I - DE LOS NOMBRES DE ESPAÑA Y SUS PARTES:
El nombre de España en la Edad Media y el concepto de una realidad histórico-geográfica que en él se expresa son el resultado de una tradición romana y goda. En medio del naufragio, como con patética metáfora decía la “Crónica mozárabe” (año 754), que trajo consigo la invasión de los árabes, ese legado queda a flote merced a la subsistencia de las obras de Orosio y de San Isidoro, que no serán olvidadas en ningún momento. De ambos escritores deriva no solamente la noticia de que en el Occidente de Europa existe una Península de forma y de área determinadas –esa “Hispania triangulata”, de que habla todavía la “Historia pseudoisidoriana”-, sino la conciencia más o menos desarrollada, de que una vida humana se da en ella conjuntamente, como un lazo que liga en semejanza de condiciones, de posibilidades, de quehaceres, de propósitos, a cuantos en aquélla se comprenden y con un sentimiento que traduce la manera de experimentar la pertenencia a esa tierra común…
La palabra Hispania, y con ella la de hispanos que aquélla postula y de la que va acompañada siempre, representan el fondo común de la existencia colectiva que, en el ámbito territorial al que el corónimo Hispania se aplica, tiene lugar y a la que proporciona, por esa razón, una forma de vida que la define. De este modo, la palabra Hispania es, durante varios siglos, la llamada a la Reconquista, lanzada en forma presionante a los que sobre su suelo habitan –dicho esto en síntesis, cuyo desarrollo constituye el tema del presente libro-. La contestación a esa exigencia es la actitud histórica de los españoles en la Edad Media, de cuyo sentido único y múltiple a la vez se desprende el verdadero significado de la palabra España.
Atribuye Orosio al rey de los visigodos, Ataúlfo, el propósito ambicioso de heredar plenamente en el orden político lo que Roma había sido y todavía seguía siendo, aunque en forma tan declinante, en el mundo antiguo. Al encontrarse en el ámbito romano – no simple extensión física, sino realidad viviente que le insta insoslayablemente a tomar una actitud-, Ataúlfo pretende borrar el nombre de Roma, reemplazar por el Imperio godo el romano y él convertirse en un nuevo César Augusto. Es una completa respuesta a la interrogante situación de los pueblos de la cultura romana, la que el rey visigodo lanza: “Gothia quod Romania fuisset”.
En qué manera ese propósito no tuvo continuación es cosa sabida y no precisamos meternos ni siquiera a recordarlo (5). Pero avanzando en su progresión hacia Occidente, los godos llegan a una tierra sobre la que los romanos habían difundido y precisado su nombre de vieja raíz: Hispania. Y de esa provincia romana, los godos hacen el espacio de un poder único y total sobre su entero ámbito, independiente y apoyado sustantivamente sobre sus propios recursos.
Los nombres de Idacio, Juan de Biclaro y San Isidoro jalonan ese proceso de formación histórica, de penetración o intimización de la tierra peninsular en la existencia de un grupo humano, que, como es sobradamente conocido, San Isidoro enuncia, con cálida expresión antropomórfica, valiéndose de la relación maternal: “Oh sacra semperque felix, mater Hispania”. La respuesta de Ataúlfo falló; pero, menos pretenciosa, había de quedar esa otra respuesta histórica que desde entonces sintetiza el nombre de Hispania. De una tradición romana y goda arranca el concepto histórico de España y, bajo la presión de éste, se perfila y fija el concepto geográfico y el nombre con que se le designa.
El español de la edad media recoge ese concepto doble –ámbito al que se liga su existencia y lugar donde se desenvuelve su empresa colectiva- y lo conserva como fondo sobre el que se proyecta el acontecer en el que se ve implicado por pertenecer a la tierra hispana. Luego veremos cómo relaciones de la vida humana, en el orden moral, eclesiástico, religioso, artístico, social, jurídico, militar, político, etc., de cuantos tienen conciencia de vivir en el ámbito histórico de España, se refieren a ese fondo común. Pero tratemos primero de ver cómo se precisa esa base geográfica en el sentir de los hombres de la época.
Por de pronto constatemos que se conservan en nuestra Edad Media, sobre todo en diplomas, más que en textos literarios, nombres que, sobre el total de la Península, o sobre alguna de sus partes, se emplearon en tiempo pasado en la Antigüedad; nombres que responden en algunos casos a divisiones antiguamente establecidas, sin correspondencia con las dadas en la Edad Media, en la cual, sin embargo, emergen esas denominaciones como un lejano recuerdo. Esos cultismos, porque con tal carácter se manifiestan, tienen en general poca fuerza, pero, no obstante, muestran, como una comprobación marginal y secundaria, la subsistencia de la vieja tradición.
En relación a la totalidad de la tierra peninsular nada es comparable al uso general de la voz “Hispania”, con una grafía vacilante, como es fácil comprender, pero siempre recognoscible.
Sin embargo, en raras ocasiones aparecen nombres anteriores.
(-Si Teodulfo de Orleáns, hispano, obispo de Carlomagno, emplea la expresión “hespera turba” (6) para designar los que él llama sus consanguíneos, con el mismo carácter de retórica culta, propia de eclesiásticos, el término se encuentra en la epístola de la iglesia de Vich, año 1046, contestando a los monasterios de Ripoll y San Miguel de Cuixá sobre la muerte del ilustre Oliba: “Quem quidam fugandis tuis tenebris, o quomdam felix Hesperia, divina cessit clementia? (7)”.
La llamada “Historia Compostellana” nos testifica que todavía más tarde y también en medios eclesiásticos, la voz “Hesperia” se ha conservado (8).
El Toledano asegura haber visto empleado en diplomas de Alfonso VI el título de “Imperator Hesperiae”.
Y, al final de la Edad Media, recordando los pretendidos vaticinios adversos que anunciaron el reinado de Pedro el Cruel, Sánchez de Arévalo, con cierto sentido, puesto que pone la expresión en labios de un consejero de Alfonso XI, del cual dice que era un sabio griego, escribe en tono de lamentación: “o misera Hesperia” (9).
Todo ello, aparte, claro está, de los casos en que la misma palabra aparece en los historiadores que a partir de don Rodrigo Jiménez de Rada comienzan a ocuparse de los primeros tiempos de la península.
-Estos mismos historiadores dieron cuenta de que aquélla había sido también llamada “Iberia”, y documentos de época anterior nos ponen de manifiesto, igualmente, un cierto grado de conservación de este mismo nombre.
Efectivamente, en la “Crónica mozárabe” se conserva, en algún pasaje, la expresión “Iberia”.
En una curiosa escritura de donación realizada por el conde Borrel, en 988 (y que constituye un caso extrañamente culto, ya que en ella, con su latín bárbaro, no se llama al hombre homo, sino antropo) el citado conde se titula “ego, Borillo, gratia dei hibereo duci atque marchiso” (10).
El famoso monje Gerberto, luego Papa Silvestre II, amigo del conde Borrell, bajo cuya protección pasó unos años estudiando en Cataluña, menciona la Hiberia –con la misma h latinizante de otros documentos medievales- en carta a Nitardo, abad de Metlach, en 986.
Pocas décadas después, el obispo abad Oliba se dirige a Sancho el Mayor de Navarra llamándole “rege iberico” (11) y todavía en 1110, un diploma de Alfonso el Batallador, comienza así: “Adefonsus, totius Hiberiae monarchia tenens…” (12).
El corónimo “Iberia” y el étnico “iberos” aparecen con reiteración en la “Historia Compostellana”, en la que unas veces parece abarcar aquél toda la extensión de la Península y otras reducirse a la parte occidental –en una ocasión parece ser el “regnum Hiberum”, tan sólo el de doña Urraca-, mas como emplea dicha expresión, por rara coincidencia, refiriéndose en todos los casos a la época de la citada reina y de Alfonso I (de Aragón), época en la que tierras y súbditos aparecen tan mezclados, resulta difícil de determinar, en frases como “duces omnesque Hiberiae heroes” o “Hiberos proceres” o “ad Hiberos misso” (alude a un legado pontificio) u “omnes quos Hiberia continet”, hasta dónde se extiende esa tierra ibérica (13).)
Procedentes del mismo fondo de la antigüedad aparecen a veces usados –y, claro está, nos referimos a ejemplos de un uso presente, no a los casos en que se habla de tiempos pasados- términos que designaron algunas de las partes de la Península.
(Así, la “Chronica Gothorum” portuguesa o Cronicón lusitano, al dar la noticia de la toma de Toledo por Alfonso VI, emplaza la ciudad en la “provincia Carthaginis” (14).
Para la “Historia Silense”, Navarra es el “Cantabriensium regnum” (15).
Y la misma obra, al contar que Fernando I llevó la guerra hacia la parte de Valencia, dice “ad Celtiberie provincie” (16).
La Historia Compostelana llama a Alfonso I de Aragón “Celtiberus” (17).)
Ese nombre de provincia antigua alcanza una cierta aceptación.
(Desplazándolo hacia el extremo nordoriental de la Península, el arzobispo Jiménez de Rada hace posible que se lo apropien algunos escritores catalanes para designar su propia tierra (en donde el recuerdo de la Tarraconense se pierde para un posible empleo actual y en donde el nombre moderno de Cataluña carece del valor de lo antiguo).
Carlomagno, afirma el Toledano –y con ello difundía en nuestra historiografía medieval el tema carolingio-, conquistó “partem Celtiberiae quae Catalonia dicitur” (18).
Y, precisando los contornos de esa parte, la llamada “Crónica Pinatense” decía: “Celtiberia, terra illa quae est inter montes Pirineos et rivum Iberis” (19).)
Pero ya en estas últimas palabras, como en algunos otros ejemplos del final de la Edad Media, lo que se advierte es la tendencia a servirse del nombre de Celtiberia para designar, en su conjunto, las tierras principales que pertenecen a la Corona de Aragón, el núcleo en que se funden sus más antiguas pertenencias.
(En un ambiente de pre-humanismo, el abad de Montserrat marcos de Villalba, contestando a la “proposición” o discurso de la reina María, en Cortes de Tortosa de 1421, le dice: “vos qui tenits lo ceptre en la regió de Celtiberia” y, párrafos después,refiriéndose a la gente del país, los llama “los de Celtiberia” (20).
También en las “Memorias historiales de Cataluña”, se llama Celtiberia a las tierras catalana-aragonesas entre el Ebro y los Pirineos.)
Con la antigua tradición, no propiamente geográfica, sino histórica, de “Hispania”, está relacionada la idea de sus provincias, entre las que se incluye la Tingitania, y esa tradición, como ocurre en tantos otros aspectos de la Edad Media, cobra un valor normativo.
(“Hispania”, para Alonso de Cartagena, comprende esa Tingitania, que es pertenencia o “adherencia” suya, dicho en términos de la época, como se encuentra afirmado, dice el obispo de Cartagena, en “quamplures cum de divisione terrarum loquuntur”, en especial en San Isidoro y en el “Catholicon” (año 1286) de Juan Balbo, sin que sea obstáculo a ello que esté situada en otra parte del planeta –“nihil facem ad rem quod sit in Europa vel in Africa. nam multi principatus in mundo fuerunt qui habuerunt terras in diversis plagis mundi”, tal como se vio en el caso de Roma, del emperador de los tártaros, del sultán de babilonia, etc. (21).)
Ello demuestra lo que en el concepto espacial de Hispania hay de contenido histórico-humano y no geográfico. Más adelante volveremos a ocuparnos de esta idea.
Señalemos ahora sólo que su difusión nos permite encontrarla en textos poéticos en los que se presenta como algo de lo que todos tienen noticia.
“Vi las provincias de España”, dice Juan de Mena, y esas provincias no son los reinos peninsulares coetáneos del poeta, sino los de la tradición clásica –y entre ellos la Tingitania (22).
Desde el siglo XIII se expande una forma de expresión que aparece perfectamente asimilada en el Tudense; que desde entonces no deja de usarse y que en los comienzos del humanismo, respondiendo a la tendencia arcaizante y al gusto por los cultismos de procedencia latina, se generaliza en gran medida. Me refiero a las denominaciones de España “citerior” y “ulterior”. Indudablemente su recuerdo no se había borrado.
(Aparece conservado en la “Crónica mozárabe”.
Y si el historiador franco Richer ve al conde Borrell como “citeriores Hispaniae ducem” (23), de la misma denominación se sirve, en 1077, el conde Bernardo de Besalú, cuando, refiriéndose a un Concilio celebrado en su condado cinco años antes, dice: “in citeriori Hispania videns exterminationem Simonis Magi” (24).
En el Decreto de restauración de la Iglesia Tarraconense, sobre 1128, se llama a ésta “citerioris Hispaniae caput” (25).
Siguiendo el hilo de la tradición culta, Lucas de Tuy recuerda también la vieja división y se refiere a la provincia de “Hispaniae quae citerior dicitur” y atribuye al conde Julián la funesta maquinación de que “incitavit Francos ut expugnarent Hispaniam citeriores” (26).
En el Toledano y en la “Primera Crónica General se conservan también las dos denominaciones.)
El uso de las expresiones España “citerior” y “ulterior” sigue manifestándose en los siglos de la baja Edad Media, siempre con escasísima frecuencia y, desde luego, respondiendo a una preocupación de puro carácter erudito. Con ellas es manifiesto que se designan partes de un todo, y por eso siempre se habla a la vez de España globalmente, hábito literario que, precisamente por su condición de tal y por la tendencia arcaizante a que responde, llega, con las mismas características que hemos dicho, hasta los humanistas. Si es cierto que Margarit (1421-1484), territorialmente habla de “utriusque Hispaniae”, al mismo tiempo él es uno de los primeros en llamar a los Reyes Católicos “reges Hispaniae”.
Por otra parte, esa manera de designar a las dos partes de España, de la tradición romana, no podía tener sentido cuando los que se servían de aquélla se encontraban dentro de España y desde ella hacían la historia o la escribían. Colocados “in interiori Hispania”, dicho con frase del Tudense, la impropiedad de aquellas formas era evidente y de aquí que surjan otros modos de llamarlas.
(La “Crónica” de Desclot habla de “la prefonda Espanya”, donde se hallan castellanos y gallegos, y el editor de esta Crónica, Coll y Alentorn, al anotar ese pasaje, señala la existencia de un manuscrito posterior, de comienzos del XV, en el que se trata de “quala es apellada la primera Spanya e qual la segona e qual la terça Spanya”, ya que “Spanya si era e és divisa en tres partides”, “en la darrera Espanya cau tota Galicia, e Biscaya e Castella la Veylla, e s’en va fins a Bordeu”, idea que se encuentra también recogida en la compilación de carácter histórico llamada “Flos Mundi”, cuya fecha es de 1407 (27).
También en el XV, la traducción al romance de la “Crónica” del Tudense, a la vez que habla impropiamente de “España la más cercana”, guerreada por los franceses, usa para designar a la otra parte la denominación de “la España más de dentro” (28).
En la misma línea hay que citar la expresión “la última Espanya” que aparece empleada en el “Tirant lo Blanc” (29).
Estas denominaciones no son más que traducción libre de las antiguas formas latinas. Y si nos detenemos en ellas es, como llevamos dicho, por cuanto constituyen una prueba complementaria del fuerte peso de la tradición antigua en lo relacionado con el concepto de España, de modo tal que hay casos en que esa tradición se impone a la realidad presente. Y esa fuerza del legado antiguo es un dato importante en la vida española medieval (y probablemente aún en la contemporánea).
Como supervivencia de la forma bipartita, aparece en San Isidoro la de la “España superior” e “inferior”.
(Eurico, escribe San Isidoro, sometió a su potestad la “Hispaniam superiorem”, enviando un ejército a Pamplona y Zaragoza (30).
Y con un interesante desplazamiento, en la “Chronica gothorum pseudo-isidoriana”, entre fines del X y comienzos del XI, esa España superior aparece trasladada al norte de los Pirineos, haciendo a la vez equivalente a esta división la tradicional de “citerior” y “ulterior”; según dicha Crónica, se distinguen “duas Yspanias, superiorem scilicet et inferiores vel citeriores et ulteriores, altera citima Mauris, altera plane ab illis remota”; cuál sea propiamente esa España superior nos lo dice la misma Crónica líneas después, expresando a un tiempo extraño y curioso sentimiento respecto a ella: “Superior Yspania Gallia braccata apellatur, ubi tanta est insolentia tantusque fastus nec non et arrogantia copiosa” (31).
A esta distinción parece corresponder tardíamente la forma “Hispania alta e baixa” que se da igualmente en “Tirant lo Blanc” (32).)
Aunque, en definitiva, estas últimas son expresiones más o menos lejanamente derivadas también del antecedente romano.
El fenómeno de extraversión del nombre de España al otro lado de los Pirineos es frecuente en toda la Edad Media, y luego nos referiremos a él.
(Aquí nos interesa recoger aún, en relación con el problema de las partes y por la curiosa circunstancia de que encontrara un lejano eco en nuestros escritores de la baja Edad Media, el remoto testimonio de Fredegario (siglo VII). Cita éste los pueblos que proceden de Jafet y las tierras que les pertenecen; entre ellas aparece la Ispanogallia, frente a Celtes-Gallia, y la “Hispania maior” (33).)
El término de “Hispanogallia” se pierde después; pero, en cambio, la división de España en “mayor” y “menor”, que hallamos en Fredegario alcanza gran fortuna y recogida en la Historia de España de Alfonso X, continúa siendo ocasionalmente empleada hasta el final de nuestra Edad Media.
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