V – El naufragio de Argel
Terminada, tan gloriosamente la campaña de Túnez (1535) reinó por algún tiempo perfecta tranquilidad con la terrible derrota inferida a Barbarroja, pero no hubo de durar mucho, pues como feudatario que era del Sultán de Constantinopla, proporcionóle éste a su virrey nuevas escuadras con que acometer las naves cristianas y dar rebatos en las costas, aunque principalmente las de Italia y las islas del Señorío de Venecia en el mar Egeo y el Mediterráneo.
Mandaba las armadas del emperador el ilustre genovés Andrés Doria, y ciertamente no podían ser más brillantes los triunfos que conseguía sobre la Media Luna, siendo digna de particular alabanza la victoria alcanzada sobre los turcos en el golfo de Arta, Albania, de cuyas resultas cayó en sus manos la píaza de Castelnovo, pero acudiendo luego Barbarroja con una poderosa armada desbarató por completo la escuadra de Doria en el promontorio de Accio, cerca de Prevesa (Grecia), salvándose a duras penas los buques españoles y venecianos de caer en poder del feroz corsario, rey de Argel y Tremecen (1538).
A esta derrota siguió la recuperación de Castelnovo por Barbarroja, con muerte de la mayoría de los soldados allí de guarnición, en vista de lo cual, llena de desaliento la república de San Marcos se apresuró a concertar una tregua con Solimán el Magnífico y Barbarroja.
Anhelaba Doria tomar el desquite de su derrota en Accio y por lo mismo porfió con el Emperador Carlos hasta conseguir que éste se decidiera a organizar una nueva y formidable expedición contra el rey pirata.
Abonaban el propósito contar ahora con la alianza del repuesto Muley Hassan en el trono de Túnez y poder apoyarnos en nuestras plazas de Oran, y Bugia como base de operaciones.
Algo largos fueron los preparativos, pero no podía decirse quela proyectada expedición dejase de ser verdaderamente poderosa. Señalada como lugar de concentración la isla de Cerdeña (nuestra desde el reinado de Don Jaime II de Aragón), reuniéronse allí 20.000 infantes y 2.000 caballos, españoles, italianos y alemanes, tropas todas aguerridas y selectas, y enviaron sus mejores galeras para unirse a la escuadra española Génova y Venecia.
Habíanse incorporado también a la expedición cien caballeros de San Juan de Malta, con mil soldados de la Orden y gran número de damas españolas, llenas de ardimiento para tomar parte en aquella nueva cruzada.
Debía ponerse al frente del ejército el propio Emperador, bajo cuyo mando se hallaban el glorioso conquistador de Méjico, Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca, con sus tres hijos: el marqués de Espinola, don Fernando Gonzaga, don Pedro de Toledo, Próspero Colonna, el joven duque de Alba, hijo de aquel don García do Toledo que tan desastradamente pereciera en los Gelbes y otros no menos ilustres caballeros.
El objetivo de la guerra era la toma de Argel.
Habíase echado encima el otoño y no podía ocultarse a nadie que el tiempo era grandemente desfavorable para lanzarse a aquella empresa; por lo mismo procuró el Papa Paulo IV convencer al Emperador de que aplazase la salida, pero en manera alguna se avino a ello Carlos V, por diversas razones: en primer lugar había tornado a punto de honra la debelación de Argel y en segundo término había que aprovechar el ardoroso entusiasmo de las tropas, impacientes por comenzar cuanto antes; sentimiento muy natural, pues todo era preferible a ir a pelear contra los turcos en las llanuras y las montañas de Hungría, lo cual equivalía, a perecer de hambre, por la devastación de aquel reino, al paso que la toma de Argel se presentaba como espléndida esperanza de riquísimo botín, por los tesoros que habían ido acumulando allí Barbarroja y su gente.
Distinguíase entre los más animosos Hernán Cortés, ávido de realizar nuevas conquistas, y objeto de la mayor admiración de capitanes y soldados, por la deslumbrante pedrería de su armadura; las victoriosas jornadas de la Goleta y Túnez presagiaban nuevos lauros y la idea deque se iba a emprender una cruzada contra el odiado Islam llenaba de ardor los ánimos.
Así promedió octubre; el tiempo era tempestuoso y no se recataba Andrés Doria de hacer presente al Emperador que era una temeridad emprender la navegación en tan peligrosas circunstancias, por lo cual convenía esperar a que abonanzase el tiempo.
Nada quiso escuchar el César y así fue como, en dicha fecha, se embarcaba el ejército en la escuadra fondeada en Caller, compuesta de 200 naves de guerra, 60 galeras y 200 transportes.
Saltó en tierra el ejército expedicionario en Temendfust, algo al O. de Bugía y ocurrió lo que tantos habían previsto. Desatáronse furiosos temporales e inundados los campamentos era imposible permanecer en ellos; todo el litoral estaba convertido en un lago y el mismo Doria declaraba que en cincuenta años que llevaba de ir por la mar jamás había visto tempestad igual.
Privadas de combatir aquellas magníficas tropas, harto tenían que hacer, en tal desolación, con buscar refugio contra la lluvia torrencial que sin cesar se desplomaba.
Pocas veces ha podido encontrarse un ejército en tan angustiosa situación; habíanse ido a pique la mayoría de los buques y los que no habían naufragado estaban llenos de averías. Una de las galeras que se habían perdido era en la que iba Cortés, y como al echarse a nado se ciñese una toalla en la que llevaba muchas joyas, se le cayeron al mar dos vasos de esmeraldas que habían sido tasadas en 300.000 ducados (unos dos mil millones de las antiguas pesetas).
A todo esto veíanse acosados los imperiales por las grandes masas de berberiscos que contra ellos lanzaba Barbarroja, para arrojarlos al mar, sin que por la general dispersión pudieran defenderse, ni menos embarcarse por el naufragio y desbarate de la escuadra. Carecíase en absoluto de recursos, ni había posibilidad de recibirlos.
Admirablemente describía Castelar, hasta hacer llorar a lágrima viva a todo el auditorio, en su clase vespertina de Historia de España, aquella triste noche en que, incomunicado el Emperador con la escuadra, emprendió a pie, llevando de la rienda a su caballo, el trayecto de Temendfust a Bugia, convertidas las playas en un inmenso lodazal, mientras sus soldados vagaban a la deshilada, siempre acosados por los berberiscos. Tres días estuvo para recorrer aquel trayecto de solamente tres leguas.
Poco a poco se fueron reuniendo en aquella plaza, conquistada treinta años antes por el conde Pedro Navarro, los pocos buques que se habían librado del naufragio y las escasas tropas que diezmadas por el hambre y en casi su totalidad enfermas, se habían salvado de las acometidas de los feroces argelinos.
Reunidos los buques que en tan corto número habían podido escapar de irse al fondo, pronto hubieron de quedar dispersos por una nueva tempestad. Los unos se ampararon en la Goleta u Oran; los otros no pararon hasta Sicilia y Nápoles. Carlos V, en una mala galera, lograba desembarcar en Cartagena.
Gracias a aquel desastre, muchísimo más terrible que el de los Gelbes, pudo Barbarroja ejercer el plenísimo dominio del Mediterráneo.
A tanto llegó su poderío que antes de dos años (1543) se apoderaba de Reggio, en el Estrecho de Mesina, y reunidas allí su escuadra y la de su amigo Francisco I de Francia, puesta al mando del príncipe de Anguiano, se hacían dueñas de Niza, aunque no pudieron apoderarse del castillo.
Por lo mismo lo bloquearon, hasta que sabedores de que iba a salir contra ellos la escuadra de Doria, levaron anclas y fueron a refugiarse en Tolón en amigable consorcio, el francés y el berberisco.
Al año siguiente emprendía Barbarroja terribles razzias en las costas de Valencia y Nápoles; saqueó la isla de Lipazi, devastó el litoral de Sicilia, incendió la ciudad de Pati y regresó a Argel con millares de cautivos.
Fallecido en 1546 Barbarroja, aquel nuevo Genserico, fue reemplazado en sus piráticas correrías por el famoso Dragut, o sea, (su verdadero nombre) Torgud Reis, gobernador de Mentesche.
Nada podía hacer ahora CarIos V, harto ocupado en sofocar el levantamiento de los luteranos alemanes, en vez de cuidar de su herencia castellano-aragonesa.
A todo esto ocurrían terribles alteraciones en África. Había sido arrojado del trono de Túnez aquel Muley Hassan, repuesto por Carlos V y a quien un hijo suyo había usurpado la corona, después de hacerle arrancar los ojos.
Poco después un berberisco, hijo de un mercader y antiguo maestro de escuela, concitaba, los ánimos de los fanáticos, haciéndose pasar por Mahadí, o Mesías, y se apoderaba, gracias a su consumada habilidad, de los reinos de Marruecos y Fez y del Peñón de la Gomera. El reyezuelo de esta islote fue a implorar la protección de Carlos V, pero escarmentado el César por lo de Argel, como Fernando el Católico por lo de los Gelbes, se negó a escucharle, sin parar mientes en que de nuevo aquel abandono iba a ocasionar largas y dolorosas guerras.
No había que perder de vista, en efecto, que las costas berberiscas, eran una constante amenaza contra nuestro litoral del mediodía y de levante, y que hacia ellas miraban de continuo y esperaban auxilio para sus rebeliones los moriscos de la Alpujarra.
Además, hubiera debido recordar Carlos V, emperador de Alemania, que Francia era aliada del Gran Señor contra él y tan amigo era del Sultán Enrique II de Valois, corno lo había sido su padre Francisco I.
Puestos, pues, de acuerdo el francés y el osmanlí, apoderóse la escuadra turco-francesa de la plaza de Augusta, cerca de Catania (1551); no pudo hacer lo mismo en Malta, por lo bien fortificada y defendida, pero sí logró enseñorearse de Trípoli, conquistada por Pedro Navarro y custodiada ahora por los caballeros de San Juan, al ser arrojados de la isla de Rodas.
No acabaron aun con ello los desastres, pues si bien fracasó el plan de Dragut, de apoderarse de Nápoles, atacó a la escuadra de Doria, en Ponza, y salió victorioso, arrebatándole siete galeras.
Digamos por fin, que en 1556, mientras el emperador Carlos, hecha abdicación de la corona de España en su hijo don Felipe II, se dirigía a su encierro en el monasterio de Yuste, el gobernador turco de Argel atacaba la plaza de Bugia y obligaba a capitular a su defensor don Alonso de Peralta. Sometido éste a juicio, fue condenado a muerte y degollado en la plaza mayor de Valladolid.
(A. OPISSO)
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