II - LA HISTORIA OSCURA: HESPERIA, OPHIOUSSA, IBERIA.
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El conocimiento de España como entidad total dentro del ámbito del orbe antiguo, dentro de la “ekumene”, o mundo habitado, fue un proceso lento y difícil, con retrocesos y transformaciones. La causa obedece, tal vez, a su alejamiento del foco clásico de la cultura antigua.
En las tierras de Iberia, como en los demás pueblos de Europa, aun se hallan en esta época las gentes en los linderos de la Edad de Bronce, mientras en los confines del Asia existe una civilización, poderosa y brillante, que llega a alcanzar su amplio contenido en los países del Mediterráneo oriental, especialmente en Egipto. País éste de recia y minuciosa organización política, influyó en los demás pueblos entre los que, por estar limitados en sus expansiones territoriales, buscaron en el mar los objetivos de su presa y se dieron a su colonización y a las largas navegaciones. Uno de ellos fue el fenicio, establecido en Siria, pueblo de gran instinto colonizador y comercial.
Las aisladas navegaciones verificadas hasta allí habían hablado de unas tierras ignotas y misteriosas, ricas en yacimientos minerales, que por aquel entonces era el tesoro más preciado y apetecido.
En el mar Egeo, naves de gran porte, “pentekóntoros”, parten de Samos, impulsadas por cincuenta remos, y cruzan frente al promontorio de Mykale en dirección a Egipto. Kolaios manda la expedición. Las naves enfilan el mar libre y con lentitud pasan, días después, junto a Micenas, en derrotero hacia el Sur. A bordo hay tranquilidad y sólo el acompasado remar de los esclavos remata y rompe el silencio de un atardecer nuboso. A lo lejos clarea ya en el gris de las últimas horas el vivaz relampagueo de una tormenta. Pronto una lluvia densa y fuerte y el viento huracanado azota las embarcaciones, que en ocasiones parecen quedar envueltas en olas inmensas que se elevan sobre el mar. Las olas lamen las cubiertas, arrastran a los hombres. Y se escucha el crujir de remos partidos en lucha inútil. Entrechocan algunas naves en horrible abordaje que las cuartea, y el mar va cubriendo las pérdidas de las naos que desaparecen. Hay horribles imprecaciones de los esclavos encadenados, y Kolaios intenta, desde su “pentekóntoros”, dirigir la expedición ya desaparecida cuando invoca a las divinidades. El viento arrastra la nave desmantelada y durante la noche sigue a la tormenta en su derrotero a Occidente.
Las noticias de Kolaios y de sus compañeros acerca de la fertilidad de la tierra descubierta, de las minas de “Ophioussa” y de la opulencia de Gadeira hicieron grande efecto cuando la nave del mercader griego paróse en la desembocadura del Hermo, en la Jonia, de regreso, y excitó la codicia de los griegos, y el país de Tartessos fue para ellos, en los últimos años del siglo VII a. C., lo que las Indias para nuestros mayores en la época del Descubrimiento.
Por los antecedentes que se poseen de escritores, geógrafos y navegantes se conoce la codicia despertada en los pueblos orientales por las riquezas de nuestro suelo. Desde la Biblia y los más antiguos profetas, las alusiones a nuestra tierra son frecuentes. En los tiempos en que los restantes países de Europa, salvo Grecia e Italia, están sumidos en la oscuridad y el desconocimiento, y por ello en una barbarie superior a la nuestra, una misteriosa preocupación de los países ya por entonces civilizados, de que dan muestras las constantes referencias de las literaturas orientales, incluso en los poemas homéricos, donde, como en la Odisea, se prodigan alabanzas y loores a España o Iberia, era ésta el punto de mira de las civilizaciones de la época y reivindica el honor de haber sido una de las primeras tierras en que germinaron y tomaron fuerza los principios de la cultura occidental, acusando su incipiente personalidad.
Estos conocimientos y codicias nos trajeron al pueblo fenicio. En el año 1100 antes de Cristo, los fenicios llegaron a España, y al enfrentarse con una isla situada en la costa de Tartessos, frente a Onuba, encontraron una fortaleza cercada de poderosas murallas, que hubieron de tomar con el ariete, inventado con este motivo; allí fundaron Gadir, Aggadir o Gadeira. Habiendo venido Terón, rey del Norte, con una flota para apoderarse del templo de Melkart, los fenicios le salieron al encuentro con naves largas. El combate fue muy reñido, pero de repente se apoderó de los iberos un terror pánico, emprendieron la fuga y un incendio que nadie podía prever redujo su flota a cenizas. Les había parecido ver leones en las proas de las naves fenicias y que estos leones lanzaban rayos de fuego que abrasaron la escuadra ibera.
Después fundaron Málaka, Híspalis, Tucci, Karteia, Sexi y Abdera. Su imperio comercial se extendía desde Sierra Leona y Cornualles por el Oeste hasta las costas de Malabar, por el Este. Y por sus manos pasaban las perlas de Oriente, la púrpura de Tiro, el incienso de Arabia, el cobre de Chipre, la plata de España, el estaño de Inglaterra, el hierro de las islas de Elba, los esclavos, el marfil, las pieles de león y de leopardo del África Central, el vino y la cerámica de Grecia. Los fenicios llegaron a España y fundaron las primera factorías el año 1100 antes de Cristo.
De fuente púnica no ha llegado nada importante que nos ilustre sobre la Península. Lo cual no quiere decir que la ignoraban. Los primeros periplos a que eran tan aficionados hubieron de tratar de este trozo del mundo conocido, datos que servirían para los posteriores de Hannon e Himilkon, y en aquellos otros que constituyeron la nutrida biblioteca de textos y literatura púnicos reunida en el siglo I antes de J.C. por el rey Juba de Mauritania.
La rapacidad fenicia transportó civilización y progreso y su influencia repercutió en la vida y en el arte autóctono, generalizándose, al constituirse ya el pueblo o núcleo ibérico, base y fundamento de nuestra independiente personalidad.
La conciencia que ya aparece siendo nacional, sustentará una mentalidad propia, una psicología peculiar, que al distinguirnos de los demás creará una cultura original y exclusiva que indica caracteres y determinantes singulares y decisivos.
La codicia del pueblo fenicio no fue única. Otros pueblos necesitaron expansión, y dados, por temperamento, a las navegaciones marítimas, ponían sus ojos en la tierra de las Hespérides. Las expediciones griegas de Sardonion Pélagos pueden señalarse por la curiosa nomenclatura de las ciudades que salpican el litoral: Syrakusa, Ichnoussa, Kromyoussa, Pytioussa, Dyonussa, Katynoussa, y en loa últimos tiempos llegaron a las Kasitérides.
Hacia el año 600 a. C. los griegos de Fócea fundaban Marsella, como escala para la navegación de España, siendo los primeros que llevando su tráfico a grandes distancias visitaron el mar Adriático, el mar Tirreno y las costas de la Galia y España, usando no ya naves mercantes de formas redondeadas, sino bien armadas y largas y agudas, con cincuenta remos, prontas a pelear cuando la necesidad lo exigiese. Estas naves se llamaban “pentekónteros”.
Argantonio, rey de los tartesios, los recibió muy bien, llegando a invitarles a que se estableciesen en el punto de sus estados que mejor les pareciese, y no habiendo podido conseguirlos les dio dinero para fortificar a Focea, que tenía noticias de que estaba amenazada por la gran extensión que tomaba el imperio persa. Grande hubo de ser la suma, si hemos de juzgar por las dimensiones y la solidez de los muros de aquella ciudad: las famosas murallas ciclópeas. El retrato de este rey legendario no sería completo si no se añadiese que excedió con mucho la duración de la vida humana, pues vivió ciento veinte años y reinó más de ochenta. Cuando Harpago se apoderó de Focea y los griegos recordaron la propuesta del tartesio, sin duda había muerto ya el buen rey.
Mucho antes, en el siglo IX a. C., los griegos de la isla de Rodas, tan famosos como hábiles navegantes, establecieron una factoría, convertida luego en ciudad en el golfo de Rosas, dándole el nombre de Rhode, que era el de la metrópoli. Al sur de ésta se hallaba el Emporium, que no existe hoy, pero que se encontraba en el mismo golfo de Rosas, entre San Martín de Ampurias y la Escala, fundada por los fóceos de Marsella a fines del siglo VI a. C. Callípolis, que en el siglo V a. C. existía donde hoy está Barcelona o poco más al sur de Zakayntho (Sagunto), fundada, según se decía, por los sakaynthos (Zante, Grecia); Hemeroscopium, con un templo de Artemisa, hoy Denia, fundación también de los de Marsella; Allonis (quizá Villajoyosa) y Maenaca (probablemente Almuñécar), en medio de poblaciones de origen púnico.
Los textos griegos sobre España y como conocimiento de ella aparecen en varias etapas distintas en intensidad.
Un primer período, del siglo VI a. C., donde reflejan un conocimiento bastante exacto de la Península, incluso su carácter.
Un segundo período, largo, que abarca parte del V, el IV y el III a. C., en el que las noticias son vagas y a veces falsas, según las dan Meidokritos, Kolaios de Samos, Sklax de Karyanda, Euktemon de Atenas, Damastes de Sigeion, Phileas de Atenas, Euthymenes de Masalia, Pytheas de Mmasalia, Timaios, Dikaiarchos, Eratósthenes, y otros.
Tras este período a fines del siglo III a. C. ocurre la conquista romana de España, lo cual facilita las investigaciones y los viajes. Lo que antes se recogía de bocas de los negociantes, marineros y aventureros, se recogerá después de los ejércitos romanos y de los sabios griegos que penetran tras ellos.
Polybios, Artemidoros, Poseidonios, Asklepiades de Myrleia, Eudoxos de Kyrikos son nombres que van unidos al de Iberia. “Todos estuvieron más o menos tiempo en la Península y todos vinieron con el ánimo despierto a aprender y los ojos bien abiertos para ver y estudiar... Todos ellos escribieron sobre España, sobre sus riquezas, fenómenos físicos, pueblos y costumbres, sus ciudades, sus ríos y sus montañas y sus grandes acontecimientos.
La presencia de estos escritores en el lejano Occidente y la proximidad cronológica de sus visitas no son mera casualidad: “Era natural –escribe García Bellido– que tras la ignorancia que, pese a todo, existía en el mundo helenístico de las tierras extremas de la “ekumene” –estando como estaban tan alejadas de los centros de estudio y del saber del mundo griego-, sucediese en la primera ocasión propicia una avidez grande por descorrer parte al menos de los numerosos velos que encubrían aún los confines del Occidente con su inmensa superficie oceánica en derredor”.
Estimulados por las nuevas felices de esos escritores antiguos, los griegos se lanzaron al mar y arribaron al suelo de España, fijándose en él, hacia el siglo VII a. C., estableciendo en el litoral levantino varias ciudades sin penetrar en el interior, dejando su semilla civilizadora en Denia, Elche, Rosas y Ampurias.
De allí vino también algo del excesivo individualismo griego, y las luchas y rivalidades entre sus diversas ciudades y repúblicas, y los celos y codicia despertados por su esplendorosa civilización, que originaron guerras civiles e invasiones en las que perdió su independencia. Pero también llegó el espíritu en todas sus manifestaciones y desde “Rosas a Atenas”, desde la Neápolis de Ampurias a la Acrópolis del Partenón hay trazada una línea invisible, pero real, que une y estimula, proporcionando a España sobre muchos otros países de Europa el honor de haber sido uno de los primeros lugares en que la excelsa civilización homérica puso sus plantas, dejándonos sus influencias y recuerdos, que nos obligarían a proseguir y alentar el culto a la belleza y al ideal”.
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La vida interior iba desenvolviéndose lentamente, sin más alteraciones e influencias que las producidas por los cambios aportados por los pueblos exóticos. Los naturales poseían ya agrupaciones o ciudades, organizadas, en lo que cabe, con un cierto régimen municipal y hasta con un rudimentario derecho. Eran ferozmente autóctonas, independientes unas de otras, haciéndose la guerra entre sí, aliándose y firmando pactos, o sólo unidas por las razones de la proximidad o de un utilitarismo o necesidades comunes.
En tal ambiente, otro pueblo de origen fenicio, procedente de Cartago, en el Norte africano, hace su aparición en la Hesperia tranquila, en la Iberia recia, para ayudar a los de su sangre en el acoso que les hacían los turdetanos. Con ese motivo llegaron y vencieron en España a los indígenas. Pero en su ímpetu, y por sus miras políticas y comerciales, sujetaron igualmente a los fenicios, vieron el partido que podían sacar de Iberia y, rival ya de Roma, se instalaron en su suelo.
En esta rivalidad que desatan las guerras púnicas, España desempeña un papel principal. Los cartagineses consiguen en principio sus objetivos. Envían sus mejores caudillos, Amílcar, Asdrúbal, Aníbal, y fundan como filial Cartago Nova, penetrando en el interior. Pero las gentes ibéricas no se resignaron a esa invasión. Separados o aislados, forman luego estrecha alianza en la que aletea el primer intento de solidaridad nacional. Organizan resistencias colectivas dirigidas por Indortes, Istolacio, Orisson, o bien por caudillos ignorados. Y en esa lucha, Sagunto proclama con su heroica gesta la alabanza del carácter del pueblo ibérico ante la adversidad del número y la fuerza.
Tipo de esta época es el héroe de la independencia; Indortes e Istolacio, a la cabeza de tantos héroes que después les siguieron, en Sagunto -como ellos solos antes lucharon contra Amílcar- representan el genio español. Dos caudillos vencidos, pero no comprados, porque en Iberia el honor no se vende; dos mártires de la independencia ibérica crucificados por orden de un general invasor. Semilla que prende en las gentes saguntinas, en pie siempre, aun después de muertas, vencidas también, pero no compradas, que queda dentro del alma española como una faceta inalterable y una de sus constantes más gloriosas.
Sagunto, protegido y aliado del Lacio, ve aparecer un día ante sus muros al ejército cartaginés, compuesto de 150.000 guerreros con máquinas e ingenios tormentarios. Los saguntinos se defienden denodadamente y no pudiendo resistir por más tiempo acuerdan no entregarse y formando una enorme hoguera sepultarse bajo los recintos incendiados de su propia ciudad, dando la prueba española de nuestra libertad e independencia, del coraje y de la desesperación ibéricas, destructora de científicas extranjerías y matemáticas tácticas.
“Manera que se repetirá de ahora en adelante en la historia militar española en varios capítulos llamados Numancia o Gerona, Zaragoza o Bailén, Toledo o Santa María de la Cabeza. Porque el corazón ibérico no tiene sexo, edad o condición. Cuando suena el rebato de la patria en peligro, la división y el fraccionamiento se borran y surge el sentimiento nacional colectivo y, sin necesidad de formularlo, algo como un juramento sagrado sobre la vida y la muerte da impulso a los corazones”.
Los romanos no llegaron a salvarles, pero Sagunto cumplió su palabra. Cuando las tropas cartaginesas entraron en el recinto de muertos saguntinos, comprendieron que para la Historia había nacido un pueblo de héroes sin esperanza, para la cual la independencia y la palabra de honor valen más que la vida.
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Los navegantes y comerciantes cartagineses conocieron también la tierra española, principalmente la andaluza, con la que sostuvieron un activo comercio por medio de sus factorías. Para sus guerras en Sicilia reclutaron fuerzas mercenarias en el Mediodía y Baleares. Como historiadores que acompañaron a Aníbal vinieron a España y de ella escribieron dos griegos, Silesios de Kallatis y Sosylos de Lión, al narrar las guerras de Aníbal y una batalla junto al Ebro, en la que intervinieron los massaliotas, aliados de Roma.
Todos ellos, fenicios, griegos y cartagineses dibujan con rasgo preciso y enérgico la acusada personalidad de este pueblo del extremo de Europa, sus características y cualidades.
Encuentran una España de tierra fértil, de rico subsuelo, magníficamente situada en la cuenca occidental del mar latino. Reunía las mejores condiciones para fundar colonias. Sus puertos naturales favorecían el desarrollo del comercio. Sus minas de oro, plata, cobre y estaño eran riquísimas. En ningún sitio abundaba tanto la plata como en Iberia. Así dirá Aristóteles “...obtuvieron (los fenicios) tanta cantidad de plata, que sus barcos no podían contenerla ni transportarla, por lo cual, a su vuelta, hicieron de este metal todos los instrumentos, incluso las anclas”.
Por etapas sucesivas, como los oleajes en la playa, fueron llegando a esa España imberbe, para dejar su impronta, banqueros y viajantes de comercio que les enviaba Fenicia; arquitectos, escultores y corifeos, Grecia; y negociantes de minas y soldados, Cartago.
Las gentes cetrinas de Fenicia, los apuestos griegos, los oscuros y taimados cartagineses, llegaron, como los iberos y celtas, en son de paz y trabajo, en sus naves de velas purpúreas, trayendo el trueque, la permuta, la compra y la venta. Ya vimos que no se internaron en la Península, sino que amainaron junto a calas y radas y se aventuraron, recelosos, en el interior, comenzando a construir ciudades.
Con ellos entran en Iberia los dioses de figuras humanas y armoniosas que tutelan las diferentes actividades de los hombres: el amor y la guerra, la labranza y el comercio, la embriaguez y la alegría... Huyen las sombrías divinidades prehistóricas de los bosques ibéricos, que van poblándose de dioses y diosecillos paganos. El idioma se transforma, enriqueciéndose de giros y vocablos exóticos. El gruñido gutural se hace flexibilidad griega y comienza a prepararse el idioma.
La cultura española del momento no es una cultura indígena, sino fruto de la mezcla de ella con elementos exteriores. Cada pueblo que llega a la Península trae su respectiva cultura; pero una vez llegados a nuestro suelo –constante histórica- evolucionan. Evolución debida, casi siempre, a impulsos exteriores junto con los peninsulares. La Península no vive aislada del resto del mundo, sino que, tanto en los momentos de inmigración como en aquellos otros en los que los pueblos permanecen quietos, los contactos con los otros pueblos han sido constantes.
La cultura de este momento está compuesta del fondo africano propio del pueblo ibérico y de elementos orientales –micénicos y etruscos, púnicos y griegos- que lo impulsan y, sacándolo del estancamiento, lo renuevan y lo elevan a un alto nivel. La estancia de los mercenarios ibéricos en Italia y Grecia durante tres siglos (V a III a. de C.) principalmente y, en menor grado, las colonias griegas del Este, desempeñan un papel importante en este proceso helenizante, así como también las púnicas del Sur, ya que la cultura de éstas imita a la griega.
Dentro de la variedad de cultura que llega desde el salvajismo de los cántabros hasta la elevada civilización de los turdetanos, destaca un sello de unidad que permite encontrar gran número de caracteres comunes entre los diferentes pueblos.
En lo que atañe a la religión, el hombre ibérico ve en la Naturaleza algo grandioso que le sobrecoge y le impulsa a su sumisión y a su adoración. Cada pueblo tiene sus dioses comunes, distintos de los de cada familia.
El régimen de vida y las costumbres varían considerablemente de la región ibérica a la céltica; las ciudades, la riqueza, el arte, los vestidos, la alimentación, son muy superiores a los de ésta y se hallan influidos por las modas griegas o púnicas. En su comida son sobrios, lo mismo que en el beber, siendo la base de su alimentación el pan entre los iberos y la carne semicruda en la céltica: los primeros usan el aceite desde que los fenicios traen el olivo; los segundos, la manteca. El género de vida es diferente. Los iberos viven dedicados al trabajo –la tierra, la ganadería, la industria, etc.-, mientras que las gentes del interior, aunque también dedicadas a estas tareas, las abandonan para dedicarse al pillaje o, agrupándose bajo un jefe, marchar en busca de aventuras.
La colonia que fundan las gentes fenicias o son públicas, fundadas oficialmente por el gobierno de Sidón y Tiro, o bien privadas, establecidas por ricos comerciantes con fines privados. Son fuentes de riqueza y lo único que las une manteniendo su contacto es el culto a Melkart, el Hércules de Tiro.
Las colonias griegas las constituían las fundadas con fines puramente comerciales o de expansión, las “cleruquias” o colonias fundadas con carácter político y las de progresiva helenización realizadas por un pequeño grupo de gentes griegas. La organización de éstas era de forma oligárquica, al frente de las cuales estaba un Senado compuesto por miembros de las familias aristocráticas y más ricas, contra las que solían alzarse movimientos populares que, faltos de orientación, degeneraban en la dictadura de sus jefes, “monarcas o tiranos”.
Para el cartaginés, representante de un Estado-Ciudad, el territorio español y sus gentes no significan más que un medio que sirve exclusivamente a los fines de la metrópoli, sin tener en cuanta para nada las necesidades del país.
Solo a través de griegos y fenicios comenzamos a saber lo que es la tierra española.
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