VII – LA ESPAÑA DE LOS REYES CATÓLICOS; LA PATRIA UNIDA.
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Está terminando la Edad Media. La España desgajada de esos últimos años está a punto de reparar de manera definitiva todas sus largas desgarraduras.
Todo es providencial en el logro del matrimonio de Isabel y Fernando, como también lo será en toda la serie de circunstancias que llevaron a la realización de la unidad española, hecho que surgía luego de ocho siglos de gesta y que era la ratificación y complemento de los anhelos no disimulados de tantos heroicos guerreros caídos por la reconquista peninsular, y los ecos que gloriosamente respondían a las angustias llamadas de los siglos medios en Sobrarbe y Covadonga.
España ha renacido. España ha sido cerrada. Su historia horizontal ha terminado para dirigirse velozmente hacia la más alta verticalidad que vieron los tiempos. Las líneas convergentes han coincidido lógicamente en su vértice común, de donde arranca un recto y prolongado camino por donde, en los sucesivo, habrá de marchar España. La cumbre del destino hispánico comienza ahora. Año de 1492. Es un radiante yugo que ata todo lo desunido. En tal fecha se logra la unificación territorial de España, con la expulsión de los mahometanos; la unificación religiosa de España, con la expulsión de los judíos; y la unificación del mundo, con el descubrimiento de América.
La anterior España de los Trastamaras era un cuerpo amorfo y disipado, que encerraba en su seno robustas fuerzas desperdiciadas, ocupadas en gastarse en inútiles discordias sin provecho ni ideal. España vivía sin gloria; eran menester unas manos fuertes que la sacudieran y encaminaran hacia su destino. Esas manos vinieron y España echó a andar.
El talento político, la visión de los problemas de sus reinos, la noción clara de su destino histórico, así como la actividad, energía y prudencia de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y el éxito que acompaña a sus múltiples empresas, elevan a España a un grado de esplendor no superado. Consiguen el engrandecimiento merced a la paz interior, que nace al amparo de la Santa Hermandad y de las justicias de la reina, calificadas de “temidas, executivas y espantosas a los malos”. La Península queda libre del dominio musulmán cuando ondea en la torre de la Alhambra de Granada el pendón de los reyes. Granada no era solo una empresa guerrera; era una cruzada y como cruzados fueron a conquistarla.
En lo que atañe al exterior, España traba su destino al de otras potencias europeas por enlaces matrimoniales entre los hijos de los Reyes Católicos y los príncipes de Austria, Inglaterra y Portugal; consolida su dominio sobre el Norte de África, las islas Canarias y sobre Nápoles y Sicilia, en cuyas tierras resuena el nombre de guerra del Gran Capitán.
Y hacia Occidente, más allá del Atlántico oculto y desconocido, emerge un continente sobre el mar. España lo descubre, clava en su suelo la Cruz y deposita en aquellos territorios los tesoros de su civilización. Así se abren las puertas del Océano al genio y huella de la raza española.
¡Cuántas hazañas genuinamente españolas en tantos acontecimientos y glorias! En Granada, el lance del “Triunfo del Ave María”, de Hernán Pérez del Pulgar; en la Rábida, en Santa Fe y en Palos, la preparación, cima y comienzo de la empresa en que, dirigida por Colón con gentes tan españolas como los Yáñez Pinzón. España, sirena de un ideal nunca vencido, camina por mares ignotos y abre a su paso las aguas de una ruta que les lleva a un mundo nuevo; corriente de hispanidad que pasados los siglos traerá la mutua compenetración de los pueblos de allende y la Patria española.
En los primeros años que siguen al descubrimiento, hijos de España, inteligentes pilotos y bravos exploradores realizan los llamados ‘viajes menores’ desde 1492 a 1506, y sus nombres son Alonso de Ojeda, Pedro Alonso Nuño, Vicente Yáñez Pinzón, Diego de Lepe y Rodrigo de Bastidas. De la ‘Española’, de aquella reproducción pequeña de la vieja España, partirán otras gentes para nuevos triunfos: Ponce de León, Sebastián de Ocampo, Diego Velázquez de Cuéllar, Vasco Núñez etc..
Y no son menos gloriosas las hazañas de Italia con el Gran Capitán, ceñido aun de frescos laureles granadinos, que renueva en Seminara, Ceriñola, Garellano y Otranto, como lo serán también las expediciones al Peñón de la Gomera, Orán, Bugia y Trípoli.
Pero la más gloriosa de todas, por ser más española, la hazaña de la propia reina Isabel, ‘el último cruzado’ al decir de Walsh, la cual no solamente alzó a España, sino que cambió el curso de la civilización y el aspecto total del mundo por entonces conocido, sumamente postrado y expirante, viejo navío consumido y presto a naufragar bajo el mahometanismo triunfante representado por los turcos. Reina Isabel que juzgaba en justicia en tiempos en los que ‘el que la tenía, valíale’, y en los cuales se decía por boca del gobernador Gómez Manrique que ‘los tiempos eran cambiados’ y en lo sucesivo la sola condición estimable es ‘la de la virtud’.
Todo ello culmina en la creación de la empresa común que es “el dolor y la alegría conjuntos, que es la cultura interior y la aventura externa, que es el orden y la gloria, la ley y la espada, pero todo con el respeto a los trazos esenciales, a las tradiciones íntimas y a la personalidad individual”.
Establece la unidad de los hombres ante la ley, la unidad de ley para todos los súbditos, la unidad de mando para todas las jurisdicciones; al campesino lo convierte en hombre de la tierra española en lugar de siervo de la gleba feudal. El pueblo queda incorporado a la Nación y al Estado, y lo mismo la nobleza, con la pérdida de sus anárquicos privilegios feudales.
España llega a su madurez con el Imperio de los Reyes Católicos y sus descendientes; entonces es cuando aquellos gérmenes de otros tiempos brotan en una floración definitiva que es el sentido final y único de la gente española. España entonces, sintiendo sobre todo su sangre y ascendencia cristiana y católica, se siente responsable de un orden universal y eterno:
“Realizada la ruptura de la conciencia europea, España entrega su alma a la causa del ideal religioso, en el que prevalece UNIVERSALIDAD Y ESPIRITUALIDAD, TRADICIÓN y AUTORIDAD, fe en las obras”. (F. de los Ríos: ‘Religión y Estado en la España del siglo XVI’).
“España se entrega a la causa de la catolicidad y confía al estado la misión de la defensa de su empeño; mas antes de aceptar con exclusividad una de las posiciones en pugna, intenta la conciliación. Su fuerte Estado de fines del siglo XV y comienzos del XVI, espejo de modernidad a causa de su recia estructura interna, y por la dilatada perspectiva de su política, hace posible este hecho. De ahí el querer colocar Campanella, bajo la égida de España, su visión de la monarquía universal.”
La organización política española del siglo XVI quiso salvar la catolicidad; España defendía así el más importante fundamento de su nacionalidad mediante la pureza de la Fe con el establecimiento del Santo Tribunal de la Inquisición, la expulsión hebrea y la coacción de los moriscos de las Alpujarras. Pero no menos importante fue la misión ejercida sobre la Iglesia estimándose que el clero secular y el regular debían hallarse en cuanto a cultura, preparación y costumbres a la altura de su excelso cometido.
El clero español, si bien menos intensamente que el de otras naciones, no se había visto libre de la corrupción de costumbres. A ello habían contribuido de una parte, las turbulencias políticas del siglo XV, en que tomaba parte el alto clero; y de otra, el que las más elevadas dignidades eclesiales recaían con excesiva frecuencia en segundones de familias aristocráticas, carentes a menudo de vocación religiosa. En el clero regular se daba el caso de que las cuantiosas rentas de algunos conventos atraían excesivo número de gentes sin cultura y deseosos de vida regalada, con el subsiguiente quebranto de la disciplina conventual.
Fue la reina Isabel la que tomó sobre sí la ardua tarea de purificar de sus defectos y vicios al clero secular; comenzó por elegir como confesores sacerdotes que se habían distinguido por su cultura, por su unción religiosa o por su virtud, aunque fueran de modesto origen social. La misma pauta siguió para el nombramiento de arzobispos, obispos y demás dignidades eclesiásticas; persiguió con severidad la inmoralidad de costumbres, que desdichadamente había prendido en el clero. Con tan acertadas disposiciones, éste se dignificó y purificó, y en pocas etapas de nuestra historia se puede presentar una pléyade de eclesiásticos notables, por su virtud o por su ciencia, como lo fueron Cisneros, Talavera, Mendoza, Deza...
Esta admirable labor de la reina fue completada por Cisneros, que llevó a cabo la reforma del clero regular, cuya disciplina restauró a sus primitivas y severas normas de austeridad, dando él elevado ejemplo que imitar, especialmente a los miembros de la Orden franciscana a que pertenecía.
Unida a esta concepción va la de una ‘Patria única’, idea sentida también por la masa popular. En el variado mosaico que en el mapa político de España desde el siglo XII al XV, apenas iniciados los diversos reinos cristianos, surge entre los más afines la idea de fusión y de unidad, fomentada por la Reconquista y por los matrimonios reales, hasta que culmina en el de los Reyes Católicos, que forman la nación única, la Patria única.
Y recogiendo esa idea, conscientes de su enorme trascendencia, inician la reconstrucción de esa Patria, dándole una nueva y única estructura para todos los antiguos reinos: es decir, un solo Estado. Con los Reyes Católicos se descubre el ESTADO en la acepción moderna de la palabra. Lo que hasta entonces existía era el inútil plagio de los pequeños estaditos, que no realizan cosa alguna. Faltaba el Estado natural, en la acepción que la palabra ha tenido.
B. Croce sustenta la teoría de que el Estado natural, el Estado moderno había nacido en Nápoles, y lo razona así: “El Estado moderno se ha constituido contra la Iglesia, en polémica con la Iglesia. Nápoles es tierra fronteriza con los Estados pontificios: era ahí donde había, por un lado, polémicas con dichos Estados y, por el otro, la población católica. Entonces se hace un deslinde entre lo profano y lo sacro, entre los hechos contingentes políticos y las cosas eternas de la fe, donde el Estado moderno nada tenía que hacer”. Corresponde a la teoría de Bodino en Francia: “El Estado con un mínimo de religión, sí; pero no con mucho de religión”.
Los tres Estados que aparecen son:
a) El Estado español, que a todo se adelanta y que es concebido como un Estado creciente y trascendente.
b) El Estado francés, que no es propiamente un Estado nacional, sino un Estado nacionalista.
c) El Estado inglés, que había de supeditar lo trascendente a sus hechos contingentes y sus contingentes a los políticos.
El Estado de los Reyes Católicos es un Estado profundamente religioso. No realizan aquel en donde sólo sea posible la convivencia de los españoles, sino que aspiran a realizar uno donde lo sea la convivencia universal. España se había identificado con una fe.
España no era un territorio, ni una nación en sentido moderno, sino un Imperio al servicio de una fe, por lo cual podían ser españoles los que fueran católicos, pero no eran españoles, en cambio, los que no aceptasen la fe católica.
La empresa era de gran trabajo; si para todo ideal se precisa siempre una asidua colaboración colectiva, ésta lo exigía quizá con mayor intensidad en razón a que el pueblo no tenía un concepto claro del mismo, la falta de una conciencia nacional sobre el nuevo Estado, y la carencia de un espíritu de solidaridad que reclamase sacrificios y no se detuviera ante ellos.
Castellanos, aragoneses, catalanes y navarros cada cual tenía una conciencia más concreta de su propio reino, que del nuevo reino que se formó por siglos de existencia con el esfuerzo de las generaciones. Y no podía concebirse que en un momento esa noción se borrase y desapareciese; tal hecho habría de ser obra de muchos años y de una acción inteligentemente concebida y llevada con singular delicadeza.
Los Reyes Católicos lo comprenden así y ponen al servicio de este ideal su mejor voluntad, su delicadeza política más exquisita, para que lo que ha sido simplemente unión personal de reinos se convierta en una solidaridad entre ellos, con intereses comunes a todos, para no herir la susceptibilidad de ninguno postergándolo o relegándolo en beneficio de otro reino; para que sin imposiciones ni violencias surja espontánea y potente una nueva y más amplia conciencia nacional y se produzca una satisfacción íntima superior a la que los reinos tenían anteriormente.
Y lo realizan recogiendo eses sentido unánime de todos, lo mismo de castellanos que de aragoneses, de catalanes que de navarros; el ideal de religiosidad de esos pueblos lo entroncan en la forma política que resume el concepto absolutista de gobierno: concentrando en la mano del rey todos los poderes soberanos del Estado y poniéndolo al servicio de aquella idea que todos sienten y defienden.
Sin declararlo así, sino sencillamente, obrando con arreglo a este designio, como si dijéramos, con acuerdo tácito, Castilla se convierte en Estado esencial, centro de toda la monarquía española.
No se trata de una superioridad de Castilla sobre los demás reinos; es más bien una especie de hegemonía razonada que alcanza plena justificación: Castilla es el reino más extenso, territorialmente entre todos los peninsulares; de siglos atrás es también el más representativo, hasta el punto de que los reyes de Castilla, recogiendo la idea imperial que conservó León, son, en cierto modo, como de una categoría superior respecto a los demás monarcas españoles. En Castilla y en torno a Castilla es donde nace y fragua la idea de la nacionalidad española.
Este hecho incontrovertible es el que determina que, al llegar al trono los reyes Católicos, Castilla sea centro y eje del nuevo Estado, sin que ello levante el más leve murmullo en los demás reinos. Castilla, pues, plasma la nación española y el Estado español en su concepto moderno.
Mas para hacer casi perfecta esta obra, los monarcas españoles alientan un ideal internacional de acuerdo con el nuevo sentir, al que imprimen un sello propio. Todo lo encaminan a que España viva protegida contra Francia, puesto que tal aconsejan la razón de vecindad y los intereses políticos en Italia; de acuerdo con este ideal son nuestras campañas militares que hacen que España adquiera rango de primera potencia. La acción responde siempre a la razón de defensa de nuestro ideal y nuestros intereses frente a Francia en los territorios que se van poseyendo, pero cuidando las alianzas que más nos interesan.
Pero Dios deparó a los Reyes Católicos, tal vez por su ideal de vida y generosidad, el formidable campo para su misión que sería después la base de origen de un Imperio español auténtico: América, del mismo modo que Dios le galardona con los resultados de aquellos enlaces que formarán su corona imperial.
Resumiendo este período, nos encontramos con un principio vital (el religioso) arraigado en el pueblo, perfectamente proporcionado a las posibilidades del país, compatible con todos y superior a todos, puesto que su sello espiritual marca a todos; que es eminentemente nacional y que unido al deseo de lograr la unidad territorial, es su empuje y el módulo para alcanzar la posibilidad de existencia de un nuevo Estado, cuya raíz de aceptación es ese sentido religioso convertido en político.
Y más todavía, un campo virgen donde podía dar rienda suelta a su energía y aplicar su misión. Reyes y pueblo se incorporan a ellos llenos de entusiasmo; los primeros dirigiendo la prosecución del descubrimiento y los primeros jalones de la obra colonizadora. Y el pueblo, ya andaluces, castellanos, vascos o gallegos, animados por un solo espíritu se desparraman por aquel mundo nuevo seducidos por un doble afán de fe, aventura, riqueza y gloria.
En esta época España tiene ya un espíritu, una Patria y un Estado comunes y un ideal de expansión con el que logrará dar cuerpo, después, al Estado misional.
2
Se ha dicho que nuestra colonización de América fue una obra popular. Pero es indudable que no se puede hablar de la ausencia de una preocupación de índole superior, a cargo de una minoría directora que se preocupó de fijar unas normas directrices espirituales a aquella actividad popular que derramó su sangre, sus virtudes y sus vicios en el nuevo continente; esta minoría planteó los más los más altos problemas de índole teológica y moral en consonancia con lo que representaba en aquel tiempo el estado que lo realizaba.
La actuación de esta minoría dirigente representa la concepción española de gobierno más progresiva; por tratarse de ordenaciones para países nuevos y por ser la época en que se realiza el mayor florecimiento cultural de España. Por eso, en nuestras disposiciones de Indias se encuentran consagradas doctrinas que sólo pasan en la metrópoli como orientaciones teóricas.
Nuestro ideal misional en el Nuevo Mundo se realizó por una serie de instituciones, leyes y modos de actuar en que preside el espíritu de protección al indígena que ha constituido la característica de nuestro sistema colonial; y que en su valor universal y humano constituye la primera manifestación práctica de la doctrina de protección a las razas inferiores como mandato histórico de las civilizadas, y de la doctrina del estado jurídico del hombre como hombre.
El nacimiento de esta misión parte del mandato pedido por los reyes al papa Alejandro, que está confirmado en la bula citada, y del codicilo de la reina Isabel, cuando en la primera se dice: “que todas estas tierras os las damos a Vos para reducirlas a la Fe católica. Y os mandamos que procuréis enviar a las dichas tierras hombres buenos, temerosos de Dios, doctos, sanos y expertos, para que instruyan a los susodichos naturales en la Fe católica y les enseñen buenas costumbres”.
Y ordena la reina: “que nuestra principal intención fue procurar de inducir a traer los pueblos de las tierras descubiertas, e los convertir a nuestra santa Fe católica. Que éste sea su principal fin y no consientan ni den lugar que los indios vecinos e moradores de las dichas islas reciban agravio alguno en sus personas ni bienes: mas mandan que sean bien e justamente tratados.”
Si se examinan las capitulaciones de la corona con los conquistadores y la legislación indiana se pueden destacar estos rasgos:
1º América es considerada como una extensión del Estado español; es España misma y se articula orgánicamente en una unidad jurídico-política.
2º El Estado considera finalidad consustancial a la conquista de América el difundir la fe, llegando a concebir su título sobre América no como meramente político, sino como ‘religioso’.
3º La actitud del Estado ante los nuevos vasallos, los indios, es, desde el comienzo, de un profundo respeto a sus personas y de preocupación constante por su salvación religiosa (De los Ríos).
Si los rasgos anotados fuesen esporádicos no tendrían valor como para servir de fundamento a la calificación de un periodo político; mas, en cambio, su continuidad hace de ellos elementos suficientes a tal fin. Coordinando los dos primeros caracteres, tenemos las bases espirituales de un Estado que aspira a la catolicidad, esto es, a la universalidad en la unidad de la fe. Escribe Pedro Quiroga en 1555 (‘Coloquios de la verdad’): “La Iglesia nos manda que ganemos hermanos fieles. A este título tienen y poseen nuestros príncipes esta tierra, y entender otra cosa es ceguedad de corazón”.
Y en efecto, a cambio de las mercedes que se hacían a los conquistadores, se les exigía que llevaran sacerdotes para convertir a los naturales al cristianismo, o se vedaba el ir a tierras de América “a hombres sospechosos en la fe y que sean hijos o nietos de infames por la Inquisición” (López de Gómara, ‘Historia General de las Indias’). Y la ley de 1526 dice que en llegando los capitales del rey a una nueva provincia en vía de descubrimiento, hagan declarar inmediatamente “a indios y moradores cómo los enviaron a enseñar las buenas costumbres, apartarlos de vicios y comer carne humana, instruirlos en nuestra santa Fe católica y predicársela para su salvación”.
Así, pues, la unidad de fe que al Estado peninsular caracterizara, es a su vez el rasgo del Imperio español, y tan uno es todo él, que Felipe II pudo decir: “Los reinos de Castilla e Indias pertenecen a la misma corona y, por tanto, las leyes y el sistema de gobierno deben ser tan semejantes e idénticos como sea posible” (Recp. de Leyes de Indias: Ley 13, libro II, título II).
La persistencia con que se aúnan el “servicio de Dios” y el “de la Corona” resalta muy particularmente en aquella parte de la legislación de Indias que afecta a los naturales del país; en virtud de esa unidad entre lo religioso y lo jurídico surge una política social que prescribe el descanso dominical para el indio, la observancia de los Mandamientos de la Iglesia y la prohibición de trabajos que por su dureza peligra la vida de los indios.
Triunfa en aquella España una economía señorial vigilada en nombre del principio teológico que debe la unidad al Estado; es la tesis del derecho natural con fundamento religioso, sobre la cual comenzarán a hacer sus construcciones jurídicas Las Casas, Vitoria, Suárez, Menchaca, Molina, Covarrubias, Soto y Ayala preparando la base del auténtico derecho internacional. El Estado era la ordenación de la nación configurada bajo la idea de la justicia; “el Estado es una funciónd el pueblo, y el pueblo sustancia del Estado”.
A) Conceptos individuales.
El concepto del valor hombre.
Domina en el conquistador y colonizador que marcha a América un afán de ensanchar los horizontes del mundo, buscar su medro y goce y extender a otros su propio bien espiritual en que cree. Llenos de ideales fervorosos plantan cruces en la tierra y abren con la espada su costra para hallar la ganancia.
B) Conceptos sociales.
Los puntos capitales de la misión de España en el mundo y con relación a América eran:
a) Igualdad del género humano.
Alonso de Ojeda, en la proclama que en 1509 dirige a los indios de las Antillas, hace esta declaración, que expresa a la perfección ese ideal:
“Yo, Alonso de Ojeda, servidor de los altísimos y poderosos reyes de España, conquistadores de las naciones bárbaras, su emisario y general, os notifico y declaro categóricamente que Dios nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra, y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos”.
Es decir, igualdad de origen de conquistador y conquistado. ¿Qué significa esto en la práctica? Pues justamente el módulo de la colonización y el modo de proceder den ella. Dice un americano a este respecto (Restrepo Megía: ‘Discurso en la Academia Colombiana de la Historia’, 1930):
“Dueños ya de la tierra americana, no la consideraron como simple campo de explotación, sino como Patria adoptiva, en donde habían de dejar su descendencia y sus huesos. No colonizaron como lo han hecho otras naciones, barriendo de nativos el suelo conquistado, recluyéndolos en regiones remotas o, donde esto no ha sido posible, limitándose a aprovechar sus servicios, con absoluto desprecio de las personas; sino que se mezclaron con los naturales, considerándolos dignos de la comunidad humana, trabajando por ponerlos a su nivel actual y moral, y los prepararon así para la vida política de la civilización cristiana... La sangre indígena que llevamos en nuestras venas y la raza pura que de esa sangre subsiste bendice la colonización española... Sobre los horrores de la conquista, porque toda guerra los produce, hubo una acción piadosa, conciliadora, cristiana. Mezcláronse las dos razas, y resultó la hispanoamericana, prueba irrefutable del humanitario concepto con que estas tierras fueron colonizadas”.
b) La defensa de la Fe.
Aquellas frases de la reina Isabel en su codicilo, como ninguna otra, perduraron en nuestra acción en América.
La célebre cláusula pasó entera a la Recopilación de Indias; y lo que es más, parece como si la embebieran los corazones de los que por tres siglos empuñaron el cetro que, al dictarla, se escurría en las manos de Isabel; todos ellos, con palabras y obras, demuestran que nuestra principal intención fue “... de procurar de inducir a traer los pueblos... a los convertir a nuestra sancta fe católica...”
Frase estereotipada en las leyes, en las reales cédulas, en el mecanismo de la organización social y política, en las graves resoluciones del Consejo, en las tomas de posesión de tierras, en las actas de fundar ciudades; los más desalmados conquistadores, los que en su conducta alardeaban de libertades soldadescas, cuando en la solemnidad de plantar las semillas de la civilización cristiana y española actuaban en nombre del rey, en nombre de España proclamaron a voces que su principal intento era de “procurar atraer los pueblos e los convertir a nuestra sancta fe católica”.
De aquí arranca puntualmente la diferencia entre las conquistas españolas y las de otros pueblos; que para nuestros antepasados el ideal, no único, sí el más alto, estaba en aunar el servicio de entrambas majestades, en el que descubrir tierras y someter tribus era desbrozar el camino a la Cruz y al Evangelio. Más que el resplandor del oro alentaba a los soldados el pensamiento de que eran mensajeros de Dios para la gran obra de ensanchar la cristiandad.
c) La doctrina de la evangelización.
Al mismo tiempo que los conquistadores llegan los primeros misioneros. Miembros de la orden de los frailes menores de San Francisco iniciaron aquella enorme labor; hombres de estudios que en su patria vivían con las estrecheces de su regla. Después, dominicos, agustinos, mercedarios, jesuitas propagan la fe y enseñan a la niñez y la juventud, labor que se trocó en aquellos reductos cristianos que llevan los nombres de Reducciones del Paraguay, Misiones de Mojos, de Mainas, de los Llanos, de Urabá...
3
La orientación secularizadora que se había ido manifestando en todos los órdenes de la cultura en la Baja Edad Media, llegó a triunfar por completo en la segunda mitad del siglo XV. La depuración del gusto, la vuelta a los modelos clásicos y la libertad de crítica debían contribuir a una mejora de la sociedad y del individuo. Comparado el nuevo estado de cosas con el que acababa de extinguirse, aparecía como una reacción frente a lo antiguo. España no permaneció alejada de ese movimiento europeo: los estudiantes españoles que seguían acudiendo a Italia y los italianos ilustres que vinieron a la Península produjeron en ésta también el resurgimiento de lo antiguo.
Pero el Renacimiento español adquirió características propias. No se adoptó entre nosotros el neopaganismo, de moda hasta en la misma corte pontificia, sino que, por el contrario, el estudio de la antigüedad sirvió para una mejor comprensión de las fuentes cristianas de la época. El Renacimiento fue en España mezcla de tradición y de innovaciones sanas. La aparición de la imprenta contribuyó extraordinariamente a la difusión de la cultura.
Literatura. –
En ese amanecer de España abrense también las fuentes de la ciencia y de la inspiración, que fecundarán el solar patrio, haciendo brotar maravillosa floración de poetas, artistas y de sabios.
Son días en que la Reina Católica favorece las artes y el estudio, trae sabios de Italia, se rodea de personas ilustradas, cultiva el latín, la historia, la pintura y la poesía, dando a la corte altísimo ejemplo de amor a la cultura.
Por entonces escribe Antonio de Nebrija, gramático y humanista; Luis Vives, filósofo y pedagogo; Diego de San Pedro, Rodríguez de Cámara y Rodríguez del Padrón, cultivadores de la novela sentimental; doña Beatriz Galindo, Francisca de Nebrija, Lucía de Medrano, tipos de perfecta mujer troquelada en moldes cristianos, hacendosa en el hogar y aficionada a las bellas letras.
Villalobos, Amiguet y Ciruelo, hombres de ciencia, cultivan la medicina, la cirugía y las matemáticas, respectivamente.
La Iglesia tiene grandiosas figuras: el cardenal D. Pedro de Mendoza, D. Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo; Fr. Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y Fr. Francisco Ximénez de Cisneros, el fraile franciscano que, vestido de sayal, rige en diversos momentos los destinos de la nación.
Introducida la imprenta en España, las principales poblaciones cuentan muy pronto con este nuevo invento, que abre horizontes incalculables a la expresión del saber. Cisneros dio inusitado impulso a las artes tipográficas, y su obra cumbre fue la ‘Biblia políglota’, a la que consagró afanes, dinero e influencia. Por orden suya se reproducen en gran escala en las imprentas de Toledo y Alcalá estudios eclesiásticos, tratados morales, libros litúrgicos, teológicos, filosóficos, de medicina y de historia.
Como broche cierra Cisneros su obra cultural con la fundación de la Universidad de Alcalá. Prestando atención a la teología y a las lenguas hebrea y griega, créase allí un plantel de filósofos y teólogos de renombre universal. Profesores fueron, entre otros, Nebrija, perito en latín; Pedro Ciruelo, que explicaba teología tomista, Francisco y Alfonso de Vergara y Hernán Núñez, el Pinciano, grandes helenistas; Miguel Pedro, que vino de la Sorbona, profesor de lógica y filosofía; fr. Clemente Ramírez, franciscano y gran teólogo, y hasta tres judíos conversos, Pablo Coronel, Alfonso de Zamora y Alfonso de Alcalá, que tenían a su cargo el hebreo.
El idioma español va tallando sus gemas inmortales: ‘La Celestina’ de Fernando de Rojas; las comedias heroicas de Juan del Encina; las ‘Crónicas’ de Pulgar, Pedro Mártir y Alfonso de Palencia; la versión castellana del ‘Amadís’, y los romances granadinos. Los capitanes y alféreces poetas que van a Italia ensayan el metro endecasílabo en que habrán de cantar Boscán y Garcilaso, frente a la vieja escuela de Castillejo, Santillana y los poetas del Cancionero de Baena.
¡Amanecer de la literatura en un siglo que, en su mediar, comenzará a ser dorado, para que, como el sol, alumbre a todos los pueblos del orbe!
En los estudios teológicos su renacimiento representó una vuelta a Santo Tomás, pero no para caer en las repeticiones anteriores, sino como base para nuevos desarrollos. El apogeo así alcanzado por la Teología repercutió en el Derecho; las construcciones teóricas de cuestiones jurídicas fueron fundamentales para el desarrollo del Derecho político, del internacional y del penal y de numerosas cuestiones del privado.
La literatura jurídica y política extranjera repercutió en España. Las obras de Maquiavelo fueron leídas por nuestros monarcas y las clases cultas, pero pronto apareció entre nosotros una abundante literatura antimaquiavelista, de acuerdo con la tradición secular española, opuesta a la ideología del florentino.
Arte y Música. –
Artistas franceses, flamencos e italianos trabajan en España en estos años finales del XV y primeros del XVI, y aquí dejan sus primores escultóricos en sepulcros y retablos; sus tablas y lienzos, sus labores en madera, en hierro y en oro, en plata, alabastro y marfil.
La reina Isabel reunirá un tesoro de pinturas de los grandes maestros de Flandes; pero la corte no sólo importa cuadros, sino pintores, algunos excepcionales como Juan de Flandes, en cuya obra vibra “la luz pura y aérea de las mesetas españolas”. Un Melchor Alemán trabaja para la corte, y también artistas españoles como Francisco Chacón, Pedro de Aponte, Fernando Rincón y el más glorioso artista de la época, Pedro González Berruguete, tan recio en sus pinturas y de tan sobria dignidad castellana como los reyes a quien sirvió.
La escultura de aquella talla incomparable de los sepulcros de alabastro de los padres y del hermano de la reina, obra del judío converso Juan de Siloé, que conserva la Cartuja de Miraflores.
El arte isabelino, último gesto del goticismo, produce la maravilla de San Juan de los Reyes, de Toledo, y el arte renacentista desflora sus bellezas en una serie de edificios civiles, palacios y mansiones señoriales, gloria y blasón del genio de España.
“El Renacimiento es acogido con entusiasmo por lo más representativo del pueblo, rápidamente nacionalizado y multiplicado con garbo y alegría triunfales en centenares de monumentos”, como son el Colegio de Santa Cruz en Valladolid; el palacio de Cogolludo, en Guadalajara; el castillo de la Calahorra en Granada; el Hospital de Santa Cruz en Toledo; el Hospital Real, en Santiago, y la Casa de las Conchas, en Salamanca, a los que pone remate el tapiz de piedra dorada de la Universidad de la ciudad del Tormes.
Los más eminentes compositores españoles de este tiempo están representados, al lado del Encina, por Juan de Ancheta, Lope de Baena, Juan Escobar, Francisco Peñalosa, Juan Ponce, Antonio de Ribera y Francisco de la Torre; autores de ‘villancicos’, cantos amatorios, bucólicos, caballerescos, históricos, religiosos y políticos, o de las llamadas ‘ensaladas’ y madrigales.
Los Reyes Católicos dieron enorme adelanto al ‘Arte de la guerra’ , colocando las bases de aquella superioridad científico-militar de España que desde allí iba a enseñar a combatir al mundo entero, creando los mecanismos de la táctica moderna de combate.
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Rompen en este tiempo las alabanzas aquellos humanistas que vienen para engrandecer en su obra a la Patria española.
Pedro Mártir de Anglería, el italiano que en 1498 es traído a España por el conde de Tendilla y que al divisar desde Francia los montes Pirineos la dirigió el triple saludo que después se inserta. Todas las cartas que ese mismo año escribe y muchas de las siguientes están llenas de los cálidos elogios de España, de sus reyes y de su nobleza.
Antonio Geraldino, que acompañó a Tendilla cuando marchó a Italia de embajador por ese año, y pronunció delante del Pontífice un discurso, en el cual, como grito de su corazón, manifestó que si Italia lo había engendrado, España lo había educado.
El elogio de Marineo Sículo tiene la misma meticulosidad y grandeza que pudo tener el del Rey Sabio, sin aquellas galas retóricas que le hacen monumento del habla española. No sólo en sus libros; hasta en sus mismas cartas incluye laudes parecidas, y en una de ellas escribe que no sabe de qué tiene más, si de español o de siciliano. Apenas llega a España compone una poesía titulada ‘De laudibus Hispaniae’, que es a manera del guión de su obra posterior ‘De rebus Hispaniae memorabilibus’.
De nuestros humanistas bastaría mencionar a Nebrija y a Sobrarias y al mismo humilde cura de Los Palacios en el elogio a aquella otra España recién descubierta, ‘la Española’, tan llena de maravillas y tan abundosa y pródiga en vegas y campiñas, en metales y mieses, como si a través de los mares se hubiera desgajado un trozo de la ‘Espanna’ alfonsina y hubiese retoñado entre los mares del Caribe.
No se pierde, pues, la tradición de alabanzas a la Patria. Todas anidan en el alma de España.
5
Los tipos más característicos del breve momento de este periodo son:
La Reina.
Prototipo de mujer y de reina varonil y esforzada, prudente y sabia. Como mujer, es toda cariño para los suyos; como reina, verá las cosas por encima del humano mirar, pensando en la unión de las letras españolas.
Tal vez como en ningún rasgo aparece retratada en esta misiva que dirige al rey su esposo:
“Muy caro y amado marido. Aunque el reino de Castilla y su gobernación me viene de derecho, pues que Dios vos ha dado por mi marido y compañero de mis trabajos, vos, así como varón, como rey y como marido ordenaréis todas las cosas, vos las poseeréis, vos las gobernaréis. Ninguna cosa reservo para mí, sino que, como es razón, todas las cosas serán comunes entre ambos, y pues que Dios nos ha ayuntado iguales en una compañía en todo el derecho del reino, en todos nuestros señoríos, así se guardarán vuestros mandamientos como los míos, y lo que los grandes y los de nuestro Consejo han querido saber a cuál de nosotros compete el reino y la gobernación, no ha de ser enojoso a nosotros”.
Y dice el cura de Los Palacios: “Por Isabel fue en España la mayor empinación, triunfo e honra e prosperidad que nunca tuvo”.
El Político.
En dos tipos excelsos cuaja esta condición: el cardenal Cisneros y el rey Fernando el Católico. Ambos consagran todas sus actividades al servicio de la Patria. jamás consienten la humillación de España y mantienen su autoridad en los conflictos con los que a ella se oponen. Mantiénense con entereza y serenidad. Apaciguan tumultos, defienden el suelo nacional contra codicias extranjeras, crean milicias para la seguridad interior y prosiguen las conquistas que darán a los sucesores un Estado poderoso y temido.
Cisneros, hombre de modesta y pobre condición, hijo del pueblo, atenderá las justas aspiraciones de la plebe, proveerá de trabajo y remunerará a los pobres y menesterosos. Su corazón magnánimo y su mente elevada, saturado del espíritu humilde y pobre del Evangelio, le impulsarán a restaurar las primitivas normas franciscanas que, al igual que salvaron a la sociedad en el siglo XIII, salvarían también a España.
El rey Fernando, con su cautela y talento político, con su actuación rectilínea y justa, dio solución a las más arduas cuestiones, atendiendo a los de abajo y refrenando a los de arriba, a los grandes y a los pequeños, a los pobres y a los opulentos. Rectificó errores y premió méritos y virtudes, sustentando incólume el principio de autoridad, pero sin las arbitrariedades de un déspota o de un demagogo.
El Capitán.
También el ‘capitán’ es personaje glorioso del momento, pero aun siendo tan excelso por sí solo en la figura de un Gran Capitán, de un Hernando del Pulgar o un marqués de Cádiz, bien puede incluírsele en el grupo de militares insignes que forman en los siglos imperiales la cohorte que marchará junto al emperador Carlos y sus descendientes.
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