La Galería de los monstruos
La serpiente con faldas
17-II-1937
Me figuro que algunos lectores consideran como de una delicadeza discutible esto de analizar en público, con franqueza y sin excesiva indulgencia, ciertos caracteres de personajes que por lo que se refiere a nuestra zona, están imposibilitados de defenderse. Pero lo probable es que quienes piensen así y crean que estamos viviendo en tiempos adecuados para resucitar el ceremonial de Corte, ni hayan perdido su patrimonio ni hayan visto vertida la sangre de sus hijos en esta lucha que sostenemos los españoles. No tendrían en este caso tales escrúpulos caballerescos. Y por lo que me concierne, no estará de más recordar que he hecho esto mismo en periodos menos cómodos: en plenas Cortes Constituyentes, cuando tonsurar al desdichado Ventura Gassols costó la cárcel y el destierro a unos mozos traviesos que, por cierto, ahora están batiéndose bravamente en nuestros frentes, dije públicamente al sujeto aquél que yo me hacía solidario de la broma y estaba presto a sostenérselo allí donde le pareciese conveniente. Tampoco rehuí en pleno Parlamento, la acusación de estar confabulado con los criminales de Asturias a Martínez Barrio, monstruo hispalense del que habremos de tratar algún día. Y hoy no se va a hablar aquí de ninguna doncella o viuda desamparada, de una mujer cuya vida privada se saque a luz, sino de un ser venenoso que ni siquiera es de nuestra raza; de un engendro cuyo sexo importa poco en relación con la magnitud del mal que nos ha hecho y de la multiplicidad de sus actividades dañinas. En la vida pública no hay más que hombres públicos, cualquiera que sea su sexo. Y doña Margarita Nelken, diputado, agitador comunista, agente a sueldo de Moscú, es un hombre público. Pocos habrán ejercido en estos últimos tiempos influencia más nefasta. En la galería de monstruos de nuestra historia contemporánea, tiene un puesto señalado por propio derecho.
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Pues doña Margarita Nelken -esa virgen loca del comunismo- me ha hecho el honor de ocuparse de mi persona en una de sus peroratas radiadas desde el frente rojo. Mejor dicho, ha hecho alusión a mi memoria para injuriarla, dando por cierto que sus amigos me habían asesinado y que mis pobres huesos de cristiano viejo estaban ya pudriendo tierra. Siento tener que desmentirla aunque se trate, digámoslo así, de una dama: no he muerto aún, por lo menos hasta la hora de escribir estas líneas. Y espero vivir lo suficiente para verla emigrar llevándose lo que pueda de esta tierra de promisión, o caída en poder de nuestras tropas, encerrada en una jaula y exhibida entre las alimañas exóticas de la colección de fieras del Retiro.
Antes de que la guerra empezara, hace años, esta inmigrante judía me inspiraba profunda repulsión. Mientras algún amigo, que pensaba lo mismo que yo la saludaba finalmente en los pasillos del Congreso, yo le volvía la espalda por una especie de repugnancia física.
-No hay que ser así- me decían.
-¿Qué quieres que haga? Soy delicado de olfato.
-Pero no se puede vivir en esa forma agresiva. Esta individua es una intrigante. Tiene además la indiscutible superioridad de su condición femenina que le permite insultar sin réplica posible. Un día te va a decir alguna atrocidad, ¿y cómo vas a contestarla?
En efecto, consciente de hallarse en un país de caballeros, la infame usaba y abusaba de su capacidad de injuriar, para lo que tenía la facundia de una habitual del Puerto Viejo de Marsella. Uno de los más grandes españoles de nuestro tiempo –el general Sanjurjo- palidecía silenciosamente de cólera al recuerdo de esta inmunda aventurera. Y así, hasta las gentes a quienes parecía despreciable, no por sus devaneos pecaminosos, de los que ha dejado huella en varios Juzgados de Madrid, sino por su condición perversa, evitaban enojarla imaginando que un bicho de esta índole podía ser sensible a la cortesía. Pero yo no he tomado nunca la vida pública a broma. Cuando –durante las Cortes Constituyentes- manifestaba en la Prensa mi opinión de que los socialistas y sus cómplices eran una banda de criminales, era porque así lo creía. Me hubiera avergonzado andar luego en el Parlamento dándoles la mano, dialogando, “conviviendo” con ellos. Procedía conforme a lo que decía y decía lo que sinceramente pensaba. Y por lo mismo no saludé jamás a la patulea de malvados que iban a hacer lo que han hecho en nuestro país. Incluso a los que conocía de antiguo, como Azaña, Barcia y otros a quienes había tratado en el Ateneo de Madrid, les negué francamente el saludo, situándome en enemigo leal y dejándome de ese sistema de las palmaditas en el hombro y de las sonrisas entre camaradas a que tanto se propendía en el Congreso. Y entre los seres más sórdidos, cuya sola presencia era como un baldón de ignominia para nuestra Patria, figuraba en primer lugar la indeseable -en todos los sentidos de la palabra- dispuesta a todos los crímenes y a todas las aberraciones, capaz de todas las hazañas menos la de lavarse con frecuencia. Me parecía vejatorio que esta extranjera despreciable hubiera venido a envenenar nuestro país, a ofender a nuestras mujeres, a vilipendiar a nuestros mayores prestigios, a burlarse de nuestra bandera, sirviendo los designios de su raza israelita. Que la hospitalidad generosa de España -ofrecida cordialmente a su tribu hambrienta de buhoneros- se pagase así, y que hubiera masas de españoles dispuestos a colaborar en tal abyección, me indignaba profundamente. La glorificación de esta judía roja de importación, me humillaba en mi condición de español (…) Era como una marca infamante, como un sello de dominio que la judería harapienta centroeuropea había logrado imponernos por medio de esta digna representante suya. Y lo peor es que la fétida intrigante no tenía gracia ni talento. Lo mismo en sus discursos que en sus prosas periodísticas es de una pesadez abrumadora. Al principio había logrado introducirse en las redacciones a fuerza de audacia y también manejando un instrumento personal distinto de la pluma, que en ciertos caracteres femeninos tiene casi la misma eficacia que un hacha de abordaje. Luego, cuando pasaron los años y se desvanecieron sus relativos encantos, viendo la ocasión de trepar se sumó a la tropa demagógica y actuó con una osadía que iba creciendo en relación directa con su impunidad, ante el estupor que hasta a los espíritus menos sujetos a convencionalismos producían su maldad y su cinismo.
Una vez en un artículo, dije yo que recordaba a Judith, no precisamente por su belleza, sino por capaz de introducirse en la tienda del adversario para degollarlo dormido como a Holofernes. La enfureció esta alusión a una de sus antepasadas remotas, porque como buena judía, todo su afán consistía en hacer olvidar que lo era. Me llamó por teléfono amenazadoramente: Estábamos en plenas Constituyentes. Se entraba en la cárcel con facilidad. Yo no era diputado. En suma, me exigía una rectificación.
-Pídamela usted por escrito -le dije con socarronería-, aunque más natural me parecería que lo hiciese el hidalgo que actualmente le administra los bienes.
Pero me escribió ella, en efecto, una carta invocando la ley de imprenta para que se aclarase que no era una aventurera ni pensaba emular a su abuela bíblica. Entre los billetes de Banco y los documentos que sus compinches me han robado en Madrid estaba esta carta todavía.
Y a medida que se convencía de su impunidad aumentaba su actividad criminal y se exacerbaba su procacidad. Los medios de que se valía para excitar a las ignaras multitudes viriles de Extremadura entran de lleno en la zona de la patología sexual. Serpiente con faldas, como ciertos peces del mar de la China, vagabunda sin patria y sin Dios, lo mismo había adulado a la Dictadura y escrito artículos modosos en “Blanco y Negro”, que envenenaba e inducía al asesinato a sus secuaces rurales y que hubiera traficado en drogas tóxicas o en carne humana... Y al mismo tiempo que halagaba las peores pasiones de la plebe, satisfacía un rencor inconfesable que sentía contra las mujeres de nuestra tierra. Las odiaba por su virtud, por sus cualidades morales, por ese sentido trascendente de la vida que tienen en la última aldea la viejecita más humilde en comunicación mediante la plegaria con la potencia divina que rige el universo. Odiaba a las jóvenes por su belleza y su donaire. Las muchachas elegantes de la sociedad de Madrid –mundo un poco frívolo, pero que constituye un ornamento necesario en toda sociedad penamente civilizada- la enfurecían. Como buena judía es una cursi de nacimiento. La judía puede ir vestida ricamente, cubierta de sedas, de pieles y de joyas: es cursi sin remedio. (…)
Es de esas mujeres en cuya compañía no se puede atravesar el “hall” de un hotel bien frecuentado sin sentirse vagamente molesto. Fuera por eso o por otros fracasos sentimentales -esos fracasos que se traducen en desvíos masculinos después de la primera entrevista- ha debido sufrir en el Madrid adorable de la belleza y la gracia femeninas muchas humillaciones...
Y en los asesinatos de que han sido víctimas muchas de ellas, en los actos de crueldad y de sadismo, en las lágrimas de las bellas y santas mujeres españolas, la parte principal, la parte de inducción, ha sido de este monstruo haldudo. Que ahora se irá a Rusia saboreando el recuerdo de sus crímenes, rica de dinero y de venganza, llena a la vez de brillantes robados y de insectos parasitarios."
Juan PUJOL
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