II – Orán, Bugia y Trípoli

No abandonaba el cardenal Cisneros su idea de dilatar la fe de Jesucristo y el imperio de España a todo lo largo de la costa africana, hasta los Santos Lugares de Palestina, y por lo mismo convenció al Rey Católico de la necesidad de aprestar una poderosa expedición para dar comienzo a la obra. Diole oídos Don Fernando de Aragón, y para descargar sobre él todas las responsabilidades, le nombró capitán general de África (abril de 1509).
Mostraba el cardenal una actividad vertiginosa y no podía llegar a más su entusiasmo bélico, poniendo en los preparativos «tanta afición y cuidado—escribe Mariana, exactísimo en esta parte, —como si desde niño se criara en la guerra».

Organizóse la escuadra en Cartagena; componíase de diez galeras con otras ochenta velas, entre grandes y pequeñas; hízose la masa en aquel mismo puerto y resultó haberse alistado más de 14.000 hombres, de a pie y de a caballo, entre ellos 880 lanzas.
Hubiera deseado Cisneros que ejerciera el mando de las tropas el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, pero fue vano su empeño, pues en manera alguna era persona grata al Rey de Aragón, regente de Castilla, y esto desde hacía ya largos años, por lo cual, y a pesar de sus eminentísimos servicios, tenía arrinconado ya en Loja, ya en Valladolid y otras capitales al héroe de Garellano y Ceriñola.
Por esta razón fue confiada la jefatura militar de la expedición al conde Pedro Navarro, que no se creía menos que Córdoba, y había naturalmente de mostrarse resentido con Cisneros, primero por tener que ponerse a las órdenes de un fraile, y en segundo lugar por constarle su porfía en que fuese nombrado general de la expedición el ilustre conquistador de Nápoles.
Mandaban la infantería y la caballería don Alonso de Granada Venegas, la artillería Diego de Vera, la escuadra el coronel Jerónimo Vianelo y ejercían otros cargos el insigne capitán Gonzalo de Ayora, primer organizador de la nueva infantería española, Villarroel y algunos no menos notables jefes, y figuraban en el cuartel general de Navarro buen número de caballeros aventureros de diversas naciones.

Hízose a la vela la expedición el 16 de mayo de 1509, y pocos días después anclaba, por la noche, en Mazalquivir, designada como base de operaciones.
Ya en tierra hizo saber Cisneros que el objetivo era la toma de Orán, en el reino de Tremecen, habitada por 6.000 vecinos, bien fortificada, asentada sobre el mar en forma de anfiteatro, a 225 kilómetros de la capital del citado reino.
Aunque nada tenía Orán de arquitectónica era, en cambio, una ciudad de grande importancia comercial, figurando en este concepto entre los más opulentos emporios de la costa berberisca. Allí concurrían gran número de mercaderes catalanes y genoveses, y de continuo llegaban a sus aguas las galeras venecianas, cargadas de la especiería procedente de Alejandría y de Egipto. Aparte de esto, constituía Orán una constante amenaza para las costas andaluzas y de Levante, por la gran flota de bergantines y fustas de que disponía.

Ya desembarcada la expedición al siguiente día, pasó revista Cisneros a las fuerzas de su mando, que desfilaron en cuatro escuadrones, con la caballería en los flancos.
Emprendióse en seguida la marcha sobre Orán, yendo delante Cisneros, caballero en una mula, con la espada ceñida sobre su sayal de franciscano y precedido de un fraile de esta Orden, a caballo, portante de la cruz.
Pronto aparecieron grandes masas de moros dispuestas a cerrar el paso a los españoles; mandó Cisneros hacer alto, y puesto delante de las tropas, las arengó en vibrantes frases. Sin embargo, apresuráronse cuantos le rodeaban a rogarle se retirase a Mazalquivir en vez de colocarse a la cabeza, y rezara allí por su triunfo, mientras ellos se lanzaban al asalto; negábase a ello enérgicamente Cisneros, pero al fin se le pudo convencer y regresó a su punto de partida.

Eran las tres de la tarde cuando, a la señal de atabales y clarines, comenzaron a subir monte arriba las fuerzas, al mando de Navarro, que iba al frente. Esperaba, en lo alto el enemigo en número de 12.000 combatientes, aunque de continuo se les juntaban nuevos refuerzos, y empezaron a lanzar flechas y piedras y a hacer rodar enormes rocas por la ladera. Comenzó a escaramuzar la caballería por las faldas de la sierra; hizo Diego de Vera jugar la artillería; trepaba cada vez más hacia la cumbre la infantería, empeñándose una lucha cuerpo a cuerpo entre moros y cristianos. Ya cerca de la cima detuviéronse éstos para saciar su sed en unos caños que allí había; arrastraron los artilleros sus falconetes y bombardas hasta lo más alto, comenzando a disparar pelotas; arrojáronse los soldados con sus espadas sobre la morisma y en poco tiempo quedó la victoria por los españoles, que, sin pérdida de tiempo, bajaron tras ellos, persiguiéndoles hasta las murallas de la ciudad, donde se refugiaron.
Poco después el gobernador de la plaza, con copiosas fuerzas, hacía una salida; trabóse un durísimo combate contra los moros, por unos, mientras otros escalaban los adarves. Por su parte, saltaban a tierra los marineros del coronel Vianelo, se apoderaron de la alcazaba y algunas torres, en las cuales se apresuraron a izar las banderas de Castilla y Aragón, y los que ya se habían metido dentro comenzaron a entrar a saco en la ciudad, según las crueles leyes de la guerra en las ciudades tomadas por asalto.
Desesperados los berberiscos al ver ondear las banderas españolas, intentaron recobrar la ciudad, pero se vieron ahora cogidos entre el fuego de los de dentro y los de fuera; murieron en la brega cuatro mil moros y cayeron prisioneros cinco mil.

Al día siguiente, 19 de mayo, envió el conde a participar a Cisneros la victoria, para que fuese a tomar posesión de la conquista, como capitán general de África. Solamente tres días permaneció allí el cardenal, pues las disensiones con el conde se agriaban cada vez más. Uno de aquellos días, con motivo de una reyerta entre soldados de uno y otro, dijo Navarro al prelado, en desabrido tono, «que todo debía hacerse ahora en nombre del Rey Católico y no en el suyo, y que dejase el cuidado de pelear a los que tenían oficio de soldados», después de lo cual se despidió de él con su acostumbrada brusquedad.

Hubo entonces de interrumpirse la campaña africana por nuevas complicaciones en Italia, pero ya solventadas pensó el Rey Católico en continuar la conquista. Empeñábase en tomar personalmente el mando de la expedición, pero se le convenció de que no era conveniente en su ya avanzada edad, por lo cual recayó la jefatura en Pedro Navarro.

Hallábase Navarro en Mazalquivir con una fuerte flota de guerra y haciendo rumbo a Ibiza, según se le había prevenido, se le reunió allí otra escuadra, regida por Vianelo; ya juntas las dos zarparon de Ibiza el 1 de enero de 1510, habiendo el conde hecho saber que el intento era apoderarse de la fuerte plaza de Bugia, capital del reinecillo de su nombre.
Componíase la expedición de 5.000 hombres, con poderosa artillería, y figuraban entre los capitanes Diego de Vera, los hermanos Cabrero, los condes de Altamira, y Santisteban, Maldonado y otros.
Hallase Bugia en la actual costa de Argelia, al pie de una alta montaña coronada por una alcazaba; rodeábala una muralla romana y la tierra era abrupta y desolada.
Reinaba en la ciudad un feroz berberisco llamado Abdurrah-Hamel, usurpador del trono, que pertenecía a su sobrino Muley-Abdallah, a quien tenía sepultado en una mazmorra. Aprestóse Abdurrah, a la cabeza de 10.000 hombres, a rechazar a los españoles, pero los estragos de la artillería sembraron el terror en su hueste. Asaltada la ciudad, cayó en pocos minutos en poder de los nuestros, huyendo por una puerta no ocupada los defensores; Navarro puso en libertad a Abdallah, y temerosas de correr igual suerte que Oran y Bugia, entregáronse Argel, Tedelvi y Mostaganem; rindióse el rey de Túnez, y se puso en la obediencia del Rey Católico el de Tremecen.
Concertáronse en seguida tratados de comercio con aquellos soberanos y fueron puestos al momento en libertad los cautivos que tenían.

No se dio aún por satisfecho Pedro Navarro y decidió, de acuerdo con el Rey Católico, caer sobre Trípoli, Estado, entonces, independiente, y que había pertenecido antes a Túnez.
Reunióse la expedición, fuerte de 14.000 hombres, en la isla de Faviñana, cerca de Trapani (Sicilia), y parecía había de resultar insuficiente aquel efectivo, dadas las formidables fortificaciones de Trípoli y las numerosas fuerzas—14.000 hombres también— aprestadas para su defensa. Con todo, no vaciló Pedro Navarro, y a mediados de junio (1510) aparecía la escuadra española ante la fuerte ciudad.
La lucha fue encarnizadísima; batidas las murallas por la artillería y coronado, al fin, el adarve por los asaltantes, al mando del infanzón aragonés Juan Ramírez, levantaron los defensores barricadas en toda la ciudad, desde donde pugnaban con el valor de la desesperación, atentos tan sólo a vender caras sus vidas; de ello dieron prueba los 5.000 cadáveres que quedaron insepultos en las calles, conquistadas literalmente palmo a palmo.
Las pérdidas de los españoles fueron también sensibles; allí murieron el almirante Cristóbal López de Amarán, el coronel Díaz Pórrez y no escaso número de valerosos soldados. Como ocurrió en Orán, la ciudad fue entregada al saqueo, por no haber capitulado.

(A. OPISSO)