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Tema: Libro: El concepto de España en la Edad Media

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    Re: Libro: El concepto de España en la Edad Media

    I - DE LOS NOMBRES DE ESPAÑA Y SUS PARTES:

    El nombre de España en la Edad Media y el concepto de una realidad histórico-geográfica que en él se expresa son el resultado de una tradición romana y goda. En medio del naufragio, como con patética metáfora decía la “Crónica mozárabe” (año 754), que trajo consigo la invasión de los árabes, ese legado queda a flote merced a la subsistencia de las obras de Orosio y de San Isidoro, que no serán olvidadas en ningún momento. De ambos escritores deriva no solamente la noticia de que en el Occidente de Europa existe una Península de forma y de área determinadas –esa “Hispania triangulata”, de que habla todavía la “Historia pseudoisidoriana”-, sino la conciencia más o menos desarrollada, de que una vida humana se da en ella conjuntamente, como un lazo que liga en semejanza de condiciones, de posibilidades, de quehaceres, de propósitos, a cuantos en aquélla se comprenden y con un sentimiento que traduce la manera de experimentar la pertenencia a esa tierra común…

    La palabra Hispania, y con ella la de hispanos que aquélla postula y de la que va acompañada siempre, representan el fondo común de la existencia colectiva que, en el ámbito territorial al que el corónimo Hispania se aplica, tiene lugar y a la que proporciona, por esa razón, una forma de vida que la define. De este modo, la palabra Hispania es, durante varios siglos, la llamada a la Reconquista, lanzada en forma presionante a los que sobre su suelo habitan –dicho esto en síntesis, cuyo desarrollo constituye el tema del presente libro-. La contestación a esa exigencia es la actitud histórica de los españoles en la Edad Media, de cuyo sentido único y múltiple a la vez se desprende el verdadero significado de la palabra España.

    Atribuye Orosio al rey de los visigodos, Ataúlfo, el propósito ambicioso de heredar plenamente en el orden político lo que Roma había sido y todavía seguía siendo, aunque en forma tan declinante, en el mundo antiguo. Al encontrarse en el ámbito romano – no simple extensión física, sino realidad viviente que le insta insoslayablemente a tomar una actitud-, Ataúlfo pretende borrar el nombre de Roma, reemplazar por el Imperio godo el romano y él convertirse en un nuevo César Augusto. Es una completa respuesta a la interrogante situación de los pueblos de la cultura romana, la que el rey visigodo lanza: “Gothia quod Romania fuisset”.

    En qué manera ese propósito no tuvo continuación es cosa sabida y no precisamos meternos ni siquiera a recordarlo (5). Pero avanzando en su progresión hacia Occidente, los godos llegan a una tierra sobre la que los romanos habían difundido y precisado su nombre de vieja raíz: Hispania. Y de esa provincia romana, los godos hacen el espacio de un poder único y total sobre su entero ámbito, independiente y apoyado sustantivamente sobre sus propios recursos.

    Los nombres de Idacio, Juan de Biclaro y San Isidoro jalonan ese proceso de formación histórica, de penetración o intimización de la tierra peninsular en la existencia de un grupo humano, que, como es sobradamente conocido, San Isidoro enuncia, con cálida expresión antropomórfica, valiéndose de la relación maternal: “Oh sacra semperque felix, mater Hispania”. La respuesta de Ataúlfo falló; pero, menos pretenciosa, había de quedar esa otra respuesta histórica que desde entonces sintetiza el nombre de Hispania. De una tradición romana y goda arranca el concepto histórico de España y, bajo la presión de éste, se perfila y fija el concepto geográfico y el nombre con que se le designa.

    El español de la edad media recoge ese concepto doble –ámbito al que se liga su existencia y lugar donde se desenvuelve su empresa colectiva- y lo conserva como fondo sobre el que se proyecta el acontecer en el que se ve implicado por pertenecer a la tierra hispana. Luego veremos cómo relaciones de la vida humana, en el orden moral, eclesiástico, religioso, artístico, social, jurídico, militar, político, etc., de cuantos tienen conciencia de vivir en el ámbito histórico de España, se refieren a ese fondo común. Pero tratemos primero de ver cómo se precisa esa base geográfica en el sentir de los hombres de la época.

    Por de pronto constatemos que se conservan en nuestra Edad Media, sobre todo en diplomas, más que en textos literarios, nombres que, sobre el total de la Península, o sobre alguna de sus partes, se emplearon en tiempo pasado en la Antigüedad; nombres que responden en algunos casos a divisiones antiguamente establecidas, sin correspondencia con las dadas en la Edad Media, en la cual, sin embargo, emergen esas denominaciones como un lejano recuerdo. Esos cultismos, porque con tal carácter se manifiestan, tienen en general poca fuerza, pero, no obstante, muestran, como una comprobación marginal y secundaria, la subsistencia de la vieja tradición.

    En relación a la totalidad de la tierra peninsular nada es comparable al uso general de la voz “Hispania”, con una grafía vacilante, como es fácil comprender, pero siempre recognoscible.
    Sin embargo, en raras ocasiones aparecen nombres anteriores.
    (-Si Teodulfo de Orleáns, hispano, obispo de Carlomagno, emplea la expresión “hespera turba” (6) para designar los que él llama sus consanguíneos, con el mismo carácter de retórica culta, propia de eclesiásticos, el término se encuentra en la epístola de la iglesia de Vich, año 1046, contestando a los monasterios de Ripoll y San Miguel de Cuixá sobre la muerte del ilustre Oliba: “Quem quidam fugandis tuis tenebris, o quomdam felix Hesperia, divina cessit clementia? (7)”.
    La llamada “Historia Compostellana” nos testifica que todavía más tarde y también en medios eclesiásticos, la voz “Hesperia” se ha conservado (8).
    El Toledano asegura haber visto empleado en diplomas de Alfonso VI el título de “Imperator Hesperiae”.
    Y, al final de la Edad Media, recordando los pretendidos vaticinios adversos que anunciaron el reinado de Pedro el Cruel, Sánchez de Arévalo, con cierto sentido, puesto que pone la expresión en labios de un consejero de Alfonso XI, del cual dice que era un sabio griego, escribe en tono de lamentación: “o misera Hesperia” (9).
    Todo ello, aparte, claro está, de los casos en que la misma palabra aparece en los historiadores que a partir de don Rodrigo Jiménez de Rada comienzan a ocuparse de los primeros tiempos de la península.
    -Estos mismos historiadores dieron cuenta de que aquélla había sido también llamada “Iberia”, y documentos de época anterior nos ponen de manifiesto, igualmente, un cierto grado de conservación de este mismo nombre.
    Efectivamente, en la “Crónica mozárabe” se conserva, en algún pasaje, la expresión “Iberia”.
    En una curiosa escritura de donación realizada por el conde Borrel, en 988 (y que constituye un caso extrañamente culto, ya que en ella, con su latín bárbaro, no se llama al hombre homo, sino antropo) el citado conde se titula “ego, Borillo, gratia dei hibereo duci atque marchiso” (10).
    El famoso monje Gerberto, luego Papa Silvestre II, amigo del conde Borrell, bajo cuya protección pasó unos años estudiando en Cataluña, menciona la Hiberia –con la misma h latinizante de otros documentos medievales- en carta a Nitardo, abad de Metlach, en 986.
    Pocas décadas después, el obispo abad Oliba se dirige a Sancho el Mayor de Navarra llamándole “rege iberico” (11) y todavía en 1110, un diploma de Alfonso el Batallador, comienza así: “Adefonsus, totius Hiberiae monarchia tenens…” (12).
    El corónimo “Iberia” y el étnico “iberos” aparecen con reiteración en la “Historia Compostellana”, en la que unas veces parece abarcar aquél toda la extensión de la Península y otras reducirse a la parte occidental –en una ocasión parece ser el “regnum Hiberum”, tan sólo el de doña Urraca-, mas como emplea dicha expresión, por rara coincidencia, refiriéndose en todos los casos a la época de la citada reina y de Alfonso I (de Aragón), época en la que tierras y súbditos aparecen tan mezclados, resulta difícil de determinar, en frases como “duces omnesque Hiberiae heroes” o “Hiberos proceres” o “ad Hiberos misso” (alude a un legado pontificio) u “omnes quos Hiberia continet”, hasta dónde se extiende esa tierra ibérica (13).)

    Procedentes del mismo fondo de la antigüedad aparecen a veces usados –y, claro está, nos referimos a ejemplos de un uso presente, no a los casos en que se habla de tiempos pasados- términos que designaron algunas de las partes de la Península.
    (Así, la “Chronica Gothorum” portuguesa o Cronicón lusitano, al dar la noticia de la toma de Toledo por Alfonso VI, emplaza la ciudad en la “provincia Carthaginis” (14).
    Para la “Historia Silense”, Navarra es el “Cantabriensium regnum” (15).
    Y la misma obra, al contar que Fernando I llevó la guerra hacia la parte de Valencia, dice “ad Celtiberie provincie” (16).
    La Historia Compostelana llama a Alfonso I de Aragón “Celtiberus” (17).)

    Ese nombre de provincia antigua alcanza una cierta aceptación.
    (Desplazándolo hacia el extremo nordoriental de la Península, el arzobispo Jiménez de Rada hace posible que se lo apropien algunos escritores catalanes para designar su propia tierra (en donde el recuerdo de la Tarraconense se pierde para un posible empleo actual y en donde el nombre moderno de Cataluña carece del valor de lo antiguo).
    Carlomagno, afirma el Toledano –y con ello difundía en nuestra historiografía medieval el tema carolingio-, conquistó “partem Celtiberiae quae Catalonia dicitur” (18).
    Y, precisando los contornos de esa parte, la llamada “Crónica Pinatense” decía: “Celtiberia, terra illa quae est inter montes Pirineos et rivum Iberis” (19).)

    Pero ya en estas últimas palabras, como en algunos otros ejemplos del final de la Edad Media, lo que se advierte es la tendencia a servirse del nombre de Celtiberia para designar, en su conjunto, las tierras principales que pertenecen a la Corona de Aragón, el núcleo en que se funden sus más antiguas pertenencias.
    (En un ambiente de pre-humanismo, el abad de Montserrat marcos de Villalba, contestando a la “proposición” o discurso de la reina María, en Cortes de Tortosa de 1421, le dice: “vos qui tenits lo ceptre en la regió de Celtiberia” y, párrafos después,refiriéndose a la gente del país, los llama “los de Celtiberia” (20).
    También en las “Memorias historiales de Cataluña”, se llama Celtiberia a las tierras catalana-aragonesas entre el Ebro y los Pirineos.)

    Con la antigua tradición, no propiamente geográfica, sino histórica, de “Hispania”, está relacionada la idea de sus provincias, entre las que se incluye la Tingitania, y esa tradición, como ocurre en tantos otros aspectos de la Edad Media, cobra un valor normativo.
    (“Hispania”, para Alonso de Cartagena, comprende esa Tingitania, que es pertenencia o “adherencia” suya, dicho en términos de la época, como se encuentra afirmado, dice el obispo de Cartagena, en “quamplures cum de divisione terrarum loquuntur”, en especial en San Isidoro y en el “Catholicon” (año 1286) de Juan Balbo, sin que sea obstáculo a ello que esté situada en otra parte del planeta –“nihil facem ad rem quod sit in Europa vel in Africa. nam multi principatus in mundo fuerunt qui habuerunt terras in diversis plagis mundi”, tal como se vio en el caso de Roma, del emperador de los tártaros, del sultán de babilonia, etc. (21).)
    Ello demuestra lo que en el concepto espacial de Hispania hay de contenido histórico-humano y no geográfico. Más adelante volveremos a ocuparnos de esta idea.
    Señalemos ahora sólo que su difusión nos permite encontrarla en textos poéticos en los que se presenta como algo de lo que todos tienen noticia.
    “Vi las provincias de España”, dice Juan de Mena, y esas provincias no son los reinos peninsulares coetáneos del poeta, sino los de la tradición clásica –y entre ellos la Tingitania (22).

    Desde el siglo XIII se expande una forma de expresión que aparece perfectamente asimilada en el Tudense; que desde entonces no deja de usarse y que en los comienzos del humanismo, respondiendo a la tendencia arcaizante y al gusto por los cultismos de procedencia latina, se generaliza en gran medida. Me refiero a las denominaciones de España “citerior” y “ulterior”. Indudablemente su recuerdo no se había borrado.
    (Aparece conservado en la “Crónica mozárabe”.
    Y si el historiador franco Richer ve al conde Borrell como “citeriores Hispaniae ducem” (23), de la misma denominación se sirve, en 1077, el conde Bernardo de Besalú, cuando, refiriéndose a un Concilio celebrado en su condado cinco años antes, dice: “in citeriori Hispania videns exterminationem Simonis Magi” (24).
    En el Decreto de restauración de la Iglesia Tarraconense, sobre 1128, se llama a ésta “citerioris Hispaniae caput” (25).
    Siguiendo el hilo de la tradición culta, Lucas de Tuy recuerda también la vieja división y se refiere a la provincia de “Hispaniae quae citerior dicitur” y atribuye al conde Julián la funesta maquinación de que “incitavit Francos ut expugnarent Hispaniam citeriores” (26).
    En el Toledano y en la “Primera Crónica General se conservan también las dos denominaciones.)

    El uso de las expresiones España “citerior” y “ulterior” sigue manifestándose en los siglos de la baja Edad Media, siempre con escasísima frecuencia y, desde luego, respondiendo a una preocupación de puro carácter erudito. Con ellas es manifiesto que se designan partes de un todo, y por eso siempre se habla a la vez de España globalmente, hábito literario que, precisamente por su condición de tal y por la tendencia arcaizante a que responde, llega, con las mismas características que hemos dicho, hasta los humanistas. Si es cierto que Margarit (1421-1484), territorialmente habla de “utriusque Hispaniae”, al mismo tiempo él es uno de los primeros en llamar a los Reyes Católicos “reges Hispaniae”.

    Por otra parte, esa manera de designar a las dos partes de España, de la tradición romana, no podía tener sentido cuando los que se servían de aquélla se encontraban dentro de España y desde ella hacían la historia o la escribían. Colocados “in interiori Hispania”, dicho con frase del Tudense, la impropiedad de aquellas formas era evidente y de aquí que surjan otros modos de llamarlas.
    (La “Crónica” de Desclot habla de “la prefonda Espanya”, donde se hallan castellanos y gallegos, y el editor de esta Crónica, Coll y Alentorn, al anotar ese pasaje, señala la existencia de un manuscrito posterior, de comienzos del XV, en el que se trata de “quala es apellada la primera Spanya e qual la segona e qual la terça Spanya”, ya que “Spanya si era e és divisa en tres partides”, “en la darrera Espanya cau tota Galicia, e Biscaya e Castella la Veylla, e s’en va fins a Bordeu”, idea que se encuentra también recogida en la compilación de carácter histórico llamada “Flos Mundi”, cuya fecha es de 1407 (27).
    También en el XV, la traducción al romance de la “Crónica” del Tudense, a la vez que habla impropiamente de “España la más cercana”, guerreada por los franceses, usa para designar a la otra parte la denominación de “la España más de dentro” (28).
    En la misma línea hay que citar la expresión “la última Espanya” que aparece empleada en el “Tirant lo Blanc” (29).

    Estas denominaciones no son más que traducción libre de las antiguas formas latinas. Y si nos detenemos en ellas es, como llevamos dicho, por cuanto constituyen una prueba complementaria del fuerte peso de la tradición antigua en lo relacionado con el concepto de España, de modo tal que hay casos en que esa tradición se impone a la realidad presente. Y esa fuerza del legado antiguo es un dato importante en la vida española medieval (y probablemente aún en la contemporánea).

    Como supervivencia de la forma bipartita, aparece en San Isidoro la de la “España superior” e “inferior”.
    (Eurico, escribe San Isidoro, sometió a su potestad la “Hispaniam superiorem”, enviando un ejército a Pamplona y Zaragoza (30).
    Y con un interesante desplazamiento, en la “Chronica gothorum pseudo-isidoriana”, entre fines del X y comienzos del XI, esa España superior aparece trasladada al norte de los Pirineos, haciendo a la vez equivalente a esta división la tradicional de “citerior” y “ulterior”; según dicha Crónica, se distinguen “duas Yspanias, superiorem scilicet et inferiores vel citeriores et ulteriores, altera citima Mauris, altera plane ab illis remota”; cuál sea propiamente esa España superior nos lo dice la misma Crónica líneas después, expresando a un tiempo extraño y curioso sentimiento respecto a ella: “Superior Yspania Gallia braccata apellatur, ubi tanta est insolentia tantusque fastus nec non et arrogantia copiosa” (31).
    A esta distinción parece corresponder tardíamente la forma “Hispania alta e baixa” que se da igualmente en “Tirant lo Blanc” (32).)
    Aunque, en definitiva, estas últimas son expresiones más o menos lejanamente derivadas también del antecedente romano.

    El fenómeno de extraversión del nombre de España al otro lado de los Pirineos es frecuente en toda la Edad Media, y luego nos referiremos a él.
    (Aquí nos interesa recoger aún, en relación con el problema de las partes y por la curiosa circunstancia de que encontrara un lejano eco en nuestros escritores de la baja Edad Media, el remoto testimonio de Fredegario (siglo VII). Cita éste los pueblos que proceden de Jafet y las tierras que les pertenecen; entre ellas aparece la Ispanogallia, frente a Celtes-Gallia, y la “Hispania maior” (33).)
    El término de “Hispanogallia” se pierde después; pero, en cambio, la división de España en “mayor” y “menor”, que hallamos en Fredegario alcanza gran fortuna y recogida en la Historia de España de Alfonso X, continúa siendo ocasionalmente empleada hasta el final de nuestra Edad Media.
    Última edición por Gothico; 26/11/2006 a las 11:40

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    Re: Libro: El concepto de España en la Edad Media

    (de José Antonio MARAVALL, en su obra “El concepto de España en la Edad Media”)

    ...II - España la mayor y España la menor.

    El plural “las Españas”.

    Otras formas de expresión en relación con la diversidad territorial peninsular.

    Para la “Primera Crónica General” las dos partes de España son, efectivamente, España la mayor y España la menor. “Los grandes montes que son llamados Pirineos, que departen Espanna la mayor de la otra y estos montes comienzan se a la grand mar mayor cabo la villa que es llamada Bayona, que yaze en ese mar misma contra cierço e atraviessa toda la tierra fastal mar Mediterraneo e acabasse alli cab una villa que dizen Colibre”. La otra España, la menor, para Alfonso X y sus colaboradores, es la región al Norte de los Pirineos, de tan fuerte tradición hispánica: “Vinieron los franceses correr y estragaron a Espanna la menor”, cuyas ciudades son Narbona, Albi, Rodez, Carcasona, Auch (34).

    En el poema provenzal de “Ronsasvals”, la hermosa Alda, hermana de Oliveros y enamorada de Roldán, pregunta a un peregrino si viene de Santiago y si “Es vos passat per Espanha la grant” (V. 1.730), manera de expresarse que probablemente responde a la idea de esas dos Españas (35), así como también aquella de que se sirven Eiximenis y Tomich: “la gran Espanya” o “Hispanya la gran” (36).
    En Alvarez de Villasandino se encuentra “la grant España” y Alonso de Palencia escribe todavía “la más extendida España”, con lo que hace referencia a Castilla (37).
    Diego Valera habla al rey castellano Juan II de “esta vuestra mayor España” (38).
    Mientras que en Alonso de Palencia la significación de “España la menor” se había desplazado a la parte catalano-aragonesa, en Valera cabe pensar que subsiste la idea de Alfonso X (39).

    Todas estas divisiones, como se ve, más que responder a la realidad histórica de los siglos medievales, se conservan merced a la inercia del confuso recuerdo de la dominación romana y visigoda. Es necesario llegar al siglo XVI para encontrar en un escritor de sentido geográfico muy moderno, y muy libre, además, de la retórica humanista, Fernández de Enciso, el primer ejemplo de abandono de esas vagas reminiscencias antiguas, planteando en nueva forma eminentemente geográfica y no histórico-política, como es propio del carácter de su obra, la división de las partes de España: “Esta España –nos dice- se divide, según los pasados, en tres provincias, pero porque aquéllas no tienen hoy aquellos nombres, yo la divido en seis” –que son, según el autor, las vertientes de los cinco ríos principales (40).

    - El único problema que tiene un cierto interés en relación con las denominaciones aplicadas a España y sus partes, de procedencia antigua y de supervivencia debida a tradición, es el del plural “las Españas”. Ese interés deriva, más que del uso real que de tal expresión se ha hecho en la Edad Media, de interpretaciones modernas. Sin embargo, esa fórmula de “las Españas” ni expresa de manera particular y con especial fuerza demostrativa una idea de pluralismo interior, ni mucho menos, contra lo que alguna vez se ha llegado inconcebiblemente a decir, aparece en relación con el problema de la dominación española en América.

    Es frecuente, en todo caso, querer dar a la expresión de “las Españas” un matiz significativo específico, como podemos comprobar en la cita que hicimos en el capítulo anterior de Entwistle. María Rosa Lida, en su magistral estudio sobre Juan de Mena, dice, el marqués de Santillana y Pérez de Guzmán emplean a veces la forma Españas (Comedieta de Ponza, 35,42; Himno a San Dionisio,1; Loores…,287), plural que revela hasta qué punto ambos están lejos de concebir la unidad política de España” (41). No entremos ahora en la cuestión del sentido de la unidad en esos autores, pero hemos de rechazar la tesis de que, ni afirmativamente, ni negativamente, guarde relación con el problema de la unidad hispánica el empleo de la forma “las Españas”.

    Vamos a adelantar, en apretada síntesis, las conclusiones a que nos permite llegar el análisis de los datos que después expondremos:
    a) Como procedente de una tradición culta, el uso del plural “las Españas” se da con más frecuencia en medios eclesiásticos.
    b) Se emplea mucho más en la parte occidental que en la levantina, y en una y otra es incomparablemente inferior al uso del singular.
    c) Se emplea indistintamente con la forma del singular, sin que quepa hacer ninguna precisión sobre los casos en que se sigue una u otra forma, no respondiendo, en consecuencia, ninguna de las dos a una específica concepción histórico-política de la realidad hispánica.
    d) Una denominación en plural de otros países se usa a veces, y, con más frecuencia, se da el fenómeno de la división de estos en partes, con análogo sentido al que se encuentra en la expresión “las Españas”.
    e) Ese uso se produce por una tendencia al énfasis que pretende prestigiar, por su número y diversidad, las tierras y, con ellas, los títulos de quienes las señorean.
    f) Ese hecho se da sobre el fondo común de la conciencia de un ámbito unitario, cuya explanación trataremos de exponer a lo largo de este libro.
    g) El corónimo “las Españas” se corresponde unívocamente con el étnico “hispanos”, sin que los otros étnicos más particulares –gallegos, leoneses, castellanos, navarros, aragoneses, catalanes- se apliquen por entero a ninguna de aquellas partes de España, de cuyo recuerdo deriva tal plural.
    h) El plural de “las Españas” es usado en ocasiones para designar singularmente una cualquiera de esas partes y a veces hasta un reducido fragmento de una de ellas.

    La primera obra que inicia la historiografía propiamente peninsular, el “Chronicon” de Idacio, se sirve ya reiteradamente de esa forma gramatical en cuestión: “Hispanias rex gothorum…”, “…in Spanias consedebant”, “Hispanias ingreditur imperator” (42).
    Es cierto que Juan de Biclaro, el famoso obispo gerundense que, continuando la historia universal en el punto en que la dejaron sus predecesores, la centra por primera vez sobre el reino hispánico de los godos, usa siempre el singular Hispania, aunque le es conocida la expresión romana de Hispania citerior, causa ocasional del plural que estudiamos (43).
    San Isidoro responde a las mismas características. Y desde muy temprana fecha el plural “las Españas” parece haberse generalizado.
    Se encuentra en la ya citada “Crónica” de Fredegario, en una frase en la que conjuntamente enuncia el contenido humano de esa tierra: “Hispaniarum autem gentes et inhabitationis haec sunt: Tyranni, et Turrenorum, qui et Terraconensis, Lysitani, Betici, Autriconi, Vascones, Gallici, qui et Astures” (44). A todos estos grupos los sigue llamando luego Fredegario indistintamente “hispani”.

    Después de los historiadores visigodos mencionados y antes que Fredegario, Gregorio de Tours se refiere a las varias Aquitanias, a la “Bélgica secunda”, la “Italia maior” y la “Italia minor”. Más tarde, Richer, en el siglo X, distingue la “Galia Bélgica”, “Céltica” y “Aquitánica”.
    Esta distribución en partes, como supervivencia erudita de antiguas divisiones, es, según vemos, un mero gusto literario muy viejo.
    Y ella determina esas consabidas formas en plural, de las que las de las Galias ha sido, tal vez, la más persistente.

    -En el lado catalano-aragonés, durante la primera parte de la Edad Media, el uso que se hace de esa fórmula es escasísimo. Si se conoce la tradición del nombre de España citerior, como hemos visto, veremos también más adelante, al ocuparnos del problema de la denominación de la tierra catalana, que para el conjunto se emplea casi exclusivamente el singular.
    (En su “Vita Sanctae Eulaliae”, que es una de las obras de más bella pretensión literaria de su época, Renallo gramático se sirve de las dos formas, al referirse a los tiempos de Diocleciano y Maximiano “sub quorum impiisima tyranide tota tremebat Hispania”, a la cual añade que llegó Daciano “accepta Hispaniarum praefectura”, dispuesto a perseguir a los cristianos (45). Esta obra se fecha en 1106.
    Algo más tarde, un monje hagiógrafo también, del Monasterio de San Juan de la Peña, recuerda en su obra un hecho más próximo y se sirve de la expresión clásica en plural para retrotraernos a algo pasado en aquel “tempore quo saevitia Arabum dirutas Hispaniarum partes occupaverant” (46).
    En el “Oficio de San Raimundo”, de la catedral ribagorzana de Roda (fines del siglo XII) aparece la alusión a cierto “more Yspaniarum”, junto a otras dos menciones de “Yspania” en singular (47).
    Y los ejemplos de este tipo podrían reiterarse si nos fuéramos fijando en obras de tipo análogo al de las que acabamos de citar.
    Un texto de esta clase que parece pertenecer, por lo menos en su redacción conservada, a finales de la Edad Media, la “Passio Sancti Severi episcopi barcinonensis” se refiere a la “provincia Hispaniarum” (48).
    La provincia, por consiguiente, es una aunque su nombre se diga en plural, análogamente al caso de esos sustantivos que, según enseña la gramática, carecen del número singular y se emplean siempre en el plural, aun cuando se quiera designar un ejemplar unitario del objeto que expresan. En el corónimo que nos ocupa, el número, en cuanto accidente gramatical existe en sus dos formas, pero estas son equivalentes y recíprocamente sustituibles.

    En cambio en los textos procedentes de crónicas, bien procedentes de Roda o de Ripoll, casi totalmente ignoran la forma en plural.
    De todos ellos, sólo una vez aparece ésta en uno de esos textos, en el llamado “Chronicon Rivipulliense”. En este Cronicón se menciona en cinco ocasiones la voz Hispania, y de ellas sólo una vez se escribe en plural, al dar la fecha de la muerte de Alfonso VII, al que titula “imperator Yspaniarum” (49). Como este es un título que en esa forma se expandió por todo el territorio peninsular, hay que suponer que ese plural, tan usado por la cancillería del rey, penetró ya constituido en el centro historiográfico de Ripoll.
    Después de esto, ni en los “Gesta Comitum Barcinonensium”, ni en las conocidas cuatro grandes crónicas, ni en la Pinatense, ni en los historiadores del XV, salvo rarísima excepción, se emplea aquella forma, que solo reaparece al llegar el momento del humanismo.
    Desde luego, la forma de “las Españas” es algo más frecuente en los diplomas, sin ser nunca, ni remotamente, la habitual.

    - En la parte occidental de la Península, el uso de la forma plural es mucho más abundante, aunque conservándose siempre, sin posible comparación, muy por debajo estadísticamente del empleo del singular.
    Aparte de algún ejemplo aislado anterior, se nos ofrece reiteradamente en la “Historia Compostelana”, obra muy particularmente inclinada a servirse de formas cultas y, por otra parte, netamente inserta en las corrientes literarias de los eclesiásticos. Aparece el plural en esta “Historia” en muchas ocasiones que no es necesario, dado lo fácil de su comprobación, detenernos a recoger. En la mayor parte de los casos se emplea en la titulación de reyes castellano-leoneses, Alfonso VI, Alfonso VII y Doña Urraca. De ella podemos sacar, eso sí, un ejemplo del uso concomitante del singular y del plural especialmente claro: se ocupa de Alfonso VII y dice “postquam A. Hispaniarum Rex… Regnum Hispaniae obtinuit” (50).
    En el llamado por Flórez, que lo editó, “Chronicon ex Historiae Compostelanae Codice”, se repite el caso: allí se habla de Alfonso VI y del “Hispaniarum regnum”, que, líneas después, y con sentido equivalente, se llama “Regnum Hispaniae” (51).
    A partir del momento a que esas partes de la “Compostelana” se refieren, es decir, desde la segunda mitad del XI y durante los reinados de los tres reyes citados, más Alfonso I de Aragón, en las cancillerías regias se repite, unido a los títulos de “rex”, “regina” o “imperator”, el enfático término “Hispaniarum”. Basta coger cualquier colección documental, rica en diplomas de los mismos, para comprobarlo, sin que, de todas formas, deje de ser mucho más normal el singular “Hispania”.

    - Fuera se propaga también el uso. Veremos a continuación unos ejemplos de la cancillería pontificia (Gregorio VII, Urbano II, etc.) en ese sentido.
    Y en un documento del Emperador Federico I llama éste a su sobrina, viuda de Alfonso VII y vuelta a casar con un conde de Provenza, de la dinastía catalana, “neptis nostre Richildis Spaniarum regine” (52).
    Pero son éstos casos muy raros.
    (Dentro del siglo XII) Fernando II y Alfonso VIII siguen en algunas ocasiones sirviéndose del título de “Hispaniarum reges”.

    -En la historiografía de nuestro siglo XIII, que supone tan radical innovación respecto a la anterior, el plural “Españas” se prodiga más, coincidiendo con el más rico desarrollo retórico de estas obras y respondiendo a la práctica cancilleresca precedente. Hay que señalar que también es mucho más frecuente el singular España y que de ordinario en todo autor, considerado en particular, esta segunda forma se emplea mayor número de veces que la primera.
    La “Crónica latina de los Reyes de Castilla” es tal vez excepción. En ella se dice que Alfonso VI no encontró con quien casar a su hija Urraca “in yspaniis”; de Alfonso VII, que “longo tempore regnavit in hyspaniis”, y alude a un legado del Papa que fue enviado “in Yspanias” (53). Dado el corto número de veces que la palabra España sale en esta Crónica, son tantas las que se escribe en singular como las que se hace en plural.
    Mientras que para Lucas de Tuy, si san Isidoro es “doctor Hispaniarum”, doña Berenguela, madre de Fernando III, “Hispaniarum regina”, y así en alguna otra ocasión, el singular, en cambio, aparece desde el proemio de la obra, al renovar el tema isidoriano “De excellentia Hispaniae” (54), y casi no hay página de la obra en que no se lea.
    Por su parte Jiménez de Rada, el Toledano, emplea el plural en algunas ocasiones –“quod Euricus grate suscipiens Hispanias…, etc.-, mientras que habitualmente se atiene al singular (55).

    Hay obras que desconocen por completo la forma del plural, mientras no sucede esto nunca con la otra forma.
    No pretendemos deducir ninguna consecuencia especial de los ejemplos aducidos, en el sentido de que una y otra forma se reservaran para unos y otros casos; en general, su empleo es indiferente.
    Hay que observar, sin embargo, que al fijarse por influencia de los escritores últimamente citados los temas del elogio o “laude” y de la “pérdida” o “lamentación” de España que en nuestra historiografía, tanto en lengua catalana como castellana, se conservan, como hemos visto, hasta terminar la Edad Media, se usa la forma del singular.

    -Creo, en consecuencia, que el plural las Españas es un recurso retórico de carácter tradicional, empleado por clérigos-notarios, y que de ellos pasa a obras literarias, sin que responda a un sentimiento real de las cosas.
    Forma que se emplea de ordinario con el carácter de un cultismo, y coexiste, en todo momento, con el uso del singular, lo que hace perder a tal fenómeno cualquier otra significación.
    Y este resultado negativo a que llegamos creemos que se ratifica plenamente al tener en cuenta, con lo ya dicho, una nueva consideración que vamos a añadir. Efectivamente, tan es una mera fórmula literaria, procedente de un prurito de erudición, el uso de ese plural de “las Españas” que, y el hecho es realmente sorprendente, lo encontramos aplicado a partes singulares de la totalidad hispánica, sin que esto signifique ningún propósito de identificar con esta última el ámbito parcial a que, en cada caso alude:
    El rey de Navarra, Sancho III Garcés, se llama “Sancius rex Dei gratia Hyspaniarum” (56).
    En diferentes cartas del Papa Gregorio VII se les da por separado, a los reyes Alfonso VI de León-Castilla y Sancho I Ramírez de Aragón, el título de “rex Hispaniarum” (57).
    En otro escrito al cardenal legado Ricardo de San Víctor, el mismo Papa le habla de “legationem tibi commissam ad Hyspanias”, lo que se repite en carta al también legado Gerardo de Ostia (58).
    El rey Pedro I de Aragón es llamado, en privilegio a él dirigido por el papa Urbano II, “Ispaniarum regi excellentissimo” (59).
    Cuando doña Urraca, separada del Batallador, gobierna con más o menos discusión desde castilla hacia el Occidente, la “Historia Compostellana” la llama “Hispaniarum regina” (60).
    Ramón Berenguer IV se atribuirá el título de “Hispaniarum marchio”, según comprobaremos más adelante (61).
    Fernando II de León, que no pretende nunca un señorío sobre las demás tierras peninsulares, sin embargo, se llama constantemente “Hispaniarum rex”, y se mencionan en tales casos como provincias sobre las que reina León, Extremadura, Galicia y Asturias (62).
    De igual manera se titula, por las mismas fechas, Alfonso VIII, y es interesante comprobar cómo, en documento en el que el rey empieza hablando “Ego, Ildefonsus Rex Hispaniarum”, al final pasa a decir: “regnante me rege Ildefonso in Toleto et in tota Castela” (63).

    Al ocuparnos antes de la historiografía castellana hemos dejado sin citar la obra de imprescindible referencia en esta materia como en tantas otras: la “Primera Crónica General”, que es, sin duda, donde un mayor número de veces se hace uso del plural, ya romanceado, “las Españas”. Adrede la hemos dejado aparte, buscando en ella la corroboración, por otro lado, de nuestra tesis de que ese uso no tiene significación política en sí, sino que responde a un gusto literario, de acuerdo con el énfasis retórico de la época. La “Primera Crónica General” nos ofrece, con el caso de “las Españas”, otros muchos ejemplos de pluralización de nombres de país.
    De antigua procedencia era, conocido por todos los escritores medievales, el de las Galias; pero la Historia de España de Alfonso X nos presenta –con otros muchos, como “las Gasconnas”, las Panonias, etc.- el ejemplo mucho más insólito de “las Francias”, que insistentemente utiliza (64).

    - Hay un factor que de manera más inmediata actúa a favor de esa tendencia de pluralización: el deseo de prestigiar las tierras de los señoríos, haciéndolas variadas y numerosas, hecho que entre nosotros, sobre todo a partir de Alfonso VI, lleva a multiplicar la enunciación de las tierras en los títulos reales. Coincidiendo con esto, en cuanto a fecha y en cuanto a tendencia, se produce la máxima frecuencia en el uso del plural “las Españas” en los títulos reales.
    Y esto, que es honor del rey, pasa a ser honor de las tierras, de modo que, incluso para aquellas que son de nueva creación y que, en consecuencia, no tienen límites antiguos a los que hayan de contraerse, también esas tierras se distinguen en partes.
    Así pasa con Castilla y, algo más tarde, con Cataluña, en las que se produce el extraño caso de que se separen y pluralicen, distinguiéndose la vieja y la nueva. En un documento de 1035 vemos que un señor afirma de sí mismo gobernar por el rey “totam Castellam Vetulam” (65).

    Por otra parte, si Tomich había hablado ya de “Cathalunya la nova, de Llobregat en lla” (66), la separación que con esto nos presenta es completada por Turell, que distingue la Cataluña vieja desde el Llobregat a las montañas de Ribagorza, y la nueva o parte de las marinas “que fon la segona conquesta” (67), distinción ésta que debía ser ya muy conocida en el XIII, puesto que P. Albert habla de la misma (68). La distinción, no más que puramente verbal, de estas Castillas o Cataluñas, responde a un fenómeno social-literario con el que se relaciona también el nombre de uso frecuente a partir del XI, de “las Españas”. En escritores medievales, sobre todo en los de lengua catalana, se encuentran también otras formas en plural: las Mallorcas, las Menorcas, las Galicias, etc.

    Como en Alfonso el Sabio, también en Juan Margarit “el Gerundense” aparece este énfasis multiplicador que le lleva al extremo de eliminar el nombre de Francia para citar en su lugar “Celtogallatia Aquitania, Celtogallatia Lugdunensis, Celtogallatia Belgica, Celtogallatia Narbonensis”, así como habla también de “Germania magna et Germania parva”, de las “Panonia superior”, “Panonia inferior”, etc. (69). En ello no hay nada que responda a la imagen política de la época. Son esas divisiones, cuando más, reminiscencias de un lejano pasado que se conserva como un recurso retórico.

    Hasta qué extremo no tiene nada que ver la forma plural de “las Españas” con las reales divisiones políticas de la Edad Media, nos lo demuestra el propio Margarit, para quien una de esas Españas, la citerior, va de Cartagena a Cantabria, cogiendo en medio a Murcia, Valencia, Cataluña, Aragón y Navarra, sin correspondencia alguna con los reinos medievales (70). El hecho de que el genitivo “Hispaniarum” tienda a figurar en medios eclesiásticos, de carácter más arcaizante y literario (en los títulos de los primados toledanos, legados pontificios y maestres de Ordenes militares extranjeras con filiales en España –Templarios, Hospitalarios-, etc.) comprueba nuestra interpretación. Confirma el carácter que señalamos el hecho de que los humanistas del XVI insistan en un uso que, en cambio, nunca se dará en el lenguaje hablado y cotidiano.
    Por las mismas razones, también es frecuente en el XVI ver escrito “les Ytalles” o “les Allemagnes” etc. (70 bis).
    (continúa)
    ReynoDeGranada dio el Víctor.

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    Re: Libro: El concepto de España en la Edad Media

    (de José Antonio MARAVALL, en su obra “El concepto de España en la Edad Media”)

    II … Otras formas de expresión en relación con la diversidad territorial peninsular.

    Otros dos fenómenos participan de un carácter análogo al que acabamos de estudiar.
    -En primer lugar, el uso de la expresión “in” o “per totam”, refiriéndose a una tierra como ámbito que cubre totalmente un señorío o en cuya extensión acontece o se encuentra algo de que se habla. Por sí, la fórmula “tota Hispania” no tiene el sentido de una excepcional y rarísima referencia a un todo que de ordinario sólo se concibiera parcelado. Es una fórmula literaria común y sin significación política alguna, un medio más para realzar la fuerza de una expresión.
    Como tal, es un fenómeno que se da fuera y dentro de España, incluso en relación a tierras, a pequeñas comarcas, que nunca se han concebido divididas en partes separadas:
    “En toute France n’ont chevalier si grant” (“Raoul de Cambrai” V. 3.235) ;
    “De toute France eüssent seignorie” (“Girat de Vienne” V. 18) (71).
    La “Crónica del obispo don Pelayo”, refiriéndose al reparto de Fernando I, emplea ya la fórmula tan usual “totam Castellam Navaram et Pampilonam” (72).
    En el diploma de Alfonso VIII, que hemos citado antes, se llama “rex et dominus tocius Castelle”.
    Un documento de 1191 usa de la expresión “tenentis Asturias totas” (73), donde hallamos un plural más que añadir a los anteriormente mencionados.
    En los textos cronísticos de origen portugués, publicados por P. David, se dice frecuentemente “in toto Portugali” (74).
    En 1068, cuando restaurada la Iglesia de Roda, el Rey Sancho Ramírez le cede bienes pertenecientes al feudo real, los señala emplazados “in tota Ripacurtia” (75).
    Ramón Berenguer IV, al suscribir un documento en 1149, dice gobernar sobre tierras aragonesas, provenzales “et in tota Barchinona” (76), texto que nos prueba que en un momento dado Barcelona está a punto de ser el nombre de país de la tierra catalana, aun en fecha en que el nombre de Cataluña existe ya; en cambio, en 1233 Jaime I se dirige a sus vicarios y bailíos “per totam Cataloniam constitutis” (77).
    Se habla también de “per totam Terraconensem provintiam” (78).
    La “Crónica latina de los Reyes de Castilla” emplea “totam Andaluciam”.
    Cuando Berceo dice “toda Espanna” hay que entender que se trata de un mero recurso expresivo, al que no se añade ningún otro valor.
    Puede verse, también, en Antonio Canals que se sirve de las expresiones “Espanya” y “tota Espanya” con un sentido perfectamente indiferente entre uno y otro caso (79).
    - Finalmente, el otro fenómeno a que tenemos que referirnos es el de la enumeración del todo y la parte al mismo tiempo, según el tipo de los documentos que dicen “en León y España”, “en España y Castilla”, “en España y Cataluña”, etc., forma de dicción que, tomándola impropiamente en el sentido en que hoy nos suena, ha sido interpretada con error, como una diferenciación o separación entre las tierras así mencionadas.
    “Mas Franssa, Peitau e Bairiu”, dice un verso de Marcabrú, y las citaciones de esta clase, sólo en poemas de trovadores, son incontables, con la particularidad de que nunca son coincidentes, lo que demuestra que no son partes separadas y constituidas como tales de manera fija, sino que responden a una simple manera de hablar.
    En la famosa “Chanson de Sainte Foy”, que, como es bien sabido, llama “espanesca” a la región pirenaica de uno y otro lado, leemos en un verso que el sarraceno “Hespainna reg e’ls Montz Cerdans” (v. 115), sin que esta mención de los montes cerritanos tenga más finalidad que destacar del conjunto una parte concreta cuya proximidad y probable conocimiento despierte en el auditorio un recuerdo más vivo y patente.

    - Con un sentido análogo se enumeran, en forma siempre cambiante, los lugares en que reinan nuestros reyes medievales, y con frecuencia aparecen, en esas listas de nombres geográficos que acompañan el nombre de los reyes, los de ciudades o pequeños lugares que están comprendidos en comarcas o territorios cuyos nombres se citan también.
    Si tomamos como base la documentación de Alfonso I de Aragón, y cualquiera otra nos hubiera podido servir lo mismo de ejemplo, llegamos a las siguientes conclusiones:
    En algunos casos, un simple corónimo basta para designar el ámbito total a que se extiende su reinado: “Regnante rex Adefonsus in Aragon”, dice un diploma de 1131 (80).
    Antes y después de esta fecha, la fórmula más habitual comprende cuatro nombres: “in Aragon et in Pampilona sive in Superarvi atque in Ripacurcia”, a los cuales, en un gran número de documentos, se añade, durante la unión con Doña Urraca y hasta 1129, mucho después de su separación, “in Castella”, cuyo puesto, en la quíntuple lista que de esta manera resulta, es variable.
    Pero junto a ello tenemos otros casos, en los que la nomenclatura no puede ser más variada (80 bis).
    Si en todos esos documentos, Alfonso I lleva o se le da (si se trata de escrituras particulares) el título de “rex”, frente a todos los de este tipo se oponen los que dicen escuetamente “rex in Hispania”, así en dos de 1124, referentes a ventas entre particulares, o en otro, en Tudela, del mismo año, y en un tercero, de 1125 –“regnante rege Adefonso in Ispania”- (81).
    Y si aquí el nombre de España, por la amplitud con que es usado, parece eliminar la referencia a todo otro lugar, sin embargo hay otro tipo de documentos en los que nos encontramos fórmulas como éstas: “rege in Hispania et in Cesaraugusta”, en diploma de 1124; en otro de 1129, “rege Ildefonso in Cesaraugusta et in Spania”, y más estupendo caso es el de una escritura de donación en 1134: “…in Aragone et in Pampilona, et in Ripacorza et in Aran et in Ispania” (82), en los que resulta evidente, si no para nosotros hoy, sí para el pensamiento de la época, la referencia simultánea al todo y a la parte, como sucedía en algunos de los mencionados antes con los nombres de Aragón y de sus ciudades.
    Y es lo extraordinario que esto mismo se observa en aquellos documentos de titulación más enfática en los que se hace uso de la palabra “imperator”.

    Análogos aspectos presenta la cuestión en la parte occidental.
    Frente a tantos documentos que hablan de Asturias o del territorio asturiense, comprendiendo indudablemente Oviedo, uno del año 1086 alude a un personaje “qui est potestas in Asturiense et in civitas Obetense” (83).
    Si hay una tierra que incuestionablemente parece incluida en el nombre de España (hasta el extremo de poderse sostener que en algún caso se identifican el nombre de aquélla y el de ésta –así, en ciertos pasajes de la “Crónica Silense”-), es la de León, y, sin embargo, en relación con ella, tenemos uno de los más claros ejemplos de la práctica a que venimos refiriéndonos: si Alfonso VI en diploma encabezado tras su nombre con la fórmula “sub gratia Dei Hispaniarum princeps”, define su reino en estos términos: “rex in regno Spaniae regnante, scilicet in Toleto et in Legione” (84), su nieto, el emperador Alfonso VII, en quien el pensamiento político de la totalidad de España es tan manifiesto, hasta el extremo de ser quien mayor número de veces se sirve de ese solo nombre para designar su imperio, en alguno de sus documentos de 1136-1137 se emplea este ablativo: “rege Illefonso in Leone et in Ispania” (85).
    Según esto, de conformidad con el primer caso, ¿sólo España son León y Toledo? o, basándose en el segundo, ¿hemos de concluir que León precisamente no es España? Entonces, ¿sería esa España sólo Castilla? No hay fundamento alguno para verlo así y podemos comprobar que no es cierta esa solución si advertimos que del hijo del emperador mismo, Fernando II, que no fue rey de Castilla, se dice “regnante in Legione et Hispania” (86); ese rey Don Fernando que, a pesar del carácter parcial de su tierra, se tituló más de una vez, como ya tuvimos ocasión de ver, “Hispaniarum rex”.
    Observemos que en la “Primera Crónica General”, en la que el sentido de totalidad del concepto geográfico-histórico de España es tan incuestionable, después de ocuparse en unos capítulos detenidamente de Fernando II, de Alfonso IX y del reino de León, al hablar a continuación de Alfonso VIII, a quien titula normalmente rey de Castilla y a quien llama reiteradamente “el noble rey don Alfonso de Espanna”, le da, en repetida ocasión el título de “rey de Castilla et de Espanna” (87) y entonces la pregunta que antes nos hicimos se nos vuelve a plantear.

    Pero aun hay otro caso no menos curioso: En la “Crónica de Pedro IV”, el autor sabe muy bien que quien cruza desde el Sur el Estrecho llega “en Spanya”; que quien ese paso da se encuentra en la tierra en donde él escribe, es decir, “deca en Spanya”, y páginas después escribe que el rey de Marruecos quería conquistar “tota Spanya e lo regne de Valencia” (88). Evidentemente esto no puede querer decir que el cronista pretendía apartar y diferenciar de la totalidad española precisa y únicamente el reino de Valencia.

    También fuera de la península se produce este sistema de citar el nombre de España con todas o algunas de sus partes a la vez. Se da con frecuencia, por ejemplo, en versos de trovadores, al estilo, como indicamos antes, de lo que se observa también respecto al nombre de Francia. Conocido es el verso de Marcabrú: “En Espagna e sai lo marqués”, y, sin embargo, es evidente su concepción total de España, según el estudio que dedicó a la materia Boissonnade (89).
    Aparte de lo dicho por éste, veamos como concibe Marcabrú el “ops d’Espagne” y cómo en esa empresa está comprendida la tierra del marqués, Cataluña, que aparece contemplada en el conjunto de la siguiente manera:
    Ab la valor de Portegual
    e del rei navar atretal
    ab sol que Barsalona’s vir
    vers Toleta l’emperial,
    segur poirem cridar: Reial/
    e paiana gen desconfir (90).

    Pero fijémonos en un importante texto histórico de la Edad Media: el “Liber Pontificalis”. En sus páginas a veces surge el nombre de España con otros de varias de las tierras peninsulares. Hablando de los que apoyaron al antipapa Luna, el “Liber” cita “Francia, Hyspania, Aragonia et rex Castelle”; antes, refiriéndose a las posesiones de los Templarios, da una lista de nombres de país aun mayor: “regnis Hispaniae, Castelle, Portugalie, et Aragonie et Maioricarum”.
    Que sea aquí entendida España como una tierra junto a las otras, no es solución. Encontramos otros fragmentos en los que la alusión a las últimas, es decir, a las partes hispánicas, desaparece totalmente. Según las noticias del “Liber”, en el Concilio de Pisa de 1135 se convocó a “omnibus ecclesiarum prelatis de Hispana, Guasconnia, Anglia, Francia, Burgundia, Alamannia, Ungaria, Lombardia et Tuscia”, y en el Concilio de Constanza menciona la presencia de las gentes Itálica, Gállica, Germánica, Hispánica, Anglica (91).

    De la “Historia Compostelana”, tan rica, como es sabido, en diplomática pontificia, podemos entresacar fórmulas como éstas: de Gelasio II, “misit iraque nuntios suos in Aquitaniam, in Franciam, in Normaniam, in Flandriam, in Angliam…, in Hispaniam”; o de Inocencio II, “et alios religiosos ac sapientes viros Alamaniae, Lotharingiae, Franciae, Normaniae, Angliae, et Hispaniae”; mientras que refiriéndose a gentes internas de España los ejemplos son de tipo completamente distinto (92).

    Lo extraordinario es que, pese a las divisiones internas en reinos y principados, se siga dentro y fuera, tan insistente y universalmente, haciendo referencia al nombre conjunto de España, incluso por gentes próximas, a las que la cercana visión de los diversos reinos no impide pensar en la totalidad. Es interesante comprobar como cuando Ademar de Chabannes narra el pretendido descubrimiento de la cabeza del Bautista, escribe que la noticia impresionó en todas partes y, por tanto, que “omnis Aquitania et Gallia, Italia et Hispania ad famam commota, ibi ocurrere certatim festinat” (93). Y en la misma ocasión, el llamado “Aquitaniae Historiae Fragmentum” cuenta que la emoción llegó “non solum Aquitania, verum etiam Francia et Burgundia Hispania et Britania atque Longobardia et cetera gentium diversitas” (94), párrafos en donde la singularidad de Hispania contrasta con la diversidad al norte de los Pirineos.

    Antes hemos citado un verso de Marcabrú que menciona separadamente los nombres de Francia, Poitou y Berri. En el poema de “Girat de Vienne” (versos 5.104-5.105) se citan franceses, normandos, flamencos y del Berri; en el de “Raoul de Cambrai” (726-727), borgoñones, normandos, franceses; en el de “Ronsalvals” (v. 1614), franceses, bretones, provenzales, normandos. La enumeración podría multiplicarse cuanto quisiéramos.

    Sin embargo, (al contrario) al tropezar con listas de nombres como las que hemos visto, la interpretación habitual se ha basado (hoy día) en un método eliminatorio, tal como se nos revela en el ejemplo que vamos a dar a continuación. En su ya citada edición fragmentaria del “Tirant lo Blanc”, Capdevila, al tropezar con un pasaje en el que Martorell escribe “Genovesos, italians e llombards”, apostilla: “el nom Italia en el Tirant es refereix especialment a les regions centrals de la Peninsula Apenina” (95), y esta interpretación a primera vista podría mantenerse en algún caso, como aquel en que el propio Martorell se refiere a potentados “d’Italia e de Llombardia”. Al encontrarse con nombres de tierras separados y distintos, la solución elemental es la de entender que se trata también de tierras efectivamente distintas y separadas...
    Pero observaremos que hay veces en las que en el texto de Martorell se dice: “en Venecia, en Sicilia, en Roma o en Italia” (96). Por esta referencia a Roma, ¿habría, pues, que eliminar el nombre de Italia precisamente de las regiones centrales de la Península Apenina? Martorell no puede ignorar lo que desde antes y desde más lejos sabrían muy bien los que compusieron la “Primera Crónica General” respecto a Italia, “que es, se dice en ella, tierra de Roma et de Lombardia” (97).

    También sabe esto perfectamente el autor de la “Crónica de Alfonso XI”, en cuyo texto se repite exactamente la frase anterior de la “Crónica General”, y el hecho de que nos asegure que las partes de Roma y Lombardía componen el total de Italia, no obsta para que en la página siguiente leamos una de esas, en nuestra actual manera de ver, incongruentes relaciones: “la mayor parte de las gentes de Francia et los Italianos et de Lombardos” (98).
    No cabe duda de que el sentido de la frase corresponde al que hoy expresaríamos diciendo “lombardos y otros italianos”.
    Similarmente diríamos hoy, en el caso de los ejemplos antes citados: “en León y en el resto de España”, “en España y especialmente en Zaragoza”, “los catalanes en relación a los otros españoles” u otras formas equivalentes.

    En otras ocasiones son meras formas imperfectas, vacilantes, de lenguaje que se corresponden o son, por el contrario, independientes del grado de claridad del pensamiento. Volviendo a la “Crónica General” de Alfonso X, encontramos que si en un lugar dice “avie y yentes de las Gallias, esto es de tierra de Francia”, y aun antes ha advertido “Et Gallias dize aqui el arzobispo por las Françias”, ello no obsta para que hallemos en la misma obra un giro de dicción en virtud del cual pueda parecernos que se presenta a esas partes como distintas. Efectivamente, entre ambos pasajes citados y con escasas líneas de diferencia, leemos: “Aun vinieron et se ayuntaron… de las Gallias et de Francia” (99).

    Las conocidas expresiones del tipo de “normandos y franceses” o “catalanes y españoles”, indican que hay varios grupos, dentro del de ámbito más general, que son distintos, pero ello no rompe la común pertenencia a ese grupo más amplio.
    De mantener la apresurada, y en consecuencia errónea, interpretación que algunos han dado a frases de ese tipo, ¿qué tendríamos que decir al encontrarnos con que, en Cortes de Valladolid de 1518, se pedía al Rey que “en su casa real quepan castellanos e españoles?” (99bis). ¿Acaso puede pensarse que en el siglo XVI, los castellanos, por boca de sus procuradores instalados en Valladolid, no se sentían españoles?

    Aplicar el rigor lógico y gramatical del castellano o del catalán, etc., de hoy, para interpretar el sentido de frases que encontramos en textos medievales es un proceder ingenuo que puede llevar a contrasentidos historiográficos graves.
    Por el procedimiento eliminatorio de que habitualmente se ha hecho uso llegaríamos a la conclusión de que no hay un palmo de tierra al que se dé el nombre de Italia, de Francia o de España en la Edad Media.
    Y lo cierto es que, mencionados estos nombres en miles y miles de documentos medievales, constituyen el fondo permanente de la historia europea, sobre el cual nacen, se transforman o desaparecen los nombres de las tierras particulares
    .
    En el elogio del conde Vifredo, escrito con motivo de la participación de su muerte por los monjes de San Martín del Canigó, se le exalta celebrando “quantus vel qualis in dignitate seculi fuerit. Quod noverunt Italia, Gallia et Hispania” (100).
    Tales son los nombres de los países que han heredado, de una u otra manera, la tradición de la Antigüedad y que siguen siendo la permanente base en que se desenvuelve la vida cristiana medieval, de forma tal que hasta en aquellos casos en los que esa tradición se diría cortada, como en los comienzos del dominio franco, acaba imponiéndose con fuerza incontrastable.

    Llegados a este punto, es el momento de intentar precisar cuál es el concepto espacial a que responden tantas alusiones al nombre de España, como hemos visto y seguiremos viendo a lo largo de nuestras páginas, en los textos medievales. Este nuevo aspecto podríamos tratarlo a través de obras propiamente geográficas; y con la simple utilización de unos cuantos de los conocidos resúmenes de cosmografía medieval podría quedar resuelto el problema que nos ocupa. Pero los conceptos geográficos, en esos escritos más o menos rudimentarios, se conservan y transmiten de unos en otros, por vía meramente de tradición erudita que no implica apenas conexión con la sociedad en torno.
    En cambio, cuando esos mismos conceptos aparecen empleados en analistas, historiadores, notarios, poetas, escritores de distinta clase, se puede sospechar que se está en presencia de una tradición viva, que todavía se encuentra difundida activamente entre las gentes.

    De todas formas, trataremos el tema muy sucintamente, porque no tiene otro interés para nosotros que proporcionarnos la referencia básica en la que se inserta el concepto histórico de España. No cabe duda de que esta distinción entre los conceptos geográfico e histórico de España es, de manera absolutamente rigurosa, insostenible. También la Geografía está hecha por hombres y se ocupa de tierras que son el ámbito en que grupos humanos viven.

    Pero cabe, con un carácter auxiliar, instrumental, hacer esa diferenciación en el sentido que pretendemos. Y este sentido es el siguiente: decimos concepto geográfico de España cuando se trata del de una tierra o espacio de modo tal que predomina en él un aspecto de extensión física, y decimos, en cambio, concepto histórico a aquél en que se contempla de manera inmediata el grupo de los que en ella habitan.
    Nos hallamos en la órbita del primero cuando leemos en el “Chronicon Lusitanum” la noticia de nuevos mahometanos “qui invaserant Hispaniam usque ad Alpes” (101); inversamente, nos las habemos con un concepto histórico, según nuestra circunstancial división, cuando en el “Poema de Almería” se nos dice que la llegada del rey navarro Don García a la hueste de su suegro Alfonso VII “gaudens Hispania tota” (102), o cuando vemos al rey Jaime I, gloriándose de sus conquistas, dirigirse a sus barones y a “tots aquells que en Espanya son” (103).
    Con todo, la separación entre ambos aspectos, insistimos en que es muy relativa y, dado el material de observación de que nos vamos a servir, la referencia geográfica se nos aparecerá de ordinario impregnada de sentimiento o contenido humano, cuya presencia trataremos de dilucidar.





    Última edición por Gothico; 15/12/2006 a las 17:48

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    Re: Libro: El concepto de España en la Edad Media

    (de José Antonio MARAVALL, en su obra “El concepto de España en la Edad Media”)

    III. Hispania y las regiones del Nordeste Pirenaico.

    Con el resumen que inicia sus “Historias”, Orosio transmitió a la Edad Media, directamente o a través de san Isidoro, la idea geográfica antigua de Hispania. Según ella, España es un triángulo, cuyo ángulo oriental se coloca en Narbona, el occidental en el consabido faro de Brigantia, en Galicia, señalado ya por los antiguos, y el meridional en Cádiz. Del lado allá queda, y se describe como una región aparte, la Galia Narbonense.

    Y ni siquiera la situación de dominio político alcanzado por los visigodos quiebra esa manera de ver. Desde el vértice de Gerona, el obispo Juan de Biclaro, como distinguiendo en su conjunto la silueta peninsular, escribe, haciendo alusión al momento de mayor esplendor del reino visigodo que le fue dado contemplar: “Hispania ovnis Galliaque Narbonensis in regno et potestate Leovigildo concurrit” (104). Esto responde a la idea vigente al final de la época romana, inmediatamente anterior a la invasión visigoda, de la cual podemos estimar representante a Idacio.
    Según éste, que llegó a conocer y relatar los primeros tiempos de la invasión, Ataúlfo “relicta Narbona, Spanias petiret”.

    Y que esta tradición se mantiene viva después, lo demuestra la conservación, no ya de la idea, sino de la misma frase en San Isidoro (105) y, a través de este último, en Fredegario (106). La “Historia rebellionis Pauli”, del arzobispo de Toledo, San Julián, inserta por el Tudense, más tarde, en su “Chronicon”, responde de la más plena forma a esa concepción, cuya transmisión a los siguientes siglos medievales estaba asegurada. Pocos años después de que San Julián escribiera su obra, el reino godo caía ante el ímpetu de los sarracenos y esa Hispania, cuyo concepto geográfico es tan claro y cuyo sentimiento es tan vigoroso y profundo en aquél, iba a pasar por la dramática aventura de la que arranca fundamentalmente lo que de problemático ha habido en su nombre –lo que de justificación puede haber en el presente libro.

    Con escasos años de diferencia, pero años éstos posteriores a la invasión de los árabes, en una crónica que ya hemos citado, escrita probablemente por un clérigo toledano, la llamada “Continuatio Hispana” o “Crónica Mozárabe” del 754, vuelve a florecer, por primera vez después de la catástrofe, en documento escrito, el sentimiento hispánico. Allí, como es sabido, se lamenta la pérdida de España y se exalta, como un bello recuerdo, la imagen de aquélla, antes de la invasión. Para ese anónimo cristiano que vivía en el inquieto ambiente de la Toledo mozárabe, esa España, infeliz en su tiempo y antes dichosa, no es una mera expresión geográfica, sino una realidad interiorizada en el sentimiento y en la vida de sus naturales y que no es necesario, para el autor, detenerse a definir –porque cuantos pueden leerle llevan dentro de sí esa España que, a pesar de todo, les pertenece y que por no hallarse en poder de los suyos es capaz, a su vez, antropomórficamente, de sentirse infeliz.
    Constantemente, la Crónica mozárabe habla de España, con la ruda grafía de su época, casi siempre en singular y con un sentido de totalidad, sentido que no rompe en ningún momento la conservación, como un pasaje demuestra, de la tradición romana de la España citerior y ulterior.

    Es interesante observar que de ese sentimiento hispano, cuya madurez asombra descubrir tan tempranamente en la “Crónica mozárabe”, se ha desgajado una parte que formó, bajo los godos, una unidad política y que sin embargo se muestra, se siente, mejor dicho, como algo ajeno a la unidad histórica, a la íntima realidad humana que se llama “Spania”: la Galia Narbonense. Demuestra este hecho que el sentimiento de España no arranca de un mero recuerdo del reino visigodo, por lo menos en su aspecto político, puesto que hay algo que perteneció a éste y, sin embargo, no entra en el dolor de aquélla, por tanto, en la realidad viva de aquélla. La “Crónica mozárabe” distingue en varias ocasiones “Spania” de la “Gallia Narbonensis”, donde llegaron también los sarracenos y en donde éstos tropezaron con los francos (108).

    ¿Es esto la natural reducción del concepto de España a los límites de la Península? De acuerdo; pero de una península que no es un puro accidente geográfico, porque de un fragmento de geología no se llora la pérdida y no se le atribuye sentimientos de dolor y de gozo, como no se lo sienta en profunda conexión con una existencia humana. Unidas cincuenta años antes por un mismo poder político, unidas todavía a mediados del siglo VIII por un mismo destino de invasión, ¿por qué ese ámbito peninsular estaba tan claro en la mente y era tan honda su relación vital con el mozárabe autor de la crónica para reducir a él su consabida lamentación del “oh, infelicem Spaniam?”.

    Creo que el sentimiento que a esto responde se forma en el período de crisis de la Romania, entre los siglos IV y V. La acción del factor visigodo es, aunque muy importante, ocasional. Un sentimiento análogo se desarrolla en Italia,Galia y Africa, que ha sido estudiado por Sestan (108bis). La breve y tardía instalación del dominio godo sobre la península, como base principal y centro de su organización política, dio ocasión a que aquel sentimiento se manifestara con mayor fuerza y hasta tal vez esa configuración del dominio visigodo fue ya obra de ese sentimiento (109).

    Cuando los cristianos libres del norte de la Península, cuya existencia desconocía la “Crónica mozárabe”, tomen conciencia de su posición y el grupo de historiadores del reinado de Alfonso III, con el propio rey a la cabeza, lancen el que podemos considerar como programa político de nuestra Edad Media –tesis de la tradición goda, acción de Reconquista, idea de España-, nos encontraremos con que en la extraña miscelánea que en el Códice Vigilano precede a la “Crónica Albeldense”, formando una como introducción al texto cronístico, su autor creerá necesario ocuparse de la “expositio Spaniae”. Echa mano para ello de lo que se decía en las “Etimologías” de San Isidoro: “Sita est autem inter Africam et Galliam, a septentrione Pyrinaeis montibus clausa, reliquis partibus undique mari inclusa” (109bis). Pero algo más tenemos que observar.
    Ocúpase a continuación, el autor de esas noticias variadas, en enumerar las provincias eclesiásticas de España y las sedes episcopales que las integran. Son aquéllas seis, la última de las cuales, la Tingitana, “est ultra mare”; y añade: “Gallia non est de provinciis Spaniae, sed sub regimine gothorum erat”.

    Si el criterio político juega para afirmar que la Galia antes era de España y entonces no; si las otras partes estaban divididas, unas en poder de cristianos y otras de árabes, sin que quedaran ya restos siquiera de la anterior unidad eclesiástica,¿qué profundo y extraño sentimiento de comunidad hispánica latía en el autor de este texto para no estimar rotos los lazos con la metrópoli de Tarragona o con la de Bética y sí, en cambio, con la Narbonense? Por su parte, la “Crónica de Alfonso III” muestra la viva voluntad, y la “Crónica profética” la esperanza, de una próxima restauración de España. ¿Hasta dónde se extiende en ellas ese ámbito a reparar?
    Aunque los elementos que ambas obras nos proporcionan sean de escasa precisión, a ese respecto, la coetánea conservación de la concepción tradicional isidoriana, nos muestra la peculiar visión geográfica que se posee en ellas.
    A esa visión responde, con plena evidencia, la “Crónica pseudo-isidoriana”, según pudimos ver antes.

    Nos situamos con esto en los primeros años del siglo XI. Va a empezar la gran época que inaugura Sancho III Garcés de Navarra, con su efectivo y declarado señorío desde Barcelona hasta León. Este “rey ibérico”, como el obispo Oliba le llamaba, y tras él sus descendientes de la dinastía navarra en León-Castilla y Aragón presiden una de las fases de mayor esplendor del sentimiento hispánico en nuestra Edad Media.

    El número de documentos, diplomas reales y particulares, junto a textos cronísticos, que, a partir de esos momentos, mencionan la palabra Hispania es incontable. Estos reyes se sirven de colaboradores extraídos de todas las tierras peninsulares, y su acción política se proyecta sobre toda España, esa “totius Hispaniae”, de Crónicas y diplomas. Al mismo tiempo, en el monasterio de San Miguel de Cuixá, en estrecha dependencia respecto al de Ripoll, construido según una arquitectura que simboliza la penetración cultural desde el sur, bajo los arcos
    mozárabes que en los muros de las naves laterales se abren al exterior, el monje García, contemplando la misteriosa majestad del Canigó y del “suavissimo fluvioli” que corre por tan bello paraje, escribía al abad de Ripoll y obispo de Vich, el famoso Oliba, una epístola de “iniciis monasteri Cuxanensis et de sacris reliquiis in eo custoditis”, y sabía muy bien que ese lugar tan magníficamente ornado se situaba “infra fines Galliae et Hispaniae” (110).

    La carta del monje García es de 1040, y poco después, en 1055, se traza en la abadía de Ripoll un mapamundi para un manuscrito que se conserva hoy en el Vaticano. En la leyenda que va al margen izquierdo de la figura se enumeran las tierras del occidente cristiano: “Hispania, quam quidam apellant Hiberiam… Galliae utreque… Italia tota…”, y luego, analizando la figura, hallamos que Hispania cubre dos partes, “Gallicia” y “Terragonensis”, a las cuales les separa del resto una gran cordillera, no apareciendo en su espacio más que una ciudad, debajo del Ebro, Toledo, como en las Galias sólo se señala otra, Sans. Vidier sostuvo que este mapamundi reproduce el que fue obra del obispo hispano de Orleans, Teodulfo… (111).

    Merece la pena destacar que casi al mismo tiempo –sólo con una diferencia de escasas décadas- se da un concomitante recuerdo de ese obispo carolingio, de origen español, en la parte occidental. En las actas, falsificadas por el obispo don Pelayo, de un primer Concilio de Oviedo, referido al reinado de Alfonso II, se da como presente a Teodulfo de Orleans. Sea o no cierto el hecho (112), es notable esta alusión que, por tratarse del único obispo español, probablemente del lado catalán, entre los que confirman como testigos en el testamento de Carlomagno dado por Eginardo, no parece ser debida al azar, sino a un sentimiento de particular relación con él –que hay que suponer, por consiguiente, nacida de su condición de hispano, recordada casi a la vez en la parte oriental del Pirineo y en Asturias.

    No tratemos ahora de aducir los innumerables testimonios que permiten afirmar que la concepción medieval de España cubría el ámbito que llevamos señalado…
    Por obra de la tradición antigua y también por obra, contemporáneamente, de reyes y otros personajes, especialmente eclesiásticos, se conserva el recuerdo y se mantiene el sentimiento presente de esa totalidad de España en los siglos medievales:
    - En un diploma de San Juan de la Peña se da en la datación esta referencia: “…postquam Carolus rex venit in Ispania” (113);
    - En otro, perteneciente al diplomatario reunido por Lacarra sobre la repoblación del valle del Ebro, leemos, en análoga forma al anterior: “quando venit comes Pictavensis in Ispania” (114).

    - El “Chronicon Rivipullense” nos da de la siguiente manera la noticia de la llegada de los almorávides: “Arabes venerunt in Ispania” (115), noticia que repite en los mismos términos el llamado por Villanueva “alterum Chronicon Rotense” (116).
    - Es la misma idea de la “Crónica del obispo don Pelayo”, para quien esas gentes vinieron “ex Africa in Ispania (117).
    Esta circunstancia de la invasión es motivo de que incontables veces, dentro y fuera de la Península, se piense en la totalidad de España, fundida en un mismo acontecer: los sarracenos ocuparon, dice Glaber, “universam Hispanie regionem” (118).

    La “Crónica de don Pelayo” alude a un Cardenal legado que el papa “in Ispania transmissit” (119). Efectivamente, los legados que, desde fines del XI –y, entre otros motivos, por la razón del culto mozárabe y de las pretensiones pontificias-, se multiplican, desde el momento en que se renuevan las relaciones de Roma con los reinos peninsulares, son enviados “in Hispania”. ¿Y cuál era esa España?

    El cardenal Hugo Cándido, legado en España del papa Alejandro II…, que tuvo alguna parte en la reforma legal de Cataluña y presidió, con Ramón Berenguer I, el famoso Concilio de Barcelona de 1064, da en Sínodo de Gerona de 1068 un documento a favor de la iglesia de San Miguel de Fluviá. Se trataba de un monasterio enclavado entre Figueras y Gerona y por aquellos a quienes va dirigido el documento podemos ver en qué medida su autor consideraba que el asunto caía en España y, eso sí, en toda España: “Hugo Candidus sancte Romane ecclesie cardinalis omnibus tocius Ispaniae principibus episcopis abbatibus ceterisque religiosis clericis vel laicis in fide Christe persistentibus…” (120).
    Desde Gerona brota, pues, uno de los primeros ejemplos de esa fórmula “totius Hispaniae”, que había de presidir el ambiente hispánico de la época que comienza a mediados del siglo XI.

    Época, hasta la muerte de Alfonso VII, renovadora, inquieta, turbulenta en algún momento, inmadura, en la que, si había de fracasar el primer intento de unión de Castilla y Aragón, se había de llegar a contemplar la unión definitiva de Aragón y Cataluña. Época en la que los reyes peninsulares multiplican los enlaces matrimoniales entre sus descendientes, escandalizando a los eclesiásticos que les acusan tan reiteradamente de no respetar el impedimento de consanguinidad. Y época también de felices momentos de colaboración militar –Toledo, Almería, Valencia, Zaragoza.

    Toda esa política se produce, claro está, perturbaciones al chocar con intereses o maneras de ver de más cortos alcances. Y esas mismas alteraciones se contemplan con un sentimiento hispánico:
    - Después de muerto Alfonso VI, la “Crónica del obispo don Pelayo” alude a las tribulaciones que “evenerunt Hispaniae” (121).
    - Todavía el Tudense, al hablar de Doña Urraca y Alfonso I, las recordaba –“eo tempore facta est perturbatio magna in Hispania” (122).
    ¿Se refieren esos textos sólo a una parte de la Península? nada autoriza a pensarlo así y, en cambio, en una epístola de Pascual II al mismo Alfonso I de Aragón, a quien llama “Hispanorum rege”, le dice: “principatus tui tempore multa mala et multa pericula in regno Hispaniae contingere” (123).

    No tendría sentido prolongar en este lugar indefinidamente la lista de textos de contenido análogo a cuantos llevamos vistos. Recordemos sólo que los “Gesta comitum barcinonensium” (comienzo del texto latino primitivo), definen el núcleo originario del condado barcelonés en estos términos: Vifredo, después de dar muerte a Salomón, “eiusque comitatum a Narbona usque in Hispaniam solus, dum vixit, obtinuit”. Ya tendremos, además, ocasión de examinar otros casos que, si bien serán tomados en consideración para precisar nuevos matices, podrán servirnos también para confirmar lo hasta aquí dicho.

    Algo, no obstante, hemos de añadir al tema de la determinación espacial de España. Al aparecer nuestra gran historiografía del siglo XIII se mantiene la neta distinción entre las tierras al norte y sur de los Pirineos y el carácter hispánico de estas últimas. (No puede contra ello el hecho de que esos historiadores del XIII sean los propagadores de la tesis de la herencia goda. Lucas de Tuy y Rodrigo Jiménez de Rada, aun ocupándose del tiempo de la dominación visigoda, cuando narran el episodio de la revuelta contra Wamba, en el que después será Mediodía francés, refieren que vencidos los sublevados y sus auxiliares francos, pacificada Narbona y tomadas las provincias del caso, el rey regresó a España: “directo itinere -dice el Tudense- ad Hispaniam commevit” (124) y el Toledano escribe que “his omnibus provide ordinatis, disposuit in Hispaniam remeare” (125).

    Pero una situación política nueva se ha producido en tanto. Ello trae, con mayor vigor que en ningún momento precedente, la inclusión en el ámbito hispánico del vértice Narbonense. Ciertamente que el “non est, sed erat”, del “Codice Albeldense” no era la única manera de ver la cuestión. La tradición eclesiástica estaba en contrario, lo que hacía posible que los textos de la “pseudo-división de Wamba”, de los monasterios de San Juan de la Peña y Montearagón, escrito el primero todavía en letra toledana y el segundo perteneciente a fines del XII, terminaran su enumeración con estas palabras: “Haec sunt sedes ispanienses divise a Narbona usque Yspalim” (126).
    Y ese factor tradicional eclesiástico se une y, tal vez, fomenta las tendencias de la política expansionista de Cataluña y Aragón hacia el otro lado del Pirineo, que dan lugar –o por lo menos se implican mutuamente- al fenómeno de ensanchamiento del nombre geográfico de España por el otro lado de las montañas.

    Es interesante encontrar ya testimonios de geógrafos e historiadores de la Antigüedad que extienden los nombres de Hispania o Iberia hasta las fuentes del Ródano. Pero creo que la renovación del hecho a que responden los nombres ya dichos –Hispanogallia, Hispania superior, España la menor, etc.- se debe a la acción política concreta, desde el siglo XI, de condes catalanes, reyes aragoneses y primeros reyes castellanos de la dinastía navarra.

    (continúa)
    Última edición por Gothico; 28/12/2006 a las 20:03

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    Re: Libro: El concepto de España en la Edad Media

    (de José Antonio MARAVALL, en su obra “El concepto de España en la Edad Media”)

    …III. Hispania y las regiones del Nordeste Pirenaico.

    (…) La larga y constante política llevada a cabo al norte de los Pirineos por los Condes de Barcelona, heredada después por los Reyes-Condes de Aragón y Cataluña, había ido absorbiendo de tal manera la vertiente septentrional del Pirineo, en victoriosa pugna con los condes de Tolosa y otros señores del Sur francés, que se renueva, con mayor fuerza que antes, la antigua situación del tiempo de los godos. Ya Ramón Berenguer I actuaba como señor al otro lado de la cadema pirenaica, enfeudando el condado de Carcasona a un Ramón de Beziers (127), y se conserva una larga lista de señores de la misma comarca que rinden homenaje feudal a dicho conde de Barcelona (128). El conde de Tolosa, don Beltrán, se reconoce vasallo del rey de Aragón y de Pamplona en 1116, por las ciudades de Tolosa, Rodez, Cahors, Albi, Narbona y Carcasona y con rigurosa terminología feudal se declara “homo de rege” (129).

    Por conducto de estos condes barceloneses y de los reyes de Aragón, que le han reconocido como superior, Alfonso VII de León y Castilla aparece como superior también de los señores de todos los principados pirenaicos, entre ellos del conde de Tolosa y del de Narbona, los cuales, en el invierno de 1134, acuden a Zaragoza a rendirle homenaje feudal. Esta posición la conserva el rey catalano-aragonés Alfonso II, en quien la antigua política barcelonesa de matrimonios y relaciones familiares, como instrumento de hegemonía pirenaica, da sus frutos maduros: los señores de Montpellier, Beziers, Foix, Narbona, Rosellón, las tierras de Provenza, y, más adentro de los Pirineos, Bigorre, Bearn, etc., le reconocen como supremo señor, hasta el extremo de que por alguien ha sido llamado “emperador del Pirineo” (130)…

    La defensa del conde tolosano y de los restantes señores del Mediodía francés por (el hijo de Alfonso II) Pedro II se debe a que éste actúa como supremo señor feudal de aquéllos y sigue la política secular de su familia, de expansión más allá de los Pirineos, amenazada porque, después de siglos, la realeza francesa ha puesto su mirada en el Sur. “La estancia del rey de Aragón en Toulouse, ha dicho Higonnet, en enero de 1213 es, tal vez, el más alto momento de la empresa de dominación barcelonesa en el Mediodía francés”. Unos meses después tendría su término ante las murallas de Muret (139).

    A pesar de ese final, queda una repugnancia larga en los escritores catalanes a llamar Francia a esa tierra languedociana:
    - “Ajudava al Comte de Tolosa contra los françesos”, dice del mencionado Pedro II la “Crónica” de Ribera de Perpejá (140).
    - Cuando cuenta que Felipe III (de Francia) preparaba la guerra contra el aragonés, Desclot insiste todavía en decir que aquél “partióse de Francia y se dirigió a Tolosa” (141).
    Queda siempre un fondo de actitud reivindicatoria durante toda la Edad Media. Miret y Sans reunió ya interesantes datos sobre caballeros catalanes que, después de Muret, siguen auxiliando en el Languedoc la resistencia a los invasores (142). La misma actitud se observa en algún capítulo de la “Crónica de Desclot”, haciendo ver que los catalanes y los mismos tolosanos consideraban que el condado pertenecía a los reyes aragoneses (143).

    Esa política catalano-aragonesa actualizó el viejo fondo de parentesco étnico y cultural de los pueblos del norte de los Pirineos con la Hispania del Sur. Desde muy antiguo había existido una constante corriente humana y cultural desde la zona catalana hacia el Norte:
    - García Bellido ha dado interesantísimos testimonios de la Antigüedad, entre ellos una diáfana referencia de Estrabón, que extienden el nombre de Iberia hasta el Ródano. Algunos otros de esos textos antiguos hablan de iberos junto al citado río (144).
    - Basándose en datos toponímicos, Aebischer sospecha la existencia de una emigración catalana hacia el Norte, de la que derivaría el nombre de Perpignan (145).

    La colonización, con sus hábitos, sus leyes y es de suponer que con su lengua, de los “hispani”, mozárabes de la zona catalana, en la Septimania, durante los primeros carolingios, es conocida.
    Antes de ésta, numerosos factores habían dado lugar a esa “Hispanogallia” de Fredegario que nos hemos ya encontrado y ese concepto geográfico que ya recogimos se nos ofrece lleno de sentido histórico.
    Por otra parte, Schulten menciona el caso del llamado “Cosmógrafo de Rávena”, que a la parte entre el Garona y los Pirineos la llama “Spanoguasconia” (146).

    Desde comienzos del siglo XI, esa antigua relación se recrudece y son otra vez los catalanes los que la actualizan, iniciando, con medios que cabría llamar muy modernos, su expansión política. Resultado de esta acción desarrollada sistemáticamente durante los siglos XII y XII es esa catalanización del Sur francés, de la que da testimonio el conocido poema del trovador Alberto de Sistero en 1120:

    “Monges, digats, segón vostra sciença,
    qual valon mais, Catalan o Francés;
    et met de sai Guascuenha e Provença,
    e Limozin, Albernh e Vianés;
    e met de lai, la terra del dos res” (147)

    Esos versos nos muestran, sin lugar a dudas, la existencia de un sentimiento catalán al otro lado de la Península. Y en la misma línea es sumamente revelador del mismo estado de espíritu el reiterado llamamiento del trovador Peire Vidal al rey de Aragón para que vigile aquellas tierras y no deje perder la Provenza (148).
    Teniendo en cuenta lo dicho no tiene nada de extraño que Dante considerara toda esa tierra al norte de los Pirineos habitación de los hispanos, como se deduce de lo que escribe en su “De vulgari eloquio” (149).

    Es, en cambio, interesante señalar que esa extensión catalana al norte de los Pirineos llevaba consigo la extensión del nombre de España hasta esa parte. Así se ve en el texto de Dante y prueba su aceptación por las mismas gentes de la otra vertiente pirenaica el hecho de que el anónimo cantor de la Santa Fe de Agen califique su canción de una “razon espanesca” (150). Rajna, ocupándose de este notable poema, que hoy se tiende a fechar a fines del siglo XI, aduce, con la ya mencionada frase de Dante, el pasaje de la “Chronica Adefonsi Imperatoris”: “facti sunt termini regni Adefonsi regis Legionis a mare magno Occeano, quod est a Patrono Sancti Jacobi, usque ad fluvium Rodani” (151).
    Alfaric minimiza la importancia de esta cita, que considera única.

    Pero no es, ni mucho menos, la sola que responde a esa concepción histórico-geográfica:
    -Aparte de la tradición antigua y de testimonios merovingios; aparte también de otros textos medievales ya citados, queda la referencia que se encuentra en la “Historia Silense”: “Hispanici autem Reges a Rodano Gallorum maximo flumine usque ad mare quod Europam ab Africa separat… gubernaverunt” (152).
    -Junto a los testimonios de la Silense y de la Crónica latina de Alfonso VII se halla el tal vez más valioso ejemplo: el que nos ofrece la “Crónica Pinatense”. En ésta –una de las obras historiográficas dirigidas por Pedro IV de Aragón- no se afirma de uno u otro rey español que su reino llegara hasta el Ródano, sino que se viene a dar ese límite a España: “tota Ispania occupata per sarracenos usque ad locum de Arleto (Arlès) provintiae” (153).
    -Todavía en la primera mitad del XV, desde Gerona se dirá: “Narbona, donde comienza España”; efectivamente, en el texto litúrgico del “oficio de San Carlomagno”, de la Catedral de Gerona, la “lectio I” recoge la leyenda del viaje del emperador a Santiago y su propósito de conquistar España a los infieles y, puesto en ello, Carlomagno “capta vero civitate Narbona et munita in qua Ispania inchoatur, perveniens ad terram Rossilionis que est principum Cathalonie” (154). Los hechos que en este Oficio se narran son, como es sabido, completamente falsos, pero a nosotros nos interesa la idea geográfica expresada en esas palabras: en Narbona da comienzo España, de la que es una parte Cataluña, que sólo empieza en el Rosellón.

    Probablemente, la situación creada por la política catalano-aragonesa, más que el lejano recuerdo visigodo y más también que la episódica amplitud del reino de Alfonso VII, hacen revivir en Castilla ese sentimiento hispánico con que se considera la tierra narbonense.
    (Ver, del mismo libro, “El origen medieval del sentimiento hispánico”) http://www.hispanismo.org/showthread.php?t=4046

    Respondiendo a él, la “Primera Crónica General”, como ya vimos, renueva los nombres, que usara ya Fredegario, de “España la mayor” y “España la menor”. Claro que, en definitiva, al Rey Sabio lo que le interesa es “España la mayor”; y aun la otra lleva también un nombre, según él, además del de “España la menor”, suficiente por sí para marcar la diferencia: “Demás es en esa Espanna la Galia Gotica que es la provincia de Narbona” (155).
    La “Primera Crónica General” nos ofrece en otro lugar una interesante enumeración de partes de España designándolas por sus nuevos nombres en romance: “en Gallizia et en Asturias et en Portugal et en ell Andaluzia et en Aragon et en catalonna et en las otras partidas de Espanna” (156).
    Todavía a fines del XV, Diego de Valera trata de los reinos y regiones y provincias que “en la nación de España se contienen”: la Francia gótica que es Lenguadoque, Narbona, Tolosa, Castilla, León, Aragón, Navarra, Granada, Portugal (157).

    También al terminar la Edad Media, desde ese rincón de Gerona que hemos visto ya aparecer en varias ocasiones con testimonios decisivos, el obispo Juan Margarit (s. XV), al acometer la ejecución del más vasto plan de nuestra Historia, empieza por señalar los lindes de España, siguiendo una vieja tradición, en el Canigó y el Portus Veneris (Port Vendres), cuyo nombre suena desde tan antiguo en ese sentido; pero luego, refiriéndose a la autoridad de Estrabón y de algún concilio tarraconense y analizando la estructura de los montes del Canigó, sostiene que la frontera está en la Fuente de Salsas.

    Con razón podía escribir años después Antonio de Nebrija: Entre hispanos y galos, para contener su cupiditas belligerandi, la naturaleza colocó los abismos de los montes Pirineos, “ut utriusque populi se intra fines suos continerent”. Sin embargo, fue tal el dominio sobre la Galia Narbonense antes del tiempo de los romanos, más adelante con éstos y ulteriormente con los godos, que “totus ille tractus Hispaniae annumeratus est” (158).

    Mas, a pesar de cuanto llevamos dicho, si se descuentan los naturales fenómenos de ósmosis que en toda frontera se dan, lo cierto es que desde muy temprana fecha se produce y se conserva fuertemente, a pesar de los avatares de la situación política, un firme sentimiento de diferenciación entre uno y otro lado de la cordillera.

    Nada es quizá más elocuente que un hecho concreto de la historia política de Cataluña y Aragón: la distribución de sus tierras por Jaime I entre sus dos hijos. En manos de este rey se encuentran Aragón y Cataluña reunidas ya de atrás bajo la misma Corona; pero, además, Valencia, que acaba de ser conquistada por él, cuya unión a las otras dos partes no ha fraguado todavía en viejo hábito y que, según la trtadición eclesiástica, no correspondía a la Tarraconense, sino a la metrópoli de Toledo; aparte de estos tres reinos, otras dos regiones, Mallorca y Rosellón, la primera enfrente y próxima a esa Valencia y, como ella, sin ningún pasado catalano-aragonés (por lo menos en cuanto a unión política), y el segundo, en cambio, con una ya larga relación de dependencia respecto a los condes de Barcelona. Y ante esta situación, lo que hace Jaime I es conservar unidas las tres partes o miembros del tronco hispánico y formar un segundo e inverosímil reino con las dos “adyacencias” (Mallorca y Rosellón), que entrega a su segundo hijo, recortando para éste los “flecos” del tapiz hispánico al que conserva unido en manos de su primer hijo.
    Creo que sólo el juego fundamental del concepto de Hispania, que tanta fuerza tuvo, como más adelante veremos, en el pensamiento de Don Jaime, explica esa insostenible división.
    Efectivamente, tal hecho sólo dentro de una serie de testimonios coincidentes se puede entender; aunque muchas piezas de esa serie nos son ya conocidas fijémonos en dos ejemplos extremos:
    - Entre los hispanos, de procedencia goda o romana, que en la segunda mitad del siglo VIII emigraron al Norte y tomaron parte tan activa en la colonización de las tierras de Septimania, recién liberadas, figuraba el que luego había de ser famoso prelado del grupo carolingio, San Agobardo, arzobispo de Lyon. De él se conserva una nota biográfica que la crítica actual considera como manuscrito auténtico suyo, y en ella, con referencia al año 782, figura esta anotación: “Hoc anno ab Hispaniis in Galliam Narbonensem veni” (159).
    - Por otra parte, en el último cuarto del siglo XIII, un interesante personaje, Guillermo de Aragón, médico y filósofo, autor de varias obras y entre ellas de un “Liber de nobilitate animi”, de neta raigambre hispánica en sus tesis, da cuenta de haber estado “in terra Narbonensi et in quodam parte Hyspaniae que dicitur Cathalonia” (160).
    En el hilo que va de uno a otro de estos dos cabos que acabamos de señalar se enhebra y cobra su pleno sentido el acto de reparto de Jaime I…

    (Del mismo libro y asunto, ver también: “La Hispania carolingia. La Marca Hispánica”)
    http://www.hispanismo.org/showthread.php?p=21963
    Última edición por Gothico; 09/01/2007 a las 16:09
    ReynoDeGranada dio el Víctor.


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