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Tema: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

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ALACRAN El Occidente y la Hispanidad... 29/03/2022, 13:45
ALACRAN Re: El Occidente y la... 29/03/2022, 13:51
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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    XII. SIGLO DE ORO DEL ESPÍRITU ESPAÑOL


    1. España ante el Renacimiento y la Reforma

    Como islote a quien no causan impresión los suaves murmullos y el vaivén adormecedor de las ondas blandamente agitadas por brisas susurrantes, así la España heroica de los siglos XV y XVI, figura recia, hecha de pedernales, curtida en una larga lucha de siglos en defensa y por la conservación del espíritu cristiano que daba ser a la cultura occidental, cargada de blasones y ceñida la frente de laureles, se erguía arrogante y dominadora en medio de aquel mar de voluptuosidad y descreencia que los aires venidos de la Grecia pagana tenían trémulo y blandamente agitado, sin rendirse a los halagos con que los paganizantes de la época y los ciegos adoradores de la belleza de la forma pretendían arrancar de la cultura europea el espíritu y sello de divina progenie y sobrenatural belleza que el Cristianismo infundiera en ella.

    Con voluntad firme, se negó a abdicar del espíritu, a renunciar a lo que la había hecho ser para la Historia, dándole unidad de acción y haciendo posible la reconquista del suelo perdido; se afianzó en su fe y en su tradición, y se dispuso a llevar triunfante, fuera de su patria, la bandera de la unidad católica y a luchar hasta morir por la conservación en la cultura europea del espíritu que le diera el ser y era único capaz de salvar a los pueblos de Occidente del fanatismo e incultura que representaba el poderío otomano, de la disgregación y la muerte y el regreso a la selva, simbolizado en la Reforma, y el retorno al paganismo predicado por los voceros del Renacimiento.

    Era la España joven que, después de una lucha titánica en defensa de su ser y de su unidad, se sentía con ánimo y valor bastante para hacer triunfar el espíritu de unidad católica en todos los pueblos, llevando la bandera de la idealidad, el estandarte de la cruz, suprema expresión de los eternos valores del espíritu, a los más dilatados confines, muchos de ellos inexplorados hasta entonces.

    España fue, o se creyó, entonces el pueblo escogido de Dios. El espíritu español, curtido en dura lucha de siglos por su patria y por su fe en contra del Islam, que había pretendido sofocarlo, orgulloso de sí por haber llegado a barrer de su suelo el último resto de la dominación agarena, consciente de su fuerza por la unión de todos los Estados peninsulares bajo el cetro de Isabel y de Fernando, se lanzó empresas que jamás soñara: a perseguir al turco en su propio suelo; dominar a Italia; vencer a Francia, que arroja a puntapiés más allá de los Alpes, acosada por la bota militar del Gran Capitán; a dar la batalla al hereje y someter al infiel, alumbrando un Mundo Nuevo y llevando a él la llama de la civilización más esplendorosa. El espíritu español, en tales condiciones hubo de contrarrestar y vencer el nuevo espíritu pagano, afeminado y superficial que se apodera de la sociedad del Renacimiento.

    Por eso, como observa el mismo Ludovico Pastor, que poca justicia suele hacernos, la conducta de los españoles era la más severa reprensión que podía hacerse a aquellos escritores y personajes del Renacimiento que vivían como si el Cristianismo no existiera sobre la Tierra.

    2. Los españoles en Italia

    Vencedores absolutos en el suelo de Italia, impusimos un nuevo estilo en la sociedad italiana; y si nuestros escritores y artistas asimilaron todo lo que había de bueno en la cultura renacentista, la finura, gracia y delicadeza de expresión, nosotros, en cambio, nos impusimos a ellos por el espíritu cristiano y austeridad de costumbres, comenzando por la Curia romana y llegando hasta las últimas capas sociales. “Por su parte, los españoles -dice Goetz- fueron haciéndose cada día más los dueños de la situación política y ofreciendo con la distinción de su porte unos modales doquiera admirados. El elemento español fue el último importante que la cultura asimiló en el momento de su más alto florecimiento”.

    Y que el influjo de nuestro espíritu abarcase y se extendiera a todas las clases de la sociedad italiana, vióse en el cambio, que tomaron las cosas en la Curia de Roma y, en general, en todo el pueblo italiano después del rudo golpe que fue para todos, la toma de Roma, en 1527, y la de Florencia, en 1530.
    Un romano advirtió entonces que sus compatriotas eran más hábiles en las tareas de Venus que en las de Marte. Y el grave Sadoleto escribió: “Si estos terribles castigos han de abrirnos nuevamente el camino hacia mejores costumbres y mejores leyes, acaso pueda decirse que esta desgracia no ha sido la peor que pudiera acontecernos”.

    “Si desde entonces reinó indisputado el poderío español, no hubo más remedio que concederle también en la Iglesia mayor influencia que hasta entonces. Recordamos cuán pronto ya el gusto español hubo de arraigar en Italia como carácter digno de ser imitado. Después de la catástrofe de 1527 y del movimiento protestante cada día más peligroso que se alzaba en Alemania e Inglaterra, acomodóse también la Curia romana a hacer una política a gusto de los españoles. España recompensó a la Iglesia romana principalmente, poniendo a su disposición la Compañía de Jesús, la nueva Orden de Ignacio de Loyola, fuerza impoluta, extraída de las energías religiosas y disciplinarias de España, tropa de asalto para la inminente contraofensiva de la Iglesia romana”.

    Con esto no queremos decir que España fuese modelo intachable en la pureza de costumbres; los tipos de Tenorios, creados entonces, lo revelan; pero, desde luego, en ella había un sentido moral muy superior al de Italia y aun opuesto, como observa Picatoste. Nunca, entre nosotros, la prostitución se erigió en culto. “La literatura, las artes, estimulaban en Italia al sensualismo, teniendo casi exclusivamente este objeto; de tal modo, que aquellas artistas, aquellas poetisas, aquellas mujeres cuyo nombre ha conservado la Historia por su ilustración y que brillaban en los salones, en los palacios, en las academias, en las fiestas públicas y alguna vez en la política, eran, con raras excepciones, verdaderas cortesanas, mujeres del mundo, que salían del recinto de la familia para tomar parte en aquella vida pública tan licenciosa”.

    En España sucedió lo contrario: se educaba la mujer con vistas a la vida de familia; de ahí que en nuestra patria las mujeres ilustres fueron modelo de virtud; verbigracia: la Latina, Luisa Sigea y doña Cecilia Morillas.

    Por eso, sólo los españoles podían acusar públicamente por sus crímenes y lujurias a la sociedad romana. Los mismos escritores italianos se maravillaban de que los nuestros no penetrasen en aquella vida de disolución e ignominia. Poseían una moral mucho más levantada, y jamás rindieron culto a los vicios que privaban en la tierra que por las armas sojuzgaron. Los españoles eran tan celosos del honor, que hasta simples soldados se presentaron a sus jefes declarando haber dado muerte a infames viciosos, y pidiendo de ello, testimonio, aun cuando, como observa Picatoste, un tribunal les condenara. Los españoles se creían gente superior por su honradez y la conciencia que tenían de su misión católica.

    3. El gesto español

    España iba a la conquista de los ideales más estupendos en el orden cultural y religioso a través de luchas, de sacrificios y muertes, y objetivaba su espíritu en una literatura y un arte que reflejan el carácter agónico, atormentado y esperanzado al mismo tiempo, que ha puesto en la vida la idea cristiana, al hacer de ella superación de los instintos carnales. Buscaba la gloria, no como quiera, sino en la realización de una misión divina por la que debe darse a todos en comunión de bien y de verdad. Prefirió morir desangrándose militar y económicamente a arriar la bandera de la unidad católica que le hizo grande y heroica, manteniéndola esperanzada en larga lucha de siglos.

    Cuando todos los demás pueblos volvían la espalda o cerraban los ojos a la clara luz que emanaba de la cátedra de la verdad y el magisterio de la fe, arrojándose ciegamente en brazos del paganismo embrutecedor, España, armada de fe y puesta la confianza en Dios, se lanzó a conquistar nuevos mundos para Cristo, hizo tremolar su bandera victoriosa por todos los confines del planeta, levantó un valladar inexpugnable a los nuevos bárbaros del Septentrión, hundió la soberbia del turco en las aguas de Lepanto, hizo resonar la palabra de Cristo en las más remotas gentilidades y sembró idealismo, virtud y religión en medio de una sociedad descreída, indiferente, entregada al lujo, la disipación y la orgía.

    España bajo entonces sola a la arena, como dijo Menéndez y Pelayo, y en aquel duelo entre Cristo y Belial, ella, la gran amazona del Mediodía, se creyó el pueblo escogido de Dios para realizar la empresa más alta, que puede confiarse a un pueblo. “Cada español de entonces -dice Menéndez y Pelayo en sus Heterodoxos-, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar el sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres (nuestros viejos padres), que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía”.

    En aquel grave momento histórico, cuando el paganismo antiguo parecía haber resucitado al soplo de las musas, de las artes y de las letras impregnadas de espíritu sensual y anticristiano; cuando la barbarie septentrional, representada en la Reforma, se atrevía a rasgar la túnica inconsútil de Cristo; cuando el galopar de los caballos de los turcos hollaba la santa tierra vivificada por la fe, y a los enemigos de la unidad católica les salían padrinos y favorecedores entre los mismos que se preciaban de reyes cristianísimos, España sola, hecha cruzada, teología, arte y santidad, se empeñó en dar al Renacimiento el sentido cristiano y católico que debía tener, promoviendo una reforma auténticamente tal, creando un teatro, una novela, una filosofía y una teología en que la cultura llegaba a ser expresión de los más altos ideales que pueden caber en cerebro y corazón humano, a ser el desiderátum de toda civilización con sentido humano, trascendente y divino: la cultura mística de que nos ha hablado Bergson en uno de sus últimos libros.


    4. Humanismo español

    Hubo renacimiento entonces en España, y hubo humanismo, como hubo reformadores y hubo clásicos, pero el Renacimiento, y el humanismo, y la Reforma se hicieron aquí a la manera española; es decir, con el sentido cristiano y católico que era ley de su historia.

    El humanismo fue aquí verdaderamente tal: misericordia y caridad, moderación de la carne por el espíritu, de la naturaleza por la gracia; no sublimación y endiosamiento del placer y de la bestia humana, como hicieron los paganos, que, si por serlo merecen alguna disculpa, no la merecen por ser hombres y tener razón, y mucho menos la habían de merecer los nuevos paganizantes de la época que historiamos, que, sobre negar la razón, pretendían ignorar lo que la revelación y la gracia podían sobre la vieja cultura grecolatina.

    Nuestro humanismo no fue vuelta a los viejos principios morales de griegos y latinos, superados ya definitivamente por su ineficacia para regenerar al hombre, sino afianzamiento en la fe recibida, apego a la tradición católica, entusiasmo por sus ideales de cultura y esfuerzo para poner al servicio de la idea cristiana las formas y valores clásicos de cuya conservación era el mundo deudor a la Iglesia.

    Nuestro humanismo, al revés del que nos ofrecían los humanistas de Italia y Alemania, era preponderantemente religioso y católico. Su ideal es divino; el hombre no es la medida de las cosas, sino Dios, expresión de toda la verdad y de todo el bien, con independencia de los juicios de los hombres.
    La igualdad y fraternidad que nosotros predicamos se basaba en la comunidad de fe, de origen y destino, y en la capacidad que a todos reconocíamos de salvarse y perfeccionarse, regenerados por la sangre de Cristo.

    Este humanismo es el que predicaban nuestros misioneros, al que abría paso la espada de nuestros conquistadores, el que daba aliento a nuestros navegantes, arrojo a nuestros exploradores, eficacia a nuestras leyes, vida a nuestra literatura, valor a nuestra teología, carácter a toda nuestra cultura y temple a nuestras armas. Nuestra lucha armada, más que por ganar tierras, lo fue por ganar almas para Cristo.

    Nuestros héroes y nuestros reyes llevaban la mira puesta en la difusión del ideal católico y en la misión civilizadora para que Dios les escogiera. “El principio, fin e intención suya -decía Isabel la Católica en su testamento- y del rey su marido de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la santa fe católica a los naturales”. Lo mismo decía Carlos V a don Pedro de Mendoza en 1534, encargándole llevara misioneros a cuyo parecer se atuviese, que tratase bien a los indios y procurarse su conversión, pues de lo contrario él no se creería obligado a guardarle la palabra.

    Por la unidad física del planeta y por la unidad católica del mundo, España, lo mismo en Trento que en Otumba, en Filipinas que en Ingolstadt, en Mühlberg que en Lepanto, en Túnez que en San Quintín, dio lo mejor de su sangre y lo mejor de su espíritu. “Los pueblos hispánicos se hicieron en torno a una creencia religiosa”, ha dicho Maeztu.

    El catolicismo español lleva implícito el deseo de cristianizar y reducir a unidad al mundo entero. Toda nuestra legislación está penetrada de este hondo sentido humano y teológico, y lo mismo la Reconquista, con la hazaña realizada en el siglo XV por los aragoneses a instancias del Papa Urbano V en tierras de Grecia, constituyendo un reino católico en Acaya y Morea, que se dilata hasta el siglo XV; que la colonización de América, la lucha contra el turco y la batalla contra los protestantes, se basa y fortalece con la misión de catolicidad que Dios nos ha confiado, tendiendo a hacer de todos los hombres, sin diferencias de razas ni de fronteras un solo rebaño y un solo pastor.

    5. Clasicismo español

    El camino que debió seguir el Renacimiento al pretender resucitar el ideal clásico, fue el de infundir en las formas antiguas, en ese arte humano insuperable, quizá, cuanto a la delicadeza de líneas, el espíritu y la idea cristiana, únicos capaces de dar vida a lo que para siempre la había perdido.

    Pero esto no se supo o no se quiso hacer ni por el Renacimiento italiano ni por el alemán. Pagados unos y otros exclusivamente de la belleza de la forma, anhelosos de resucitar en su totalidad el ideal clásico de los antiguos, creyeron podría ofrecerse a las nuevas generaciones, educadas a los pechos de la Iglesia católica, tal como aparecía en los escritos y monumentos de la antigüedad que cada día iban saliendo a luz.

    No cayeron en la cuenta de que ya no se vivía en tiempo de Pericles, ni siquiera de Augusto, y de que no en balde habían pasado más de catorce siglos, a través de los cuales la idea cristiana se había consustanciado con la vida y la cultura de Occidente, poniendo otros afanes y otros anhelos en individuos y colectividades, a los que no era posible traicionar sin negarse ipso facto a la realización del verdadero arte clásico.

    Otro fue, empero el camino que siguió el Renacimiento español (quizá por esto alguien ha dicho que no lo hubo). España, pletórica entonces de energía y vitalidad, llena de ensueños y ocupada en legendarias empresas, tenía una fe por la que se creía capaz de todo. No desconocía la belleza y perfección del arte helénico, pero tampoco ignoraba que la idea en ese arte expresada era pobre y adolecía de defectos que la idea cristiana no tenía. Por eso busca las formas e imita el plasticismo griego, pero no trata de sorberles el espíritu creyéndole superior al cristiano de que ella vivía y por el que ella operaba.

    “El alma española borboteaba entonces bríos y energías por las que todo el mundo estaba henchido de hechos y realidades tan hazañosas, que casi tocaba a las más desaforadas aspiraciones; estaba empapada en los sentimientos más hondos del Cristianismo, hasta el estoicismo en lo moral, la intransigencia en el dogma y el misticismo en el pensamiento. Tenía que ser el Renacimiento español, por consiguiente, de empuje personal y característico, realista y exagerado de tintas y sentimiento, espiritual y cristiano hasta el arrobo. mal cuadraba a la serena objetividad, la belleza superficial de la pura forma, notas distintivas del arte clásico, a un alma ensimismada en la lucha interior cristiana de vicios y virtudes y arrobada en la contemplación de la nada del hombre y del universo, de la inmensidad y eternidad de Dios y de la vida futura”. (1)

    Los españoles hicimos así el arte más genuinamente clásico que haya hecho pueblo alguno moderno, precisamente porque supimos imitar a los griegos bebiendo el espíritu del clasicismo de las formas, pero sin renegar del espíritu propio que era menester infundir en ellas. Hicimos arte clásico pero con asuntos y creencias españolas como los griegos lo hicieron con las suyas. (…)

    Por eso, el ideal estético del cristiano se levanta inconmensurablemente sobre el grecolatino. “Todo el ideal platónico y olímpico de Grecia -dice Cejador- es nada si se compara con el soberano ideal de nuestro Dios infinito y de su Iglesia y de la doctrina que Jesús trajo al mundo y con inmortalidad de las almas”. Y aunque Jesucristo no vino al mundo para enseñar arte u otra ciencia humana, todavía el Verbo Encarnado -como dice Menéndez y Pelayo-, “presentó en su persona y en la unión de sus dos naturalezas el prototipo más alto de la hermosura y el objeto más adecuado del amor, lazo entre los cielos y la tierra. Por él se vio magnificada, con singular excelencia la naturaleza humana, y habitó entre los hombres todo bien y belleza. (2).

    Quien no sepa comprender esta ideal del que los españoles de los siglos XVI y XVII somos, quizá, los exponentes más altos, bien puede decirse que se ha cerrado a la inteligencia de los supremos valores. (…)

    La gran diferencia entre el helenismo y el Cristianismo -creo lo dijo el mismo Renán- consiste en que el helenismo es natural y el cristianismo es sobrenatural. Las formas griegas son insuficientes para el corazón que aspira a lo infinito. “Un templo antiguo podrá ser de belleza más pura que una iglesia gótica; pero, ¿en qué consiste que pasamos horas enteras en éstas sin fatiga, y no podemos permanecer en aquel cinco minutos sin fastidiarnos?”. (…)

    (1) J. CEJADOR. Historia de la literatura castellana. Tomo 1, página 360.
    (2) MENÉNDEZ PELAYO Historia de las ideas estéticas, Tomo IX, capítulo I.
    Última edición por ALACRAN; 09/06/2022 a las 13:03
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    XIII. GLORIA Y BLASÓN DE LA ESPAÑA IMPERIAL

    1. De Alfonso V a los Reyes Católicos

    Imposible de todo punto poder condensar en breves páginas la serie de acontecimientos, de empresas y valores por los que en aquella hora solemne se puso a España a la cabeza de las naciones y en corto espacio de tiempo abrió hondo surco en el campo de la cultura europea.

    Los primeros albores del Renacimiento humanista hallaron en Alfonso V un amparador, un Mecenas. Amigos suyos fueron casi todos los sabios de la época; para él no había diferencia de clases en tratándose de humanistas; con todos trataba amistosamente; su divisa era un libro abierto; su primer cuidado, al entrar los soldados en una ciudad, el que se pusiesen a buen recaudo los libros; en su magnífica biblioteca se daban cita los más ilustres helenistas; pagaba precios exorbitantes por conseguir una reliquia de la antigüedad clásica; estableció relaciones diplomáticas para conseguir libros, y con el mismo “irresistible ímpetu bélico -dice Menéndez y Pelayo- con que había expugnado la opulenta Marsella y la deleitable Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los libros de los clásicos, y sirve por su propia mano la copa de generoso vino a los gramáticos, y los arma caballeros, y los corona de laurel, y los colma de dineros y de honores, y hace traducir a Jorge de Trebisonda la Historia natural de Aristóteles, y a Poggio, la Ciropedia, de Xenofonte, y convierte en breviario suyo los Comentarios, de Julio César, y declara deber el restablecimiento de su salud a la lectura de Quinto Curcio, y concede la paz a Cosme de Médicis a trueque de un códice de Tito Livio (…) Es el Alfonso V que, preciado de orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada contra los turcos o dicta su memorial de agravios contra los florentinos en períodos de retórica clásica, el traductor en su lengua materna de las epístolas de Séneca y el más antiguo coleccionista de medallas después de Petrarca”. (1)

    Él contribuyó a crear entre los españoles que iban a Italia, aun entre los mismos soldados, aquel aire de distinción y respetuosidad para con la gente de letras y los mismos libros y obras de arte de que se hacen lenguas los mismos escritores italianos.

    Y cuando, debido a esta comunicación entre ambas naciones, se despertó en nuestra Patria la afición a los estudios clásicos, el humanismo tomó aquí tal impulso, que todas las clases de la sociedad se preciaban de saber latín; la nobleza hizo blasón de las letras, y el soldado, punto de honor. Nebrija, Hernán Núñez y Sobrarias fundamentan sobre base sólida el estudio de las humanidades; los Montalvos abren nueva era a la jurisprudencia; Padilla, Juan de la Encina y Lucas Fernández preludian nuestro gran teatro popular y teológico y la alta poesía mística del Siglo de Oro. La Corte de Don Juan II había sido ya una verdadera academia literaria, y en tiempos de los Reyes Católicos, la cultura se generaliza. De ese tiempo es la creación de uno de los grandes mitos literarios del mundo moderno: La Celestina.

    A nuestro suelo vinieron a enseñar celebrados humanistas de Italia, como Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir de Anglería y Antonio Geraldino. No hubo ciudad sin humanistas, y el humanismo cobró tal pujanza, que hasta las damas llegaron a desempeñar cátedras, como Luisa Medrano y Beatriz Galindo.

    Pero en España el humanismo no descristianizó a los hombres, sino que los asoció al alto sentido trascendente y divino representado por la idea cristiana en nosotros tan arraigada. La recia personalidad española y su honda espiritualidad no podían perderse en la embriaguez de la forma. Se habló griego y latín, pero con pensamiento cristiano, y el príncipe de los filósofos renacentistas, Luis Vives, aquel en “cuya mente encontró asilo la antigüedad entera para salir de allí con nuevos bríos”, parejo, por su sabor clásico de Erasmo y Budeo, se yergue sobre toda la pléyade de humanistas por su sentido práctico, su piedad y el carácter cristiano que da a toda su filosofía, pudiendo, con verdad, ser llamado el cristianizador de la filosofía del Renacimiento.

    Tampoco estará de más recordar al hombre que, con brazo de gigante cubierto del humilde sayal franciscano, dio impulso a nuestro Renacimiento espiritual, literario y político, impulsándolos por los caminos de la aventura y del peligro: Cisneros, reformador insigne, mecenas de la cultura, político y estadista formidable, superior a los Richelieu y Mazarino y, desde luego, con más conciencia que éstos, penitente y cruzado a la vez, inquisidor y monje, austero y afable, reflexivo y emprendedor, tenaz y audaz al mismo tiempo, cuya influencia literaria, al decir de Menéndez y Pelayo, es “comparable en algún modo a la de Lorenzo el Magnífico o a la del León X”, pues hizo avanzar los estudios orientales en manera grande, y clavó los puntales sobre qué había de sostenerse el siglo más grande de nuestra historia, y acaso no fuera exageración decir que de toda la historia universal. Nunca, al menos hasta entonces, se había visto un alarde de vitalidad y grandeza en un pueblo como el que a la sazón realizó España.

    Antología v. pág. 271

    2. Santidad y Teología

    Nadie ha hecho todavía -recordaba Menéndez y Pelayo- la verdadera historia de la España de los siglos XVI y XVII. Pocos se han detenido a considerar el verdadero espíritu que dio ser y vida, lo mismo que a las grandes hazañas, a las grandes creaciones literarias de aquella época.

    Gracias al espíritu católico, tan arraigado en el alma nacional, tuvimos nosotros una reforma acaudillada por Cisneros, que nada de parecido tiene con la que nos ofrecía Lutero: de esta reforma auténtica salieron santos tan ilustres como San Pedro de Alcántara, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Juan de Dios, San Pedro Claver, San Ignacio, San Francisco Javier y otros innumerables amartelados de la soberana hermosura.

    Y entre los sabios, “¿cuándo los hubo en tan gran número y tan ilustres? Desde el franciscano Luis de Carvajal y el dominico Francisco de Vitoria, que fueron los primeros en renovar el método y la forma y exornar las ciencias eclesiásticas con los despojos de las letras humanas, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano, apenas hay memoria de hombre que baste recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de la invicta legión”.

    La teología escolástica, remozada por el Renacimiento, se hizo nuestra por derecho de conquista, como ha dicho Leibnitz. Los que la siguen forman legión; en sus filas militan Vitoria, a quien hoy todos consideran como el verdadero fundador del derecho de gentes; Domingo de Soto, triturador de la doctrina protestante sobre la justificación; Pedro de Soto, reformador de universidades y apóstol de la unidad católica con la pluma y la enseñanza; Báñez, agudísimo comentador de Santo Tomás; Laínez y Salmerón, las dos grandes lumbreras de Trento; Molina, el promotor de las grandes disputas de Auxiliis, que solas bastarían “para mostrar la grandeza de la especulación teológica entre nosotros”; Vázquez, el agudísimo teólogo y filósofo; Gregorio de Valencia, autor de uno de los libros “más extraordinarios que ha producido la ciencia española: De rebus fidei hoc tempore controversis; Ripalda, Toledo, Fonseca, Mendoza, Arriaga, los Coimbricenses, los Salmanticenses, Pereira, Juan de Santo Tomás, el príncipe de los comentadores de la Suma; Maldonado, príncipe entre los escrituristas, y, sobre todos ellos, Francisco Suárez, cuya obra metafísica es quizá lo más alto y completo que en este género haya producido el genio de los hombres.

    Recordemos también al obispo Pérez de Ayala y a los innumerables que hicieron de Trento un concilio tan español como ecuménico, según frase de Menéndez y Pelayo, continuando la tradición de Osio en Nicea; de Alonso de Cartagena, Juan de Segovia, el Tostado, y Fernando de Córdoba en el concilio de Basilea, y que mantuvieron la antorcha de la fe católica encendida en todas las Universidades de dentro y fuera, en Salamanca y Alcalá, lo mismo que en París, Oxford, Lovaina, Dilinga, Ingolstadt y los colegios de Roma, ganando para Dios infinitas almas, mientras nuestros soldados ganaban al rey infinitas tierras. ¿Quién no oyó hablar además de Arias Montano, la Biblia Políglota, de Alcalá; Sánchez, Fox Morcillo, Gómez Pereira y otros mil que abrieron hondo surco en la cultura europea?

    3. La Compañía de Jesús

    Sólo la Compañía de Jesús bastaría para hacer de la España de los siglos de oro el exponente máximo de la espiritualidad que está en la esencia de la cultura occidental. A todas partes llevó sus misioneros, en todos los centros de saber aparecieron sus hábitos; siempre en primera fila para combatir al error, dio la batalla al protestantismo y al paganismo, traídos por el Renacimiento, y, haciéndose toda para todos, no hubo clase de saber, ni humano ni divino, en que ella no tuviese los más claros representantes y en que, con el sentido humano de la vida y al lado de la educación clásica, no reflejara el sentir cristiano, la más pura ortodoxia y la pureza de costumbres más excelente.

    “San Ignacio es la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro; ningún caudillo -ha dicho Menéndez Pelayo-, ningún sabio, influyó tan poderosamente en el mundo. Si media Europa no es protestante débelo, en gran manera, a la Compañía de Jesús”.

    Cisneros e Ignacio realizaron en la Iglesia la única reforma posible e hicieron más por la cultura que todos los protestantes y seudorreformadores manchados con creces de los vicios que en otros reprendían.


    4. Los misioneros

    A sembrar semilla de catolicidad y fuente de cultura iba, tras la espada del soldado, el crucifijo del misionero, y si los héroes de la patria forman selva en aquellos siglos en que el Mediterráneo era un lago español, Europa nuestra dependencia, Asia, África y América campo por el que corría a chorro suelto con nuestra sangre la catolicidad de nuestro espíritu, los santos, los místicos y los ascetas forman una falange que ningún otro pueblo puede presentar en ningún período de su historia. Sólo España produjo entonces más misioneros para tierra de infieles que hayan dado después todas las demás naciones de Europa juntas. Nunca la Iglesia había logrado ganar más tierras y más almas para Cristo.

    5. Ascetas y místicos

    Los escritores ascéticos y místicos, cuyos nombres se pronunciarán siempre con veneración: los Ávilas, Teresas, Luises de Granada y de León, Juanes de la Cruz y de Los Ángeles, Estellas, Fonsecas, Malones de Chaide, etc., etc., en cuyas obras el entendimiento se abisma y halla luz la fantasía y consuelo el corazón, al paso que los oídos se regalan con la música de una lengua que parece hecha para hablar con Dios, como dijera Carlos V, forman al lado de los grandes teólogos, según ha escrito la eximia doña Blanca de los Ríos, un soberano grupo de cabezas, iluminado cada cual diversamente por el reflejo astral o por el resplandor de llama de la lumbre interior, pues sobre todos “había bajado en lenguas flamígeras el espíritu; pero como la gracia se humaniza en cada cual, no destruyendo sus dotes naturales, sino acrecentándolas y purificándolas, así, de todos los labios fluye la misma inspiración, pero cada cual nos la dice con su voz, nos la expresa según sus facultades y su individualidad propia; unos nos abisman y anegan en la grandeza de Dios, como fray Luis de Granada, de quien dijo Capmany que “parece que descubre a los lectores las entrañas de la divinidad”; otros, como el autor de los Nombres de Cristo, diríase que nos alumbran y suavizan el entendimiento con el lácteo fulgor tranquilo de la belleza intelectual, empapada de misericordia evangélica; otros, como San Juan de la Cruz, nos arrebatan al cielo en el carro de fuego en que hiende las nubes su espíritu; otros, como fray Juan de los Ángeles, nos convidan a buscar a Dios en el arcano de nuestra propia alma, o, como Santa Teresa, nos hacen entrever el augusto misterio de la esencia divina y nos revelan las reconditeces y maravillas de las Moradas.

    “De suerte que, mientras la legión de ascéticos, teólogos, humanistas y escriturarios, cuya representación más alta es fray Luis de León, derramaba sobre el pueblo el raudal de las inspiraciones divinas y abría a la inspiración de los poetas las puertas del maravilloso oriente bíblico, la legión de los místicos, cuya encarnación soberana es Teresa de Jesús, transfiguraba la lengua nacional en el Tabor de las visiones celestiales y completaba la dualidad humana empalmando la realidad visible con la invisible realidad imperiosa y abismática de nuestro mundo interior” (1).

    Es decir, que descubrían un mundo nuevo para el espíritu y la conciencia “a la hora solemne en que España, haciendo palidecer a la leyenda, acababa de completar el mundo y se preparaba a realizar conquistas aun más gloriosas en las regiones del arte”.

    Gloria fue de los ascéticos, prosigue diciendo la escritora insigne, el haber regenerado la lengua consagrándola para el cielo y enriqueciéndola opulentamente, al derramar en ella el tesoro de las Sagradas Escrituras; gloria de los místicos incorporar a ella todo el tesoro psicológico encendiéndola en el fuego que derretía sus almas, suavizándola con su dicción dulcísima y levantándola hacia Dios sobre las tendidas alas del éxtasis; de los teólogos, el haber opuesto al avance triunfal del Renacimiento pagano un verdadero Renacimiento cristiano, en el que se produce un arte nuevo lleno de alma, vigoroso de complexión, realista e idealista a la vez, del que son símbolo Cervantes, Calderón, Santa Teresa, fray Luis de León, Velázquez y Montañés.

    (1)
    “De la mística y la novela”. Cultura Española, núm. 13. (1909).

    6. El teatro, la lírica y la novela

    El teatro español de entonces fue el padre del teatro moderno, por el que entraron a saco todas las demás naciones, y el que, sin copiar servilmente al teatro helénico, indicó a los pueblos modernos la pauta a seguir para hacer verdadero arte clásico con asuntos nacionales; teatro rebosante de espíritu caballeresco y cristiano, realista e idealista en una pieza; clásico y romántico, profano y teológico, pasional y místico, para el que la escenografía no tiene secretos ni el corazón escondrijos, y por donde la fantasía vaga perdida en el mar de las más asombrosas invenciones que fluyen a través del más poético decir, como en Lope, Fénix de los Ingenios, enciclopédico y universal en espíritu y en asuntos como la España de que quería ser retrato; y el pensamiento vuela a alturas inconmensurables sostenido por las alas de la fe, de la filosofía y teología, como en Calderón, síntesis de todo el sentir, pensar y obrar de aquella nación en lucha por la catolicidad de credo y de moral.

    Y ¿qué decir de la poesía lírica de corte clásico y genuino sentimiento cristiano? ¿Qué de la novela, que alcanza en Cervantes la suprema consagración del genio y crea tipos de valor universal? ¡Cuán en estrecho nudo se enlazan y funden, como ha dicho un escritor, lo espiritual y místico del pensar en la oda a la Ascensión (Fray Luis de León) con la horaciana elegancia, con la serenidad helénica en la expresión! ¡Cuán maravillosamente se casan en el Quijote la áurea amplitud del período y el exquisito humanismo en el sentir con el pensar hondamente cristiano y castizamente popular de todos sus personajes!

    7. El arte

    Y ¿para qué hablar de nuestra escultura y pintura ni recordar nombres como los de Becerra, Montañés, Alonso Cano, Mena, Hernández, Juni, Berruguete, Murillo, Zurbarán, el Greco, Morales, Rivera, Velázquez, que están en la mente de todos y que a un realismo muy español unieron un sentido muy trascendental y divino, como el espíritu cristiano que informaba su arte y que hacen de la pintura española, por ejemplo, la más original, quizá, que se haya visto, según ha dicho modernamente el francés Louis Bertrand, pues con estar formada en la escuela flamenca e italiana y reunir todas las perfecciones de éstas “posee, además, una cosa única: el sentido de la vida? Es la realidad viviente, la vida actuando, la vida envuelta en esplendor y en gozo… Este adueñarse de la vida tiene en Velázquez un ritmo tan soberano, tan triunfal, que los otros pintores, comparados con él, descienden casi al nivel de simples imagineros”.

    El Escorial es el símbolo de toda la España de entonces, grande, sorprendente, que nos aplana con la magnitud del esfuerzo que representa, pero que nos levanta con la sublimidad de la idea y el impulso vital que le dio el ser. Grandeza ungida con la misericordia de Cristo, imperio consagrado y puesto al servicio de la fe, corona rematada con la cruz, panteón y templo en el que mora Dios.

    Louis Bertrand, el gran historiador de nuestra civilización, después de recorrer la civilización occidental a través del Mediterráneo, encuentra la luz consoladora que la salva de la decadencia y de la muerte en el espíritu que agita a la España de Felipe II; que pone en los dedos gotosos y ulcerados de éste la Biblia; que hace, como ha dicho Pemartín, del Escorial, si sepulcro guardador del pasado, también del porvenir, que espera la resurrección de nuestras glorias.

    8. Imperialismo español

    Maravillosa gesta de espiritualidad la que supieron realizar hombres españoles en pro de la causa de la civilización europea o cristiana, puesta en peligro por los embates paganizantes del Renacimiento y los fervores seudorreformistas del Protestantismo, no menos que por las furibundas acometidas del Islam y las concomitancias perniciosas de los “reyes cristianísimos” con los enemigos de la verdad católica. “España, que había expulsado a los judíos y que aún tenía el brazo teñido en sangre mora, se encontró, a principios del siglo XVI, enfrente de la Reforma, y por toda aquella centuria se convirtió en campeón de la unidad y de la ortodoxia, en una especie de pueblo elegido de Dios, llamado para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos en tiempo de Matatías y de Judas Macabeo” (1).

    Fue un pueblo de teólogos y de soldados, según frase del mismo Menéndez y Pelayo, encargado de velar y trabajar por la unidad en el dogma, lo mismo con el razonamiento que con la espada. Nuestra hegemonía política, nuestro predominio militar y nuestra expansión colonial estaban condicionados a este fin supremo de salvaguardar los intereses de Dios y de su Iglesia. Y sólo el que desde este punto de vista estudie el pasado español, podrá comprender la tragedia de un pueblo que se desangró en aras de un interés espiritual, yendo estoicamente a la muerte temporal.

    Prescindiendo de ciertas inevitables singulares excepciones, sobre las que, por otra parte, sería ridículo pretender hacer hincapié, no hay duda que la España del siglo XVI, lo mismo en el viejo que en el nuevo mundo, se debatió oficialmente con la mira siempre puesta en el ideal religioso y católico, entonces en trágica coyuntura, que estaba en la conciencia de cada uno de los españoles.

    El sueño imperial de Carlos V, con su aspiración a una monarquía universal, tan hermosamente cantada por su poeta favorito Hernando de Acuña, era hijo, como ha hecho observar muy atinadamente Menéndez Pidal, más que de la ambición política del emperador, del celo religioso de los españoles, que al encontrarse, terminada la gran epopeya de la Reconquista, con una patria espiritual y políticamente una y fuerte, con un nuevo mundo, regalo del Señor al tesón y coraje puestos en la defensa y conservación de su fe, con un pie en África y otro en Flandes, se creyeron llamados a ser los defensores y difusores, por todas las cuatro partes del Globo, de la unidad católica, la que les había mantenido unos durante toda la Edad Media, haciendo posible la liberación del suelo patrio, y que ahora les impulsaba a llevar el mismo mensaje liberador a otros pueblos.

    La misma grandiosidad y dificultad de la empresa dio alas y acrecentó el impulso. Ante el asombro en ellos producido por un mundo de dimensiones gigantescas y riquezas fabulosas, “donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco”, el espíritu español se sintió fatalmente impulsado a la aventura y al peligro, y su robusta fe, enardecida a la consideración de innúmeras naciones, en las que el nombre de Cristo era totalmente desconocido.

    El espectáculo, por otra parte, de una Europa que quería renegar de su fe, deshaciendo la unidad religiosa a que debía su ser y su cultura, y por la que nosotros nos habíamos debatido por espacio de ochocientos años, era otro motivo para enardecer el ánimo, ganoso de aventuras y eufórico con la conciencia de la unidad nacional ganada a punta de lanza de los españoles, que, sintiéndose fuertes, se creían llamados, al mismo tiempo, a ser el brazo de Dios y la espada de Roma, con tanta mayor razón cuanto que en aquel preciso momento la corona imperial venía a ceñir las sienes de un rey de Castilla. Por eso nuestro grito de guerra fue un grito de religión, y nuestra gesta imperial continuación de la cruzada que en el propio suelo mantuviéramos durante siglos.

    En este empeño, España puso a contribución todas sus fuerzas y todas sus armas: militares, religiosas, intelectuales y políticas. Fuimos, en consecuencia, pueblo de teólogos, pueblo de soldados, de legistas y de misioneros o reformadores.

    El Concilio de Trento fue un Concilio tan ecuménico como español, por el número y valía de los miembros que España mandó a tan memorable asamblea, y porque gracias a ella se inició, y gracias a ella tuvo término y feliz remate.

    En ese Concilio quedaron sentadas las bases de la auténtica y efectiva reforma católica, que ya de atrás venía gestándose en nuestra misma nación por obra de Cisneros y de los Reyes Católicos, particularmente Isabel.

    Si España y los españoles recogieron luego la iniciativa de Erasmo, en lo que respecta a la reforma de costumbres en el bajo y alto Clero, llegando a ser el erasmismo bandera de lucha y de combate y denominador casi común de los anhelos reformistas en tiempo del emperador Carlos V, no se ha de olvidar que la reforma en el Clero secular y regular estaba ya iniciada, y con progresos tangibles, merced a los esfuerzos del cardenal Cisneros y la reina Isabel la Católica.

    Y, sobre todo, es indudable que la auténtica reforma cristiana, la verdadera renovación espiritual de Europa, con sentido tradicional y católico, sin transigencias, blandenguerías ni concomitancias sospechosas, tuvo su adalid y su más genial organizador en un cerebro español: Iñigo de Loyola, reclutador del más aguerrido y compacto ejército de operarios de la religión y de la cultura (Compañía de Jesús), que hizo sentir su acción en todos los campos de lucha, lo mismo aquende que allende los mares.

    El espíritu de la Contrarreforma, o por mejor decir, auténtica reforma, encarnado en Ignacio de Loyola, no tiene nada que ver con el la patrocinada por Erasmo. Aun cuando a éste se le reconozca buena fe y buenas intenciones, no cabe dudar que fue un vacilante indeciso, enemigo de malquistarse con nadie y amigo de dar gusto a todos, aunque fuesen los mayores enemigos de la Religión. (…) Pudo ser caudillo y héroe; pero su espíritu contemporizador, en una época de radicalismos y decisiones tajantes, no le dejo ser ni lo uno ni lo otro. (…)

    Ignacio de Loyola, en cambio, capitán primero de los ejércitos imperiales, tenía todas las condiciones que le faltaban neerlandés para ser jefe y adalid, reformador y organizador. (…) En su persona y en la institución que él levantó, supo armonizar maravillosamente la piedad más acendrada y la más subida cultura, simultaneando el estudio de las artes y humanidades con el de la más alta teología. Ignacio de Loyola es la síntesis alquitarada del humanismo español sobrenaturalizado, como Vives lo fue del humanismo a secas, o si se quiere, cristiano, pero sin alcanzar la Santidad.

    (1) MENÉNDEZ Y PELAYO: Calderón y su teatro. Conferencia segunda


    9. Clasicismo español

    El mundo andaba lleno con la fama de las realidades épicas de españoles y portugueses, y nuestros tercios triunfaban en todos los campos de Europa; cuando maestros españoles abrían cátedra en las principales universidades de este viejo mundo, y hacían de Salamanca la Atenas de los nuevos tiempos; cuando nuestros novelistas y dramaturgos creaban de la nada un teatro lleno de vida y de bizarría, como bizarros y arrogantes eran nuestros políticos y embajadores, España no podía resignarse al papel de secundona en la producción de obra culta, contentándose con literatura o arte de puro remedo.

    Por un fenómeno osmótico de maravillosa eficacia, España hizo suyas, verdaderamente suyas, las posibilidades renacentistas, creando un Renacimiento genuinamente español. Los organismos robustos convierten en sustancia propia los elementos que de fuera les vienen. “No es, diremos con José María Pemán, que no hiciera España Reforma o Renacimiento, es que tuvo una Reforma cristiana y un renacimiento cristiano, en que continúa el proceso medieval de cristianización de todas las contingencias de cada hora y de cada época… España llegó al Siglo de Oro dotada, por virtud de su profunda civilización cristiana, de un poder infinito de aborrecer todo lo nuevo. Por eso su defensa contra la Reforma y el Renacimiento no consistió en expelerlos de un modo absoluto y petrificarse frente a ellos en completa inmovilidad; consistió en absorberlos como en una vacuna, en cristianizarlos como en un bautismo.

    España aceptó todas las iniciativas del Renacimiento y de la Reforma en cuanto significaban mejoría por crecimiento y desahogo de la vitalidad intrínseca de la doctrina y moral cristiana, pero no transigió con la desvirtuación de la ética ni del credo cristiano. Hizo renacimiento clásico en la forma y cristiano en el fondo.

    La obra de Fray Luis de León y la de Calderón con sus autos sacramentales son la mejor demostración de cómo con ideas cristianas se puede realizar arte perfectamente clásico, sin incurrir en servilismos extremosos (…)

    Arte clásico con asuntos y creencias nacionales, como con las suyas lo hicieron los griegos; éste fue precisamente el ideal que se propuso la España del siglo XVI, y que llevó a la práctica con la pluma, la gubia y el pincel, en el orden de las ideas y en el terreno de los hechos. Fue una siembra cristiana la que España hizo en aquella primavera de renovación del arte heleno. El catolicismo era el alma de todas sus empresas, a cuyo servicio andaban las armas, que hacían imperio, y la lengua, que es “compañera del Imperio”, según decía Nebrija a Isabel la Católica en la introducción a su Gramática.

    Fracasamos en nuestro sueño de una monarquía universal, no conseguimos ver realizada la unidad política ni aun religiosa de Europa, pero llevamos nuestra fe y nuestra lengua a innúmeras y extensas regiones, al mismo tiempo que impedíamos que la vieja Europa se sumiese en el caos de un paganismo reformista y de una política maquiavélica. Fue la nuestra una gesta de catolicidad de ecuménica. Hicimos patria, cultura y arte nacionales con las ideas y los sentimientos más universales. Hicimos Renacimiento a nuestro estilo, poniendo en él la impronta o sello del espíritu nacional, como lo pedía el genio viril de aquella raza, que realizaba epopeyas como la de la Reconquista, descubrimiento y civilización de un nuevo mundo. (…)

    Recoger todas las aguas desatadas con el advenir renacentista, para verterlas y hacerlas correr por el álveo de la Teología católica, estableciendo el más amigable consorcio entre la Religión y el Arte, Humanismo y Cristianismo, ésa fue entonces la misión de España, en la que pusieron a un tiempo la mano los humanistas como Nebrija, Vives, el Pinciano y fray Luis de León, los teólogos como Vitoria, Cano, Suárez y los dos Luises, escrituristas como Arias Montano y Maldonado, filósofos como Vives y Fox Morcillo, literatos como Juan de Ávila, Fray Luis de Granada y de León, Santa Teresa, Cervantes y Lope, y, finalmente artistas como Murillo y Velázquez.
    El hecho mismo de reconocerse unánimemente que aquél es nuestro siglo, siglo de predominio español en todos los órdenes y en la Historia universal, denota bien a las claras que algo pusimos de original y propio en el campo de la cultura, lo mismo que en el de las letras y de las artes. (…)

    .
    Última edición por ALACRAN; 08/07/2022 a las 13:49
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    XIV. EUROPA BAJO EL SIGNO DEL LIBERALISMO


    1. De El Escorial a Versalles



    ¡El Escorial y Versalles! ¡La Inquisición y la Revolución! Dos símbolos, dos ideas y dos instituciones con significación diametralmente opuestas.

    El primero evoca el recuerdo de la España imperial, de la España grande, de la España para quien la idea católica, el sentido religioso de la vida, de la cultura y de la política prevalecía sobre todo lo demás. El segundo recuerda a las instituciones modernas, a la concepción de la vida individual, social y política predominante en los pueblos que se han ido modelando al calor de ideas y teorías, cuyos gérmenes sembraron el Renacimiento y la Reforma (protestante), y cuyos frutos recogió la Revolución francesa para repartirlos como doctrina salvadora a las naciones que, entusiasmadas con la gloria de un humanismo ateo, enamoradas de un ideal de progreso en que para nada suena Cristo, han llevado a la cultura occidental a la pendiente de su decadencia, al hacer la ablación brutal del espíritu que le dio el ser, que era el único que podía dar consistencia y perennidad a lo que de suyo no lo tiene.

    Ha sido Louis Bertrand, en su libro Felipe II, en El Escorial, el que ha captado, a través de la piedra y de la arquitectura, estas dos concepciones de la vida que se contraponen: ideal religioso y católico, cuya representación máxima compete a la España de Felipe II y que tiene su símbolo en El Escorial; el ideal pagano, de vida cómoda y sin trascendencia, que se preludia en Versalles y continúa a través del siglo de las luces y se perpetúa en una cultura para la que Dios es el último palo de la baraja y el hombre se pone al servicio de la materia.

    La España de los siglos de oro, batalladora y mística a la vez, todo, hasta sus ensueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo refería y subordinaba a este objeto supremo: Fiet unus ovile, et unus pastor.

    Dios era el móvil de todas sus empresas: por Dios luchaban sus soldados, predicaban sus misioneros, corrían tierra sus exploradores, navegaban sus marinos, disputaban sus teólogos, escribían sus ascetas, contemplaban sus místicos, trabajaban los artesanos y gobernaban los políticos. (…)

    Por eso en El Escorial, en este inmenso “palacio” levantado a la gloria de Dios, el lugar más hermoso es para el Amo. El siervo no tiene más que una celda al lado del trono del Omnipotente. En El Escorial, la basílica es el centro del edificio. Como una corona imperial, la cúpula señorea toda la construcción. Sin embargo, en Versalles la capilla queda relegada en una de las alas del palacio; no es más que un satélite del trono. En El Escorial, el dueño de la casa es el Rey de los reyes. Es Dios el que reina.

    “No hay duda de que Felipe ha levantado El Escorial con espíritu diametralmente opuesto al que movió a su bisnieto a levantar en Versalles su grandiosa casa de campo. Aquí no se trata de asombrar a Europa con fastuosidades que denuncian a veces al nuevo rico, harto de aposentar favoritas, de entretener, cortesanos, de preparar, por último, una decoración encantadora para un perpetuo carnaval. Aquí no es la gloria del rey, sino la gloria de Dios, la que se busca” (1).

    El Escorial es la consagración del trono, del panteón, del arte, de la riqueza, del saber y el poder por la gracia. Es el símbolo de la España grande al servicio de Dios. Es el relicario de maravillas, cifra y síntesis de toda la España tradicional, cuya grandeza está en haber orientado todos sus esfuerzos al triunfo de la verdad y del bien, a la defensa de la idea católica, dando la cultura ese sello de recia espiritualidad, ese sentido, humano y místico a la vez, que hoy tanto añoramos en nuestra civilización.

    Eso es lo que hace admirable nuestro Imperio y hace de nuestra nación el exponente más alto de la espiritualidad de Occidente, y de su aportación cultural la más valiosa y sustantiva de entre los pueblos europeos. España quiso que apareciera siempre en nuestra civilización el sentido humano, religioso y cristiano que por exigencia histórica debe tener. Por conservar ese espíritu dio su sangre y cayó, tal vez, extenuada en la pelea. No le faltó valor; lo que sucedió es que, al excesivo arrojo que puso en el empeño, acompañó un descuido, quizá injustificado, de la parte menos importante, pero no enteramente despreciable, en que encarna el espíritu, el cual requiere un mínimo de condicionantes espacio temporales y económicos para poder ejercer su acción.

    (1) Louis Bertrand, Felipe II, en El Escorial, pág. 91

    2. El espíritu liberal
    Acaso sucedió también que nuestra patria se dejó seducir por los cantos de sirena de la novísima civilización que se le ofrecía y que le prometía libertad, bienestar y riquezas a cambio de renunciar a su tradición y a su fe. Lo cierto es que España perdió su camino desde que luces que no eran las de la Iglesia encandilaron sus ojos.

    Del siglo XVIII a esta parte, mejor diríamos ya, hasta el glorioso Movimiento nacional, España ha sido cosa insignificante en el concierto europeo y ha quedado rezagada por lo que toca a la cultura, quizá porque la nueva civilización no congeniaba con su espíritu.

    Ello ha sido acaso un bien para nosotros, pues quiere decir que nuestra cultura, o vive del espíritu o es cosa muerta. Pero como, por otra parte, resulta que la cultura de Occidente está precisamente en decadencia por haber faltado a la ley histórica de su desarrollo, la desgracia, para nosotros, no ha sido tanta, y hoy (1949) podemos ver con alegría que los ojos de los que están de vuelta miran hacia nosotros: se nos considera, según ha dicho Keyserling, como la reserva moral de Europa, que acabará por ser criatura ética nuestra; y lo que muchos creyeron mengua, no es sino prez inmarcesible por la que España, sobre ser la que mejor ha comprendido el destino cultural de Europa, es la que más reservas espirituales atesora para regenerar con ellas a un mundo que muere por falta de espíritu.

    Y es que la cultura, para ser auténticamente tal y ser expresión adecuada de lo que en el hombre hay de más valioso, necesita ir determinada, como ha dicho Huizinga, por un criterio ético espiritual, y esto es lo que no han comprendido los hombres educados a los pechos del liberalismo, producto híbrido que sucumbe y hace morir a los pueblos, víctimas de atonía mental y encerrados en un autonomismo imposible.

    Lutero y Rousseau son los padres de esta nueva modalidad de Cultura por la que se engaña a las masas con nombres bien sonantes, pero vacíos de todo humano contenido, queriendo hacernos creer que la Naturaleza es buena de suyo y que todo lo que quiere es justo; o bien que está tan corrompida, al decir del protestantismo, que es imposible refrenarla y hay que dejarla obrar como quiera.

    Todo ello ha degenerado en un naturalismo y materialismo grosero, que endiosa la materia y abdica del espíritu. Es la cultura de máquina y vapor, que trueca al hombre de rey en esclavo. El hombre liberal, continuando la trayectoria iniciada por el Renacimiento, se ha ido alejando de Dios, ha renegado de Cristo, sus descubrimientos le han hecho engreído y soberbio. (…)

    Sólo al liberalismo, como ha dicho Spengler, cabe achacar esta situación de quiebra por haber, a partir del siglo XVIII, orientado a la cultura, hacia lo temporal y espacial; se ha hecho el espíritu servidor de lo contingente y mudable; se ha negado el hombre eterno, sujeto a leyes inmutables; se quiere desconocer que hay una verdad y un bien absoluto independiente de lo que a nosotros nos parezca y a cuyo servicio debe ponerse todo el hombre que por ellos es medido en vez de ser medida.

    El liberalismo doctrinal y político, consagración oficial y definitiva de los atentados seccionistas y descatolizadores perpetrados por el Renacimiento y la Reforma contra la unidad espiritual de Occidente, ha abierto la fosa en que ha de quedar sepultada una civilización que quiso establecerse sin Dios, en nombre de una moral antropocéntrica, donde solo se oían palabras sonoras sin base metafísica, como las de libertad, igualdad y fraternidad. (…)

    Así ha podido darse el caso de que sean precisamente los pueblos más civilizados los que han dado ejemplo de la barbarie más espantosa, porque, como he dicho Berdiaeff, la civilización, faltándole todo apoyo espiritual, palidece y se descompone, se va agotando cada día más; el humanismo se trueca en antihumanismo, y en lo más hondo de la cultura humana surgen unos elementos de barbarie que se alzan contra los impulsos creadores de la cultura clásica, contra las formas clásicas artísticas, científicas, estatales y éticas. Nos acercamos al fin del reino medio de la cultura (…)
    Y es que “la barbarie, al decir de Max Scheler, científica y sistemáticamente fundada, sería la más espantosa de todas las barbaries imaginables. Por eso, también la idea “humanística” del saber culto -tal como en Alemania la encarna del modo más sublime Goethe- ha de subordinarse a su vez y ponerse, en su última finalidad, al servicio del saber de salvación. Porque todo saber, es en definitiva, de Dios y para Dios”. (…)

    3. ¿Vuelta a la Edad Media?

    Sí, hay que entrar de nuevo en la Edad Media, o el Occidente, como comunidad de espíritu, como valor, desaparecerá de la Historia.

    Esta vuelta a la Edad Media no significa ningún retroceso, sino afianzamiento de los pies para dar el salto hacia adelante. Significa enraizarse de nuevo en los principios que la hicieron ser para la Historia, a cuya la luz nació el Occidente en esa Edad. Entonces surgió como unidad de destino, en abrazo de fe y de amor. Unidad en la variedad, que es la más hermosa unidad, traducida en armonía. En ella encuentra quietud el espíritu, que busca siempre la unidad y el orden a través de lo vario y aun lo opuesto, no en tensión hostil, sino de polarización, como diría un físico.
    Esta unidad de lo opuesto y lo vario en una síntesis suprema y llena de armonía, la realizó el Cristianismo entre los hombres todos con su doctrina de la gracia para todos, la salvación para todos, la trascendencia e inmanencia a la vez de Dios en el hombre.

    En la Edad Media apareció al exterior esta magnífica unidad católica, al juntarse razas y pueblos diferentes comulgando en la fe y en el amor de Cristo. Por muchos defectos y sombras que quieran verse en aquella edad, una cosa no podrá dejarse de reconocer: la penetración en todo, lo mismo en el individuo que en la sociedad, en las ciencias que en las artes, en la vida que en la cultura, del principio religioso trascendental y unificador, representado por el Cristianismo. (…)

    En fin, podemos decir con Rademacher en su libro Religión y vida: “La Edad Media, a pesar de sus luchas entre el Pontificado y el Imperio, poseía una conciencia católica general. No gozamos hoy de aquella amplitud de conciencia católica de los primeros siglos, cuando un oriental podía llegar a ser obispo de una sede de Occidente. ¿Quién podía imaginar hoy que, aun dentro de un mismo continente, un sacerdote de Colonia fuese nombrado arzobispo de París, o que un belga llegase a ser arzobispo de Munich? (1)


    1. Religión y vida, pág. 97. Madrid, 1940


    4. El pecado original moderno


    (…) La apostasía de las masas ha sido la causa de la tragedia en que hoy se debate el mundo; pero esta apostasía no se hubiera producido si los corifeos del Renacimiento, la Reforma (protestante) y la Revolución o Enciclopedia no hubieran sembrado la semilla de la desconfianza en Jesucristo, enajenándose de su Iglesia y llevando a discusión los principios doctrinales del Cristianismo.

    En la Edad Media podía haber inmoralidades y errores, atropellos e incomprensión. Lo que no había era esta actitud de recelo, de desdén, de indiferencia y odio a la idea religiosa, características de la Edad Moderna. El mal era entonces efecto de la debilidad humana, cuyo desorden se reconocía. Modernamente se ha querido justificar la maldad, llamando virtud a lo que el mundo creyera vicio. Para justificar sus extravíos, los hombres han querido hacerse la ilusión de que sus errores eran la verdad, y el Cristianismo la mentira. Se pervirtió primero la conciencia y la inteligencia, y tras ella se llegó al corazón. (…)

    Por eso nuestros males tienen hoy mucho más difícil remedio que no los de otros tiempos de fe. Perdida ésta, que es luz puesta por Dios para iluminar al hombre en este mundo, la Humanidad anda a tientas y dándose de porrazos, y lo peor es que no puede evitarlos, porque no quiere volver a encender esa luz. Si hoy hay religión, en la mayoría de los casos se la considera exigencia del corazón y no postulado de la razón. (…)

    El laicismo es la gran herejía moderna. Lo que más debiera interesar siempre, que es el pensar religioso de una persona, es lo último que se tiene en cuenta. El último de los valores es el religioso. Más aun: éste aparece en oposición con los demás valores de la vida, según ha observado Max Fisher. Y muy bien ha podido escribir Rademacher en su libro antes citado: “El hecho de la separación de la religión y la vida es una especie de segundo pecado original, contraído después de la Redención, y más funesto que el primero bajo dos conceptos. Ante todo, porque es una regresión, y, en segundo lugar, porque es una recaída de toda la sociedad. La profundidad de tal caída no la notamos apenas, ni la podemos medir, porque rodamos envueltos en ella, y la atmósfera que nos rodea está inficionada del mismo pecado” (…) (1)


    1. Religión y vida, pág. 63
    Última edición por ALACRAN; 02/08/2022 a las 12:58
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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