ojiva, o mejor, del cruce de ojivas, como de un símbolo de la plegaria verticalizada: «la ojiva que se cierra como se juntan las manos».
    Quedaba un solo problema: cómo hacer para que aquellos cuatro pilares sobre los cuales caía todo el peso de los arcos de la ojiva, se mantuviesen sólidamente en su lugar. La solución fue simple: se los apuntaló desde afuera del edificio, haciendo que el peso de la mole fuese recogido y conducido por los arbotantes hasta unos macizos pilares de piedra, los contrafuertes, bien cimentados en la tierra. Y para estar todavía más tranquilos, se los cargó con un peso suplementario, el pináculo, también de piedra. Fue una solución sugerida por el sentido común: cuando una pared corre peligro de desplomarse, se la contiene con una traba oblicua, y para evitar que ésta se resbale, se recarga lo más posible su punto de apoyo en la tierra. Analizando la configuración exterior e interior de estas catedrales, un especialista del gótico ha señalado que si el espacio interior es todo mística, el exterior del edíficio es todo escolástica. Pero ello en íntimo desposorio, ya que la mística del espacio interior redunda hacia el exterior, hacia esa «escolástica de piedra». Todos los recursos técnicos parecen contribuir para expresar dicha idea; los pináculos, por ejemplo, no dan la impresión de pesar sobre los contrafuertes, sino de integrarse en el movimiento ascensional, como si los elementos externos del edificio no hiciesen sino retomar el impulso vertical del espacio interior. Las fuerzas hacia lo alto, que en el interior se encontraban de alguna manera aprisionadas en el espacio cerrado, parecen liberarse en la parte exterior de modo que, ya sin limitación alguna, se lanzan al infinito. Es el preludio del gran movimiento de las torres, de alturas hasta entonces jamás alcanzadas (82 metros en Reims, 123 en Chartres, 160 en Ulm), y de sus agujas, transfiguración del trascendentalismo gótico.
    No es una de las menores paradojas de la arquitectura gótica, como bien lo señala Daniel-Rops, la de dar la impresión de un ímpetu hacia el cielo cuando en realidad su entera estructura edilicia responde a un movimiento que va de arriba hacia abajo. Toda esa filigrana de vitrales y de ojivas reposa sobre cimientos de enorme volumen, hundidos en el suelo hasta más de quince metros. Como cuando se trata del románico, algunos escritores han querido determinar diversas escuelas dentro del gótico. Se ha hablado así de un gótico francés, el de Laon, Notre-Dame de París, Chartres, Reims, Amiens; de un gótico alemán, algunos de cuyos exponentes serían Naumburg, Bamberg, Strasburg; de un gótico inglés, con Wells, Salisbury; de un gótico español, el de Zamora, Salamanca, Barcelona, León, Burgos, Toledo; de un gótico portugués, en Lisboa, Oporto, Evora; de un gótico italiano, el de Siena, Orvieto, Milán... Nos parece un intento excesivamente libresco y preferimos resaltar la unidad de un estilo que hizo las delicias de la Cristiandad.
    Digamos, para terminar, que aquel arte casi sobrehumano no lo fue a la manera de Nietzsche, sino al modo evangélico, y por eso siguió siendo profundamente humano. Nada encontramos en él de colosal, de desmesurado, al modo de los templos romanos de la decadencia. La arquitectura, grandiosa por cierto, conserva la dimensión humana, como lo prueba, por ejemplo, el tamaño que aquellos arquitectos asignaron a las puertas de sus catedrales y hasta a las gradas de sus escaleras, siempre a la medida del hombre. Por eso se experimenta mucha mayor impresión de majestuosidad en Amiens o en Santiago de Compostela que en San Pedro de Roma, ya que, aunque ello suene a paradoja, en la inmensidad del monumento renacentista –espacios y puertas– falta esa escala humana. El profundo humanismo de la doctrina tomista encuentra en el gótico su más lograda explicitación.
    Tal fue el arte que en la época del Renacimiento se quiso estigmatizar calificándoselo de «gótico», cosa de godos, de bárbaros, y en el cual Fénelon no veía más que un confuso amasijo de extraños adornos (cf. Daniel-Rops, op. cit., 443-453).

    IV. La escultura de la catedral
    La escultura es hija de la arquitectura. No resulta, pues, insólito, que la madre la incluyese amorosamente en su ímpetu místico y trascendentalista. Abordaremos este tema con cierta extensión, ya que ilumina esplendorosamente el sentido y el simbolismo del arte medieval.
    1. Resurrección y desenvolvimiento de la escultura
    Ya hemos dicho anteriormente que el genio griego, genio plástico por excelencia, que había logrado conferir a la estatua una belleza incomparable, a partir del siglo V fue relevado por otro tipo de genio, nacido en Siria y en la Mesopotamia, que predileccionaría un arte nuevo, el cual acabaría por conquistar el mundo cristiano. Tratábase de un arte puramente decorativo, merced al cual la escultura pasaría a un segundo plano. No ha de olvidarse, por otra parte, que el naufragio cultural ocasionado por las invasiones bárbaras, si bien había respetado, en cierto grado, la arquitectura, porque el hombre no puede vivir sin casas ni el cristiano sin iglesias, barrió prácticamente .con cualquier tipo de escultura, máxime que algunos cristianos consideraban a ésta como inseparable del paganismo idolátrico. El Oriente prefirió decorar sus iglesias y alacios con mosaicos, pinturas y tapices, y la primera Europa cristiana, la de la época de Carlomagno, se puso en dicha escuela.
    Fue sólo al fin de la era carolingia cuando reapareció tímidamente la escultura, no bajo la forma de estatua sino de bajorrelieve, que en su origen no fue sino una transposición de la miniatura. Recién en el siglo XI la escultura comenzó a germinar ya crecer.
    El primer espacio que logró conquistar fue el capitel. Hasta entonces éste se había contentado con imitar los modelos corintios, pero ahora comenzaba a revestirse de una decoración geométrica, vegetal o animal, e incluso humana, si bien todavía tosca y como escondida en la piedra. Luego, cuando el pórtico fue tomando mayores dimensiones, comenzó a aparecer lo que se dio en llamar la estatua-columna, es decir, la pilastra que adopta la forma humana, como pudo verse quizás por primera vez en el pórtico real de Chartres*. Ulteriormente la escultura ganó otras partes del edificio, principalmente el tímpano, espacio triangular entre las dos cornisas inclinadas del frontón y la horizontal inferior o dintel, que ofrecía una amplia superficie para la representación de grandes escenas**.
    *No se olvide la importancia que teman los pórticos por ser el lugar de ingreso al interior del templo o recinto sagrado. En uno de ellos se lee: Ingrediens templum refer ad sublimia vultum («entrando en el templo, eleva tu rostro a lo sublime»).
    **Viene aquí a cuento recordar la famosa polémica que a raíz de la introducción de estos ornatos mantuvo S. Bernardo, especialmente con los monjes de Cluny. En los mismos momentos en que el abad de Claraval despojaba a las iglesias cistercienses de todos sus adornos, Pedro el Venerable, abad de Cluny, hacía cincelar los capiteles y esculpir los tímpanos de sus monasterios. La elocuencia del ardiente apóstol de la austeridad y del despojo no logró persuadirlo de que la belleza fuese peligrosa; por el contrario, veía en ella, como cien años atrás había dicho S. Odón, también abad de Cluny, un presentimiento del cielo. «El amor del arte –escribe E. Mâle– es una de las grandezas de Cluny, que las tuvo tantas» (L’art religieux du XIIe siècle en France... págs. II-III).
    Con todo, aquel arte, todavía elemental, pero ya tan prometedor, estaba íntimamente subordinado a la arquitectura. El escultor trabajaba para la arquitectura, ningún detalle de ornamentación podía desentenderse del conjunto arquitectónico. Las figuras de los pórticos estaban talladas en el mismo bloque que la columna o la pilastra, a tal punto que cuando los energúmenos de la Revolución Francesa quisieron destruir las estatuas de las catedrales románicas, no pudiendo separarlas de la piedra, tuvieron que destrozarlas a martillazos. Una de las críticas que se ha hecho a estas primerizas figuras de los pórticos, como las de Chartres, por ejemplo, es su aparente rigidez, pero los que tal cosa objetan no se dan cuenta que las hacían así adrede, ya que las líneas de las estatuas tenían que sujetarse a las otras líneas exigidas por la hilera de columnas a las que reemplazaban. En esta primera etapa la escultura fue hija sumisa de la arquitectura, y es evidente que a ello se debe la impresionante sensación de unidad que suscita la contemplación de aquellas antiguas catedrales.
    Sin embargo, con el correr del tiempo se fue produciendo un cambio altamente significativo. Sin traicionar lo más mínimo el plan unitario que había presidido la primitiva manera de construir, los escultores comenzaron a concebir sus obras con mayor libertad y autonomía. Sus estatuas seguían siendo esculpidas en los mismos bloques del edificio, pero ahora parecía como si se evadiesen de ellos, desbordando, aunque sólo fuese por los pliegues de los vestidos, la alineación estricta de las líneas arquitectónicas. Si bien este cambio trajo consigo que el conjunto del monumento perdiera tal vez algo de su unidad, con todo la escultura ganó en agilidad, perfección y gracia.
    El paso de la estatua-columna a la estatua más independiente fue, en cierta manera, el tránsito de la escultura románica –la de Vézelay, Autun, Moissac, Santiago de Compostela y el espléndido pórtico real de Chartres–, la escultura gótica –la de Reims, Amiens, Burgos, Naumburg–, una evolución semejante a la que implicó el paso de la arquitectura románica a la gótica. Había llegado la hora en que la escultura alcanzaría una plenitud insospechada. La estatuaria, bajo la técnica del altorrelieve, se expresaría en variadísimas figuras de diversas tallas, que iban desde los 20 centímetros hasta los 5 metros, ocupando arquivoltas, tímpanos, rosetones, las columnitas de las puertas, las galerías de las fachadas, los pórticos laterales, los contrafuertes, los pináculos, los campanarios... La severidad de la estilización bizantina había desaparecido casi por completo para dejar lugar a un nuevo realismo, sacro por cierto, pero más cercano a nosotros, a una euritmia de formas y de actitudes, donde el ideal y la belleza se armonizan de manera admirable. La variedad y la gracia se notan, por ejemplo, en la insinuación de algún gesto, el esbozo de una sonrisa, la inclinación de una cabeza o el adivinarse de una rodilla bajo el paño de piedra. La cumbre de este esfuerzo se alcanzó en el Reims del Angel de la Sonrisa, en el pórtico de Amiens con su famoso Beau Dieu, o en el Pórtico de la Gloria de Compostela con la imagen de Santiago.
    También en el campo de la escultura hubo notables diferencias según las regiones. La más llamativa y original sea quizás la que se cultivó en Italia. La escultura italiana penetró en algunas partes de la catedral a las que hasta –entonces no había llegado en otros lugares, como por ejemplo el púlpito, que adquirió especial relevancia por el bosque de pequeñas figuras de mármol que lo decoraron, evocando escenas de la Sagrada Escritura, según puede verse en las catedrales de Siena y de Pisa; y también la puerta, cuyas hojas fueron admirablemente decoradas con garbosas ilustraciones de bronce, cual puede observarse en San Zenón de Verona o en el acceso posterior de la catedral de Pisa.
    Refiriéndose a esto escribe Daniel-Rops: «No sabemos a qué inmemorial tradición ya qué disciplina del arcano obedecerían al hacer esto, puesto que desde los tiempos bíblicos, la “puerta” había tenido siempre un sentido simbólico y su apertura significaba el acceso a lo divino. Desde Bizancio, desde la venerable basílica de Santa Sabina en Roma, desde Salerno o desde Hildesheim se transmitió la costumbre de cincelar aquellas pesadas hojas; se las adornó con páginas enteras de bronce; y cuando el Renacimiento hizo sonar una nueva hora, Andrés de Pisa y Ghiberti, dieron a esta tradición su forma sublime y se obtuvieron así aquellas gloriosas puertas que Miguel Angel apodó “puertas del paraíso”» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 480).
    Pregúntase Daniel-Rops si era solamente estético y decorativo el fin que intentaban los constructores al conceder una importancia tan grande a la plástica. «Ciertamente que no. Un Sínodo reunido en Arrás hacia el 1025 había aconsejado representar sobre los muros de los santuarios, las escenas y las enseñanzas de la Sagrada Escritura, pues, decía, ello permite a los analfabetos conocer lo que los libros no pueden enseñarles. San Gregorio Magno lo había dicho ya en el siglo VI. Esta intención fue la de los artistas románicos y góticos. Se ha comparado a menudo la catedral, sobre todo desde Víctor Hugo, a un gran libro de piedra donde podían instruirse los más humildes, a una Biblia en imágenes que hablaban con voz que todos entendían. Sin embargo podemos maravillarnos legítimamente de que un inmenso pueblo pudiera comprender este lenguaje, y se interesase por tantos hechos, por tantas historias o por tantos signos que son letra muerta para la inmensa mayoría de los hombres del siglo XX» (ibid., 462. Para el análisis de la escultura medieval en su conjunto, cf. 458-462).
    2. El «Speculum Maius» y los grandes temas de la escultura medieval
    Abundemos un tanto en la temática que inspiraba a los escultores de la Edad Media. El mundo de la escultura medieval es como un bosque inmenso. A nuestro juicio nadie lo ha penetrado mejor que ese genio de la crítica del arte que es Emile Mâle. El eminente estudioso basa .su investigación en la teoría que se encuentra expresada en una obra que fue clásica durante el Medioevo, el Speculum maius, del erudito dominico francés Vincent de Beauvais, autor en cierto modo comparable con el mismo Sto. Tomás, amigo como éste del rey S. Luis, cuya biblioteca frecuentaba. La obra, escrita a mediados del siglo XIII, es realmente abrumadora por los conocimientos que revela. Divídese en cuatro grandes partes.
    En la primera de ellas, que lleva por título «Espejo de la Naturaleza», sobre la base del relato de la creación se estudian los diversos elementos que integran el cosmos, los minerales, los vegetales, los animales, y finalmente el hombre.
    En la segunda parte, denominada «Espejo de la Ciencia», tras señalarse hasta qué punto la caída original afectó la naturaleza humana y la consiguiente necesidad que tiene el hombre de un Redentor para alcanzar su salvación, se explica cómo :aquél puede colaborar en la misma mediante el conocimiento y la acción cotidiana, pasándose luego revista a las diversas ciencias y artes ya los trabajos del hombre.
    En la tercera parte, titulada «Espejo moral», se muestra que no basta con saber y con obrar, sino que es preciso comportarse .de una manera ética, ofreciéndose a continuación un detallado estudio de los diversos vicios y virtudes, en estrecho parentesco con el análisis tomista de la Summa Theologica. La obra se cierra con lo que su autor llama el «Espejo histórico», donde el sabio dominico expone las grandes líneas de la historia de la salvación que es, en última instancia, la historia de la Ciudad de Dios. El Speculum maius fue la Enciclopedia del siglo XIII.
    Emile Mále afirma que esta obra puede resultar la guía de consulta más segura para llegar a comprender las ideas directrices de la iconografía medieval, especialmente en el ámbito de Francia, al que dedica su estudio, aun cuando resulta fácilmente aplicable al de otras regiones de la Cristiandad, señalando analogías impresionantes entre aquel escrito y los pórticos de las catedrales. Si bien no consta que los artistas se hayan inspirado directamente en esa gran obra literaria, con todo, el hecho de que el «Speculum maius» no pertenezca con exclusividad a Vincent de Beauvais sino a la Edad Media en su totalidad, permite afirmar los denominadores comunes. «El mismo genio ha dispuesto los capítulos del Espejo y las estatuas de las catedrales: es pues legítimo buscar en los unos el secreto de las otras» (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France).
    No resulta ello extraño ya que la Edad Media concibió el arte como la expresión de la doctrina al tiempo que como cátedra de la misma. Todo lo que el hombre necesita conocer: la historia del mundo desde su creación, los misterios del cristianismo, la vida y los ejemplos de los santos, la diversidad de las virtudes, la variedad de las ciencias, artes y oficios, se transparentaba en los vitrales de las iglesias, a través de la luz transfigurada, y se materializaba en las estatuas de los pórticos, cuyo ordenamiento jerarquizado no era sino el reflejo del orden admirable que reinaba en el mundo de las ideas, según lo había expuesto Sto. Tomás. Por la intermediación del arte, las lucubraciones más elevadas de la teología y de la ciencia llegaban confusamente hasta las inteligencias más humildes.
    Recordemos asimismo un dato imprescindible para penetrar en el mundo de la iconografía medieval, y es su carácter alegórico. Tal es una de sus características más propias. Su lenguaje es eminentemente simbólico. Para el hombre de aquel tiempo, no sólo los doctos sino también el pueblo sencillo, la historia y la naturaleza eran un inmenso símbolo. Y consiguientemente lo era también el arte, que las representaba: mostraba una cosa, invitaba a ver otra. El artista, habrían podido decir los doctores, debe imitar a Dios, que ha escondido un sentido profundo bajo la letra de la Escritura. La predilección por el simbolismo se advertía particularmente en el ámbito de la liturgia. Véase, si no, aunque tan sólo fuera a modo de ejemplo, los comentarios con que Guillaume Durand, prelado francés del siglo XIII, acompañaba la explicación de la Santa Misa, donde hasta las rúbricas se transfiguran. El simbolismo del culto familiarizaba a los fieles con el simbolismo del arte.
    Señala E. Mâle que desde la segunda mitad del siglo XVI, el arte de la Edad Media se convirtió en un enigma inextricable, precisamente porque habla muerto el simbolismo, entendiéndose la imagen en una forma muy diversa al modo como la hablan comprendido los medievales. Aparecieron entonces los «técnicos del arte», quienes intentaron descifrar los presuntos «enigmas» de los bajorrelieves y de las estatuas como si se tratase de monumentos de la India. En el pórtico de Notre-Dame de París creyeron encontrar el secreto de la piedra fiosofal, o en su Zodíaco un argumento en favor del origen solar de todos los cultos! (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France…, pág.II).
    Trataremos ahora de aplicar las cuatro partes del libro de Vincent de Beauvais a la iconografía medieval, siguiendo las eruditas explicaciones de E. Mâle.
    a) La naturaleza
    Si observamos cualquiera de las grandes catedrales, inmediatamente nos llamará la atención el ver allí representados, no sólo en los capiteles de las naves sino también en su parte exterior, plantas diversas y animales extraños para el europeo como el león, el elefante, el camello, e incluso fieras exóticas y monstruosas. A fin de entender esta fauna tan variada y original que nos observa desde las catedrales, es conveniente recurrir a aquellos famosos libros del siglo XII denominados «Bestiarios», antologías de fábulas o de relatos de animales reales o legendarios, con aplicaciones a la vida humana e incluso a los misterios del cristianismo, que sin duda influyeron en la decoración de las iglesias. En la nave de la catedral de Le Mans, por ejemplo, un precioso capitel del siglo XII nos muestra una lechuza acosada por un grupo de pájaros pequeños. Por el Bestiario sabemos que la lechuza (nicticorax), que no ve sino de noche, era una figura del pueblo judío que prefiere las tinieblas a la luz, objeto de burla para los demás. En un capitel de Vézelay se ve un personaje que parece avanzar hacia un animal compuesto, gallo por delante, serpiente por detrás, lo que llamaban un basilisco. El Bestiario explicaba que ese extraño animal, que participa de la naturaleza del pájaro y de la serpiente, no era temible al hombre sino por su mirada, que resultaba letal; sin embargo el fluido mortal que arrojaba no era capaz de atravesar un vidrio, y por consiguiente bastaba con cubrirse el rostro con una escafandra para poder mirarlo impunemente. ¿Qué es el basilisco, agregaba el Bestiario, sino una figura del demonio, sobre el que Cristo triunfó encerrándose en el seno de una Virgen más pura que el cristal?
    Un capitel del claustro de Tarragona nos muestra un zorro tirado en tierra y que parece tan muerto que ]os pájaros revolotean despreocupadamente en torno a su cadáver. El texto del Bestiario nos informa que el zorro no está muerto, sino que finge estarlo para atraer a los pájaros incautos; cuando éstos están a su alcance, se levanta de un salto y los atrapa; imagen de los engaños del demonio que nos atrae y nos devora. En otro capitel se ve un barco dado vuelta, un hombre que se cae al mar y un enorme pez al que un nadador trata de atravesar con su puñal. Según el Bestiario, la ballena era un animal que engañaba a veces a los navegantes; imaginándose ver una isla, amarraban allí sus naves y hacían fuego sobre la espalda del monstruo; de pronto la ballena se sumergía, arrastrando la nave y su tripulación al fondo del mar; imagen también de las tretas engañosas del demonio (cf. ibid., 332-334).
    Frecuentemente vemos en las fachadas de las catedrales los famosos cuatro animales que, como se sabe, representan a los cuatro evangelistas: el león a S. Marcos, quien desde las primeras líneas de su evangelio nos habla de la voz que clama en el desierto; el toro a S. Lucas, quien comienza el suyo por el sacrificio que ofrece Zacarías; el águila a S. Juan, porque desde el prólogo se eleva a las alturas de la divinidad, mirando al sol en la cara; y el hombre a S. Mateo, quien abre su evangelio con la genealogía de Cristo según la carne. Pero también esos cuatro seres simbolizaban los principales misterios de la vida de Cristo: el hombre recuerda su encarnación, el toro su sacrificio, el león simboliza su resurrección, y el águila su gloriosa ascensión. Según el Bestiario, el león pasaba por dormir con los ojos abiertos. Asimismo podían representar las virtudes necesarias para la salvación: el cristiano debe ser hombre, porque ha de ser racional; toro, porque debe inmolarse a sí mismo; león, porque no puede ceder a la cobardía; águila, porque ha sido llamado a elevarse a las alturas. Eso es lo que enseñaba la Iglesia sobre el simbolismo de los cuatro animales (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 36-37). Una sola de esas explicaciones, la relativa a los evangelistas, sobrevivió a la Edad Media. Las otras desaparecieron en la época de la Reforma.
    La enseñanza de los Bestiarios penetraron en el acervo del clero de la Edad Media por un libro de Honorio de Autun, autor del siglo XII, que llevaba por titulo Speculum Ecclesiæ, antología de sermones para las principales fiestas del año (PL 172. 813-1108). Diversas figuras de las catedrales pueden explicarse a la luz de esa obra. Por ejemplo en Lyon se encuentra un medallón de la resurrección del Señor, que está flanqueado por la escena de Jonás y la ballena, conocida imagen de dicho misterio, pero también por un león acompañado de sus cachorros brincando. «Se cuenta –dice Honorio tras los Bestiarios– que la leona pare cachorros que nacen muertos, pero tres días después, un rugido del león los devuelve a la vida. Así Cristo estuvo en la tumba como muerto, pero al tercer día se levantó, despertado por la voz de su Padre» (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 40-41).
    Por cierto que no siempre hay que buscar un sentido simbólico a los animales que comparecen en los pórticos o capiteles: leones enfrentados, por ejemplo, o pájaros con sus cuellos entrelazados, o águilas de dos cabezas. Lo más frecuente es que su oficio sea puramente decorativo. En esto S. Bernardo tenía razón; dichos monstruos no son didácticos, exclamaba con indignación, no están destinados a instruir sino a agradar. «Esos monstruos –comenta Mâle– son el legado de los viejos paganismos del Asia, y a nosotros nos parecen maravillosamente poéticos, cargados, como están, de los ensueños de cuatro o cinco pueblos que se los transmitieron unos a otros durante miles de años. Ellos introducen en la iglesia románica la Caldea y la Asiria, la Persia, el Oriente griego y el Oriente árabe. Toda Asia aporta sus presentes al cristianismo, como antaño los Magos al Niño» (L’art religieux du XIIe siècle en France... 363).
    De modo que, abstracción hecha de ejemplos muy precisos, en que la influencia simbolizante de Honorio de Autun y de los Bestiarios resulta incontestable, las figuras de animales que aparecen en las iglesias revisten un carácter meramente decorativo. O en alguna circunstancia particular pueden aludir a un hecho histórico determinado, como por ejemplo las 16 estatuas de bueyes que se encuentran en Laon, presumiblemente puestas allí para perennizar el recuerdo de los bueyes infatigables que durante varios años estuvieron transportando desde la llanura a la cumbre de la acrópolis las piedras de la catedral. Pero este es un caso muy especial. Por lo general, los artistas recurrieron a los animales para adorno de la casa de Dios. La iglesia era el resumen del mundo (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 54-56).
    Asimismo en las catedrales se encuentran a veces, como en los misales o en los Libros de Horas, figuras de dragones con cabeza de obispos, un mono disfrazado de monje... La risa no fue proscripta de la Edad Media. No en vano Dante reservaba un círculo del infierno «para los que lloraron, cuando pudieron ser felices» (ibid., 59-61).
    b) El trabajo, las artes y las ciencias
    Ya hemos señalado poco antes el lugar que tenían en las catedrales los calendarios de piedra, admirablemente esculpidos en sus portales, como los encontramos en Chartres, Amiens, Reims, Ferrara, caracterizando los distintos tiempos del año, en base a la diversidad de las actividades agrícolas. En esos pequeños recuadros, obras de verdadera poesía, el escultor cristalizaba los gestos permanentes y reiterados del hombre común. Recordemos que los artistas de las catedrales no vivían lejos de la naturaleza. Al pie de las murallas de las pequeñas ciudades de la Edad Media comenzaba el campo, las llanuras, las tierras aradas y sembradas, el noble ritmo de los trabajos virgilianos (cf. ibid., 65-66).
    Mas no sólo el trabajo dignificaba al hombre, y merecía por ello figurar en las catedrales, sino también, y aún en un grado superior, el saber y la ciencia. Las siete artes liberales –el trivium y el quadrivium– abrían siete caminos a la inteligencia del hombre, resumiendo el conjunto de los conocimientos que éste podía adquirir, aparte de la revelación. Y por encima de ellas, la filosofía, su corona. Los medievales no dejaron de esculpir estas siete u ocho Musas en la fachada de sus catedrales, generalmente bajo la forma de jóvenes llenas de circunspección, majestuosas como reinas, cada una llevando en sus manos los atributos propios de su especialidad, de simbolismo claro, sin duda, para sus contemporáneos, aunque no siempre para nosotros. Nos impresiona verlas en la catedral de Chartres; en ninguna parte las siete musas fueron más honradas que en ese centro intelectual. También en la catedral de París, Que vio crecer a su sombra la joven Universidad (cf. ibid., 75.81-82).
    A las figuras de las siete Artes y de la Filosofía, ulteriormente se agregaron algunas otras, como la que representa a la Medicina, por ejemplo en Laon, o la Arquitectura, en Chartres, esta última bajo la forma de un hombre que tiene en sus manos la regla y el compás. Semejante esfuerzo por ampliar el marco un tanto estrecho del trivium y el quadrivium, descubre el anhelo de cobijar en la catedral todo conocimiento, toda ciencia, toda arte (cf. ibid., 92-93).
    c) El combate interior o la moral
    Esta parte del Speculum maius se refleja también en las catedrales del Medioevo. Es cierto que el tema de la lucha espiritual, medular en el Evangelio, ya había tomado forma literaria en el famoso poema que redactara Prudencio, español del siglo IV, el primer poeta cristiano, bajo el título de Psycomachia, donde el autor describe en versos virgilianos la batalla de las Virtudes y los Vicios. Allí vemos al Pudor, joven virgen de armadura resplandeciente, recibiendo el choque de la Libido, una cortesana; la Paciencia, reservada y modesta, espera el ataque de la Ira; la Soberbia, sobre un caballo fogoso, enfrenta a la Humildad, quien toma la espada que le tiende la Esperanza y le corta la cabeza; la Lujuria, lánguida, con los cabellos perfumados, es vencida por la Sobriedad; la Discordia o Herejía es derrotada por la lanza de la Fe... Las Virtudes, por fin victoriosas, celebran su triunfo elevando un templo semejante a la Jerusalén nueva del Apocalipsis.
    Tal el poema de Prudencio en que se inspiraron los artistas. Inicialmente el tema fue representado bajo un aspecto caballeresco, de torneo feudal. Pero en el curso del siglo XIII varió el estilo, manteniéndose por cierto el tema de fondo. Las virtudes siguen triunfando sobre los vicios, pero parecen haber vencido sin combate; tienen a éstos bajo sus pies y ni siquiera se dignan mirarlos. Los artistas ya no querían representar la batalla sino la victoria (cf. ibid., 100-106).
    Otras veces los vicios y las virtudes aparecen representados como dos árboles vigorosos. Uno es el árbol del viejo Adán y tiene por raíz y tronco la soberbia. Siete ramas principales parten del tronco: la envidia, la vanagloria, la cólera, la tristeza, la avaricia, la intemperancia y la lujuria. Cada una de esas ramas, a su vez, da nacimiento a ramas secundarias; de la tristeza, por ejemplo, brotan el temor y la desesperación. El segundo es el árbol del nuevo Adán. La humildad es su tronco, y las siete ramas principales son las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales, dividiéndose también cada virtud en las virtudes subsidiarias, según el esquema clásico de los doctores medievales. Adán fue quien plantó el primero de esos árboles y Jesucristo el segundo. A nosotros toca la elección (cf. ibid., 108).
    Con frecuencia, las virtudes esculpidas en los bajorrelieves son mujeres sentadas, inmóviles, majestuosas; su escudo ostenta un animal heráldico que testimonia su nobleza. En cuanto a los vicios, no están ya personificados, sino presentados en acción. Un marido que pega a su mujer, figura la discordia; la inconstancia es un monje que huye del convento arrojando su cogulla. La virtud es, pues, representada en su esencia y el vicio en sus efectos. De un lado, todo es reposo, del otro, todo tráfago e inquietud. Sólo la virtud unifica el alma y le da paz; fuera de ella no hay sino agitación. Los escultores románicos del siglo XII prefirieron subrayar el carácter de lucha de la vida cristiana; el siglo XIII destacó sobre todo la serenidad que comunica la victoria de la virtud (cf. ibid., 109-110). Tras la lucha, la paz, donde brillan las lámparas de las Vírgenes prudentes de la parábola evangélica, tantas veces representadas en las catedrales. Porque la llama de esa lámpara simbólica, decían los doctores, es la llama de la caridad. De este modo los pórticos, de una arquivolta a otra, nos invitan a elevarnos de los trabajos a las virtudes, y de éstas a la caridad, que es su reina (cf. E. Mâle, L’art religíeux du XIIe siècle en France... 441).
    En Chartres, cerca de las virtudes, doce encantadoras y pequeñas figuras simbolizan las dos formas de vida del cristiano. A la izquierda, seis jóvenes sonrientes están abocadas al trabajo, lavando la lana, poniéndola en la madeja, hilando... A la derecha, otras seis jóvenes veladas, se ocupan en leer, meditar, rezar; una de ellas eleva los ojos al cielo en actitud extática. El primer grupo representa la vida activa, el segundo la contemplativa. En la parte superior, una sola corona parece atribuir la misma recompensa a los dos tipos de vida (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 131).
    d) La historia salvífica
    Es la última parte del Speculum maius, elaborada sobre la base de un tríptico, el Antiguo Testamento, el Nuevo y la Iglesia, que también se refleja, y cuán esplendorosamente, en las catedrales.
    Para exponer el contenido del Antiguo Testamento los artistas prefirieron atenerse no tanto a la letra cuanto a su espíritu. Guiados por los teólogos, el Antiguo Testamento se les presentaba como una vasta figura del Nuevo, y por eso seleccionaron algunos personajes y acontecimientos de aquél, que tenían especial relación con los misterios revelados en el Evangelio, señalando así su profunda concordancia. Mâle destaca la influencia que en este campo ejerció Suger, el abad de Saint-Denis. Los siglos anteriores no ignoraron, por cierto, las armonías del Antiguo y del Nuevo Testamento, tan frecuentadas por los Padres de la Iglesia, pero curiosamente aquéllas no inspiraron a los artistas. El simbolismo, que estaba en la base de estas concordancias, resucitó precisamente en tiempos de Suger, quien hizo decorar su iglesia con temas inspirados en la armonía de los dos testamentos. Ministro del rey y hombre de acción, Suger fue también un hombre profundamente contemplativo. La consonancia de los Libros Sagrados, la poesía de las maravillosas armonías dispuestas por Dios en las Escrituras, encantaban su espíritu y excitaban su imaginación, como lo dejó demostrado sobre todo en los vitrales de Saint-Denis, que él mismo ordenó hacer. Uno de los medallones que integran dichos vitrales resume su pensamiento: en él se ve a Cristo coronando con una mano la Ley Nueva, y quitando con la otra el velo que esconde el rostro de la Antigua Ley; abajo se lee: Quod Moyses velat Christi doctrina revelat («lo que Moisés cubre con un velo lo revela la doctrina de Cristo») (cf. S. Mále, L’art religieux du XIIe siècle en France... 159).
    Ya S. Agustín había dicho: «El Antiguo Testamento no es otra cosa que el Nuevo cubierto con un velo, y el Nuevo no es otra cosa que el Antiguo develado» (Civ. Dei, 1. XVI, cap. XXVI). Agrega Mále: «No resulta sorpresivo en forma alguna encontrar en Suger a uno de los creadores de la iconografía nueva, porque Suger fue uno de los grandes espíritus de la Edad Media. El abarcaba en su vasta cultura toda la antigüedad cristiana: los Padres, con su exégesis simbólica, le eran familiares. Su maravillosa memoria le entregaba su erudición siempre presente, pero ello no lo abrumaba, porque tenía el genio del orden. Es este genio el que hizo de él un hombre de Estado: “Habría podido, dice su biógrafo, gobernar el mundo”. Este hombre de razón era al mismo tiempo un hombre de pasión. Cuando consagraba la hostia, su rostro se bañaba en lágrimas; irradiaba alegría el día de Navidad y el día de Pascua. Esta profunda sensibilidad explica su amor por el arte: lo amaba, como lo aman los verdaderos artistas, que adoran lo bello y desprecian el boato. Daba todo a su obra sin reservarse nada para sí mismo. Cuando Pedro el Venerable, el gran abad de Cluny, fue a Saint-Denis, admiró, como buen conocedor que era, la iglesia y sus maravillas; pero cuando vio la pequeña celda en que Suger se acostaba sobre un lecho de paja, exclamó: “Este hombre nos condena a todos; construye no como nosotros, para él mismo, sino únicamente para Dios”» (L’art religieux du XIIe siècle en France... 185). Es importante señalar que el influjo de Suger se irradió más allá de su monasterio. Sabemos que una vez terminados los trabajos en Saint-Denis, hacia 1145, el taller por él formado se trasladó en pleno a Chartres.
    Las realidades que el Nuevo Testamento nos muestra a la luz del sol, para hablar el lenguaje de la Edad Media, el Antiguo nos las hace percibir al claroscuro de la luna y las estrellas. En el Antiguo Testamento la verdad lleva un velo; pero la muerte de Cristo desgarra ese velo místico. Por eso se dice en el Evangelio que cuando Jesús murió, la cortina del Templo de Jerusalén se rasgó de arriba a abajo. El Antiguo Testamento no tiene sentido si no es por su relación con el Nuevo, y la Sinagoga, en el grado en que se obstina en explicarlo por sí mismo, lleva un velo sobre sus ojos (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 134-135).
    También en relación con este tema de la correspondencia entre ambos testamentos, Mâle ha encontrado una obra de aquella época que parece ofrecernos la clave del mismo. Trátase de la llamada «Glosa ordinaria», escrita por Walafried Strabón (PL 93 y 94), benedictino inglés del siglo IX, de la escuela de Rábano Mauro, hábil compilador del pensamiento tradicional, bastante conocido durante la Edad Media. Es probable que dicho libro haya servido de manual de enseñanza práctica para los artistas en las escuelas monásticas y episcopales. El hecho es que a comienzos del siglo XIII, precisamente cuando los artistas se abocaban a decorar las catedrales, los doctores enseñaban desde el púlpito que la Escritura podía interpretarse en cuatro sentidos diferentes: el sentido histórico, el sentido alegórico, el sentido tropológico y el sentido anagógico. El sentido histórico era el que correspondía a la realidad de los hechos; el sentido alegórico, el que mostraba en el Antiguo Testamento una figura del Nuevo; el sentido tropológico, el que permitía conocer la verdad moral a veces escondida en la Escritura; el sentido anagógico, el que hacía posible relacionar los textos con la vida futura y la felicidad eterna. El nombre de Jerusalén, por ejemplo, que aparece tantas veces en la Sagrada Escritura, podía recibir, según los casos, una de esas cuatro interpretaciones: «Jerusalén –dice Guillaume Durand– es, en sentido histórico, la ciudad de Palestina donde van ahora los peregrinos; en sentido alegórico, es la Iglesia militante; en sentido tropológico, es el alma cristiana; en sentido anagógico, es la Jerusalén celestial, la patria de lo alto» (Rationale divinorum officiorum, Proem. 12, Lyon, 1672). Por cierto que no todos los pasajes de la Biblia eran susceptibles de esa cuádruple interpretación: algunos no podían entenderse sino en tres sentidos, como por ejemplo la historia de los sufrimientos de Job, que no sufre una interpretación anagógica. Otros pasajes sólo eran susceptibles de recibir dos explicaciones, y muchos debían ser entendidos simplemente a la letra (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France..., 140-141).
    Este sistema de interpretación es del todo conforme a la ortodoxia. Sin embargo, señala Mâle que desde el Concilio de Trento, la Iglesia fue dejando en la sombra el método simbólico, prefiriendo atenerse al sentido literal del Antiguo Testamento. Lo cierto es que la exégesis fundada sobre el simbolismo, tan propia de los Padres y de la Edad Media, hoyes generalmente desconocida.
    Si la obra de Strabón fue el libro de cabecera para la inteligencia de los sentidos de la Escritura, se divulgó también por aquel tiempo otro comentario que descendía a detalles. Nos referimos a una obra escrita por S. Isidoro de Sevilla bajo el título de Allegoriæ quædam sacræ Scripturæ (PL 83, 97-130), donde el autor pasa revista a los principales personajes del Antiguo Testamento haciendo conocer su significación tipológica. Las pocas líneas que consagra a cada uno de ellos –Adán, Noé, Melquisedec, Abraham, Isaac, José, Moisés, David, Salomón son tan concisas y claras que hubiesen podido ser puestas en las filacterias de las estatuas correspondientes. En la entrada de las catedrales, los artistas representaron a los patriarcas ya los reyes que S. Isidoro, en continuidad con los Padres anteriores, designara como figuras del Salvador. Esas estatuas constituyen una especie de avenida simbólica hacia Cristo. Tras los patriarcas y los reyes, que figuraron a Cristo por los hechos de su vida, la Edad Media representó también a los profetas, que lo anunciaron con su palabra, sobre todo Isaías, Jeremías y Daniel. Según Mâle, fue el corto tratado De ortu et obitu Patrum, atribuido al mismo Isidoro de Sevilla, la principal fuente a que recurrieron los artistas para seleccionar a estos últimos. Por desgracia, las palabras de los profetas, elegidas para las banderolas de piedra que hay en cada una de sus estatuas, han desaparecido por la incuria del tiempo, lo que nos impide conocer el motivo preciso merced al cual cada uno de ellos fue incorporado a la procesión de los que anunciaron a Cristo (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France... 153-163).
    El pueblo de la Edad Media estaba familiarizado con los profetas. Todos los años, durante el tiempo de Navidad o de Epifanía, los veía llegar en los dramas sacros bajo la figura de ancianos de barba blanca, envueltos en largas vestiduras, avanzando en procesión por la catedral. Alguien pronunciaba su nombre en alta voz, y el aludido daba testimonio de la verdad, recitando algún versículo de su autoría. Isaías hablaba del tronco que saldría de la raíz de Jesé, David profetizaba el reino universal del Mesías, el anciano Simeón mostraba su satisfacción por haber visto al Salvador antes de morir. A veces se incorporaban a esas procesiones algunos personajes paganos: Virgilio, por ejemplo, quien recitaba un verso de su misteriosa égloga: Jam nova progenies coelo demittitur alto, o la Sibila, que entonaba su acróstico sobre el fin de los tiempos. Sin duda que cuando los fieles veían pasar a esos actores, reconocerían enseguida a los que diariamente contemplaban en los pórticos de las catedrales. Ya la inversa, se puede incluso pensar que las estatuas de Reims y de Amiens reproducen el traje y el aspecto de aquellos actores sagrados. Más adelante nos referiremos al drama en la Edad Media pero recalquemos desde ahora el carácter unificante de la cultura: medieval: el culto, el drama y el arte ofrecen las mismas lecciones trasuntan las mismas ideas (cf. ibid., 173-174).
    Reyes, patriarcas, profetas, finalmente Cristo, el figurado y el anunciado. Quizás la concreción más notable de este dinamismo de la historia de la salvación la podamos encontrar en el pórtico septentrional de Chartres. Hay allí diez estatuas de patriarcas y profetas, que resumen las grandes etapas de la historia del mundo, por orden cronológico, al tiempo que simbolizan o anuncian a Cristo. Melquisedec, Abraham e Isaac representan la primera época de la humanidad, en la cual, para hablar como los doctores, los hombres vivían bajo la ley de la circuncisión. Moisés, Samuel y David, representan las generaciones que vivieron bajo la ley escrita. Isaías y Jeremías, Simeón y Juan Bautista representan los tiempos proféticos, que se prolongan hasta el advenimiento de Cristo. Finalmente S. Pedro, el último, coronado con la tiara, llevando la cruz y el cáliz, anuncia que Cristo es la plenitud de la ley y las profecías y que, al crear la Iglesia, ha establecido el reino definitivo del Evangelio. Al mismo tiempo, cada uno de aquellos grandes personajes es figurado llevando un elemento simbólico que lo relaciona con Cristo. Melquisedec tiene en sus manos el cáliz y el incensario, Abraham se apresta a inmolar a su hijo Isaac, Moisés tiene las tablas de la ley y la columna con la serpiente de bronce, Samuel inmola el cordero del sacrificio, David sostiene la corona de espinas y la lanza (anunció en sus salmos la pasión del Señor), Isaías el tronco de Jesé*, Jeremías (profeta del dolor) presenta la cruz, Simeón tiene en sus brazos al Niño divino, Juan Bautista el cordero, y por fin S. Pedro el cáliz. El misterioso cáliz, que al comienzo de la historia, aparecía en manos de Melquisedec, se vuelve a encontrar ahora en las de S. Pedro. Son los capítulos mismos del «Espejo histórico» de Vincent de Beauvais. La Biblia se nos muestra acá como fue entendida en la Edad Media: una sucesión de figuras de Jesucristo (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 178). No hay en toda Europa un conjunto teológico comparable al que nos presenta la catedral de Chartres. Por otra parte esas estatuas son quizás las más admirables que produjo la Edad Media**.
    *El tema del «árbol de Jesé» es frecuente en las catedrales. Jesé suele ser representado durmiendo sobre un lecho; de él brota un árbol gigantesco donde se asientan diversos reyes, y en la cumbre, la Santísima Virgen. Corresponde a la profecía de Isaías: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará, y reposará sobre él el espíritu del Señor» (Is 11, 1-2), La primera vez que aparece este tema es en Saint-Denis, por lo que se puede creer que fue Suger quien lo mandó hacer, introduciéndolo en la iconografía medieval. A partir de entonces se volvería habitual.
    **Con frecuencia en los pórticos de las iglesias están también representados los diversos coros de los ángeles. Fue sin duda Dionisio, con su De cælesti hierarchia, traducida al latín precisamente durante la Edad Media, quien inspiró a los artistas que esculpieron las nueve jerarquías angélicas en el pórtico meridional de Chartres. Aparecen rodeando a Dios, fuente de luz, según la doctrina del Areopagita, a modo de grandes círculos luminosos, y su resplandor disminuye a medida que se alejan de dicha fuente. Por eso los Serafines y los Querubines, los dos coros más elevados, llevan en sus manos llamas y bolas de fuego (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 8).
    Pero no es siempre en torno a Cristo que se agrupa la escenografía iconográfíca medieval. A veces lo hace alrededor de la Santísima Virgen. Fue a partir del siglo XII que la Virgen, «Notre Dame», para emplear esa noble palabra caballeresca que apareció precisamente entonces, comenzó a inspirar el gran arte. Su culto se expresó primero con timidez, no atreviéndose los artistas a separar la Madre de su Hijo; pero con los años se avinieron a celebrarla sola, y el siglo XII terminó con su «Triunfo» (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 437).
    Al parecer, el motivo de la «Coronación de la Virgen», tan amado por la Edad Media, se debe también a Suger. Se lo encuentra en la iglesia de Santa María del Trastevere de Roma, datando de una época muy vecina a aquella en la que Suger debió hacer componer el vitral homónimo de Notre-Dame de París; el mosaico de Roma fue hecho por encargo de un amigo y un huésped de Suger, el Papa Inocencio II.
    El Antiguo Testamento confluye así en Cristo y en María. Mas los artistas no se contentaron con reproducir sus imágenes, sino que figuraron también algunos misterios de su vida. Iluminados por los teólogos, comprendieron que el Evangelio no es una mera recopilación de hechos históricos o de escenas conmovedoras, sino una sucesión de misterios. Si el Antiguo Testamento puede ser considerado como una gran figura, no quiere ello decir que el Nuevo sea pura realidad fáctica, carente de cualquier tipo de significación simbólica. El nacimiento de Cristo, por ejemplo, fue representado en Chartres a la manera de un acto sacrificial: obsérvase allí un altar coronado de arcos, sobre el Niño recién nacido brilla una lámpara ritual, la cuna es asimilada a un altar y el Niño representado como víctima. He ahí una lectura teológica de la Navidad. Pero fue sobre todo el misterio de la Pasión y Muerte del Señor el que ofreció al arte las más ricas posibilidades de simbolismo. Cristo fue representado en la cruz como el nuevo Adán, de cuyo seno sale la nueva Eva, la Iglesia, figurada al modo de una Reina que recoge en un cáliz la sangre y el agua. Otra idea no menos importante: al morir el Señor, no sólo dio nacimiento a la Iglesia, sino que también declaró caducos los poderes de la Sinagoga. Por eso los artistas, al representar la crucifixión, pusieron a la Iglesia a la derecha de Cristo ya la Sinagoga a su izquierda; de un lado la Iglesia coronada, con un estandarte triunfal en la mano, recogiendo en el cáliz el agua y la sangre que brotan del costado del Salvador; del otro la Sinagoga, con los ojos cubiertos por una venda, teniendo en una mano el asta quebrada de su estandarte, y dejando escapar de la otra las tablas de la Ley, mientras la corona cae de su cabeza. También los dos ladrones crucificados a ambos lados de Cristo fueron considerados como símbolos de la Iglesia y de la Sinagoga. Se decía que la cruz de Cristo había sido orientada de tal forma que tenía detrás suyo a Jerusalén y delante a Roma; en la hora de su muerte, el Señor daba la espalda a la ciudad que mataba a los profetas, para mirar a la Ciudad Santa de los tiempos nuevos (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 187-196).
    Parece conveniente señalar que las crucifixiones del Medioevo divergen notablemente de las del primer milenio y comienzos del segundo. El arte antiguo representaba a Cristo clavado en una cruz suntuosa, con los ojos abiertos, la cabeza alta, la corona sobre la frente, cual un triunfador; el modo de representarlo en el siglo XIII, sobre todo en sus postrimerías, es menos mistérico y más conmovedor, ya que lo figura con los ojos cerrados, la cabeza inclinada, los brazos flácidos, atendiendo quizás más a la sensibilidad que a la inteligencia (cf. ibid., pág. III).
    Ya desde la antigüedad se tejieron en torno al Antiguo y el Nuevo Testamento diversas leyendas, o comentarios apócrifos, muy amados por el pueblo sencillo. Los artistas no vacilaron en incluirlos en sus representaciones, dando de este modo forma estética a las tradiciones populares. Y así todo se integró en una bella armonía, escribe Mâle, la palabra del Libro, el comentario de la Iglesia, y los ensueños del pueblo simple, como si el texto sagrado no se hubiese podido despegar ni del símbolo ni de la leyenda (cf. ibid., 203).
    Asimismo, como es obvio, desde el siglo XII encontramos una pléyade de Santos en las catedrales, donde se los ve representados con sus propias historias y leyendas. En relación con ellos se creó una suerte de epopeya comparable a las Canciones de gesta, que justamente aparecieron entonces. El santo y el héroe, esos dos arquetipos superiores de la humanidad, fueron celebrados con el mismo fervor (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 188).
    La catedral de Amiens nos ofrece una muestra global del grande y mistérico esquema iconográfico. Cristo ocupa el punto central de la inmensa fachada. En torno a El, gira el Antiguo Testamento, representado por los profetas, el Nuevo Testamento encarnado en los Apóstoles, la historia del cristianismo aureolada por los mártires, confesores y doctores. Pero siempre Cristo, en actitud señorial, sigue siendo el centro de todo. «Se ve que los cristianos de la Edad Media tenían el alma toda llena de Cristo: es a El a quien buscaban por doquier, a El a quien veían por doquier. Leían su nombre en todas las páginas de la Escritura. Este género de simbolismo da la clave de muchas de las obras de la Edad Media que, sin él, permanecerían ininteligibles» (E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 159).
    También encontramos en los pórticos algunas figuras de personas que no pertenecieron al cristianismo. Es cierto que, como lo ha señalado E. Mâle, en líneas generales el arte bizantino fue infinitamente más hospitalario que el nuestro con los grandes hombres del mundo antiguo. En Oriente constituyó una firme tradición representar en la iglesia a aquellos que entre los paganos habían hablado mejor de Dios, a aquellos cuyas obras podían ser consideradas como una «preparación evangélica». El «Manual del Monte Athos», cuyas fórmulas provienen ciertamente de la Edad Media, pide que el pintor represente, juntamente con los profetas, a Solón, Platón, Aristóteles, Tucídides, Plutarco, Sófocles. En dichas representaciones, cada uno de ellos despliega una filacteria sobre la que se lee una sentencia suya relacionada con el Dios desconocido. El Occidente fue mucho más parco en esta materia. Sin embargo algunos de aquellos personajes comparecen en las fachadas de las catedrales medievales. En Chartres, por ejemplo, Cicerón está esculpido a los pies de la Retórica, Aristóteles, bajo la Lógica, Pitágoras, bajo la Aritmética, y Ptolomeo, bajo la Astronomía. Asimismo no es infrecuente encontrar a la Sibila, por cuya boca habla toda la antigüedad, mostrando cómo hasta los mismos gentiles vislumbraron a Cristo. Mientras los profetas anunciaban el Mesías a los judíos, la Sibila predecía un Salvador a los gentiles, teste David cum Sybilla (cf. ibid., 336-340).
    Las obras de arte de carácter puramente histórico –figuras importantes de la historia profana– son raras en las catedrales. 8ólo se admitieron si tenían que ver con alguna gran victoria de la Iglesia. Y así encontramos, si bien en pocas ocasiones, las imágenes de Clodoveo, Carlomagno, Rolando o Godofredo de Bouillon (ibid., 356-357).
    El ciclo iconográfico de la historia de salvación se cierra con la representación del Juicio final, ubicada generalmente en la fachada de la catedral*. Según Mâle, el libro en que mejor pudo inspirarse, entre los que publicaron los teólogos de los siglos XII y XIII, es el que escribió Honorio de Autun, a comienzos del siglo XII, especie de catecismo dialogado que hizo público bajo el título de Elucidarium (PL 172, 1109-1176). La tercera parte de dicho libro está consagrada casi por entero al fin del mundo y al juicio de Dios. (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 371)**. En tales Juicios, bajo la imponente figura de Cristo, juez de la historia, se representan las escenas de la resurrección de los muertos, la victoria de los buenos y la condena de los malos. Suelen presenciar el acontecimiento los 24 ancianos del Apocalipsis***.
    *No deja de resultar interesante advertir la simbología que se oculta tras la manera que los medievales tenían de orientar sus catedrales, en relación con la historia de la salvación. Por lo general, las iglesias estaban construidas con el presbiterio mirando al este y la fachada al oeste. Esta prescripción parece ser de gran antigüedad, ya que se la encuentra en las Constituciones Apostólicas II, 57 (PG 1, 724). En el siglo XIII, Guillaume Durand la enuncia como una regla que no sufre excepción: «Las fundaciones, dice, deben estar dispuestas de manera que la cabeza de la iglesia pueda indicar exactamente el este, es decir, la parte del cielo donde el sol se levanta en la época de los equinoccios» (Ration. div. offic., libr, I, cap, 1). Así se hizo, de hecho, hasta el siglo XVI. Pero más allá del carácter preceptivo de la norma, queremos señalar la significación espiritual de los cuatro puntos cardinales. El este, siendo el lugar donde nace el sol, es el símbolo de Cristo, Sol oriens ex alto: allí se encuentra el presbiterio y mirando hacia allí se celebra el Santo Sacrificio de la Misa. El norte, donde se encuentra la regíón que se consideraba del frío y de la noche, era consagrado con preferencia al Antiguo Testamento. El sur, zona que recibe con más intensidad el calor del sol, zona de luz intensa, estaba especialmente dedicado al Nuevo Testamento. En el oeste se encontraba la fachada, casi siempre reservada a la representación del Juicio final; el sol, antes de acostarse, ilumina esa gran escena de la última tarde del mundo, la tarde de la resurrección de los muertos. Los doctores de la Edad Media, que tuvieron siempre el gusto de las malas etimologías, relacionaban «occidens» con «occidere»: el Occidente era para ellos la región de la muerte (cf. E, Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France… 5-6).
    **Al parecer, se debe también a Suger la representación en las iglesias de este tema, ya que el primer Juicio final que conocemos es el de la fachada de Saint-Denis. Luego vinieron los demás.
    ***A propósito de los ancianos del Apocalipsis, destaquemos la predilección de los artistas por las combinaciones simétricas. Dice E. Mâle que la simetría era considerada como la expresión sensible de una armonía misteriosa. Los artistas gustaban cotejar los doce patriarcas y los doce profetas del Antiguo Testamento con los doce Apóstoles del Nuevo. Frente a los cuatro grandes profetas, ponían los cuatro evangelistas. En Chartres, un vitral del transepto meridional, de un simbolismo audaz, muestra a los cuatro profetas Oseas, Ezequiel, Daniel y Jeremías, llevando sobre sus espaldas a los cuatro evangelistas. Hay que entender por ello que los evangelistas encuentran en los profetas su punto de apoyo, pero que ven más lejos que ellos. En lo que se refiere a nuestros 24 ancianos del Apocalipsis corresponden con frecuencia a los 12 profetas ya los 12 apóstoles reunidos (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France... 9).
    Desde el Antiguo Testamento al Juicio final: he aquí la Biblia de piedra puesta al alcance del pueblo cristiano. Es cierto que en la Edad Media los fieles no leyeron directamente la Sagrada Escritura, pero al conocerla a través de los comentarios que de ella hicieron los Padres y doctores de la Iglesia, la penetraron mucho mejor y más profundamente que el común de los cristianos de hoy. El Libro Sagrado llegaba hasta ellos no sólo por las lecturas de la liturgia y la palabra del sacerdote sino también por las obras de arte. Más aún, con frecuencia los sacerdotes explicaban en sus homilías el sentido espiritual y simbólico de dichas obras. Y los artistas, inspirados por los teólogos, fueron, ellos también, a su manera, comentadores de la Biblia.

    V. La luz y los colores de la catedral
    La escultura no fue la única de las artes que contribuyó a la educación del pueblo. También las que tienen que ver con el color ocuparon un papel de primer orden. Como ya lo hemos señalado anteriormente, al comienzo las catedrales no fueron blancas, pero tampoco de ese gris sobrio que instintivamente identificamos con las obras de larga data. La arquitectura de la Edad Media era polícroma. El color animaba a la catedral entera. La animaba en el interior, ante todo, donde la luz que entraba por los vitrales jugaba sobre los diversos tonos de la paleta, llenando de alegría los grandes espacios e incluso las estatuas y bajorrelieves que ornaban las diversas naves y que estaban generalmente pintados. Pero también el color invadió el exterior de las catedrales. Sabemos, por ejemplo, que en Notre-Dame de París, las estatuas del portal estaban coloreadas, destacándose sobre un fondo color oro. No hace mucho se realizaron en ella trabajos de limpieza que permitieron descubrir numerosas huellas de dicha pintura. Un prelado armenio que visitó París a fines del siglo XIII dijo que la fachada de Notre-Dame parecía ser una espléndida página de un manuscrito iluminado, deslumbrante de púrpura, azul y oro.
    Es que el hombre medieval amaba los colores, no sólo en la catedral sino también en su vida diaria. Los estudiosos de las costumbres medievales han quedado impresionados por el colorido de las vestimentas. Caminar por las calles o por el campo debía ser entonces un espectáculo para los ojos. Sobre el telón de fondo de las fachadas profusamente pintadas, pasearían todas esas personas, hombres y mujeres, vestidas de colores vivos, los clérigos con su ropa negra, los hermanos mendicantes con sus hábitos grises. Dice R. Pernoud que en la actualidad se nos hace difícil imaginar semejante profusión de colores, sólo encontrable en raras ocasiones, como en Inglaterra hasta no hace tanto tiempo, con motivo del matrimonio de un príncipe o de la coronación de un rey, o en algunas ceremonias eclesiásticas que se desarrollan en el Vaticano. Y conste que lo que referimos de la Edad Media no se restringe sólo a los vestidos de gala, ya que incluso los campesinos más simples vestían con ropas claras, rojas, azules. La Edad Media parece haber tenido horror de los tintes sombríos. Todo lo que de ella ha llegado hasta nosotros: frescos, miniaturas, tapices, vitrales, da testimonio de esa riqueza de colorido tan característico de la época (cf. Lumière du Moyen Âge... 235-236).
    Algo de ello me parece haber podido vislumbrar hace pocos años, estando en Orvieto. Se celebraba allí el día aniversario del milagro de Bolsena, y con ese motivo desfilaron frente a la catedral, pletórica de color, las diversas corporaciones de la ciudad, con atuendos de la época medieval. Una verdadera fiesta de luz y de color. Algo semejante experimenté asistiendo a la deslumbrante y tradicional fiesta del Palio, que anualmente se celebra en Siena.
    Volvamos a la catedral y entremos en ella. Sobre el mismo suelo, el piso pone una nota colorida, con sus baldosas rojas o amarillentas, en las que se dibujan rosetones, figuras de animales, representaciones históricas o bustos humanos, cuando no se trata solamente de un decorado ornamental y geométrico. Según algunos estudiosos, habría sido el tapiz oriental, que se solía extender en el suelo, el modelo elegido para la confección de los mosaicos que cubrieron el piso del santuario. Nada más natural, ya que el mosaico era también una especie de tapiz, sólo que más resistente que el de tela. Tal sería el origen de los pisos de las catedrales en la época románica (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 346). Entre ellos se destacan por su gracia y colorido los famosos pavimentos de mosaicos con incrustaciones que pueden todavía verse en tantas iglesias románicas de Roma, llamados «cosmatescos», porque sus autores pertenecían a la familia romana de los Cosmati.
    Otro espacio que recibió color, al menos durante toda la época románica, fue el ocupado por las paredes y el presbiterio de la catedral, amplias superficies que se prestaban para el decorado. El descubrimiento de los tesoros del fresco románico es de reciente data, pero ha suscitado un coro de alabanzas por su belleza y lozanía. Se han encontrado muchas obras maestras de dicha pintura casi en todas aquellas regiones a donde se extendió la arquitectura románica, tanto en San Clemente de Roma como en la catedral de Aquileia, el baptisterio de Poitiers, o las pequeñas capillas de Cataluña*. Los temas predileccionados por los pintores románicos eran, poco más o menos, los mismos que eligieron los escultores. A la Biblia de piedra se agregó así una Biblia de color .
    *Los frescos del románico catalán que estaban en los muros de esas capillas, han sido desprendidos de los mismos y se encuentran ahora en los museos románicos de Barcelona y de Vich. La belleza de los mismos es estremecedora.
    En la época gótica, a causa de las transformaciones arquitectónicas que dicho estilo trajo consigo, como la casi total desaparición de los muros y la nueva distribución de las bóvedas, la pintura perdió su lugar predominante a favor de los vitrales que hicieron entonces su aparición.
    Señala Daniel-Rops que la persistencia del románico en Italia, así como las formas tan peculiares que asumió el gótico en dicho país, tuvieron como resultado mantener en la iglesia vastas superficies de muros. El fresco, que el gótico francés descartaba a favor del vitral, no tenía, pues, razón para desaparecer en aquella región. La pintura mural italiana se inspiró no poco en modelos bizantinos, como lo hicieron, y cuán gloriosamente, Cimabue y Cavallini en el siglo XIII. Pero fue sin duda Giotto quien llevó ese arte a su plenitud. Hijo espiritual de S. Francisco, logró transfundir el ímpetu místico del Poverello en su admirable pintura, tal cual puede admirarse en la basílica de Asís o en la capilla de la Arena de Padua. Giotto expresó así, a su manera, en el plano de la pintura, lo mismo que se habían propuesto los arquitectos y los escultores de las catedrales (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 475-483).
    El gran medio que encontró el hombre gótico para emplear el color fue, por encima de todo, el vitral. Mâle sostiene que también el origen de éste debe ser buscado en la imitación de los tejidos orientales. En la Edad Media se acostumbraba cubrir las ventanas con una tela o tejido. Si con la imaginación tendemos un tejido de Oriente sobre la ventana de una iglesia románica, tendremos la ilusión de un vitral. De hecho, uno de los vitrales más antiguos que han llegado hasta nosotros, representa una serie de grifos (animales fabulosos del Oriente) incluidos en círculos, adorno típicamente oriental. Y así no sería extraño que los bellos tejidos bizantinos que encerraban escenas del Evangelio en un círculo, inspiraran a los artistas góticos para que ellos, a su vez, representasen en sus vitrales algunos hechos de la historia sagrada (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 345).
    La implantación de los vitrales constituyó el broche de oro de las catedrales góticas, lo que le dio su impronta convincente y recogida. Bien dice Daniel-Rops que si a una de esas iglesias se le quitasen los vitrales, quedaría una impresión de desnudez y de sequedad, o mejor, de viudez.
    Los vitrales nos parecen hoy algo simple y elemental. Pero su confección suponía un trabajo sumamente arduo y delicado, que exigía dibujantes, fundido res de plomo, talladores de vidrio, y otros artistas anónimos. No es el vitral, como algunos podrían creer, una pintura sobre vidrio, sino una pintura hecha con vidrios, que han sido previamente coloreados e incluidos en una red de plomo. Había que fundir el vidrio, teñirlo, luego cortarlo con hierro candente para finalmente montarlo en grandes «cartones» preparados de antemano.
    El arte del vitral se agregó de este modo a los ya existentes, tomando parte con ellos en la gran sinfonía contemplativa y mistérica de la catedral. Así como la arquitectura y la escultura expresaron lo que los Padres de la Iglesia, los teólogos y los escrituristas habían dicho acerca de las verdades de nuestra fe, de manera semejante lo hacía ahora este nuevo arte. El conjunto de los vitrales que iluminan la Sainte-Chapelle –once vidrieras inmensas, que sustituyen casi totalmente al muro, algunas de las cuales cuentan con cien paneles–, construida por orden de S. Luis, constituye una ilustración completa de los diferentes libros que componen la Biblia, desde el Génesis hasta los Profetas; a la manera de las miniaturas, es quizás la más admirable de las Biblias historiadas. En otras iglesias góticas encontramos, más allá de la mera acumulación de historias bíblicas al estilo de la Sainte-Chapelle, un intento por establecer las concordancias de los dos testamentos. Con frecuencia nos ofrecen el hecho evangélico en un medallón central, mientras que los medallones adyacentes muestran sus figuras veterotestamentarias. En este intento se destaca, una vez más, la catedral de Chartres con sus espléndidos vitrales. Chartres es la concreción misma de la Edad Media hecha color.
    Pongamos un ejemplo concreto del modo como los vitrales ilustran las perícopas evangélicas: el del vitral de la catedral de Sens que representa la parábola del buen samaritano. Tres medallones en forma de rombo, que se destacan muy nítidamente en medio de la composición, contienen el relato del Evangelio. Alrededor de los mismos, se agrupan medallones circulares, que ofrecen el sentido tipológico, la glosa agregada al texto. Así, en torno al primer medallón, que representa al viajero cuando es despojado por los ladrones, se ve la creación de nuestros primeros padres, el pecado original y la expulsión del paraíso. Alrededor del segundo medallón, que nos muestra al viajero tirado en el suelo entre el sacerdote y el levita indiferentes, se ven diversas escenas: Moisés y Aarón ante el Faraón, Moisés recibiendo la ley de Dios, la serpiente de bronce, y finalmente el becerro de oro, en una palabra, la insuficiencia de la Ley Antigua. Finalmente, en torno al tercer medallón, que representa al buen samaritano conduciendo al herido a la hostería, se ve la condenación de Nuestro Señor, su pasión, muerte y resurrección. ¿Es posible expresar más claramente la significación global de la parábola a la luz de todo un conjunto de correspondencias e ideas concertadas?
    Encontramos asimismo en los vitrales numerosas escenas de la vida de los santos. El pueblo no se cansaba de ver en una u otra forma a sus protectores espirituales, ni tampoco de oír hablar de ellos, sea a través de tantos poemas hagiográficos en lengua vulgar, sea de los dramas populares, sermones, y sobre todo «leyendas áureas», que se leían públicamente en las catedrales (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 274-275). No siempre estos vitrales eran inteligibles con facilidad, máxime que a veces se encuentran a gran altura, lejos de la vista; sin embargo, más allá del bosque de anécdotas, lo que quedaba en pie era la ejemplaridad del santo que resplandecía en el tornasol de aquellos maravillosos encuadramientos.
    ¿Quién era el que encargaba los vitrales? A veces, un donante generoso. Se sabe, por ejemplo, que S. Luis ofreció a la catedral de Chartres un vitral que representaba a S. Denis, el protector de la monarquía francesa, cuando era entregado a los leones; S. Fernando de Castilla donó a esa misma catedral un vitral consagrado a Santiago, el Matamoros. Más frecuentemente era una corporación la que ofrecía el vitral. En Chartres, 19 gremios dedicaron, por sí solos, 47 vitrales. Cuenta Daniel-Rops que en París, incluso la «corporación» de las prostitutas suplicó al obispo que la autorizase a ofrecer un vitral o un cáliz, lo que al fin acabó por aceptar el moralista que recibió el encargo de examinar este espinoso asunto, con tal de que aquel ofrecimiento se hiciera discretamente!
    Junto a las vidrieras «historiadas» aparecieron otras, de lectura más sencilla, consagradas enteramente a una sola figura o a un grupo determinado: Cristo, la Virgen, los Profetas, los Apóstoles. Toda una multitud, semejante a la que montaba guardia en los pórticos, se agolpó así en los ventanales de las naves, para entonar también desde allí otro coro de plegarias. Espectáculo realmente sobrecogedor.
    Integra también el campo del arte del color lo que se dio en llamar la iluminación de los libros. Es conocida la imagen del monje copista, inclinado durante horas sobre su escritorio, caligrafiando e ilustrando las páginas de un Salterio o de un Evangelio. Apenas es posible imaginar el tiempo que se necesitaba para realizar semejantes obras. «El color de las miniaturas –escribe Daniel-Rops–, dispuesto por capas sucesivas, después de haberse secado cada una de ellas, exigía para el más ínfimo detalle semanas de espera. Pero como los copistas pusieron el tiempo en su juego, lo tuvieron también a su servicio, y así, con el brillo de sus oros, de sus luminosos azules, de sus púrpuras y de sus profundos violetas, estos artistas de los manuscritos nos presentan todavía su obra con la intacta perfección de una juventud eterna» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 375).
    En estas iluminaciones, al igual que en las esculturas y en los vitrales, se advierte un dato curioso y es que los hechos elegidos del Evangelio son siempre los mismos –escenas de la Infancia y de la Pasión del Señor, sobre todo–, mientras que muchos otros parecen haber sido dejados sistemáticamente de lado, por ejemplo escenas de la vida pública de Cristo. Es que aquellos artistas, incluidos los autores de miniaturas, que al ilustrar un libro pareciera que hubiesen podido gozar de una libertad mayor que el que esculpe una estatua, fueron intérpretes dóciles de los teólogos. Lo que determinó la elección de talo cual tema de la vida de Jesús fue principalmente el culto, los misterios que la Iglesia celebra siempre de nuevo en el curso del año litúrgico, los misterios de Navidad, Cuaresma, Muerte y Resurrección del Señor, Ascensión y Pentecostés, así como los orientales representan en sus iconostasios las quince grandes fiestas de la Iglesia del Oriente (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 180-182). Este autor ha destacado el «carácter profundamente dogmático del arte de la Edad Media, que es la liturgia misma y la teología hechas visibles» (ibid., 187).
    A modo de apéndice, digamos algo sobre una notable contribución de la Edad Media: la escritura gótica. El nuevo estilo que los constructores inmortalizaron en la piedra fue suscitando también la aparición de un nuevo tipo de letra. Cuando se hojea uno cualquiera de los Libros de las Horas, que pululaban en el siglo XIII, y se atiende sobre todo a los caracteres del texto, uno tiene la impresión de que está mirando a través de una serie de ventanales góticos; la eliminación de los trazos redondos, revela la misma tendencia a lo vertical que se advierte en una capilla gótica. Parecería que la página escrita hubiera de contemplarse, no leerse. A su manera, es un ejemplo tan logrado del arte gótico como lo es Chartres. Este tipo de escritura tuvo vigencia en toda la Cristiandad desde 1200 a 1500 (Para este capítulo cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 465-483).

    VI. La música en la catedral
    La catedral palpitaba con toda su fuerza mistérica durante la celebración de la sagrada liturgia, en que la música ocupaba un lugar relevante. La música como arte liberal, cuya enseñanza integraba el quadrivium, se derivaba en cierta manera del ambiente sonoro que inundaba las catedrales circundando a los misterios. Siglos atrás, S. Agustín había escrito un breve tratado sobre la música (cf. PL 32, 1081-1194), donde ampliando la acepción restringida de la palabra, la relacionaba con los sentidos, las emociones, la inteligencia y la plegaria, fundando así una manera de vivir. Inspiróse probablemente en Platón, quien exhortaba a «vivir musicalmente», como decía.
    La música es armonía. Y la Edad Media fue una época armónica y buscadora de armonías. Mâle escribe que los hombres de aquella época gozaban encontrando armonías, sobre todo en base a los números. Relacionaban los cuatro elementos con los cuatro puntos cardinales (simbolizados por los cuatro ríos del Paraíso), los cuatro vientos, las cuatro estaciones, las cuatro edades de la vida, los cuatro humores del cuerpo, las cuatro virtudes cardinales. Las tres ciencias del trivium, sumadas a las cuatro del quadrivium, daban el número siete, que es la cifra de los planetas, pero también la de los tonos de la música gregoriana, expresión de la armonía universal, ya que el mundo es música.
    En un Salterio del siglo XIII, que se encuentra en la Biblioteca de Metz, una miniatura muestra al rey David, con la lira en sus manos, entre cuatro imágenes que representan los diversos elementos: el aire, el agua, la tierra y el fuego. El rey-poeta, que tanto encomió la Sabiduría ordenadora y las maravillas de la obra divina, aparece, en medio de los elementos, cual intérprete y corifeo de la sinfonía cósmica. En la Edad Media, David fue considerado frecuentemente como imagen de la música. El canto que acá entona en su lira es el eco del himno sublime que brota del mundo.
    En la iglesia de Cluny, desgraciadamente desaparecida, había en torno al coro varias espléndidas columnas de mármol cuyos capiteles representaban las estaciones, las virtudes, las ciencias... Felizmente subsisten dos de esos capiteles, esculpidos por los cuatro lados, que nos dan la clave simbólica del conjunto. Representan los ocho tonos de la música gregoriana (contando de re a re), cada uno de ellos personificado por un hombre o una mujer que lleva un instrumento musical. Estos ocho tonos, donde se encuentra dos veces el número cuatro, tan rico en significaciones, como acabamos de decir, expresan las armonías del hombre y de la tierra, pero manifiestan también, puesto que nos dan la cifra de los planetas (incluido el sol) , la armonía del universo. Si hubiese llegado hasta nosotros la serie completa de los capiteles de Cluny, tendríamos una explicación del sistema del mundo por la música. No es éste, a la verdad, un concepto mezquino del cosmos. Era el que enseñaban las escuelas neo-pitagóricas de la antigüedad, que no divorciaron jamás la ciencia de la poesía, juzgando que la verdad es inencontrable sin la ayuda de las Musas. No fue sin razón, pues, que los monjes de Cluny hicieron esculpir en torno al santuario aquel compendio de la filosofía del mundo. La armonía viril de su canto llano, cuando colmaba la inmensa iglesia, debía impresionarles como la suprema expresión sinfónica de la armonía natural y sobrenatural (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 317-321).
    Según se habrá podido advertir, para el hombre medieval la música era inescindible de la armonía, y ésta del ritmo, y por ende, del número. Hoy nos cuesta entender la importancia que la Edad Media atribuyó a los números ya su simbología. Junto a las cifras tres y cuatro, privilegió otros dos números, el doce y el siete. Doce es la cifra de la Iglesia universal, decían, y Jesús quiso, por razones trascendentes, que sus discípulos fuesen doce. Doce, en efecto, es el producto de tres por cuatro. Ahora bien, el número tres, que es el de la Trinidad, y, por tanto, del alma, hecha a imagen de la Trinidad, designa a todas las cosas espirituales. Cuatro, que es la cifra de los elementos, es –el símbolo de las cosas materiales, del cuerpo, del mundo, que resultan de la combinación de los cuatro elementos. Multiplicar tres por cuatro es, en sentido místico, penetrar la materia de espíritu, anunciar al mundo las verdades de la fe, establecer la Iglesia universal de que los apóstoles son el símbolo.
    En cuanto al número siete, que los Padres habían declarado misterioso entre todos, hacía los encantos del pensador medieval. Notaban, ante todo, que siete, compuesto de cuatro, cifra del cuerpo, y de tres, cifra del alma, es el número humano por excelencia, significando la unión del cuerpo y del alma. Todo lo que se relaciona con el hombre está ordenado por series de siete. La vida humana se divide en siete edades, cada una de las cuales tiene especial relación con la práctica de una de las siete virtudes, teologales y cardinales. Obtenemos la gracia necesaria para –el ejercicio de las siete virtudes dirigiendo a Dios las siete peticiones del Padrenuestro. Los siete sacramentos nos sostienen en la práctica de las siete virtudes y nos impiden sucumbir a los siete pecados capitales. Los siete planetas gobiernan el destino humano; cada una de las siete edades de la vida está bajo la influencia de uno de ellos. Pues bien, esta noble sinfonía del hombre y el mundo, este noble concierto que dan a Dios durará siete períodos de los cuales seis ya han transcurrido. Al crear el mundo en siete días, Dios quiso darnos la clave de todos estos misterios. La Iglesia, por su parte, celebra la sublimidad de los designios del Creador cantando siete veces por día sus alabanzas en las horas del Oficio divino (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 9-11).
    Nos hemos referido a la música gregoriana, también llamada «canto llano», la música más congruente con la catedral medieval. No podemos alargarnos en exaltar acá la belleza, profundidad y sacralidad de dicho tipo de música*. Por algo dijo Mozart, una de las figuras supremas de la música universal: «Yo daría toda mi obra por haber escrito la melodía gregoriana del prefacio de la misa». Rodin ha admirado la integración de esta música en el espacio catedralicio: «Los acentos saltan para unirse musicalmente a la bóveda arquitectónica. La música y la arquitectura se encuentran, se entrecruzan, se juntan en elegantes melodías... Las voces se mueren de piedad. Sílabas latinas, lengua amada» (Las Catedrales de Francia... 230-231).
    *Lo hemos hecho, si bien sucintamente, en nuestro ensayo La música sagrada en el proceso de desacralización, en «Mikael» 9 (1975) 29-64. Si se quiere algo más extenso se leerá con provecho la excelente obra de A. Charlier, El canto gregoriano, Areté, Buenos Aires, 1970.
    Y en otro lugar: «La música religiosa, hermana gemela de esta arquitectura, termina de desvanecer mi alma y mi inteligencia. Después se calla; pero por largo tiempo sigue vibrando aún en mi, ayudándome a penetrar en la vida profunda de toda esa belleza que no cesa de renovarse, que se transforma según los puntos desde los cuales se la contempla; desplazaos un metro o dos, y todo cambia; sin embargo, el orden general persiste, como la varía unidad de un hermoso día. Las antífonas y responsorios gregorianos tienen también este carácter de grandeza única y diversa; modulan el silencio como el arte gótico modela la sombra» (ibid., 190).
    Por cierto que la música medieval no es reductible a la sola música litúrgica. Pero lo que hemos querido señalar es el influjo de ésta en aquélla. Ya que nuestra tesis es que de la catedral se deriva todo el orden cultural de la Edad Media. No sería demasiado difícil establecer la continuidad entre la música de la catedral y la música de los trovadores y juglares. Pero ello excedería el tiempo de que disponemos.

    VII. El teatro a partir de la catedral
    Sostiene Cohen que fue la fe la que preparó el nacimiento del primer teatro medieval, el teatro religioso, una de las manifestaciones más importantes de la actividad artística de la Edad Media. Desde hacía siglos, la noción de teatro había desaparecido por completo. La gente ya no tenía ni idea de la tragedia griega, de los escenarios, de los coros, de la orquesta... Sin embargo, un pueblo no puede vivir sin expresar su interioridad en el teatro, como la expresa en ritos, en gestos y en cantos. El hecho es que el drama reaparecería en la historia a partir del siglo XI. Un poco antes, en la segunda mitad del siglo X, se había llevado a cabo un ensayo inaugural organizado por los clérigos en base a los dos principales acontecimientos conmemorados en el culto, la Resurrección y la Navidad (cf. La gran claridad de la Edad Media... 66-67). Los preparativos cuajaron en el siglo XII, el gran siglo teológico, cuando el arte y el drama estuvieron íntimamente ligados a la liturgia (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 132). El pueblo que se animó a transformar el Evangelio en escultura creó simultáneamente el drama: el mismo genio dio nacimiento al arte plástico y al teatro (cf. ibid., 137).
    En sus libros sobre el arte religioso, Emile Mâle ha expuesto el origen y el desarrollo del teatro en la Edad Media. Una vez más, apelaremos a su análisis. El drama litúrgico, nos dice, el primero en ver la luz, no fue en sus comienzos sino una de las formas de la liturgia. No en vano la Misa, que es el acto culminante del culto, reproduce, bajo formas sobrias y veladas, el drama del Calvario. Según el rito antiguo de la iglesia de Lyon, el sacerdote, después de la elevación, permanecía con los brazos extendidos, mostrándose como la imagen misma de Cristo clavado en cruz. El domingo de Ramos, la Pasión era leída o cantada por algunos recitantes, ya la voz grave de Cristo respondía la voz aguda de los judíos. Durante la Semana Santa, en el oficio de Tinieblas, uno de los ministros asistentes iba apagando, uno tras otro, los cirios del tenebrario; el abandono de Cristo se volvía así sensible a los ojos y al corazón; cuando no quedaba más que un cirio encendido, se lo escondía bajo el altar, imitándose la deposición de Cristo en la tumba, y un gran alboroto, previsto por el ritual, resonaba en la iglesia sumersa en la noche; el mundo, abandonado de Dios, parecía volver al caos; de repente, el cirio supérstite reaparecía, Cristo volvía a hacer su ingreso en el mundo después de haber vencido a la muerte.
    Resulta natural que el poderoso genio que resplandece en los rituales de la Iglesia haya pronto dado nacimiento al drama. Como señalamos recién, fue a fines del siglo X que apareció el más antiguo de los dramas litúrgicos, el drama de la Resurrección. En el «Libro de las costumbres», que S. Dunstan escribió en 967 para los monasterios ingleses, la ceremonia es descrita en todos sus detalles.
    Comenzaba el viernes santo. Ese día, después de haberse venerado la cruz, se la envolvía en un velo, que representaba los lienzos de Cristo, como si la cruz fuese el Salvador mismo, y se la llevaba solemnemente hasta el altar, donde se había preparado «una imitación de la tumba de Cristo»; allí se deponía la cruz, y en ese lugar permanecía hasta la mañana de Pascua. Antes del primer sonido de las campanas, se la retiraba sigilosamente, no dejándose sino el velo en el sepulcro. Entonces comenzaba la Misa de Pascua, y al llegar el momento del evangelio se ponía en acción lo que en él se proclamaba: un monje, revestido Con alba blanca, se sentaba, como el ángel, cerca de la tumba; otros tres monjes, envueltos en largos mantos que los asemejaban a mujeres, avanzaban lentamente y como titubeando, con el incensario en la mano. «¿Qué buscáis?», les preguntaba el que hacía de ángel, Con voz apacible. «A Jesús de Nazaret», respondían las santas mujeres. «El que buscáis no está acá. Ha resucitado. Venid y ved el lugar en donde había sido puesto el Señor». Mostraba entonces que en el sitio donde la cruz había estado depositada no quedaba más que un lienzo. Entonces, las santas mujeres, tomando el velo y levantándolo delante de todos cantaban con alegría: «El Señor ha resucitado». Los fieles entonaban un himno triunfal, y las campanas se echaban a vuelo... Este pequeño drama de Pascua se extendió a muchas iglesias, recibiendo a veces agregados diversos; por ejemplo, en algunas partes se hacía que las mujeres comprasen perfumes, insertándose un diálogo entre las tres Marías y los mercaderes de aromas.
    Partiendo de estos concisos tramos de liturgia dialogada, se fueron escenificando algunas de las apariciones de Cristo resucitado. Y así, en el siglo XII, durante la semana de Pascua, generalmente en las vísperas del martes, se comenzó a representar el encuentro de Cristo y los peregrinos de Emaús. Dos viajeros avanzaban, con el gorro en la cabeza y un bastón en la mano, mientras cantaban con voz tenue: «Jesús, nuestra redención, nuestro amor, nuestro deseo». Entonces aparecía Cristo bajo el aspecto de un peregrino, llevando en la mano un bastón y un zurrón en la espalda. Los viajeros no lo reconocían, y entablaban una conversación con él sobre los hechos que acababan de suceder en Jerusalén, la condenación y la muerte de Cristo. El peregrino no parecía sorprendido: «Los profetas –les decía– anunciaron que Cristo debía sufrir para entrar en la gloria». Tras un rato de conversación, llegaban hasta una mesa ya preparada, y allí se sentaban; Cristo rompía el pan, mientras decía: «Os dejo este pan, os doy mi paz». Luego desaparecía. Sólo allí los viajeros adivinaban quién era ese forastero; lo buscaban, pero en vano. Entonces se volvían a poner en camino diciendo: «¿Acaso nuestro corazón no ardía en nuestro pecho mientras él hablaba?».
    Este drama influyó sobre el arte iconográfico. Un bajorrelieve del claustro de Silos nos muestra a Cristo como peregrino, con el signo de Santiago sobre el hombro, entre los discípulos de Emaús. Se reconoce allí el vestuario del drama litúrgico.
    Es, pues, de la fiesta de Pascua, la solemnidad central del año cristiano, de donde surgió el drama litúrgico. La actual secuencia de Pascua, Victimæ paschali laudes, con su diálogo entre el ángel y las mujeres, es un apretado recuerdo de aquel drama. Pero no pasó mucho tiempo sin que la fiesta de Navidad, que tantas resonancias suscita en la imaginación, tuviese también sus propias representaciones. La materia era abundante: el anuncio a los pastores, la adoración de los magos, la muerte de los inocentes, la huida a Egipto. Si los dramas de Pascua se destacaban por su carácter triunfal, éstos se distinguirían por el encanto que suele rodear a la infancia. Uno de ellos se representaba el día de Reyes, y otro la mañana misma de Navidad.
    El primero tenía lugar durante la misa de Epifanía. Tres personajes coronados, con vestidos de seda, avanzaban por la nave central de la iglesia. Eran los Magos. Caminaban con paso grave, llevando cofres de oro, precedidos por una estrella suspendida de un hilo. Uno de ellos señalaba la estrella a sus compañeros: «Este signo anuncia un rey», decía. Luego, acercándose al altar, donde según parece se solía poner una imagen de la Virgen con el Niño en sus rodillas, ofrecían sus presentes, oro, incienso y mirra. La acción pasó también al arte. En el pórtico de San Trófimo de Arlés, un bajorrelieve representa una escena casi idéntica: el primero de los Magos se arrodilla ante la Virgen, el segundo, volviéndose hacia el que lo sigue, le muestra con el dedo la estrella, y el tercero, levantando la mano, expresa su admiración.
    La otra escenificación se llevaba a cabo, como dijimos, en la mañana de Navidad. Dicho día se acostumbraba leer en algunas iglesias un sermón atribuido a S. Agustín, donde en forma viva y dramática el obispo de Hipona se esforzaba por convencer a los judíos recalcitrantes, recurriendo al testimonio mismo de la Biblia. «A vosotros, Judíos, os convoco acá –exclamaba–, a vosotros que hasta este día habéis negado al Hijo de Dios... Queréis un testimonio sobre Cristo; ¿acaso no está escrito en vuestra Ley que cuando dos hombres dan el mismo testimonio dicen la verdad? Pues bien, que avancen los hombres de vuestra Ley, y habrá más de dos para convenceros. Dinos, Isaías, tu testimonio sobre Cristo».
    –Isaías. He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo y su nombre será Emmanuel.
    «Que se adelante otro testigo. Jeremías, da tu testimonio sobre Cristo».
    –Jeremías. Éste es Dios y no hay otro fuera de él. Después de esto fue visto en la tierra y convivió con los hombres.
    «Ya tenemos dos testigos, pero llamemos a otros para romper la frente dura de nuestros enemigos». Y el autor evocaba sucesivamente a Daniel, David, Habacuc, Simeón, Isabel, Juan Bautista...
    «¡Oh Judíos –retomaba el orador–, ¿no os bastan estos grandes testigos de vuestra Ley, de vuestra raza?
    ¿Diréis que serían necesarios testimonios sobre Cristo de otras naciones? ¡Y qué! Cuando Virgilio, el más elocuente de los poetas, decía: Ya del alto cielo desciende la nueva progenie, ¿acaso no hablaba de Cristo?». Y el predicador tomaba de los Gentiles dos testimonios más, el de Nabucodonosor, que habiendo hecho arrojar en el horno a tres jóvenes advirtió que eran cuatro: ¿No hemos echado nosotros al fuego a tres hombres ? Pues yo estoy viendo cuatro hombres, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de Dios; y el de la Sibila, que pronunciaba sus famosos versos acrósticos sobre el Juicio final: Signo del juicio: la tierra se humedece por el sudor, del cielo vendrá el rey que perdurará por siglos.
    «Oh Judíos –concluía el orador–, creo que estáis abrumados por tantos testigos, y que, en adelante, no tendréis nada que invocar, nada que responder».
    A partir de este patético sermón, la Edad Media elaboró un verdadero drama. Primero se lo recitó en varios lugares, como se leía la Pasión el día de Ramos, luego se lo escenificó, como se representaba la visita de las santas mujeres a la tumba, o la adoración de los magos. Uno tras otro, los profetas eran llamados a comparecer ante los gentiles y los judíos: ellos avanzaban y entonaban su respuesta... Luego que los profetas, Nabucodonosor y la Sibila habían pasado, se veía aparecer a Balaam montado sobre su asna, anunciando que una estrella saldría de Jacob. Y así el asno hizo su entrada en la iglesia. En la fachada de Notre-Dame la Grande, de Poitiers, se observan cuatro personajes con filacterias, que recuerdan el sermón de S. Agustín.
    Aparte de los temas pascuales y navideños, el teatro religioso buscó otros asuntos, por ejemplo, la parábola de las vírgenes prudentes y necias, cuya escenificación debió ser impresionante. Se la empezó a representar en las iglesias románicas. El templo estaba en penumbras. Sólo brillaban las cinco lámparas de las vírgenes prudentes. En vano las vírgenes necias pedían un poco de aceite a sus compañeras, en vano iban al que lo vendía. Era tarde. Caminaban lentamente, repitiendo un triste lamento: «Dolentas! Chaitivas! Trop i avem dormit!». Pero, sin embargo, todavía no habían perdido la esperanza, suplicando al esposo que les abriera la puerta. Al fin éste aparecía: «No os conozco», les decía. «Ya que no tenéis luces alejaos del umbral... » Venían los demonios y las llevaban a las tinieblas. También este drama pasó a los bajorrelieves, donde se ve a las vírgenes necias con las lámparas boca abajo, derramando el aceite (Puede encontrarse un análisis detallado de los diversos dramas en E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 125-148).
    Parece innecesario decir que fueron los clérigos, familiarizados con la lengua vulgar y también con el latín, quienes están en el origen de las primeras expresiones del teatro medieval, el drama y los misterios litúrgicos. Del interior de la iglesia, las representaciones fueron saliendo al atrio del templo, desplegándose allí con mayor amplitud diversas escenas de la Escritura. Todo aquello entusiasmaba al pueblo sencillo, que durante horas seguía con creciente interés aquellos episodios que ya conocían. Cada personaje tenía ropaje peculiar y atuendos convencionales. Se sabía que Cristo debía llevar barba y vestido rojo; que Moisés había de tener cuernos en su frente; los Reyes Magos se mostraban con vestimentas pintorescas, al estilo de los persas; para representar a la burra de Balaam se recurría a un ardid: dos hombres se escondían bajo una piel de animal, lo cual permitía que en su momento la burra pronunciase su profecía; Zaqueo, el de baja estatura, debía subirse a un árbol para ver pasar a Jesús, lo que provocaba hilaridad general; en cambio, cuando Cristo expiraba sobre la cruz, la gente contenía su aliento (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 83). El hecho es que, como afirma Cohen, «se creó un teatro religioso tan augusto y tan vigoroso como la tragedia griega» (La gran claridad de la Edad Media... 74).
    En el siglo XIII comenzó a desarrollarse el teatro profano, si bien el teatro religioso siguió conservando el primer lugar. Y mantuvo vigencia por bastante tiempo ya que, aun durante el siglo XV, en muchas partes había compañías que escenificaban, de año en año, el mismo misterio sagrado. La pasión de Oberammergau, que se sigue representando hasta nuestros días, es una forma muy auténtica de esta tradición medieval. Preparada con minuciosidad, se convirtió en una obra colectiva en la cual participaba toda la ciudad y que, como hoy, atraía espectadores desde sitios lejanos.
    Los actores, exclusivamente varones, provenían de todos los estamentos de la sociedad, incluido el eclesiástico. Los días en que tenían lugar aquellas representaciones, se cerraban todos los negocios, y la gente se agolpaba para ver pasar a los actores en procesión hacia la plaza mayor donde se había construido un gran escenario, a veces de cien metros de ancho, con varios escenarios menores, según el método teatral de la escenificación simultánea. «Nunca, después de la Edad Media –escribe d‘Haucourt–, el teatro volvió a tomar ese carácter que tenía en los tiempos de los griegos, de arte para todos, de arte donde un pueblo entero, desde el pequeño hasta el más grande, desde el simple hasta el sabio, podía comulgar en una misma celebración grandiosa. El Renacimiento habría de separar a la “élite” del pueblo, mientras que la Edad Media había llevado a escena los grandes problemas del destino humano, encarnados en una historia conocida, cruda y comprendida por cada uno, y que constituía la base misma de la civilización; de ahí la perfecta integración de los actores y el público, y su profunda resonancia en el corazón de todos» (La vida en la Edad Media... 57-59).
    De manera semejante a la música, el teatro, que nació en y de la catedral, fue adquiriendo autonomía, aunque sin perder del todo su raigambre sacral, siendo practicado a menudo en las escuelas y en las universidades, con fines educativos.
    Señala R. Pernoud que la palabra «geste» fue una de las palabras claves de la Edad Media. «Geste», en francés, significa a la vez gesto y hazaña. El juego de palabras hace referencia tanto al gesto teatral como a las hazañas medievales recogidas en las «Canciones de Gesta» (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 102, nota 19).

    VIII. La literatura en relación con la catedral
    También la literatura nació en buena parte del ambiente de los misterios hasta que llegó a adquirir consistencia propia.
    1. De la literatura en latín a la literatura en lenguas romances
    Desde el gran poeta hispano, Prudencio, de la época patrística, cantor apasionado de las gestas de los mártires, hasta los poetas medievales, hay una serie no interrumpida de escritores en lengua latina cuyas composiciones alcanzaron un grado excelso de belleza. Destaquemos los himnos Vexilla Regis prodeunt, Veni Creator Spiritus, y sobre todo las secuencias Victimæ paschali laudes, o Veni Sancte Spiritus. Si ya no podemos atribuir a S. Bernardo, como antes se creía, el encantador Iesu, dulcis memoria, no por eso vale menos. Recordemos también el conmovedor Stabat Mater, de Jacopone, el Dies iræ, de Tomás de Celano, verdaderas perlas de la poesía medieval. Y qué decir de las composiciones de Sto. Tomás para el oficio de Corpus Christi: la secuencia Lauda Sion Salvatorem y los himnos Pange lingua, Sacris solemnis, Verbum supernum, así como ello Adoro te devote, donde la teología se desposa con la poesía.
    El catálogo es inacabable. Pero mientras florecía la poesía religiosa, otros autores, a veces incluso clérigos, se dedicaban a expresar, en versos latinos, el fondo mundano y sensual que emanaba del viejo paganismo, exaltando los placeres de la vida, el amor sin control y la bebida, sin obviar la burla, aun de lo más santo. Era la literatura llamada «goliarda», a que aludimos en una conferencia anterior. El nombre de «Golías» viene probablemente del gigante Goliat, considerado a menudo como la encarnación del demonio. Entre otras obras de este género, ha llegado hasta nosotros una colección de poesías de clérigos vagabundos, proveniente de un monasterio de benedictinos bávaros, conocida con el nombre de Carmina Burana, a la que no hace mucho puso música el compositor alemán Carl Orff (cf. G. Schnürer, L’Eglise et la civilisation au Moyen Âge, vol. II, Payot, Paris, 1935, 150-151).
    Tras la producción literaria latina, y contemporáneamente con ella, fueron apareciendo numerosos escritos en lengua vulgar, buena parte de ellos sobre temas religiosos. Especialmente interesante es uno titulado, «Mistere du Viel Testament», de varios poetas desconocidos (publicado por la Societé des anciens textes français, 6 vols., 1878-1891). Si bien pertenece ya a la época post medieval (siglo xv), sin embargo recopila elementos típicamente medievales. A propósito de esta obra se pregunta Mâle cuál será la razón por la que los poetas que compusieron ese inmenso drama sacro no dieron la misma importancia a todas las partes del Antiguo Testamento, por qué eligieron concretamente tales personajes –Adán, Noé, Abraham, José, Moisés, Sansón, David, Salomón, Job, Susana, Judit, Ester– y no otros. La respuesta es clara: los episodios escogidos y los personajes seleccionados eran los tipos y figuras más conocidos de Jesús y de María. Los mismos autores lo reconocen de alguna manera cuando, al comienzo de la historia de José, hacen decir a Dios Padre que todas las desgracias de los patriarcas no fueron sino figuras de los sufrimientos reservados a su Hijo. Así entendido, el Misterio entero se ordena como el pórtico de una catedral. Los personajes del drama son los mismos que fueron representados, por razones análogas, en las fachadas de Chartres o de Amiens. También la literatura, como las demás artes, concurría en la Edad Media a dar al pueblo la misma enseñanza religiosa (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 159-160).
    El género poético de las «Vidas de Santos» floreció durante toda la Edad Media, así como el de los «Milagros de la Virgen» o el de las «Cantigas», composición poética, esta última, para ser cantada, entre las que se destaca las «Cantigas de Nuestra Señora», antología mariana de composiciones en verso recopiladas por Alfonso X el Sabio, autor, quizás, de algunas de ellas; es muy interesante la música que las acompañaba, transmitidas por dos códices del siglo XIII.
    Surgieron asimismo diversos cantares épicos, como «La Chanson de Roland», «El Cantar del Mío Cid» y tantos más. Es interesante observar que aun esas epopeyas cobran especial relieve cuando se las considera a la luz de la catedral. La Canción de Rolando, por ejemplo, fue recitada y representada por los juglares en el pórtico de las catedrales. Es cierto que la Iglesia no apreciaba en demasía a los juglares, e incluso a veces fue severa con ellos. Sin embargo, no los condenaba en bloque, ni mucho menos, reservando su aprecio para los que ensalzaban a los héroes ya los santos. La fe de los héroes, su coraje, su lealtad, los asemejaba a los santos. La Iglesia comprendió que los poetas trabajaban en el mismo sentido que ella. Resulta curioso que no sólo en Francia haya sido exaltado el ciclo de Carlomagno. La catedral de Módena, por ejemplo, que se encuentra en el camino que desde el norte desciende a Roma, exhibe un portal reservado a Artús y sus compañeros, quienes cabalgan en la arquivolta; sin duda los escultores quisieron representar en los muros el relato de las canciones que los juglares franceses dedicaban a los peregrinos que se dirigían a Roma, ante la fachada de esa catedral (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 269). El siglo XII fue el gran siglo épico, el siglo de la «Tabla Redonda» y del «Santo Grial».
    Señala el mismo autor que los caballeros franceses que cruzaban los Pirineos para ir a rezar en la tumba de Santiago, no pocas veces se quedaban en España y se enrolaban en las filas del Cid. El camino de Santiago, en buena parte organizado por Cluny, es inseparable de la Cruzada española de la Reconquista, que incluía a antiguos héroes francos como Carlomagno, Rolando y sus pares. Para mantener en alto el espíritu combativo, Cluny no dudó en adoptar las canciones de gesta que entonaban los juglares. De la peregrinación de Santiago y de la guerra de España nació la Chanson de Roland (ibid., 292).
    Con justicia, por tanto, se puede afirmar que la literatura en lengua profana nació, sustancialmente, en el regazo de la Iglesia, ya la sombra de la catedral. Sin embargo, con el correr del tiempo, fue tendiendo a emanciparse, e incluso de manera abusiva, como lo prueban ciertas «novelas» que comenzaron a difundirse, muy poco coherentes, por cierto, con el espíritu del Evangelio. Ningún ejemplo mejor de ello que la llamada «Roman de la Rose», que Daniel-Rops califica de «obra maestra de erotismo anticristiano» (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 424).
    2. Carácter popular de la literatura
    Escribe R. Pernoud: «La poesía ha sido la gran ocupación de la Edad Media y una de sus pasiones más vivas. La poesía reinaba por doquier: en la iglesia, en el castillo, en las fiestas y en las plazas públicas; no había festín sin ella, ni festejo donde no jugase su papel, ni sociedad, universidad, asociación o confraternidad donde no tuviese acceso; se aliaba a las funciones más serias: algunos poetas gobernaron condados, como Guillermo de Aquitania o Thibaut de Champagne; otros gobernaron reinos, como el rey René de Anjou o Ricardo Corazón de León; otros, como Beaumanoir, fueron juristas y diplomáticos; incluso se pudo ver a un Felipe de Novara, asediado en la Torre del Hospital con unos treinta compañeros, escribir a toda prisa, para pedir auxilio, no un llamado de socorro, sino un poema... Decir versos, o escucharlos, aparecía como una necesidad inherente al hombre. Hoy ni siquiera podríamos imaginarnos a un poeta instalándose sobre un tablado, ante una barraca de feria, para declamar allí sus obras; espectáculo que entonces era común. El campesino dejaba su trabajo, el artesano su taller, el señor sus halcones, para ir a escuchar a un trovador o a un juglar. Jamás quizás, salvo en los más hermosos días de la Grecia antigua, se manifestó tal apetito de ritmo, de cadencia y de bello lenguaje» (Lumière du Moyen âge... 138-139).
    Los juglares que aparecen en los capiteles o fachadas de las catedrales son representados recitando poemas o cantando epopeyas; en uno de esos capiteles se ven tres personajes, uno tocando la viola, otro el arpa, mientras el tercero, con la mano levantada, parece recitar. Es que en los grupos de juglares que se entremezclaban con la gente a lo largo de las rutas, había músicos, cantores, rapsodas, quizás incluso poetas, así como danzarines y acróbatas. En un capitel románico se puede observar, en medio de un grupo de juglares que tocan toda clase de instrumentos, una mujer que se mantiene en equilibrio sobre la cabeza. Como se ve, estos músicos, recitadores, equilibristas incluso, tenían un lugar tan destacado en la vida de la sociedad que no resultaba extraño encontrarlos en las catedrales medievales. Los peregrinos, que siempre se topaban con juglares en los atrios de las iglesias, encontrarían perfectamente normal verlos esculpidos en las paredes del santuario (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 312-313).
    Uno de los géneros más populares fue el de la fábula. Porque, como bien señala Mâle, si la inteligencia de las obras sutiles, por ejemplo las que se inspiraron en los «Bestiarios», estaba sin duda reservada a los clérigos, la sabiduría de las fábulas, de ese mundo donde todo vive y todo piensa, donde a veces el animal parece más inteligente que el hombre, se dirigía indudablemente a todos. Con su ingenuidad y su misterio, la fábula parecía hecha para la Edad Media, para el hombre que vivía en las proximidades del bosque, cerca de los animales, que oía a la noche el grito del zorro o el gemido de la lechuza. Y así eran ampliamente conocidas las fábulas del cuervo y el zorro, del lobo y el cordero, y tantas otras, con sus consiguientes moralejas, a veces en latín. No resulta, pues, insólito, que los mismos predicadores hiciesen alusiones a dichas fábulas en sus sermones, y que los pintores o escultores representasen en la iglesia a los héroes de Fedro y de Esopo. Una de esas fábulas se llamaba «la educación del lobo». Un clérigo se había propuesto enseñar a leer a un lobo; comenzó por las primeras letras del alfabeto: «Repite estas tres letras: ABC», le indicó. «Cordero», dijo el lobo, que pensaba en otra cosa. Así la boca traiciona los secretos del corazón, quod in corde hoc in ore. Esta sucinta y delicada fábula aparece muchas veces en las catedrales (cf. ibid., 337. 339).
    Destaquemos el carácter universal que tenía la literatura en la época medieval. Gracias al fecundo intercambio que existía entre los distintos estamentos sociales, la savia poética circulaba libremente. No era, como lo seria después, patrimonio de cenáculos selectos. En el siglo XVII, por ejemplo, las obras literarias estarían destinadas tan sólo a la Corte o a los salones (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen âge... 139-140).
    R. Pernoud agrega una observación referida a la autoría de las obras, que a nuestro juicio es capital si se quiere entender la índole popular de la literatura medieval. Cuando se pretende hacer una edición crítica de alguna canción de gesta o un poema medieval, afirma la insigne medievalista, se choca con dificultades poco menos que insalvables. Para nosotros, una obra literaria es algo estrictamente personal e intocable, fijada en la forma original que le ha dado el autor, de donde nuestro concepto del plagio. En la Edad Media el anonimato era lo corriente. Una vez que alguien hacía pública alguna idea personal, ésta pasaba a integrar el patrimonio común, se propagaba por doquier, se acrecentaba con las fantasías más inesperadas, sufría toda clase de adaptaciones imaginables, y no entraba en un cono de sombra sino tras haber agotado todas sus virtualidades. La obra literaria llevaba así una vida independiente de la de su creador; era algo que se movía y renacía sin cesar (cf. ibid., 141-142).
    La estudiosa francesa constata también otro dato notable y es que los autores medievales trataron a personajes antiguos como si fueran de su época. Se ha creído ver una prueba de la famosa «ingenuidad» medieval en la facilidad con que aquellos hombres hacían que Alejandro Magno se condujese como un caballero cristiano, o representaban en los tímpanos de las catedrales a Castor y Pollux como si se tratase de dos caballeros de su tiempo. Lejos de ser una deficiencia, opina R. Pernoud, esta expedición para trasladar a los héroes del pasado muerto a la actualidad viva, es una muestra cabal del prodigioso poder evocador que caracterizó a la cultura medieval (cf. ibid., 143).
    Por eso, como afirma Lewis, cuando se estudia la literatura medieval, en muchos casos se debe renunciar a establecer la unidad «obra-autor», que es fundamental para la crítica moderna. «Algunos libros deben considerarse más que nada como esas catedrales en las que el trabajo de muchas épocas diferentes está mezclado y produce un efecto total, verdaderamente admirable, pero nunca previsto por ninguno de sus sucesivos constructores. Muchas generaciones, cada una con su mentalidad y estilo propios, han contribuido a la elaboración de la historia de Arturo. Constituye un error considerar a Malory como un autor en nuestro sentido moderno y colocar todas las obras anteríores en la categoría de “fuentes”. Dicho autor es pura y simplemente el último constructor, que hizo unas demoliciones aquí y añadió algunos detalles allá...» Ese tipo de trabajo habría resultado incomprensible a hombres que hubiesen tenido una concepción de la propiedad literaria semejante a la que tenemos nosotros. Lejos de pretender o fingir originalidad, agrega Lewis, aquellos hombres podían incluso llegar a esconderla. «A veces afirman que toman algo de un “auctour”, precisamente cuando se separan de él. No puede tratarse de una broma. ¿Qué tiene eso de divertido? ¿Y quién, salvo un erudito, podría advertirlo? Ese comportamiento se parece más al del historiador que tergiversa la documentación porque se siente seguro de que los hechos tuvieron que producirse en determinada forma. Están deseosos de convencer a los demás, quizás también a medias a sí mismos, de que no están “inventando”. Pues su objetivo no es expresarse a sí mismos o “crear”; es el de transmitir el tema “historial” con dignidad, dignidad que no se debe a su genio o capacidad poética, sino al propio tema» (La imagen del mundo... 160-161).
    3. La figura del Dante
    Cerremos este tema evocando la figura del más grande de los literatos medievales, el creador del dolce stil nuovo, Dante Alighieri.
    La Divina Comedia es una de las obras cumbres de la cultura occidental. El marco histórico en que se desarrolla aquella trama prodigiosa no es otro que el de la sociedad que el poeta conoció por experiencia: la Cristiandad. Los acontecimientos a los que se refiere son los de su historia, con especial relación a los peligros temporalistas que amenazaban a la Iglesia; sus protagonistas son los que habían desempeñado un papel relevante en la historia del Occidente cristiano. «El ideal al que sirve –escribe Daniel-Rops– no es otro que el de los Papas reformadores, el de los Santos, el de los Cruzados y el de los maestros del pensamiento; ese ideal de un orden jerárquico, que se correspondería en la tierra con las perfectas armonías del cielo» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 749).
    Amante, como buen medieval, de la simetría y simbólica de los números, hizo el Dante que a los nueve círculos del Infierno correspondiesen las nueve gradas de la montaña del Purgatorio y los nueve cielos del Paraíso. Según Mâle, Dante decidió de antemano que cada una de las partes de su trilogía se dividiera en treinta y tres cantos en honor de los treinta y tres años de la vida de Cristo. Al adoptar la forma métrica del terceto, parece haber querido grabar en los fundamentos mismos de su poema la cifra mística por antonomasia. Así edificó cum pondere et mesura su catedral invisible. Fue, con Sto. Tomás, el gran arquitecto del siglo XIII (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France... 12-13).
    Como se sabe, el Dante eligió a Virgilio, representante de la tradición clásica, como guía de su peregrinación espiritual y de su peregrinación literaria.
    Tu se’lo mio maestro e il mio autore
    tu se’ solo colui, da cui io tolsi
    lo bello stile che m’ha fatto honore.
    Ni deja de ser significativo que cuando tiene que pensar en alguien para que lo conduzca hacia la Virgen, ponga su confianza en S. Bernardo, la expresión más pura de las virtudes que exaltó la Cristiandad medieval.
    «De esta forma –escribe C. Dawson–, el gran poema de Dante es una síntesis final de las tradiciones literaria y religiosa, que incluye los elementos vitales todos de la cultura medieval. Teología cristiana y ciencia y filosofía árabes; cultura cortés de los trovadores y tradición clásica de Virgilio; misticismo de Dionisio y piedad de S. Bernardo; espíritu franciscano de reforma y orden romano; sentimiento nacional italiano y universalista católico; todos encuentran lugar en la estructura orgánica del pensamiento del poeta y en la unidad artística de su obra... Es el último fugaz resplandor de la visión de la unidad espiritual, inspiración, durante novecientos años, de la mente medieval, y que había dirigido la evolución de la cultura medieval desde sus comienzos en la época de San Agustín y de Prudencio, pasando por la de Alcuino y Carlomagno, de Nicolás I y de Otón II, a su más completa, aunque imperfecta realización de la Cristiandad del siglo XIII» (Ensayos acerca de la Edad Media... 216-218).
    Bien dice Daniel-Rops que el poeta supo traducir, en su esplendoroso poema-epopeya, lo que los místicos habían musitado en sus plegarias, los arquitectos al levantar sus naves al cielo, los teólogos al elaborar los monumentos de sus especulaciones, y los Cruzados al ofrecer su sangre (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 752-753)*. Y también: «Era preciso que a las summas teológicas, a las summas filosóficas que había realizado la Edad Media ya aquellas otras summas plásticas que son las catedrales se añadiese una summa poética, para que la figura se completase; y aquel hombre la construyó» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 743).
    *E. Mâle ha destacado el carácter armonioso del genio de Dante. Su Paraíso y los Pórticos de Chartres son sinfonías. Ningún arte merece ser definido más justamente que el del siglo XIII, «una música fijada» (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France… 21).
    * * *
    Hemos tratado de mostrar cómo en la Edad Media las diversas artes brotaron del ámbito sagrado, tenían raigambre sacral. Es lo propio de todas las sociedades tradicionales, como lo ha probado A. K. Coomaraswamy (cf. La filosofía cristiana y oriental del arte, Taurus, Madrid, 1980, passim).
    Dice Daniel-Rops que algunas veces, aunque no con demasiada frecuencia, ha sucedido en la historia que una sociedad determinada lograra expresarse de una manera cabal en algún monumento o conjunto de monumentos que condensasen y resumiesen, para las generaciones futuras, todo lo que aquella sociedad amaba y afirmaba. Por ejemplo en el Partenón se concreta el espíritu helénico, en el Kremlin de Moscú se condensa lo mejor del alma rusa; en Versalles se nos esclarece la Francia de Luis XIV; en el Escorial palpita la personalidad de Felipe II. La Edad Media poseyó también su obra representativa. Fueron las catedrales, testimonios privilegiados de su tiempo. Ya decía León XIII en el texto que pusimos de epígrafe a este libro que si bien es cierto que en el mundo moderno ha desaparecido la Cristiandad, al menos las piedras de las catedrales nos siguen hablando de ella con muda elocuencia.
    Imaginemos que de todo lo que nos legó la Cristiandad medieval sólo hubiesen subsistido las catedrales, pues seria suficiente para que comprendiéramos aquel mundo, al menos en sus líneas esenciales: su espiritualidad, su ética, su vida laboral, su literatura, su política, su mística. Supongamos, en cambio, que todo hubiera llegado a nosotros menos las catedrales, que no quedasen en pie ni Reims, ni Chartres, ni Colonia, ni Siena, ni Burgos, sería tarea ardua comprender lo que fue el alma de la Cristiandad (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 425-428).
    «Mientras los doctores construían la catedral intelectual que debía abrigar a toda la cristiandad –escribe E. Mâle–, se elevaban nuestras catedrales de piedra, que fueron como la imagen visible de la otra. La Edad Media puso en ella todas sus certezas. Fueron, a su manera, Sumas, Espejos, Imágenes del Mundo. Fueron la expresión más perfecta que hubo jamás de las ideas de una época. Todas las doctrinas encontraron allí su forma plástica» (L’art religieux du XIIIe siècle en France... 23). La Catedral es Cruzada, Summa, Universidad, Caballería, Corporación...
    Escolio. La admiración de Rodin
    El gran viajero que con tanto cariño recorrió las catedrales de Francia, August Rodin, a quien reiteradamente hemos citado en esta conferencia, nos ha dejado sobre las mismas algunas delicadas reflexiones con las que queremos cerrarla:
    «Las catedrales son Francia. Mientras las contemplo, siento a nuestros antepasados ascender y descender dentro de mí, como en otra escala de Jacob» (Las Catedrales de Francia... 77).
    «Siento la savia gótica pasar por mis venas como los jugos de la tierra pasan por las plantas» (ibid. 123).
    «¿Suponéis que cuando os asombra la majestad druídica de las grandes catedrales, surgidas a la distancia, es por causas naturales y fortuitas, por ejemplo por su aislamiento en la campiña? Os engañáis. El alma del arte gótico está en esa declinación voluptuosa de las sombras y las luces, que da ritmo al edificio todo y lo obliga a vivir. Hay allí una ciencia hoy perdida, un ardor reflexivo, medido, paciente y fuerte, que nuestro siglo, ávido y agitado, es incapaz de comprender. Es menester volver a vivir en el pasado, remontar a los principios, para recobrar la fuerza. El gusto ha reinado, en otro tiempo, en nuestro país: ¡hay que volver a ser franceses! La iniciación en la belleza gótica es la iniciación en la verdad de nuestra raza, de nuestro cielo, de nuestros paisajes» (ibid., 34).
    «Soy uno de los últimos testigos de un arte que muere. El amor que lo inspiró está agotado. Las maravillas del pasado se deslizan hacia la nada; nada las reemplaza y pronto estaremos en la noche» (ibid., 136).
    «Antes de desaparecer yo mismo, quiero por lo menos haber dicho mi admiración por ellas; quiero pagarles mi deuda de gratitud, yo que les debo tanta felicidad. Quiero celebrar esas piedras tan tiernamente convertidas en obras maestras por humildes y sabios artesanos; esas molduras admirablemente modeladas como labios de mujer; esas moradas de bellas sombras, donde la dulzura dormita en medio de la fuerza; esas nervaduras finas y potentes que se elevan hacia la bóveda y se inclinan al encuentro de una flor; esos rosetones de vitrales cuya pompa ha sido tomada del sol poniente o del alba» (ibid., 31-32).
    «Para comprender esas líneas tiernamente modeladas, perseguidas y acariciadas, hay que tener la suerte de estar enamorado» (ibid., 32).


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  2. #2
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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Capítulo VI
    La post-Cristiandad
    La Cristiandad fue un hecho histórico, una realidad concretada, no una mera utopía de gabinete. Ello no significa que haya sido la realización perfecta del ideal soñado, lo cual es imposible en esta tierra, dada la debilidad de la naturaleza humana. Decía Péguy que siempre el número de los pecadores será mayor que el de los santos. Con todo, si hubo algún período de la historia en que el poder político y el orden temporal reconocieron la superioridad del orden sobrenatural fue, sin duda, la Edad Media. Luego soplarán otros vientos y se predileccionarán otras excelencias. A estos nuevos vientos y distintas excelencias nos referiremos en la presente conferencia.
    Por cierto que el Evo Moderno no apareció de la mañana a la noche. Algunas de sus líneas ya comenzaron a insinuarse durante el transcurso de la Edad Media, especialmente en sus postrimerías. Comenzó, por ejemplo, a atribuirse un valor nuevo al dinero, con la consiguiente inclinación al lucro; la unidad política empezó a agrietarse y el Imperio se fue volviendo una ficción; en el orden de la cultura, las ciencias y las artes, que justamente habían ido adquiriendo una sana autonomía, seguirían su camino centrífugo, pero ahora en detrimento de su subordinación esencial a la teología.
    Dificil nos será sintetizar en esta sola conferencia el complejo proceso de los tiempos modernos. Lo han intentado ya muchos pensadores. Dada la vastedad del tema, nuestro tratamiento del mismo será, por necesidad, sucinto y apretado.

    I. Los grandes jalones de la Modernidad
    La modernidad post medieval no constituye, por cierto, un bloque histórico compacto, como lo fue, en cierto grado, la Edad Media. Sin embargo, en sus diversas etapas es posible observar algunos denominadores comunes. Trataremos ahora de detectar dichas etapas y su concatenación intrínseca.
    1. El Renacimiento
    No debemos imaginar el Renacimiento como si se tratase de una época predominantemente anticristiana, sobre todo en sus comienzos. La Italia del Quattrocento, por ejemplo, seguía siendo genuinamente medieval, y por ende cristiana. Asimismo la pintura de van Eyck, que en la historia del arte suele ser considerada como prolegómeno del Renacimiento, debe ser entendida con mucha mayor razón como broche de oro de la última Edad Media. Y aun entrado el Renacimiento, se podría decir que en el espíritu de sus mejores hombres estaban todavía grabados los rasgos de la Edad Media, mucho más profundamente de lo que es habitual figurarse (cf. H. Huizinga, El otoño de la Edad Media… 496).
    Más aún, el Renacimiento existía ya en las entrañas mismas de la Edad Media, y sus aspiraciones fueron entonces plenamente cristianas. Si el Renacimiento se va a caracterizar por la voluntad de creación, vaya si la hubo en los siglos XII y XIII. Pero al mismo tiempo no se puede dejar de reconocer que en el Renacimiento propiamente dicho hubo tendencias negativas, en buena parte sobre la base de un creciente desprecio por todo lo que oliese a medieval, a «gótico». El término Renacimiento («Rinascita») lo introdujo Vasari a mediados del siglo XVI, para indicar que luego de diez siglos de tinieblas, otra vez las artes y las letras renacían, volvían a brillar. Según la nueva mentalidad, dos habrían sido las épocas luminosas en la historia de la cultura: la Antigüedad –los tiempos clásicos– y el Renacimiento. Entre ambas, vegetó un período intermedio –la edad «media»–, un bloque gris y uniforme, «siglos groseros», «tiempos oscuros».
    Lo que caracterizó al Renacimiento fue el gozoso y deslumbrante redescubrimiento del mundo antiguo. Todos los que en aquel entonces se destacaron en el mundo de las artes, de las letras, de la filosofía, muestran un entusiasmo parejo por la Antigüedad clásica. El movimiento comenzó en Italia, se extendió a Francia y de allí a casi todo el Occidente. Baste recordar la Florencia de los Médici, cuando los nuevos monumentos se engalanaron con frontispicios, columnatas y cúpulas, exactamente igual a la arquitectura de los griegos y romanos. Señala R. Pernoud que el Renacimiento se caracteriza por su afán de imitar el mundo clásico, ese mundo cuyo recuerdo conservaron paradojalmente los medievales en sus monasterios, gracias sobre todo a la labor de los copistas. En vez de volver los ojos a la Antigüedad, como por otra parte lo había hecho la Edad Media, para ver en ella una fuente de inspiración, la consideraron como si fuese un modelo que el pintor debía trasladar detalle por detalle a su paleta. El renacentista estaba convencido de que los clásicos antiguos habían realizado obras perfectas e insuperables, que habían alcanzado el summum de la Belleza, de modo que cuanto más exactamente se los imitase, tanto más cerca se estaría de alcanzar el ideal.
    Actualmente pocos admitirían que la admiración en el campo del arte deba llevar a la imitación formal, o incluso al calco, de lo que se admira. Pues bien, eso es lo que sucedió en el siglo XVI. También los medievales admiraron el mundo antiguo: «Somos enanos encaramados sobre los hombros de gigantes», decía Bernardo de Chartres en el siglo XII, pero enseguida añadía que así «se podía ver más lejos que ellos». Esta actitud frente al pasado cambió por .completo en los hombres del Renacimiento. Cerrándose a la idea de «ver más lejos» que los antiguos, los consideraron como modelos acabados de toda belleza pasada, presente y futura. Y así el Renacimiento fue mucho más «retrógrado» que la Edad Media.
    La fascinación exclusivista que la Antigüedad ejerció –sobre el hombre del Renacimiento trajo consigo una consecuencia dramática: la destrucción de muchos monumentos de los tiempos «góticos» (A partir de Rabelais, 1494-1553, el término se empleó como sinónimo de «bárbaro»). Eran tan numerosos que muchos de ellos pudieron sobrevivir a esta «barbarie culta» y llegar hasta nosotros. «Se suponía que el escultor gótico había querido esculpir una escultura clásica y que si no lo había logrado es porque no lo había podido», explica A. Malraux. ¡Y qué decir del escultor románico!; habría intentado imitar el friso del Partenón pero sólo supo hacer el rústico Cristo de Moissac. En cuanto a la pintura, los renacentistas no encontraron mejor solución que recubrir los frescos románicos con una capa de barniz o yeso y reemplazar los vitrales policromados por cristales blancos. Solamente olvidos, faltas de tiempo o distracciones felices nos permiten encontrarlos todavía en Chartres y otros lugares (cf. R. Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?… 55-64).
    El desprecio que el Renacimiento experimentó por la Edad Media no se limitó solamente al arte. También comenzó a ser minusvalorado su orden social, con aquellos tres estamentos a que aludimos anteriormente. Fue burlada la vida contemplativa, fue menospreciado el trabajo del «rústico» y del artesano, fue ridiculizada sobre todo la caballería, en su literatura y en sus héroes. La figura más relevante y considerada del nuevo orden social pasó a ser el burgués, que ya existía por cierto en la Edad Media, pero que ahora se fue imponiendo como estamento paradigmático, hombre «concreto y práctico», ajeno a todo tipo de idealismo. Esto se advirtió sobre todo en las ciudades italianas donde la vida municipal y ciudadana tenía siglos en su haber y apenas si allí había arraigado la institución de la caballería.
    N. Berdiaieff ha explicado de manera original la línea que siguió el proceso que conduce de la Edad Media al Renacimiento. A su juicio, la Edad Media llevó a cabo una suerte de concentración de energías espirituales en el interior del hombre, que acabó por generar el Renacimiento medieval, el de Dante y el de Giotto, alcanzándose lo que fue quizás el momento culminante en el desarrollo de la cultura de Europa occidental. Llegada a este punto, la humanidad no mostró interés por seguir el derrotero que le indicaba la conciencia medieval, prefiriendo alejarse de el y llegar por otra vía a un nuevo tipo de renacimiento, signado por componentes cristianos y no-cristianos, e incluso, en algunos casos, anti-cristianos, sobre la base de una concepción del hombre y de la sociedad profundamente retocada. Las diversas expresiones de la cultura y de la política, hasta entonces ancladas en una cosmovisión decididamente teocéntrica, buscaron «liberarse» de dichas religaciones para correr la aventura de la libertad autónoma. La religión misma fue tomando distancia del orden sobrenatural.
    En líneas generales se podría decir que el paso del período medieval al evo moderno se caracteriza por el tránsito de lo divino a lo humano, o mejor, de la prevalencia de lo divino al creciente predominio de lo humano. Este alejamiento de las profundidades espirituales y de las excelsitudes sobrenaturales, de las que extraían sus energías las fuerzas humanas, significó no solamente la desreligación de éstas, sino también su transición a la superficie de la existencia, con el consiguiente desplazamiento del centro de gravedad.
    Burkhardt ha sostenido que la época renacentista fue la del descubrimiento del individuo. Pero ello no es así, ya que si alguna vez dicho descubrimiento tuvo lugar fue precisamente en la Edad Media, donde el hombre, espíritu y materia, era considerado como un microcosmos, imagen y semejanza del Dios que lo había creado. En todo caso, el hombre que «descubrió» el Renacimiento es el hombre natural, desvinculado. Sea lo que fuere, el hombre empezó a sentirse seguro de sí mismo, capaz de organizar el mundo, sin necesidad de lo ultraterreno. El Renacimiento es la luna de miel del hombre de la historia moderna (cf. N. Berdiaeff, Le sens de l’histoire, Aubier, Paris, 1948, 110-115).
    No ha de creerse, sin embargo, que el Renacimiento fuese directamente anticristiano. Por ejemplo en Italia, donde tanto se desplegó la libertad creadora, no se advierte una rebelión abierta contra el cristianismo. Ello se debió quizás al influjo de Roma y al mecenazgo protector de los Papas que evitaron los excesos de las corrientes «liberadoras», cosa que no acaecería en el área de los pueblos germánicos, donde las nuevas corrientes desembocarían en la rebelión protestante.
    Al comienzo, el hervor de la libertad que el hombre, a la manera de los adolescentes, creía haber conquistado y se aprestaba a ejercitar, condujo a una admirable floración de obras geniales. Pocas veces la historia ha conocido un impulso creador tan fecundo como en los primeros tiempos del Renacimiento. Pero es que entonces el hombre estaba todavía próximo a las fuentes espirituales de su existencia, a aquella concentración de energías que había realizado la Edad Media, no habiéndose alejado aún demasiado de ese centro, en camino hacia la superficie de su ser. En aquellos primeros tiempos subsistían demasiados elementos cristianos, demasiados principios de la cosmovisión medieval para que el propósito declarado de volver a la antigüedad –clásica y pagana– pudiese borrar el carácter bautismal. El Renacimiento no podía ser totalmente pagano (cf. N. Berdiaeff, Una nueva Edad Media. Reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de Europa, Apolo, Barcelona, 1934, 16-19).
    Y más adelante: «Podríase decir que la Edad Media había preservado las fuerzas creadoras del hombre y había preparado el florecer espléndido del Renacimiento. El hombre penetró en el Reo nacimiento con la experiencia y con la preparación medievales. Y todo lo que hubo de auténtica grandeza en el Renacimiento, estaba vinculado con la Edad Media cristiana. Hoy, el hombre entra en un porvenir desconocido, con la experiencia de la historia moderna y su preparación. Y entra en esta época, no ya lleno de savia creadora como en la época del Renacimiento, sino agotado, debilitado, sin fe, vacío» (ibid., 25).
    Pregúntase Landsberg hasta qué punto el Renacimiento contiene ya la época moderna, como quiere Burkhardt, o todavía la Edad Media. «El orden medieval del mundo –responde– ha sido destruido más por la Reforma que por el Renacimiento. Desde Nietzsche no puede parecer ya paradójico presentar en agudo contraste la Reforma y el Renacimiento. No obstante sus aspectos sombríos, especialmente en los campos político y económico, el Renacimiento es algo elevado, es florecimiento de la Edad Media, aun cuando lleve en su seno ya, desgraciadamente, tendencias de decadencia. De Santo Tomás a Pico hay un tránsito; de Pico a Kant un abismo. Se puede comparar perfectamente a Santo Tomás con Pico y se pueden caracterizar sus divergencias dentro de un campo común; en cambio Pico y Kant pertenecen a distintos mundos» (La Edad Media y nosotros... 155-156.160).
    Con gran penetración ha observado Berdiaieff un dato interesante, y es que el Renacimiento puso en evidencia la imposibilidad que tenía de realizar las formas de la perfección clásica en el período cristiano de la historia. En efecto, para el espíritu cristiano es imposible esperar acá abajo la perfección soñada, tal como el mundo helénico en su apogeo la había llevado a cabo, porque su ideal de perfección excede el mundo cerrado e inmanente y se proyecta al mundo infinito y trascendente, jamás alcanzable para las fuerzas humanas intrahistóricas. El cristianismo da nacimiento a una actividad creadora cuyos resultados no pueden ser sino simbólicos; pues bien, todas las realizaciones de este género son necesariamente imperfectas, ya que, por excelentes que sean, lo más que alcanzan es a sugerir la existencia de una perfección que se encuentra más allá de sus propios limites. El símbolo es un puente tendido entre dos mundos; uno de sus extremos es, sí, terreno y humano, pero el otro trasciende inconmensurablemente la capacidad del artista, por genial que sea, a tal punto que la forma perfecta se vuelve imposible. En lugar de pretender la perfección de las formas, el artista cristiano busca expresarla mediante una figuración simbólica, transida de nostalgia.
    Tal fue la tesitura característica de la entera cosmovisión medieval, como se hace patente cuando se compara la arquitectura gótica con la arquitectura clásica de la antigüedad. Mientras ésta alcanza un grado supremo de perfección, según la medida humana e inmanente, como puede comprobarse, por ejemplo, en la cúpula del Panteón de Roma, aquélla es esencial y conscientemente imperfecta, agotándose en aspiraciones verticales inalcanzables, en la inteligencia de que solamente en el cielo es posible la perfección, mientras que acá lo más que se puede hacer es desearla ardientemente, aspirar a ella nostálgicamente. Y no sólo la arquitectura sino también toda la cultura cristiana es necesariamente imperfecta, puesto que apunta a lo que es inefable y trascendente a las posibilidades humanas, no siendo sino una imagen simbólica de lo que existe más allá de los límites donde se halla encerrada. Berdiaiev piensa que esta hesitación del alma renacentista, entre el cristianismo de la nostalgia y el paganismo de la perfección, cada uno de los cuales lo atrae por su lado, ha encontrado su expresión más lograda en las obras de Boticelli, el gran artista del Quattrocento italiano. En él se advierte la impotencia de realizar la perfección en la obra que brota del alma de un artista cristiano, la imposibilidad, por ejemplo, de hacer una imagen «perfecta» de la Virgen. El arte de Boticelli, al mismo tiempo que encanta, muestra que el Renacimiento estaba condenado al fracaso en este mundo cristiano que no era para él un terreno favorable. Pero quizás se puede decir, y valga la paradoja, que el Renacimiento debe lo que tiene de grandeza a dicho fracaso, puesto que es éste el que ha dado nacimiento a sus más espléndidas creaciones (cf. Le sens de l’histoire... 116-119).
    A esto se podría objetar que el Cinquecento alcanzó en Miguel Angel y Rafael una perfección de formas más grande. ¿No se alcanzó entonces la belleza absoluta? Pero según Berdiaieff el arte del siglo XVI coincide con la decadencia del Renacimiento.

    2. La Reforma
    Después del florecimiento extraordinario de la actividad creadora en el Renacimiento, la fase siguiente de la evolución, fruto en cierta manera de una dialéctica interna, fue la Reforma protestante. No nace ésta, como el Renacimiento, en los pueblos europeos del sur, de ascendencia romana, sino en los países del norte, principalmente los de origen germánico, con un espíritu muy diverso del que signó al movimiento precedente. No nos extenderemos en este tema, más conocido de Uds., contentándonos con remitirlos a diversos libros que lo analizan (cf. por ejemplo J. Maritain, Tres reformadores, Ed. Santa Catalina, Buenos Aires, 1945; R. García Villoslada, Martín Lutero, 2 tomos, BAC, Madrid, 1973, etc).
    Así como al tratar del Renacimiento, afirmamos que ya la Edad Media había conocido un renacimiento desde sus propias entrañas, también ahora hemos de decir que el Medioevo, siempre en prosecución del ideal, y nunca del todo satisfecho con los logros alcanzados, se preocupó por hacer su propia reforma, su autorreforma. C. Dawson no vacila en afirmar que la verdadera época de la Reforma no fue el siglo XVI, sino toda la Baja Edad Media, a partir del siglo XI. Resultó inevitable que dicho movimiento produjera exaltados, que acabarían en el cisma o la herejía, como sucedió en el caso de Arnoldo de Brescia o Peter Waldo, de los franciscanos llamados «espirituales» –exponentes de tantos ideales religiosos de la época, pero que extremándolo todo produjeron las formas más extravagantes de heterodoxia medieval–, de Ockham y Wicleff. Sin embargo, considerado en su conjunto, el movimiento fue esencialmente católico y trajo aire fresco al edificio espiritual de la Edad Media. A veces el lenguaje era fuerte, inusual en nuestros días, como cuando una santa canonizada como S. Brígida, no vacilaba en denunciar a un Papa relajado, en términos desmedidos, como «asesino de almas, más injusto que Pilatos y más cruel que Judas» (Libro I, Rev. V, c. 41), o como cuando el Dante, apuntando a las graves falencias de la Iglesia, hablaba como si ésta hubiese apostatado y se hubiera visto privada de la dirección divina (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media… 311-312).
    También la Reforma protestante clamó contra diversas fallas de la Iglesia, si bien desde la vereda de enfrente. Eran fallas verdaderas, como lo reconoce Chesterton: «Es perfectamente cierto que podemos encontrar males reales, que provocaban la rebeldía, en la Iglesia Romana anterior a la Reforma». Pero agrega enseguida: «Lo que no podemos encontrar es que uno solo de esos males reales fuera reformado por la Reforma».
    Sin embargo la Reforma fue más allá de la mera denuncia de desórdenes y falencias morales en la Iglesia, atentando contra su misma doctrina. La Revolución religiosa comenzó con el «libre examen» de Lutero, erigiéndose el criterio personal en norma suprema de la verdad cristiana. En vez de aceptar el hombre las verdades de la fe tales como fueron reveladas por Dios e interpretadas y enseñadas por el Magisterio de la Iglesia, su auténtica depositaria, convirtió su propia inteligencia en «cátedra», aun contra la autoridad de la Iglesia docente.
    Tal posición significó para la sociedad europea una grave ruptura de aquella unidad de fe que había caracterizado de manera tan determinante, según dijimos, a la sociedad medieval. El libre examen introdujo la primacía de la pluralidad inconsistente y efímera, por sobre la unidad de lo permanente y eterno, así como la subordinación de la verdad universal a las opiniones particulares. Fue la rebelión de lo múltiple contra lo uno, en el campo de la religión, en primer lugar, pero que no dejaría de tener consecuencias también en el de la filosofía, la política y el entero orden cultural.
    J. Huizinga, quien, no lo olvidemos, es protestante, destaca un aspecto interesante, propio de este momento de la postcristiandad, que nos ayuda a empalmar lo acaecido en el Renacimiento con lo que sucedió en la Reforma, es a saber, la pérdida del simbolismo que, como también señalamos anteriormente, caracterizaba de manera tan decisiva a la sociedad medieval. «El pensamiento simbólico –dice– fue consumiéndose paulatina y totalmente. Encontramos que los símbolos y alegorías se habían convertido en un juego vano, en un superficial fantasear sobre la simple base de un enlace extrínseco entre las ideas. Pero el símbolo sólo conserva su valor efectivo mientras dura el carácter sagrado de las cosas que hace sensibles. Tan pronto como desciende de la pura esfera religiosa a la esfera exclusivamente moral, degenera, sin esperanza de remedio. Los siete príncipes electores, tres eclesiásticos y cuatro seculares, significan las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales... En rigor nos encontramos aquí con un simbolismo a la inversa, en que no alude lo inferior a lo superior, sino lo superior a lo inferior. Pues en la intención del autor son superiores las cosas terrenales; a dignificarlas está destinada la ornamentación celeste» (El otoño de la Edad Media... 325).

    3. La Revolución Francesa
    Nos explayaremos algo más en este jalón, por considerarlo de enorme trascendencia en el proceso de la postcristiandad. Lutero había limitado su rebelión al campo religioso. Si bien se resistía a reconocer que la Iglesia Católica era la prolongación de Cristo, en forma alguna negaba a Cristo y mucho menos a Dios. La Revolución Francesa franqueará el próximo paso en este movimiento, agregando a la negación luterana del carácter sobrenatural de la Iglesia, el rechazo de la divinidad de Cristo, quedándose con un Dios etéreo y vaporoso, el Ser Supremo, el Gran Arquitecto. Por otra parte, lo que el Renacimiento había realizado en el campo del arte, y la Reforma en el de la vida religiosa, la Revolución Francesa lo extendería a la vida social y colectiva.
    a) Protagonismo de las ideas en la Revolución
    No son pocos los que identifican la Revolución Francesa con el derramamiento de sangre y la guillotina. Pero eso fue lo postrero. La Revolución comenzó mucho antes, subvirtiendo primero el orden de las ideas.
    Se ha señalado que la Revolución en las ideas no habría sido capaz de inspirar la Revolución en los hechos, si no se hubiera presentado como la religión nueva, la que venía a suplir al cristianismo, con una cuota de sacrificio y hasta de misticismo, exigiendo de sus fieles un acto de fe en la bondad de la naturaleza humana, en la infalibilidad de la razón y en el progreso indefinido, sin excluir el componente esjatológico, ya que proclamaba que, iluminado por sus propias luces, el mundo moderno estaba en proceso de ascensión hacia un estado superior en el que todas las potencialidades que la naturaleza había colocado en el hombre, liberadas de las últimas trabas, podrían al fin desarrollarse y alcanzar su plenitud, si bien en el interior de la historia.
    La bibliografía que existe sobre la Revolución Francesa es inmensa. Entre nosotros, destaquemos un notable ensayo de Enrique Díaz Araujo, del que nos valdremos para desarrollar el tema (cf. Prometeo desencadenado o la Ideología Moderna, separata de «Idearium», Rev. de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Mendoza, nº 3, Mendoza, 1977).
    Dos fueron los «ideólogos» principales que prepararon la Revolución.
    Ante todo Voltaire, hombre singular, por cierto, apoltronado en un cómodo deísmo o teísmo cuya principal virtualidad consistiría en contener los posibles ímpetus del bajo pueblo por el que no ocultaba su más profundo desprecio. Su lema hasta la muerte sería: «Ecrassez l’infame» («destruid a la infame»), es decir, a la Iglesia. «Jesucristo –dirá– necesitó doce apóstoles para propagar el cristianismo. Yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirlo». Voltaire aplicó su inteligencia práctica a la labor panfletaria. Desde su lujosa residencia de Ferney daría a luz libelo tras libelo, donde se afirmaba que la Biblia no tenía grandeza ni belleza, que el Evangelio sólo había traído desgracias a los hombres, que la Iglesia, entera y sin excepción, era corrupción o locura. Simplificación caricaturesca, incansable repetición de los mismos motivos, tales eran sus procedimientos predilectos.
    Fue también el maestro de la duda y del criticismo como método de trabajo. En el artículo que escribió para la Enciclopedia bajo el título «¿Qué es la verdad?», decía: «De las cosas más seguras, la más segura es dudar». Gracias a sus vínculos con la masonería, Voltaire entró en contacto epistolar con varios soberanos de Europa, como José I de Austria, los ministros Pombal de Portugal y Aranda de España, María Teresa de Austria, y sobre todo Federico II de Prusia (al que llamó «el Salomón del Norte») y Catalina la Grande de Rusia (a la que denominó «la Semíramis del Norte»), y así contribuyó para que el antiguo despotismo se convirtiese en un «despotisrno ilustrado», como comenzó a llamarse. «Era –comenta Hazard– una figura de minué: reverencia de los príncipes a los filósofos y de los filósofos a los príncipes» (El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Guadarrama, Madrid, 1958, 415).
    Tras las huellas de Voltaire se fue formando un grupo de sedicentes «filósofos» en torno a «La Enciclopedia». Los hijos del siglo querían ser libres, iguales y hermanos, pero también querían ser sabios, conocer de todo, y en poco tiempo. Tal fue el papel que desempeñó la Enciclopedia, o compendio del nuevo modo de pensar.
    Pero el maestro principal del siglo XVIII fue Rousseau. Bien señala Díaz Araujo que «casi toda la problemática de la Revolución –el utopismo, el mesianismo, el crístianismo corrompido, la mística democrática, la voluntad general totalitaria, el monismo político-religioso, la relígión secular, el optimismo ético, el progresismo indefinido, la pedagogía anárquica, la santificación del egoísmo, el romanticismo, etc.–, pasa por su obra. Todos los revolucionarios prácticos, desde Marat y Saint-Just, pasando por Babeuf, Marx, Lenin, Bakunin, Trotsky, hasta llegar al Che Guevara y Mao-Tse-Tung, son tríbutarios suyos y discípulos confesos o vergonzantes» (Prometeo desencadenado... 28).
    La doctrina política de Rousseau se basa sobre un axioma que está más allá de toda discusión, el de la bondad natural del hombre. «No hay perversidad original en el corazón humano», afirma en el Emilio, «el hombre es un ser naturalmente bueno..., los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos..., todos los vicios que se le imputan al corazón humano no le son naturales. El mal proviene de nuestro orden social... Ahogad los prejuicios, olvidad las instituciones humanas y consultad con la naturaleza». He ahí el mito de la inocencia original del hombre, el meollo de la nueva religión, el retorno al Paraíso, pero ahora sin la caída, sin el pecado original, dogma este último que para Rousseau constituía una auténtica «blasfemia». Según Bargalló Cirio, «esta visión idílica del hombre y del pueblo, situados en sí mismos más allá del bien y del mal, y sólo corrompidos por la cultura, el prejuicio religioso o el despotismo político, ha construido el mito más vigoroso donde se nutrió el pensamiento revolucionario» (J. M. Bargalló Cirio, Rousseau. El estado de naturaleza y el romanticismo político, V. Abeledo, Buenos Aires, 1952, 53-54). Lo que comenta Díaz Araujo diciendo que la bondad natural, ínsita en el «Hombre», se transfiguró para los burgueses de la Revolución Francesa, en la bondad natural del «Pueblo», y para los marxistas, en la bondad natural del «Proletariado» (cf. Prometeo desencadenado ... 41). El reemplazo del hombre «pecador» del cristianismo, observa Vegas Letapié, por el hombre «naturalmente bueno» de los románticos y revolucionarios está en el origen del torrente que hoy amenaza con destruir los últimos vestigios de civilización (cf. E. Vegas Letapié, Romanticismo y Democracia, Cultura Española, Santander, 1938, 24).
    Rousseau ha expuesto su teoría política en «El Contrato Social». Luego de afirmar la absoluta libertad inicial del individuo, describe los encadenamientos que le ha impuesto una sociedad despótica, precisamente la sociedad medieval, o lo que resta de ella, con su Iglesia, sus municipios, sus corporaciones artesanales, la universidad, la familia, el ejército, etc. Esas cadenas deben ser rotas, esas religaciones deben ser truncadas, si el hombre quiere recuperar su libertad. Tal es, como dice Díaz Araujo, el segundo movimiento de la sinfonía abstracta de Rousseau. Pero como él no es un anarquista puro, de inmediato quiere reconstruir el edificio social que acaba de demoler. Y allí empieza el tercer movimiento, el más complejo, que se desarrolla a través de una serie de pasos.
    «Encontrar una forma de asociación –escribe Rousseau– que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Tal es el problema fundamental al que el Contrato Social da solución». ¿Cuál es la solución? «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general...» Y así «dándose cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y dándose cada uno a todos no se da a nadie en particular». Esta «voluntad general» es algo mítico, o, como dice Maritain, «especie de Dios social inmanente, yo común que es más yo que yo mismo, en el cual me pierdo para encontrarme, y al que sirvo para ser libre» (J. Maritain, Tres reformadores, 159).
    La soberanía del pueblo así entendida no es la antítesis del despotismo de la tiranía, sino de la concepción política representada por, la institución monárquica que privó en la Edad Media, inseparable de su religación .trascendente, que hacía del rey el representante de Dios en el orden político. La soberanía del pueblo se planteó, pues, como la antinomia de la soberanía de Dios sobre la sociedad. Se trata, así, de un elemento esencial en la Revolución. Jeremías Bentham, padre del utilitarismo radical inglés, declarado por la Convención ciudadano francés, en su «Tratado de la legislación civil y penal» afirma: «En ningún caso se puede resistir a la mayoría, aun cuando llegue ésta a legislar contra la religión y el derecho natural, aun cuando mande a los hijos que sacrifiquen a su padre». El literato y astrónomo Bailly decía, por su parte: «Cuando la ley ha hablado, la conciencia debe callarse». Semejante doctrina es el soporte del absolutismo más total, sin limite alguno, infinitamente superior al que se pretendía reemplazar.
    Hemos dicho más arriba que esta ideología acabaría por convertirse en una suerte de religión ciudadana, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos correspondería fijar a la voluntad general. Un solo pecado resta en esta nueva sociedad: apartarse de la voluntad general, ser «faccioso», en cuyo caso el reo podrá ser desterrado del Estado o incluso condenado a muerte.
    Este monismo religioso se hace inescindible de un tipo determinado de educación, aquel que el mismo Rousseau expuso en su Emilio, tendiente a formar un Hombre Nuevo, es decir, un hombre libre de las antiguas inclinaciones y valores, un hombre que aprende a hacer siempre suya la voluntad general.
    Maritain ha compendiado de manera diáfana el proyecto de Rousseau, presentándolo en continuidad con el de Lutero: «Laicizar el Evangelio y conservar las aspiraciones humanas del cristianismo suprimiendo a Cristo: tal es lo esencial de la Revolución. Rousseau ha consumado la operación inaudita, comenzada por Lutero, de inventar un cristianismo separado de la Iglesia de Cristo; es él quien ha acabado de naturizar el Evangelio; es a él a quien debemos ese cadáver de ideas cristianas cuya inmensa putrefacción envenena hoy al universo» (Tres reformadores... 171-172. Para el conjunto del tema cf. E. Díaz Araujo, Prometeo desencadenado... 39-53).
    b) Contenido ideológico de la Revolución
    Tratemos ahora de sistematizar los fundamentos principales del espíritu revolucionario. El primero de ellos es el naturalismo. El Cardenal Pie, que ha penetrado con tanta agudeza el espíritu de la Revolución Anticristiana (cf. nuestro libro El Cardenal Pie, Gladius, Buenos Aires, 1987, sobre todo 269-322), ve en el naturalismo la tesitura primordial de la Revolución, la ley que rige a sus hombres, impregnando sutilmente todos los ambientes de la sociedad. Los que profesan el naturalismo encuentran superfluo el orden sobrenatural, considerando que la naturaleza posee en sí las luces, fuerzas y recursos necesarios para ordenar las cosas de la tierra, el entero orden temporal, y para conducir a los hombres a su meta verdadera, a su destino final de felicidad. La naturaleza se basta y se convierte poco a poco en el horizonte último del hombre inmanentizado. Y lo que falta al individuo, necesariamente impotente como tal para alcanzar la felicidad, según lo demuestra cruelmente la experiencia, lo encontrará sin salirse de ese orden en el conjunto, en la humanidad, en la colectividad.
    El naturalismo se revela así como la antítesis del cristianismo. El misterio central del cristianismo es la encarnación del Verbo. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios con la ayuda de la gracia. El fin del cristianismo no es sino la elevación del hombre al orden sobrenatural. Prescindiendo el naturalismo del misterio de la Encarnación del Verbo, impugnando la adopción divina del hombre como si se tratara de algo denigrante para el mismo, atenta frontalmente contra el cristianismo no sólo en su fuente sino en todas sus derivaciones, erigiendo un dique capaz de impedir la penetración de lo sobrenatural en el orden natural. El naturalismo es el error central de la Revolución, el que está en el origen de todos los demás.
    El segundo fundamento del espíritu revolucionario es el racionalismo, una de las vertientes del naturalismo. Esa naturaleza en la que el hombre se encastilla, y en la que se parapeta contra el Dios que desciende para elevarlo, se concreta ante todo en la razón. Admirable es, sin duda, la razón del hombre, vestigio de la inteligencia de Dios. Pero el hombre de la Revolución se extasía ante ella sin atender a la fuente de donde proviene. No resulta un hecho fortuito que la exaltación racionalista llegase a su paroxismo en la adoración de la Diosa Razón, simbolizada en aquella prostituta que en los días aciagos de la Revolución Francesa reemplazó a la imagen de Nuestra Señora nada menos que en Notre-Dame de París. Y aun cuando no se arribe a un extremo tan impresionante, el presupuesto indiscutido de –dicha tendencia es que cualquier doctrina que reconozca otra autoridad diversa de la razón, se deshonra a sí misma. El hombre se convierte en la luz de su propia inteligencia y también, consecuentemente, en la norma de su propio obrar. De este modo, tanto la razón especulativa como la razón práctica encuentran en el interior del hombre su raíz última.
    Los hombres de la Revolución Francesa enarbolaron altivamente la bandera del racionalismo. El nombre de «filósofos», con que se auto denominaban sus pensadores, era algo así cómo el signo de reconocimiento de la mentalidad iluminista, tan acabadamente expresada en el espíritu de la Enciclopedia. Pero, según bien dice el Cardenal Pie, ¿cómo calificar de filósofo, es decir, de amigo de la sabiduría, a quien no quiere saber nada con la Sabiduría eterna que ha bajado a la tierra?
    El racionalismo fue así la cara intelectual del naturalismo. La independencia, la emancipación de la razón, he ahí su máxima suprema.
    El tercer principio basal de la Revolución Francesa es el liberalismo, otra expresión del naturalismo, su refracción, esta vez en el ámbito de la política. Entre los diversos slogans de la Revolución ninguno más atractivo y convocante que el de la libertad: libertad de pensamiento, libertad de prensa, libertad de religión...
    Pero el liberalismo no es simplemente la defensa de la libertad. Es un modo de concebir la vida, franqueada de toda religación, trascendente o corporativa, que pueda circunscribirla. Nace así el liberalismo democrático o la democracia liberal, en estrecha conexión con la posición de la filosofía idealista alemana de Kant y Hegel. El idealismo pretende que es la inteligencia, por el acto de conocer, la que constituye al ser. Con lo cual el hombre, en cierta manera, se sustituye a Dios. Porque sólo de Dios se puede decir que la idea precede a la realidad. Dios tiene en su mente los modelos, los arquetipos, y porque los posee en su inteligencia los reproduce en la realidad, los crea o hace reales. En cambio, cuando se trata del hombre, primero es el ser y luego el conocer. El idealismo invierte el orden, endiosando indebidamente al hombre.
    Abundando en esta temática escribe E. Gelonch Villariño: «Como el ser ya no cuenta, no hay una realidad independiente de la idea que hay en mi entendimiento, no puede haber ciencia del ser o metafísica, y sólo queda el entendimiento con sus ideas, sin que la verdad de éstas pueda ser medida, y tampoco hay verdad absoluta. Lo que habrá, serán opiniones relativas, individuales, no opiniones más verdaderas que otras, superiores a otras. A la unidad de la verdad se la reemplaza con la pluralidad de las opiniones; e incluso se puede pensar que una cosa es así hoy, y mañana pensar de otro modo, porque aplicamos el libre examen, el principio que Lutero aplicaba al orden religioso. Las cosas no son como son; son como a nosotros nos parece, como las pensamos; y tenemos derecho a pensar.; las de esta manera, como nuestro vecino de la suya» (El sentido de la Revolución, Convictio, Córdoba, 1978, 5-6). Es el triunfo de la opinión sobre la verdad, un signo inequívoco de decadencia. Bien dijo Reine, extasiado ante la belleza de la catedral de Amberes: «Los hombres que construyeron esto tenían dogmas. Nosotros sólo tenemos aún opiniones. Con opiniones no se construyen catedrales».
    En oposición al cristianismo medieval, el liberalismo, en el mejor de los casos, «tolera» que Cristo sea reconocido por algunos en la sociedad, con tal de que estén dispuestos a creer que no es la única verdad, que renuncien a la Realeza del Señor, que consideren la suya como una opinión más.
    El naturalismo invade así el campo de la sociedad política a través del ariete del liberalismo, arrebatándole a aquélla sus religaciones teológicas, o en otras palabras, el naturalismo filosófico encuentra su aplicación social en el naturalísmo político, es decir, en aquel sistema según el cual el orden cívico no tiene relación alguna de dependencia respecto del orden sobrenatural, tratándose de que dicho error sea reconocido como dogma social y como ley de los Estados. Es curioso, pero acá se pasa de nuevo de la opinión al dogma, se hace dogma de la opinión democrática liberal, expresada por la voluntad general. «Es imprescindible establecer el despotismo de la líbertad», afirmaba Marat.
    No podemos explayarnos acá sobre el sentido de la democracia liberal, predileccionada por la Revolución Francesa, en base a la «soberanía del pueblo». Sólo digamos que más que una «forma de gobierno» nueva –la democracia ya existía desde la antigüedad–, es una «forma de vida», una cosmovisión, una ideología casi religiosa (cf. E. Díaz Araujo, Prometeo desencadenado… 38-39). Hay que distinguir, pues, entre «democracia», forma de gobierno, y «democracia», forma de vida.
    El análisis más notable que conozco acerca de la democracia así entendida lo he encontrado en una obra de Berdiaieff, donde el pensador ruso analiza con la brillantez que lo caracteriza el tema de la verdad y las mayorías, del optimismo democrático sobre la base de la bondad natural del hombre, del progreso indefinido, etc. (cf. Una nueva Edad Media…, 196-204).
    No deja de ser revelador que fuera la Revolución Francesa, en su afán por exaltar la individualidad, la que aboliese lo que quedaba de las corporaciones medievales. Será Le Chapelier quien en 1790 obtendría dicha resolución de la Asamblea Nacional Constituyente. De ahí que en la «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano» no aparezca el «derecho de asociación» y de reunión. El hombre quedaba solo, cada vez más solo, frente a un Estado omnipotente, cada vez más omnipotente.

    4. La Revolución Soviética
    Es la otra gran Revolución de los últimos tiempos, en perfecta continuidad con las etapas anteriores. En el siglo XIX era opinión generalmente aceptada que las transformaciones económicas de la sociedad estaban en el origen de los cambios políticos. Marx consagraría esta idea en su «Manifiesto Comunista», sosteniendo que la producción y los intercambios económicos constituían la base –la infraestructura– de la historia política e intelectual, y por tanto la historia debía ser entendida como una historia de lucha de clases entre los explotados y los explotadores; si la clase explotada lograba emanciparse, arrastraría en su proceso libertario a la entera sociedad. Lo cual es evidentemente falso, ya que en el proceso que caracteriza a toda gran revolución –como lo hemos visto en el caso de la francesa– primero se produce una transformación espiritual; después, provocado por ésta, un cambio en la filosofía social, y consecuentemente en la organización del orden político; por último, una mutación económica, como resultado de la nueva estructura política.
    No nos detendremos en el análisis de la revolución soviética. Lo hemos hecho ya, y ampliamente, en otro lugar (cf. nuestro libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético... 183-446). Lo que queremos ahora destacar es cómo dicha Revolución constituye un jalón fundamental en el proceso destructivo de la post-cristiandad. Si la Reforma negó a la Iglesia Católica, manteniendo su fe en Cristo y en Dios; y la Revolución Francesa negó no sólo a la Iglesia sino también a Cristo como Dios encarnado, aun cuando se siguiese creyendo en un Dios remoto, gran arquitecto; el marxismo agrega la negación de Dios, o mejor, engloba la totalidad de la negación: de la Iglesia, de Cristo y también de Dios.
    Ya decía Pío XII: «En estos últimos siglos [el enemigo] trató de realizar la disgregación intelectual, moral y social de la unidad del organismo misterioso de Cristo. Quiso la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad. Es un ‘enemigo’ que se volvió cada vez más concreto, con una ausencia de escrúpulos que todavía sorprende: ¡Cristo sí, Iglesia no! Después: ¡Dios sí, Cristo no! Finalmente el grito impío: ¡Dios ha muerto! y hasta ¡Dios jamás existió!» (Alocución a la Unión de Hombres de la Acción Católica Italiana, 12 de octubre 1952).
    El marxismo no es, pues, un aerolito que cae del espacio y se introduce en la historia, sino que está en perfecta continuidad con las subversiones anteriores. El mismo Marx ha trazado la genealogía de la Revolución, en completo acuerdo –o coincidencia– con los textos de los Papas: «...El pasado revolucionario de Alemania es teórico; es la Reforma. En esa época, la revolución comenzó en la cabeza de un monje; hoy, ella comienza en la cabeza de un filósofo [Hegel o Feuerbach]. Si el protestantismo no fue la verdadera solución, fue por lo menos la verdadera posición del problema... Cuando rechazo la situación alemana de 1843, estoy, según la cronología francesa, apenas en el año 1789».
    También Gramsci ha señalado las «paternidades» del marxismo: el Renacimiento, la Reforma, la filosofía idealista alemana, la literatura y la política de la Revolución Francesa, la economía liberal inglesa, el laicismo (cf. nuestro Antonio Gramsci y la revolución cultural, Corporación de Abogados Católicos, Buenos Aires, 19904, sobre todo 9-11). Entre tales paternidades destaquemos la de la Revolución Francesa, su antecesora directa. Díaz Araujo ha subrayado la estrecha concatenación que existe entre las dos grandes revoluciones de los tiempos modernos. En última instancia no son sino dos momentos del mismo espíritu revolucionario. Ya Spengler había señalado en «Años Decisivos», que el jacobinismo era «la forma temprana» y el bolchevismo «la forma tardía» de la revolución moderna. Porque ambos, en definitiva, se inspiran en la actitud del Prometeo mitológico, el rebelde ante los dioses (cf. Prometeo desencadenado... 1-2).
    Señalemos una coincidencia interesante entre la Revolución francesa y la soviética: la universalidad de ambas. La Francia del 89 no proclamó los «derechos de los franceses» sino los «derechos del Hombre», en general, y la Unión Soviética no dijo «Proletarios de la Unión Soviética, uníos» sino «Proletarios del mundo, uníos».
    Antoine de Saint-Exupéry, por su parte, ha comparado en una de sus novelas lo que ambas revoluciones significaron en los últimos tiempos. La imagen del orden social de la Edad Media, nos dice, se concretaba en las catedrales góticas. El proyecto liberal supuso la demolición de la catedral, donde cada piedra estaba ordenada jerárquicamente hacia un fin común, que era la adoración a Dios, y la dispersión por el terreno de todos los bloques sillares. La respuesta socialista consistió en apilar simétricamente todas aquellas piedras antes diseminadas por el liberalismo, formando un cubo de granito en el que tanto las piedras talladas como las toscas, las grandes como las chicas, quedaban homogeneizadas, igualadas, para un altar sin Dios ni trascendencia.
    También Dostoievski, con sus grandes dotes de profeta, previó el camino que seguiría la Revolución, según la dialéctica misma de sus principios. Fue sobre todo en su magnífica novela «Demonios» donde dejó en claro por qué de padres liberales nacerían hijos socialistas. El comprendió, como pocos, que el socialismo en Rusia, más allá de sus pronunciamientos económicos o sociales, era una cuestión religiosa –la cuestión del ateísmo–, que la preocupación de los intelectuales rusos de antes de la Revolución no era propiamente la política, sino la salvación de la humanidad al margen de Dios y contra Dios. No en vano Marx dejó escrito en su tesis doctoral: «[La filosofía]... hace suya la profesión de fe de Prometeo: “En una palabra, odio a todos los dioses”...»
    Pero no bastaba con matar a Dios. Había que suplirlo. El marxismo pretenderá ser una religión invertida. «Buscamos destronar a Dios para poner al hombre en su lugar», confesaría el mismo Marx. Y también: «El hombre es para el hombre el ser supremo» (cf. Introducción a la Filosofía del Derecho de Hegel, Diferencia entre las filosofías de la naturaleza de Demócrito y de Epicuro). Porque si la Revolución Francesa constituyó una suerte de «religión laica», también la Revolución Soviética, su hija, asumiría todos los aspectos de una auténtica religión, con su credo, su moral, su liturgia, su autoridad doctrinal (cf. nuestro libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético... 269-304).
    Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Soviética criticaron la religión y destacaron sus defectos. Pero en el fondo la atacaban por lo bueno que tiene. No odiaban al cristianismo en razón de las imperfecciones de quienes lo profesaban –aunque usasen de ello como útil argumento–, sino por lo que era en sí mismo. Lo que odiaban era el reconocimiento de la creaturidad y dependencia del hombre. De ahí el odio teológico que revelan sus dirigentes. Pocos años antes de la Revolución, en diciembre de 1913, Lenin decía en carta a Gorki: «Millones de inmundicias, de suciedades, de violencias, de enfermedades, de contagios, son mucho menos temibles que la más sutil, la más depurada, la más invisible idea de Dios... Dios es el enemigo personal de la sociedad comunista».
    Así como de la democracia liberal inspirada en la Revolución Francesa nos ha dejado Berdiaieff un análisis excelente, también lo ha hecho tratando del socialismo. Recomendamos su lectura (cf. Una nueva Edad Media, 206-223).

    5. Hacia una visión sintética: del Renacimiento a la Revolución soviética
    Intentemos una visión de conjunto del camino recorrido. Lo haremos recurriendo a las inteligentes observaciones que al respecto hemos encontrado en Berdiaieff. Según él, tanto la Revolución Francesa del siglo XVIII como el positivismo y el socialismo del siglo XIX son las consecuencias del humanismo que comenzó a imponerse a partir del Renacimiento, al mismo tiempo que los síntomas del agotamiento de su poder creador (cf. ibid. 30-31).
    En el Renacimiento, el hombre comenzó el proceso de su autoexaltación. El florecimiento de lo humano no era posible sino en el grado en que el hombre tenía conciencia, en lo más profundo de su ser, de su verdadero lugar en el cosmos, conciencia de que por encima de él había instancias superiores. Su perfeccionamiento humano sólo resultaba factible mientras se mantuviese ligado a las raíces divinas. Al comienzo del Renacimiento, el hombre tenía aún esa conciencia, reconocía todavía el sentido trascendente de su existencia. Pero poco a poco se fue deslizando hacia la ruptura. El Renacimiento pudo ser un progreso, un desemboque enriquecedor de la Edad Media. Mas no fue así, al menos si lo juzgamos por el desarrollo histórico que provocó, si lo juzgamos por lo que desencadenó. «Se ofrece al hombre una inmensa libertad –escribe Berdiaieff–, que es el inmenso experimento de las fuerzas de su espíritu. Dios mismo, por decirlo así, espera del hombre su acción creadora, su aportación creadora. Pero, en lugar de volver hacia Dios su imagen creadora y de entregar a Dios la libre sobreabundancia de sus fuerzas, el hombre ha gastado y destruido esas fuerzas en la afirmación de sí mismo» (ibid., 68-69).
    La paradoja no deja de ser dolorosa. El Renacimiento se inauguró con la afirmación gozosa de la individualidad creadora del hombre pero al agotarse sus virtualidades se clausuró con la negación de esa individualidad. El hombre sin Dios deja de ser hombre: tal es para Berdiaieff el sentido religioso de la dialéctica interna de la historia moderna, de la historia de los últimos cinco siglos, historia de la grandeza y decadencia de las ilusiones humanistas. Paulatinamente el hombre se fue desvinculando de sus religaciones trascendentes, y vaciada su alma, acabó convertido en esclavo, no de las fuerzas superiores, sobrehumanas, sino de los elementos inferiores e inhumanos. La elaboración de la religión humanista, la divinización del hombre y de lo humano, constituyen precisamente el fin del humanismo, su autonegación, el agotamiento de sus fuerzas creadoras. De la auto-afirmación renacentista a la auto-negación moderna.
    En nuestra época ya se ha extenuado el libre juego renacentista de las potencias del hombre, al cual debemos el arte italiano, Shakespeare y Goethe. En nuestra época se desarrollan fuerzas hostiles, que aplastan al hombre. Hoy no es el hombre quien está liberado, sino los elementos inhumanos o infrahumanos que él desatara y cuyas oleadas lo acosan por todas partes (cf. ibid. 60-62). Estamos de nuevo en presencia de esa verdad paradojal, es a saber, que cuando el hombre se somete a un principio superior, suprahumano, se consolida y afirma, mientras que se pierde cuando resuelve permanecer encerrado en su pequeño mundo, lejos de lo que lo trasciende (cf. Le sens de l’histoire..., 161-162).
    El pensador ruso ha encontrado otra formulación para explicar lo mismo. Se ha llegado a considerar el proceso de la historia moderna, afirma, como el de una progresiva y creciente emancipación. «Pero ¿emancipación de qué, emancipación para qué? Los tiempos modernos no lo han sabido. Se hubieran visto en definitiva muy apurados para decir en nombre de quién, en nombre de qué. ¿En nombre del hombre, en nombre del humanismo, en nombre de la libertad y de la felicidad de la humanidad? No se ve ahí nada que sea una respuesta. No se puede libertar al hombre en nombre de la libertad del hombre, por no poder el hombre ser la finalidad del hombre. Así nos apoyamos sobre un vacío total. Si el hombre no tiene hacia qué elevarse, queda privado de sustancia. La libertad humana aparece en este caso como una simple fórmula sin consistencia» (Una nueva Edad Media… 92-93).
    Berdiaieff creyó encontrar la mejor prueba de su aserto considerando lo acaecido en el campo del arte. El Renacimiento exaltó la imagen del hombre, su rostro clarividente, su torso musculoso, pero las corrientes estéticas del siglo xx han sometido la forma humana a un profundo quebranto, la han desvencijado. El hombre, imagen de Dios, tema obligado y excelso del arte, desaparece al fin, descompuesto en fragmentos, como se puede ver en Picasso, sobre todo en el Picasso del período cubista (cf. Le sens de l’histoire... 153-155). Algo semejante se produce en el campo de la música moderna, en la que hacen irrupción elementos caóticos.
    El mismo proceso es advertible en el campo del conocimiento. Hemos visto en qué grado la Revolución Francesa exaltó la razón del hombre, hasta llegar a endiosarla. Y recientes escuelas filosóficas no trepidaron en negar la posibilidad de que la razón humana fuese capaz de acceder a la verdad. Berdiaieff compara el proceso gnoseológico con el proceso seguido por el arte: en la gnoseología crítica hay algo que recuerda al cubismo. A fuerza de atribuir suficiencia al conocimiento no sólo para autodefinirse y autoafirmarse, sino también para develar la totalidad de los problemas, llega el hombre a la negación ya la autodestrucción de su propia capacidad de inteligir. Perdido su centro espiritual y negado el origen trascendente de su inteligencia, reflejo del Logos divino, el hombre se pierde a sí mismo y renuncia a su capacidad de entender (cf. Una nueva Edad Media... 51-53).
    Dos hombres dominan el pensamiento de los tiempos modernos, Nietzsche y Marx, que ilustran con genial acuidad las dos formas concretas de la autonegación y autodestrucción del humanismo. En Nietzsche, el humanismo abdica de sí mismo y se desmorona bajo la forma individualista; en Marx, bajo la forma colectivista. Ambas formas han sido engendradas por una sola y misma causa: la sustracción del hombre a las raíces trascendentes y divinas de la vida. Tanto en Marx como en Nietzsche se consuma el fin del Renacimiento, aunque en formas diversas. Pero en ninguno de los dos casos se ha consumado con el triunfo del hombre. Después de ellos, ya no es posible ver en el humanismo moderno un ideal esplendoroso, ya no es posible la fe ingenua en lo puramente humano (cf. N. Berdiaieff, op. cit., 40-42).
    Berdiaieff ha caracterizado de dos maneras el largo proceso de los últimos siglos. En primer lugar, dice, se ha producido un gigantesco desplazamiento del centro a la periferia. Cuando el hombre rompió con el centro espiritual de la vida, se fue deslizando lentamente desde el fondo hacia la superficie, se fue haciendo cada vez más superficial, viviendo cada vez más en la periferia de su ser. Pero como el hombre no puede vivir sin un centro, pronto comenzaron a surgir en la superficie misma de su vida, nuevos y engañosos centros. Emancipados sus órganos y sus potencias de toda subordinación jerárquica, se proclamaron a sí mismos centros vitales, avanzando el hombre, siempre más, hacia la epidermis de su existencia. En nuestro siglo, el hombre occidental se encuentra en un estado de vacuidad terrible. Ya no sabe dónde está el centro de la vida. Ni siente profundidad bajo sus pies. Entre el principio y el fin de la era humanista, la distancia es formidable y la contradicción aterradora (cf. ibid., 16).
    Asimismo Berdiaieff considera este transcurrir de la modernidad como un trágico y secular desplazamiento de lo orgánico a lo mecánico. El fin histórico del Renacimento trajo consigo la disgregación de todo cuanto era orgánico, la Cristiandad, las corporaciones, el orden político. Al comienzo, en sus primeras fases, dicha dispersión fue considerada como si se tratase de una liberación de las potencias creadoras del hombre, expeditas ahora para llevar adelante un juego autónomo. Mas no fue así, ya que dichas potencias se vieron constreñidas a subordinarse a nuevos engranajes sociales, cuyo símbolo fue la máquina, a la que debieron someterse. No es ello de extrañar ya que «cuando las potencias humanas salen del estado orgánico, quedan inevitablemente sujetas al estado mecánico» (ibid., 43).
    En relación con este tema señala Thibon que, a diferencia del hombre de la Cristiandad, impregnado de las corrientes que proceden de los otros dos mundos, es decir , asentado sobre lo elemental y coronado con lo espiritual, el hombre moderno no sólo ha perdido sus conexiones con el orden sobrenatural, sino también, en buena parte, con la naturaleza misma: «La sociedad feudal tenía echadas sus raíces en la naturaleza y en la vida por el primado de la fuerza y del coraje físico, por la pertenencia a la tierra, por la herencia y el respeto de la ley de la sangre, y recibía el influjo espiritual y religioso por el juramento, la fidelidad, el espíritu caballeresco y todas las formas de sacralización del pacto social... La parte más ostensible de la sociedad actual, con sus jerarquías, basadas en el dinero anónimo y en el Estado abstracto; sus celebridades, agigantadas por la propaganda; sus autoridades, brotadas del azar y de la intriga, corresponde exactamente al segundo tipo. Vacías de la savia de la tierra y de la savia del cielo... ¿Cómo extrañarse, en estas condiciones, de la proliferación de flores artificiales? Son las únicas que no necesitan raíces ni savia».
    Proyectemos una mirada teológica a este largo y doloroso proceso de abandono de Dios y de Cristo, así como de abdicación de la Cristiandad. El motus rationalis creaturæ ad Deum (el movimiento de la creatura racional hacia Dios), que era la fórmula ética de Sto. Tomás, se transformó en un motus rationalis creaturæ a Deo (movimiento de la creatura racional desde Dios), que es la fórmula de la modernidad. Casaubón nos ha dejado un análisis exquisito de dicho proceso desde el punto de vista filosófico y teológico, cuya lectura recomendamos (cf. A. Casaubón, El sentido de la revolución moderna, Huemul, Buenos Aires, 1966). Entre otras observaciones sumamente atinadas, señala que aun cuando este proceso haya sido altamente negativo, no se puede negar que la Revolución moderna ha producido también algunos resultados buenos. No es ello insólito, señala, ya que si las fuerzas con que cuenta el hombre, puestas por Dios en él para que se lancen a lo sobrenatural, a lo infinito, cual meta suprema de sus aspiraciones, en los tiempos modernos se abocaron casi exclusivamente a lo finito, como si éste fuese su fin último, resulta lógico que en este campo haya habido notables logros. Se refiere principalmente a los progresos técnicos y científicos. «Mas esos logros –añade–, en tanto que son hechos con espíritu de rebeldía antiteológica, son la contrapartida de las grandes pérdidas operadas en los planos ético, antropológico, filosófico, metafísico y teológico: porque aquellas potencias [la inteligencia y la voluntad], precisamente por su “conversio”, tienen, para autojustificarse, que negar el “hilo de oro” que religa todas las cosas a Dios, como reconociera con nostalgia el propio Hegel» (ibid., 74).
    Genial a este respecto la reflexión de Thibon: La locura revolucionaria, afirma, consiste en exigir lo imposible, es decir, lo infinito, a lo finito, buscar la felicidad en las contradicciones de la vida mortal, el espíritu en la materia, y lo divino en lo humano. Es exactamente el mismo imposible que la gracia nos da. Porque «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios».
    El complejo proceso de la Revolución Moderna adquiere inteligibilidad si se lo considera a la luz de la parábola del hijo pródigo. Los hombres del Renacimiento pidieron a Dios la parte de su herencia, le pidieron el libre uso de su inteligencia, de su voluntad, de sus pasiones, para usarlas a su arbitrio. Al principio se sentían felices, pletóricos de impulso creador. Pero con el tiempo esa herencia se fue dilapidando, malbaratando, y los hombres comenzaron a sentirse vacíos, a experimentar hambre, y los que se habían negado a reconocer a su Señor divino buscaban ahora amos extraños con los cuales conchavarse. Acabaron apacentando cerdos. La parábola de Cristo es dura e irónica. El hombre quiso hacerse como Dios, según se lo insinuara la tentación paradisíaca*, y acabó reduciéndose al nivel de los animales. Bien afirma Thibon que «el hombre no escapa a la autoridad de las cosas de arriba, que lo alimentan, más que para caer en la tiranía de las cosas de abajo, que lo devoran». Es lo que dijo S. Agustín: «El que cae de Dios, cae de sí mismo».
    *En 1969 dijo Jacques Mitterrand, ex gran maestre del Gran Oriente Francés, y pariente cercano del que fue Presidente de Francia: «Si el pecado de Lucifer consiste en colocar al hombre sobre el altar en lugar de colocar a Dios, todos los humanistas cometen ese pecado desde el Renacimiento». Justamente ha escrito Vega Letapié: «Si la libertad desenfrenada se deriva del pecado de soberbia del non serviam de Lucifer, podemos encontrar el origen del principio de igualdad absoluta en el pecado de envidia en que cayeron nuestros primeros padres en el paraíso, al dejarse seducir por el pecado de la serpiente: Aperietur oculi vestri et eritis sicut Dei».
    Casaubón lo expresa a su modo: «Resulta evidente que el hombre, para exaltarse a sí mismo ante Dios, Cristo, la Iglesia y el orden cósmico, ha ido negando “progresivamente” a la Iglesia primero, a Cristo luego, a Dios enseguida, a la verdad especulativa, a la moral ya la belleza por último, autonegándose y empobreciéndose por lo mismo, para ponerse como epifenómeno de la economía, o de la libido, o de la raza. Por tanto, buscándose, se ha perdido, como ya lo preveía Cristo» (El sentido de la revolución moderna... 35).

    6. Un último proyecto: el Nuevo Orden Mundial
    Hoy se ha lanzado un nuevo grito de esperanza. Tras el derrumbe del coloso soviético, que resultó un gigante con pies de barro, hay quienes piensan que hemos llegado al umbral de los tiempos paradisíacos. Tanto los occidentales como los soviéticos «convertidos», sueñan con un presente poco menos que idílico. Baker, secretario de Estado de los EE.UU., ha hablado de «una comunidad euroatlántica que se extiende de Vancouver a Vladivostok» (Discurso en el Inst. Aspen de Berlín). El dirigente político alemán Strauss ha dicho: «Podríamos encontrarnos de hecho en el umbral de una nueva era política, que ya no está dominada por Marte, el dios de la guerra, sino por Mercurio, el dios del comercio y la economía». El nuevo ideal que reunirá a la humanidad, la preocupación primordial del hombre y de las naciones, serán las riquezas, naturales o producidas... ¿Será la «Mammona» que Cristo señalaba como el «señor» contrincante de Dios? No podemos servir a dos señores.
    Tal parece ser el punto de encuentro del ex-comunismo y del capitalismo: el hedonismo, el bienestar generalizado, por virtud del mercado, y de la ideología que ha vencido y que domina al mundo a través del influjo del espectáculo y de la propaganda de alcance satelital. Lo que contará, en suma, para la unificación de Europa y del mundo, será la economía a secas, la prevalencia de lo económico, un principio que es bien visto en Occidente y hace eco a la doctrina marxista del primado de la economía, o de la infraestructura, como había dicho Marx. ¿No será por eso que la unión de Europa comenzó por la economía común, el Mercado Común Europeo? Escribía hace unos años Elías de Tejada: «Esta Europa moderna, liberal, marxistizante, capitalista, burguesa, fraguada por revolucionarios de opereta reunidos en logias masónicas o supuestamente católicas, atea o agnóstica, es la antítesis de la Cristiandad... Ni sus instituciones ni su espíritu tienen nada de común con la Cristiandad» (cf. La Cristiandad medieval y la crisis de las instituciones, en «Verbo» 278, 1987, 43).
    Recientemente un consejero del Departamento de Estado de los EE.UU., Francis Fukuyama, ha dado forma a estas ideas en su famoso ensayo «¿El fin de la Historia?» (en The National Interest, 1989), donde señala el arribo del mundo a una época terminal, el fin de la historia, no en el sentido cristiano y esjatológico, sino en un sentido inmanentístico: el fin de la historia pero dentro de la historia. Y señala cómo ya Hegel había anunciado dicho término con motivo de la victoria de las huestes napoleónicas –y con ella, del espíritu de la Revolución Francesa– sobre los Imperios centrales. Es cierto que luego aparecieron algunas excrescencias, agrega, cómo el fascismo y el nazismo, que fueron derrotados en la segunda guerra mundial, y también el comunismo, que ahora cae hecho pedazos.
    En realidad, más que a Hegel, habría que remontarse a Kant, quien se refirió a este tema en diversas obras suyas como «La paz perpetua» y sobre todo «La idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita». El ideal del cosmopolitismo, en el sentido moderno de la palabra, apareció por primera vez en el siglo XVIII, impregnando el espíritu de las dos revoluciones de dicho siglo, la norteamericana y la francesa. La idea prosiguió su curso en el siglo XIX y fue retornada por Teodoro Roosevelt, especialmente en el «Destino Manifiesto», donde se dice con toda claridad: «La americanización del mundo es nuestro destino». La tendencia a la mundialización se manifestó también en el filón socialista, esta vez sobre la base del proletariado: «Proletarios del mundo, uníos». Lenin esperaba que el capitalismo se suicidaría en brazos del socialismo. No sucedió así sino al revés. Lo que Dostoievski había predicho: de padres liberales, hijos socialistas, hoy se revierte: los hijos vuelven a sus padres.
    Las perspectivas no han por ello mejorado. En uno de sus últimos libros (Wendeszeit jür Europa?) el Cardenal Ratzinger escribe: «El derrumbe del marxismo no produce de por sí un estado libre y una sociedad sana. La palabra de Jesús según la cual al puesto de un espíritu inmundo echado vienen otros siete mucho peores (cf. Mt 12,43-45)..., se verifica siempre de nuevo en la historia». Y en un reciente discurso pronunciado en Praga (21 de abril 1991) el Santo Padre se encarga de aventar falsas ilusiones, como si el Espíritu Santo hubiese vencido juntamente con el capitalismo liberal. Lo único que ha pasado es que «un enemigo» ha caído como «una de las tantas torres de Babel de la historia».
    El actual intento apunta a una sociedad mundializada, a una nueva ecumene, una réplica de lo que fue la Cristiandad en la Edad Media, pero desacralizada. En la cumbre, los EE.UU, un poco más abajo, Japón y Alemania, y luego los demás. El mundo se irá convirtiendo en una periferia planetaria de Nueva York, dividida en una minoría que goza del «amerícan way of life» y una mayoría que hace cola esperando un paquetito de bienestar. Y entonces, con pocos años de retardo sobre su «1984», he aquí cumplida la predicción de Orwell. Tendremos finalmente el Superestado, con su gobierno mundial; el ministerio de Economía en alguna parte, entre Berlín y Tokio; el de Cultura en otro lugar, entre París y Los Ángeles; el del interior, quizás en Washington. Ya no habrá más ejércitos, ni soberanías nacionales; ya no habrá más guerras sino operaciones de policía, al estilo de la intervención norteamericana en Panamá.
    «En ese Estado homogéneo universal –escribe Fukuyama en su ensayo– todas las contradicciones son resueltas y todas las necesidades humanas son satisfechas. No hay lucha o conflicto sobre “grandes” asuntos y, consecuentemente, no hay necesidad de generales o estadistas: lo que queda es, principalmente, la actividad económica».
    Podríamos preguntarnos cuál será la sustancia filosófica del Nuevo Orden Mundial. Pensamos que el ideal del paraíso en la tierra. No deja de resultar notable que cuando Gramsci intentó definir la esencia del marxismo, no la hizo residir en su concepción económica, política o social, sino en una suerte de cosmovisión en torno a un fundamento que sirve de pedestal para todo lo demás: el principio de la inmanencia. Pues bien, pensamos que en este principio podrán comulgar tanto los ex-marxistas como la burguesía occidental. Al fin y al cabo Marx predicó «el paraíso en la tierra « y Occidente lo trató de traducir en los hechos con Su teoría del consumismo hedonístico (cf. a este respecto el artículo de A. Caturelli, El principio de inmanencia y el Nuevo Orden del Mundo, en «Gladius» 22, 1991, 87-130).
    Si es cierto que, como afirman diversos autores, no pueden existir hombres o pueblos sin religión, cabe preguntarse cuál será la religión del Nuevo Orden Mundial. Hay quienes creen que será la llamada , Nueva Era. Refiérese dicha denominación a la llamada «Era de Acuario», que comenzaría en el próximo milenio, sustituyendo a la «Era de Piscis»*. No podrá haber un gobierno mundial sin una religión mundial. A ese propósito opina el politicólogo francés Gilbert Siroc: «Esta religión no puede ser ninguna de las religiones existentes, sino alguna secta o movimiento que no tenga por centro a Dios, sino al hombre. Al hombre con facultades mentale s extraordinarias, unido a los Hermanos del Espacio, y nunca a Dios ni a las potestades espirituales». La New Age es una religión esencialmente ecléctica, con un poco de cada religión tradicional, incluida la católica. Pero no «teocéntrica», sino «antropocéntrica», como el mundo al que quiere dar alma.
    *Como se sabe, en la Iglesia primitiva el pez era el símbolo de Cristo. Terminará, pues, la era de Cristo, con sus ataduras, sus miedos, las ideas de culpa y de castigo, de sometimiento a Dios. Sobre la New Age, lo mejor que hemos leido es Medard Kehl, «Nueva Era» frente al cristianismo, Herder, Barcelona, 1990.
    Un Superestado, una sola religión, un totalitarismo de nuevo estilo, quizás con guantes blancos. Lo profetizaron no sólo Orwell, sino también Benson, Soloviev, y más recientemente Del Noce en su gran obra «II suicidio della Rivoluzione»*. Frente a este nuevo totalitarismo, el enemigo ya no será el fascista, ni el burgués, ni el comunista, sino el hombre de la trascendencia, es decir, todos aquellos que piensen que este mundo no es el definitivo, que el ser humano no es la realidad suprema, que la historia no es la metahistoria. A este hombre –aguafiesta en el festín de la inmanencia– quizás no se lo mande a ningún nuevo Gulag. Pero será marginado, o internado en un hospital psiquiátrico.
    *Un escritor italiano, Domenico Settembrini, cuenta que una vez Del Noce dijo: «Saben perfectamente cuánto detesto el comunismo. Pues bien, antes que vivir en esta sociedad, prefiero el comunismo». Mostraba cuán grande fuese su malestar por tener que vivir en una sociedad secularizada y consumista hasta la médula, como es la Italia de hoy (cf. en «Il Sabato» 2 de mayo 1991, 58).
    El Santo Padre está altamente preocupado por este tema. Precisamente convocó hace poco un Sínodo de los Obispos de Europa, en buena parte para encarar el futuro de dicho continente, ya través de él, de todo el mundo. A raíz del conflicto del Golfo y de la alineación de las naciones europeas detrás de los EE.UU., decía un obispo holandés: «Sin el alma, Europa estará condenada a hacer de comparsa». Y el Cardenal Groer, arzobispo de Viena, afirmaba en un reportaje: «Este sueño de la unidad europea, si carece de una fuerte connotación cristiana, corre el riesgo de transformarse en una pesadilla. Nos estamos moviendo hacia una enorme concentración de poder y no sabemos cómo será administrado. La unidad europea –me da la impresión– también podría facilitar el camino del advenimiento de un Gran Maestro, como describió Benson, o como lo plasmó Soloviev. El riesgo es más real de lo que puede parecer: una Europa unida y descristianizada puede transformarse en un ejemplo terrorífico de nuevo colectivismo, ejerciendo un dominio total sobre las conciencias obnubiladas por el hedonismo de masa. Sería el reino de la fría brutalidad, un reino infernal» (cf. «Esquiú», 1º de septiembre 1991).
    En sus viajes apostólicos al Este, a los países antes sometidos a la Unión Soviética, el Papa los ha exhortado a no dejarse diluir en una Europa sin fronteras y sin religión sino velar sobre «esta soberanía fundamental que cada Nación posee en virtud de la propia cultura... No permitáis que esta soberanía se vuelva presa de cualquier interés político o económico, víctima de hegemonías».
    En fin, frente a este nuevo espejismo histórico, último jalón, hasta ahora, del proceso de la Revolución Anticristiana, nos parecen altamente apropiadas las palabras del Cardenal Henri de Lubac: «No es verdad que el hombre no puede organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que, sin Dios, a fin de cuentas no puede organizarla sino contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano».
    La sociedad que patrocina el Nuevo Orden Mundial, lo confiesa Fukuyama, no será una sociedad feliz. «El fin de la historia –escribe en su ensayo– será un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la vida de uno por un fin puramente abstracto, la lucha ideológica mundial que pone de manifiesto bravura, coraje, imaginación o idealismo, serán reemplazados por cálculos económicos, la eterna solución de problemas técnicos, las preocupaciones sobre el medio ambiente y la satisfacción de las demandas refinadas de los consumidores. En el período post-histórico no habrá arte ni filosofía: simplemente la perpetua vigilancia del museo de la historia humana». Se acabará la patria y la religión (a lo más restringida esta última al seno de la familia); no habrá filosofía, ni coraje, ni idealismo alguno»... Una gran infelicidad dentro de la impersonalidad y vacuidad espiritual de las sociedades consumistas liberales», agrega el pensador japonés (cf. reportaje en «Somos» 9 de diciembre 1991, 26). ¡Qué acertado estuvo Dostoievski cuando profetizó que la humanidad perecería no por guerras sino de aburrimiento y de hastío! De un bostezo, grande como el mundo, saldrá el Anticristo.

    II. Rehacer la Cristiandad
    Frente al secular proceso del mundo moderno, o mejor, de la Revolución Moderna, caben diversas actitudes.
    Algunos se contentan con ser meros espectadores de los hechos, pensando que la historia tiene un curso poco menos que ineluctable, y que si se quiere ser «moderno» hay que aceptar el devenir de la historia, o dejarse llevar por lo que De Gaulle diera en llamar «le vent de l’histoire». Cosa evidentemente nefasta, y que pareciera presuponer la idea de que la historia es una especie de engranaje que se mueve por sí mismo, independientemente de los hombres, cuando en realidad la historia es algo humano, la hacemos los hombres, y su curso depende de la libertad humana, presupuesta, claro está, la Providencia de Dios.
    Otros piensan que hay que aceptar las grandes ideas del mundo moderno, si bien complementándolas con elementos de la espiritualidad cristiana. Tal sería, en líneas generales, por supuesto, el proyecto de la «Nueva Cristiandad» esbozado por J. Maritain. Resumamos su posición, que ha tenido gran influjo en amplios sectores de la Iglesia.
    Para Maritain la civilización cristiana medieval fue una verdadera civilización cristiana, concebida, dice, sobre «el mito de la fuerza al servicio de Dios»; la futura que él imagina, también es verdadera civilización cristiana, pero en base al «mito de la realización de la libertad». La Cristiandad que él sueña no brotará tanto del encuentro armonioso de la autoridad espiritual y del poder temporal, jerárquicamente asociados, sino de un futuro Estado laico o profano, al que la Iglesia hace llegar algunas influencias. Aquella unión, la del Medioevo, es para Maritain algo meramente teórico, irrealizable en la historia, una doctrina que vale como principio especulativo pero no práctico, no factible en la realidad. Ha expuesto tales ideas principalmente en sus obras «Réligion et Culture», «Du Régime Temporel», «Humanisme Intégral», «Primauté du Spirituel».
    La tesis propugnada por Maritain se basa en un presupuesto fundamental, a saber, la valoración positiva de la Revolución moderna. Para el filósofo francés, el gran proceso histórico que va del Renacimiento al Marxismo implica un auténtico progreso en una dirección determinada, y si bien dicho progreso no es automático y necesario, en cuanto que puede ser contrariado momentáneamente, lo es en cuanto que hay que creer, si no se quiere virar hacia la barbarie, en la marcha hacia adelante de la Humanidad.
    Se trata, pues, de asumir el proceso de los últimos siglos. ¿Cómo hacerlo? A juicio de Maritain, junto al cristianismo entendido como credo religioso, hay un cristianismo que es fermento de vida social y política, portador de esperanza temporal, que actúa en las profundidades de la conciencia profana, e incluso anticristiana. Y así escribe: «No fue dado a los creyentes íntegramente fieles al dogma católico, sino a los racionalistas proclamar en Francia los derechos del hombre y del ciudadano; a los puritanos en América dar el último golpe a la esclavitud; a los comunistas ateos abolir en Rusia el absolutismo del provecho propio» (Christianisme et Démocratie en Oeuvres Completes, vol. VII, Ed. Univ., Fribourg, Suisse, y Ed. Saint-Paul, Paris, 1988, 722). Con ello quiere afirmar que la obra realizada por la Revolución francesa y la Revolución soviética, al menos en algunos de sus principales logros, si bien ha sido llevada a cabo por racionalistas y comunistas, es en el fondo una obra «de inspiración cristiana».
    Maritain piensa que la ciudad futura, la «Nueva cristiandad», será una síntesis de la ciudad libertaria americana y de la ciudad comunista soviética. EE.UU. aportará su amor a la libertad, que ya existía en el espíritu de los Pilgrim Fathers, si bien corrigiendo su peligro de libertinaje y búsqueda del lucro, y Rusia aportará su comunitarismo y su mística del trabajo, si bien deberá corregir su totalitarismo colectivista. ¿No se parece esto al Nuevo Orden Mundial de que hablamos poco ha?
    Un cristianismo como fermento y no como credo: tal parecería ser la fórmula de Maritain en lo que hace al influjo de la Iglesia en la sociedad. Y ello entendido no como «tolerancia» de algo a lo mejor inevitable, sino como «bendición» de un mundo llegado por fin a su mayoría de edad. Su «Nueva Cristiandad» es esencialmente distinta de la Cristiandad medieval.
    Para Maritain, la Edad Media era ingenua, con ciertos ribetes infantiles o adolescentes. Los pueblos de hoy, en cambio, han alcanzado su madurez, no necesitando ya de «tutores», aunque entre éstos se cuente la Iglesia. Esta mayoría de edad está vinculada con la tesis de la «autonomía que ha alcanzado el orden profano o temporal, en virtud de un proceso de diferenciación y que no permite considerarlo Como ministro de lo espiritual» (Humanisme Intégral, en Oeuvres Completes, vol. VI, Ed. Univ., Fribourg, Suisse, y Ed. Saint-Paul, Paris, 1984, págs. 490-491). Quien entre nosotros ha estudiado mejor el pensamiento de Maritain es el P. Julio Meinvielle (cf. sobre todo De Lamennais a Maritain, Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1945).
    Huelga decir que no podemos compartir la posición de Maritain. A nuestro juicio, el gran proceso de la Revolución Moderna, que más allá de sus distintos jalones constituye una unidad, una sola gran Revolución, en diversas y sucesivas etapas, debe ser considerado en su conjunto como un proceso de decadencia, no de maduración. No se trata de un proceso dialéctico de negaciones sucesivas, sino de un desarrollo progresivo y sustancialmente en la misma dirección.
    Desde mediados del siglo XVIII la Iglesia ha venido condenando las sucesivas manifestaciones de la Revolución. Una y otra vez el Magisterio ha reiterado su juicio sobre lo que dio en llamar «el mundo moderno», entendido, como es obvio, no en sentido cronológico –siempre el mundo es moderno– sino axiológico. Podríamos alinear encíclicas, documentos, alocuciones de los Papas en el mismo sentido. Alguno podrá creer que el último Concilio, el Vaticano II, ha cambiado el juicio de la Iglesia sobre el mundo moderno.
    Quizás la clave de este aparente viraje nos lo ofrece Pablo VI cuando, en su solemne alocución del 7 de diciembre de 1965, con motivo de la clausura del Concilio, dijo: «Para apreciarlo dignamente [al Concilio] , es menester recordar el tiempo en que se ha llevado a cabo; un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo en que el olvido de Dios, que parece, sin razón, sugerido por el progreso científico, se hace habitual; un tiempo en que el acto fundamental de la personalidad humana, más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse en favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo en que el laicismo aparece como la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta filosofía de la ordenación temporal de la sociedad; un tiempo, además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de desolación; un tiempo, finalmente, que registra –aun en las grandes religiones étnicas del mundo– perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas». Y poco después agrega: «El humanismo laico y profano ha aparecido fínalmente en toda su terrible estatura y, en cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión de Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios».
    ¿Por qué entonces, se dirá, el Concilio se ha inclinado con simpatía sobre ese mundo revolucionario? En esa misma alocución el Papa nos da la respuesta: «La antigua historia del Samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio». Es decir, se ha inclinado hacia ese mundo no para bendecir sus errores sino para curar sus llagas.
    Vistas las cosas con la perspectiva que nos ofrece la historia nos parece que acierta Berdiaieff cuando dice que hoy vivimos, no tanto el comienzo de un mundo nuevo, cuanto el término de un mundo viejo y caduco. Recuerda nuestra época el fin del mundo antiguo, la caída del Imperio Romano, el agotamiento de la cultura grecolatina. Ya no podemos creer –tras Hiroshima y el Gulag– en las teorías del progreso que sedujeron al siglo XIX, y según las cuales el futuro debía ser cada vez mejor, más humano, más vivible que el pasado que se aleja. «Más bien nos inclinamos a creer –escribe Berdiaieff– que lo mejor, lo más bello y lo más amable se encuentra, no en el porvenir, sino en la eternidad, y que también se encontraba en el pasado, porque el pasado miraba a la eternidad y suscitaba lo eterno» (Una nueva Edad Media… 11).
    Pero enseguida el pensador ruso agrega que no se trata de volver tal cual a la Edad Media sino a una nueva Edad Media, como lo ha dejado en claro al elegir el título para su gran libro. Nosotros preferiríamos decir: no una vuelta a la Edad Media, cosa imposible en sí, sino una vuelta a la Cristiandad. Sería ridículo, y por cierto que no es eso lo que propicia Berdiaieff, pretender un retorno liso y llano a la Edad Media: no podemos volver a vestirnos como los caballeros, ni restaurar el mester de clerecía y los cantos de los juglares. Menos aún nos es lícito experimentar nostalgia por los defectos del Medioevo. Nuestro anhelo de rehacer la Cristiandad incluye la corrección de los errores que mancharon aquella Edad gloriosa, y el aprovechamiento de los progresos técnicos de los últimos siglos, que de por sí son neutros y pueden ser bien utilizados. Berdiaieff es categórico: «¿Bajo qué aspecto se nos presenta la nueva Edad Media? Es más fácil tomar de ello los rasgos negativos que los rasgos positivos. Es, ante todo, el fin del humanismo, del individualismo, del liberalismo formalista de la civilización moderna, y el comienzo de una época de nueva colectividad religiosa... He aquí el paso del formalismo de la historia moderna, que al fin y al cabo nada ha escogido, ni Dios ni diablo, al descubrimiento de lo que constituye el objeto de la vida» (ibid., 114-115).
    Aquello a lo que aspiramos es a volver al meollo de la Cristiandad, a ese espíritu transido de nostalgia del cielo, a esa cultura que empalma con la trascendencia, a esa política ordenada al bien común, a ese trabajo entendido como quehacer santificante, volver a la verticalidad espiritual que fue capaz de elevar las catedrales, a la inteligencia enciclopédica que supo elaborar summas de toda índole, volver a aquella fuerza matriz que engendró a monjes y caballeros, que puso la fuerza armada al servicio no de la injusticia sino de la verdad desarmada, volver al culto a Nuestra Señora, ya la valoración del humor y de la eutrapelia.
    Tender a una nueva Cristiandad significa hacer lo posible para que la política, la moral, las artes, el Estado, la economía, sin dejar de ser tales, se dejen penetrar por el espíritu del Evangelio. ¿No significará acaso convertirse en reaccionario incubar un anhelo semejante?, se pregunta Berdiaieff. Y contesta admirablemente que lo que sí podría considerarse como propiamente «reaccionario» es la voluntad de retroceder a un pasado próximo, al estado de espíritu ya la manera de vivir que reinaban hasta el momento de un reciente trastorno. «Así, después de la Revolución francesa, era extremadamente reaccionario querer volver a la organización material y espiritual del siglo XVIII, organización que había precisamente engendrado la revolución; pero no era reaccionario querer volver a los principios medievales, a lo que en ellos hay de eterno, a lo que hay de eterno en el pasado. No se vuelve a lo que en el pasado es demasiado temporal, demasiado corruptible, pero puede volverse a lo que en él hay de eterno. Lo que en nuestros días debería considerarse reaccionario, sería una regresión a esos principios de los tiempos modernos que triunfaron definitivamente con la sociedad del siglo XIX y que vemos hoy descomponerse... El viejo mundo que se descompone y al que no puede volverse, es positivamente el de la historia moderna, con sus luces racionalistas, con su individualismo y su humanismo, su liberalismo y sus teorías democráticas, con su monstruoso sistema económico de industrialización y de capitalización, con la concupiscencia desenfrenada, su ateísmo y su soberano desdén del alma, su enfrentamiento de clases. ¡Ah! ciertamente volveríamos a entonar las palabras del canto revolucionario: “Reneguemos el viejo mundo” [se refiere, según creemos, a un himno del repertorio soviético], pero comprendiendo, con el nombre de viejo mundo, ese mundo de los tiempos modernos abocado a la destrucción» (Una nueva Edad Media... 85-86).
    Parecería una utopía soñar hoy con un renacimiento de la Cristiandad. También debió parecerlo pensar en ella, proyectarla, aunque más no fuera que con la imaginación, en la época de las catacumbas, o en el transcurso de las invasiones bárbaras. Y sin embargo, según lo dijimos al comienzo de este curso, tanto en uno como en otro caso; los mejores cristianos de aquellos tiempos jamás renunciaron a dicho proyecto, aun cuando no fuese posible de ser concretado inmediatamente. La llama de ese ideal nunca se perdió, al menos en la mente de los grandes, como por ejemplo S. Agustin, quien en medio de las tinieblas y los desastres de su época, escribió su luminosa obra «De Civitate Dei», que sería el libro de cabecera de la Cristiandad medieval.
    A ello hay que apuntar, aun hoy, en medio de la situación dramática en que nos toca vivir. Hacemos nuestras las vibrantes palabras de Berdiaieff: «Y nosotros debemos sentirnos no solamente los últimos romanos fieles a la antigüedad, eterna verdad y belleza, sino también los centinelas vueltos hacia el día invisible creador del futuro, cuando se levante el sol del nuevo Renacimiento cristiano. Quizás este Renacimiento se manifestará dentro de las catacumbas, no produciéndose más que para algunos. Quizás no tendrá lugar más que con el fin de los tiempos. No nos incumbe el saberlo. Pero lo que sí sabemos firmemente, en cambio, es que la luz eterna y la belleza eterna no pueden ser destruidas ni por las tinieblas ni por el caos. La victoria de la cantidad sobre la calidad, de ese mundo limitado sobre el otro mundo, es siempre ilusoria. Por lo tanto, sin temor y sin desaliento, debemos pasar del día de la historia moderna a esa noche medieval. Que se retire la falsa y mentirosa claridad» (ibid., 70).

    III. Los posibles aportes de Hispanoamérica
    Como quiera que el fin de este curso coincide con el año Centenario del Descubrimiento de América, nos parece adecuado cerrarlo aludiendo a dicho acontecimiento en relación con el tema de la Cristiandad.
    La España que nos conquista es la España de los Reyes Católicos, la de Isabel y Fernando; la España que nos educa es la España de Carlos V, ante todo, quien retomó la antigua noción romana de Imperio, según la cual todos los hombres eran considerados al modo de una gran familia, pero transfigurada por la idea de Imperio Católico como marco temporal de la expansión misionera del mensaje evangélico, entendiendo continuar el Imperio Carolingio y el Imperio Romano-Germánico; y también de Felipe II, bajo cuyo reinado «la cristiandad iberoamericana alcanzó su plenitud», según dice Caturelli en el magnífico libro que dio a luz en homenaje al Quinto Centenario (El Nuevo Mundo. El Descubrimiento, la Conquista y la Evangelización de América y la Cultura Occidental, Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla y Ed. Edamex, México, 1991, 357). Es la España del llamado Renacimiento español, que poco tiene que ver con el espíritu renacentista italiano o europeo, y cuyo mejor símbolo parece ser el Escorial, aquel edificio tan sobrio como imponente, edificado según los cánones arquitectónicos de los tiempos nuevos. España resurgió de su secular Reconquista con espíritu de Cristiandad. Podríase decir que cuando el Medioevo declinaba o directamente era erradicado en otros países de Europa, encontró un hogar acogedor en nuestra Madre Patria. Los mejores valores de la cultura grecolatina, asumidos por el Catolicismo, parecieron concentrarse en España y desde allí se irradiaron hasta nosotros.
    Hace una década Claudio Sánchez Albornoz, quien vivió muchos años en Buenos Aires, y recorrió diversas naciones de Hispanoamérica, escribió un libro notable sobre el tema que nos ocupa (La Edad Media española y la conquista de América, Cultura Hispánica, Madrid, 1982). «Sólo un pueblo sacudido por un desorbitado dinamismo aventurero –dice allí el fogoso historiador español–, tras siglos de batallas y de empresas arriesgadas, y con una hipersensibilidad religiosa extrema, podía acometer la aventura». De donde deduce que «América fue descubierta, colonizada, cristianizada y organizada como proyección de la singular Edad Media que padeció o gozó España». Más aún, no trepida en afirmar que «si los musulmanes no hubieran puesto pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América... La Reconquista es clave de la historia de España y raíz profunda, vivaz, magnífica, de la empresa de América».
    Y se explaya en su aserto. Durante siete siglos, «desde las peñas de la zona cántabro-astur, hasta Granada, con tristes intervalos y no pocos retrocesos temporales, la cristiandad hispana fue reconquistando el solar nacional». Pero la Reconquista no fue sólo el crisol del alma española, sino también su mejor preparación para la gesta de América: «Porque en el transcurso de la historia medieval, ningún pueblo de Occidente había tenido un entrenamiento parejo al de las gentes hispanas en aventuras conquistadoras y colonizadoras».
    El español vivió su Edad Media poniéndose frente a Dios en la actitud del caballero ante su señor, actitud que conservaría de cara a la hazaña de la conquista de América. Sánchez Albornoz pone en boca del hombre hispano la plegaría del vasallo feudal: «Soy tu espada, Señor, estoy combatiendo a tus enemigos y llevando tu nombre a nuevas tierras. Llevo tu cruz en mis banderas, a Ti consagro mis conquistas. Tu madre es la mía, y ella es también mi Dama, Nuestra Señora. Soy tu siervo, Señor, te rindo pleitesía; ayúdame a extender tu santo nombre ya honrar a Nuestra Señora, a los ángeles ya los santos varones que te sirvieron ayer...»
    El 2 de enero de 1492, en las almenas de Granada se alzó la enseña de Cristo, mientras que el estandarte de la Media Luna era arriado. En el mismo año, las carabelas avistaban América, precisamente el 12 de octubre, aniversario de la aparición de Nuestra Señora a Santiago, en el Pilar de Zaragoza.
    Es cierto que aquellas palabras de León XIII: «Hubo un tiempo en que...», que nosotros elegimos como umbral para el presente curso, se refieren directamente a la Cristiandad medieval. Sin embargo, como observa Caturelli, con derecho podemos aplicarlas a la Cristiandad que realizó España. «Después de la ruptura de la Reforma –escribe el filósofo cordobés–, la hispanidad de los Reyes Católicos, del Cardenal Cisneros y de los grandes Austrias, incluida Iberoamérica, constituía una cristiandad. Toda la sociedad hispanoamericana estaba impregnada del espíritu y la doctrina de la Iglesia Católica y se expresaba en sus leyes (téngase presente el admirable monumento de las Leyes de Indias), en sus instituciones tanto peninsulares cuanto americanas (las Indias de la tierra) , realmente vividos por todas las capas de la sociedad» (El Nuevo Mundo… 345).
    ¿No se muestra acaso medieval España por sus hazañas en América, por su reciedumbre, casi sobrehumana, yendo y viniendo sus soldados y sus misioneros a través de mares, montañas, selvas, desiertos, ríos y llanuras? Los siglos de lucha y esfuerzo contra el enemigo musulmán habían templado los espíritus y los cuerpos de sus guerreros, de sus labriegos, de sus misioneros y aun de sus místicos. El «honor», que como hemos visto tanto caracterizó al alma medieval, fue la columna vertebral del Descubrimiento y Conquista de América.
    La Edad Media, o mejor, el espíritu medieval, había encontrado en España el humus que necesitaba para fructificar. Aun recientemente Unamuno así lo reconocía: «Yo me siento con un alma medieval y se me antoja que es medieval el alma de mi patria; que ha atravesado ésta a la fuerza por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo sí de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la esencia española de aquellos tiempos que llaman caliginosos».
    España nos trajo el Cristianismo y la Cristiandad. Nos trajo el Cristianismo, ante todo. «América celebra la llegada de la fe», dijo recientemente el Papa refiriéndose al aniversario que conmemoramos. Es la España que vino a proclamar la Buena Nueva a los indios, levantando templos dignos de la gloria de Dios y administrando sacramentos a los nuevos hijos de la Iglesia. Pero España nos trajo también la Cristiandad, porque evangelizó la política, enraizándola en un proyecto abierto a la trascendencia y suscitando gobernantes que se preocuparon por el bien común, como entre nosotros Hernandarias; evangelizó la cultura, creando Universidades y colegios por doquier , donde se enseñaban las ciencias naturales y sobrenaturales; evangelizó el arte, posibilitando la aparición de escuelas estéticas locales y obras de gran nivel, como las del arte cusqueño, etcétera.
    Juan Pablo II lo ha expresado con palabras encendidas: «Era el prorrumpir vigoroso de la universalidad querida por Cristo –“Id y haced discípulos a todas las naciones”– para su mensaje. Este, tras el concilio de Jerusalén, penetra en la Ecumene helenística del Imperio Romano, se confirma en la evangelización de los pueblos germánicos y eslavos (ahí marcan su influjo Agustín, Benito, Cirilo y Metodio) y halla su nueva plenitud en el alumbramiento de la cristiandad del Nuevo Mundo» («Pasado y futuro de la evangelización de Iberoamérica», Alocución a los obispos del CELAM, Santo Domingo, 12 de octubre 1984).
    Quizás el ejemplo más relevante de Cristiandad haya sido el que nos ofrecieron los Padres de la Compañía de Jesús en ese gran experimento sagrado que fueron las reducciones de los indios guaraníes, donde todo el orden temporal –trabajo, cultura, arte, familia, matrimonio, propiedad–... se veía vivificado por el espíritu del Evangelio. Basta con observar los restos que nos quedan de aquellos pueblos para advertir dicha preocupación: la casa de Dios, alta, espléndida, una catedral comparable con las europeas, se eleva verticalmente por sobre las casas de los hombres, como si desde su campanario estuviese imprimiendo sentido sobrenatural a todas las actividades naturales. Los treinta pueblos guaraníticos constituyeron una auténtica Cristiandad.
    España se transplantó a nuestras tierras y en ellas se arraigó. García Lorca ha señalado expresivamente la diferencia que en este sentido separa la colonización española de la inglesa: «Nueva York es la gran mentira del mundo... Los ingleses han llevado allí una civilización sin raíces. Han levantado casas y casas, pero no han ahondado en la tierra... Así como en la América de abajo nosotros dejamos a Cervantes, los ingleses en la América de arriba no han dejado a su Shakespeare».
    Así fuimos engendrados. Tal es nuestra matriz. Por eso, tanto el liberalismo como el marxismo apenas si han logrado echar raíces en el alma de nuestro pueblo. De ahí la insistencia de ambos para que olvidáramos nuestros orígenes y mirásemos hacia otros modelos, que antes pudo ser la Unión Soviética, y ahora los Estados Unidos. El primer paso para la instauración de cualquier ideología ajena al ser nacional es provocar el desarraigo, que se traduce, positivamente, en el proyecto de «colonización cultural». Hoy se nos exhorta a integrar el Primer Mundo, y a través de él, el Nuevo Orden Mundial. Por eso, ahora más que nunca, se hace necesario destacar aquello que nos diferencia del país hegemónico, lo cual ha expresado con notable sinceridad el norteamericano Waldo Frank, en su «Mensaje a la América Hispánica», hecho público en Madrid en 1930: «Vosotros [por los hispanoamericanos] habéis sido menos zapados por la fea Edad Moderna, menos corrompidos por el falso humanismo y racionalismo. Estáis más cerca del sentido de la vida humana, como drama trágico y divino, pues estáis más cerca de la Edad Media Cristiana, en que todos los valores de Judea, Grecia y Roma, formaron parte de un organismo cósmico. Tenéis valores, mientras que nosotros sólo tenemos entusiasmos» (Cit. en A. Buela, El sentido de América. Seis ensayos en busca de nuestra identidad, Ed. Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1990).
    La Hispanidad es quizás la alternativa valedera que estamos en condiciones de presentar frente al Nuevo Orden Mundial. Ya Pío XII pensaba que el mundo hispánico podía constituir una disyuntiva a los grandes bloques de nuestro tiempo. «España tiene una misión altísima que cumplir –dijo en una de sus alocuciones–, pero solamente será digna de ella si logra totalmente de nuevo encontrarse a sí misma en su espíritu tradicional y en aquella unidad que sólo sobre tal espíritu puede fundarse. Nos alimentamos, por lo que se refiere a España, un solo deseo: verla una y gloriosa, alzando en sus manos poderosas una Cruz rodeada por todo este mundo que, gracias principalmente a ella, piensa y reza en castellano, y proponerla después como ejemplo del poder restaurador, vivificador y educador de una fe»... (Alocución del 17 de diciembre 1942).
    Y hace poco, Juan Pablo II, en uno de sus viajes a España, lanzó una convocatoria en el mismo sentido, si bien dirigida a toda Europa, pero desde Compostela, corazón espiritual de la hispanidad: «Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes». Lo que así comenta Caturelli: «Es evidente que aquella ‘presencia benéfica’, la más profundamente benéfica ha sido la evangelización de todo un continente por obra de los misioneros de la España Católica. Pero la Europa de hoy, atrapada en la dialéctica producción-consumo y en el secularismo hedonista de la unión europea del Mercado Común (una suerte de anti-Cristiandad) está, por ahora, completamente sorda» (El Nuevo Mundo... 360).
    Levantemos, pues, las banderas de nuestra tradición nacional, greco-latina-hispánica-católica. Nuestra época, a pesar de su aparente triunfalismo, es una época de naufragio. No podemos permanecer como espectadores mudos. Es preciso actuar. Ante todo salvando, en la medida de nuestras fuerzas, los valores que hemos recibido y que todavía sobreviven. Transmitirlos a la siguiente generación. Y así como en este curso hemos hecho memoria de la Cristiandad medieval, evocando el verbo de S. Bernardo, la epopeya de las Cruzadas, el canto gregoriano, la política de S. Luis, las grandes Summas doctrinales de Sto. Tomás y de S. Buenaventura, las universidades y corporaciones, hagamos también profecía, proyectando en el horizonte de la historia el ideal de la Cristiandad que, por supuesto, se dará en formas nuevas, si bien en su sustancia igual a aquélla, ya que la Cristiandad no es otra cosa que el Reinado Social de Jesucristo, la impregnación evangélíca de la sociedad.
    «No, la civilización no está por inventarse –dijo S. Pío X–, ni la ciudad por construirse en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católíca. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sobre sus naturales y divinos fundamentos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo».
    Frente a un mundo que se encarniza con la idea misma de filosofía cristiana, de costumbres cristianas, de política cristiana, de cultura cristiana, y hasta de derecho natural, alentemos el renacimiento de un orden temporal vivificado por el espíritu del Evangelío, absolutamente diverso del mundialismo hedonista e inmanentista que se pretende instaurar. Hagamos eco a las palabras de Juan Pablo II: «Que se abran las puertas, todas las puertas, las de la política, de la economía, de la cultura, del arte, al Cristo Salvador».
    http://www.gratisdate.org/fr-fundacion.htm

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