XII. SIGLO DE ORO DEL ESPÍRITU ESPAÑOL
- España ante el Renacimiento y la Reforma
Como islote a quien no causan impresión los suaves murmullos y el vaivén adormecedor de las ondas blandamente agitadas por brisas susurrantes, así la España heroica de los siglos XV y XVI, figura recia, hecha de pedernales, curtida en una larga lucha de siglos en defensa y por la conservación del espíritu cristiano que daba ser a la cultura occidental, cargada de blasones y ceñida la frente de laureles, se erguía arrogante y dominadora en medio de aquel mar de voluptuosidad y descreencia que los aires venidos de la Grecia pagana tenían trémulo y blandamente agitado, sin rendirse a los halagos con que los paganizantes de la época y los ciegos adoradores de la belleza de la forma pretendían arrancar de la cultura europea el espíritu y sello de divina progenie y sobrenatural belleza que el Cristianismo infundiera en ella.
Con voluntad firme, se negó a abdicar del espíritu, a renunciar a lo que la había hecho ser para la Historia, dándole unidad de acción y haciendo posible la reconquista del suelo perdido; se afianzó en su fe y en su tradición, y se dispuso a llevar triunfante, fuera de su patria, la bandera de la unidad católica y a luchar hasta morir por la conservación en la cultura europea del espíritu que le diera el ser y era único capaz de salvar a los pueblos de Occidente del fanatismo e incultura que representaba el poderío otomano, de la disgregación y la muerte y el regreso a la selva, simbolizado en la Reforma, y el retorno al paganismo predicado por los voceros del Renacimiento.
Era la España joven que, después de una lucha titánica en defensa de su ser y de su unidad, se sentía con ánimo y valor bastante para hacer triunfar el espíritu de unidad católica en todos los pueblos, llevando la bandera de la idealidad, el estandarte de la cruz, suprema expresión de los eternos valores del espíritu, a los más dilatados confines, muchos de ellos inexplorados hasta entonces.
España fue, o se creyó, entonces el pueblo escogido de Dios. El espíritu español, curtido en dura lucha de siglos por su patria y por su fe en contra del Islam, que había pretendido sofocarlo, orgulloso de sí por haber llegado a barrer de su suelo el último resto de la dominación agarena, consciente de su fuerza por la unión de todos los Estados peninsulares bajo el cetro de Isabel y de Fernando, se lanzó empresas que jamás soñara: a perseguir al turco en su propio suelo; dominar a Italia; vencer a Francia, que arroja a puntapiés más allá de los Alpes, acosada por la bota militar del Gran Capitán; a dar la batalla al hereje y someter al infiel, alumbrando un Mundo Nuevo y llevando a él la llama de la civilización más esplendorosa. El espíritu español, en tales condiciones hubo de contrarrestar y vencer el nuevo espíritu pagano, afeminado y superficial que se apodera de la sociedad del Renacimiento.
Por eso, como observa el mismo Ludovico Pastor, que poca justicia suele hacernos, la conducta de los españoles era la más severa reprensión que podía hacerse a aquellos escritores y personajes del Renacimiento que vivían como si el Cristianismo no existiera sobre la Tierra.
2. Los españoles en Italia
Vencedores absolutos en el suelo de Italia, impusimos un nuevo estilo en la sociedad italiana; y si nuestros escritores y artistas asimilaron todo lo que había de bueno en la cultura renacentista, la finura, gracia y delicadeza de expresión, nosotros, en cambio, nos impusimos a ellos por el espíritu cristiano y austeridad de costumbres, comenzando por la Curia romana y llegando hasta las últimas capas sociales. “Por su parte, los españoles -dice Goetz- fueron haciéndose cada día más los dueños de la situación política y ofreciendo con la distinción de su porte unos modales doquiera admirados. El elemento español fue el último importante que la cultura asimiló en el momento de su más alto florecimiento”.
Y que el influjo de nuestro espíritu abarcase y se extendiera a todas las clases de la sociedad italiana, vióse en el cambio, que tomaron las cosas en la Curia de Roma y, en general, en todo el pueblo italiano después del rudo golpe que fue para todos, la toma de Roma, en 1527, y la de Florencia, en 1530.
Un romano advirtió entonces que sus compatriotas eran más hábiles en las tareas de Venus que en las de Marte. Y el grave Sadoleto escribió: “Si estos terribles castigos han de abrirnos nuevamente el camino hacia mejores costumbres y mejores leyes, acaso pueda decirse que esta desgracia no ha sido la peor que pudiera acontecernos”.
“Si desde entonces reinó indisputado el poderío español, no hubo más remedio que concederle también en la Iglesia mayor influencia que hasta entonces. Recordamos cuán pronto ya el gusto español hubo de arraigar en Italia como carácter digno de ser imitado. Después de la catástrofe de 1527 y del movimiento protestante cada día más peligroso que se alzaba en Alemania e Inglaterra, acomodóse también la Curia romana a hacer una política a gusto de los españoles. España recompensó a la Iglesia romana principalmente, poniendo a su disposición la Compañía de Jesús, la nueva Orden de Ignacio de Loyola, fuerza impoluta, extraída de las energías religiosas y disciplinarias de España, tropa de asalto para la inminente contraofensiva de la Iglesia romana”.
Con esto no queremos decir que España fuese modelo intachable en la pureza de costumbres; los tipos de Tenorios, creados entonces, lo revelan; pero, desde luego, en ella había un sentido moral muy superior al de Italia y aun opuesto, como observa Picatoste. Nunca, entre nosotros, la prostitución se erigió en culto. “La literatura, las artes, estimulaban en Italia al sensualismo, teniendo casi exclusivamente este objeto; de tal modo, que aquellas artistas, aquellas poetisas, aquellas mujeres cuyo nombre ha conservado la Historia por su ilustración y que brillaban en los salones, en los palacios, en las academias, en las fiestas públicas y alguna vez en la política, eran, con raras excepciones, verdaderas cortesanas, mujeres del mundo, que salían del recinto de la familia para tomar parte en aquella vida pública tan licenciosa”.
En España sucedió lo contrario: se educaba la mujer con vistas a la vida de familia; de ahí que en nuestra patria las mujeres ilustres fueron modelo de virtud; verbigracia: la Latina, Luisa Sigea y doña Cecilia Morillas.
Por eso, sólo los españoles podían acusar públicamente por sus crímenes y lujurias a la sociedad romana. Los mismos escritores italianos se maravillaban de que los nuestros no penetrasen en aquella vida de disolución e ignominia. Poseían una moral mucho más levantada, y jamás rindieron culto a los vicios que privaban en la tierra que por las armas sojuzgaron. Los españoles eran tan celosos del honor, que hasta simples soldados se presentaron a sus jefes declarando haber dado muerte a infames viciosos, y pidiendo de ello, testimonio, aun cuando, como observa Picatoste, un tribunal les condenara. Los españoles se creían gente superior por su honradez y la conciencia que tenían de su misión católica.
3. El gesto español
España iba a la conquista de los ideales más estupendos en el orden cultural y religioso a través de luchas, de sacrificios y muertes, y objetivaba su espíritu en una literatura y un arte que reflejan el carácter agónico, atormentado y esperanzado al mismo tiempo, que ha puesto en la vida la idea cristiana, al hacer de ella superación de los instintos carnales. Buscaba la gloria, no como quiera, sino en la realización de una misión divina por la que debe darse a todos en comunión de bien y de verdad. Prefirió morir desangrándose militar y económicamente a arriar la bandera de la unidad católica que le hizo grande y heroica, manteniéndola esperanzada en larga lucha de siglos.
Cuando todos los demás pueblos volvían la espalda o cerraban los ojos a la clara luz que emanaba de la cátedra de la verdad y el magisterio de la fe, arrojándose ciegamente en brazos del paganismo embrutecedor, España, armada de fe y puesta la confianza en Dios, se lanzó a conquistar nuevos mundos para Cristo, hizo tremolar su bandera victoriosa por todos los confines del planeta, levantó un valladar inexpugnable a los nuevos bárbaros del Septentrión, hundió la soberbia del turco en las aguas de Lepanto, hizo resonar la palabra de Cristo en las más remotas gentilidades y sembró idealismo, virtud y religión en medio de una sociedad descreída, indiferente, entregada al lujo, la disipación y la orgía.
España bajo entonces sola a la arena, como dijo Menéndez y Pelayo, y en aquel duelo entre Cristo y Belial, ella, la gran amazona del Mediodía, se creyó el pueblo escogido de Dios para realizar la empresa más alta, que puede confiarse a un pueblo. “Cada español de entonces -dice Menéndez y Pelayo en sus Heterodoxos-, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar el sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres (nuestros viejos padres), que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía”.
En aquel grave momento histórico, cuando el paganismo antiguo parecía haber resucitado al soplo de las musas, de las artes y de las letras impregnadas de espíritu sensual y anticristiano; cuando la barbarie septentrional, representada en la Reforma, se atrevía a rasgar la túnica inconsútil de Cristo; cuando el galopar de los caballos de los turcos hollaba la santa tierra vivificada por la fe, y a los enemigos de la unidad católica les salían padrinos y favorecedores entre los mismos que se preciaban de reyes cristianísimos, España sola, hecha cruzada, teología, arte y santidad, se empeñó en dar al Renacimiento el sentido cristiano y católico que debía tener, promoviendo una reforma auténticamente tal, creando un teatro, una novela, una filosofía y una teología en que la cultura llegaba a ser expresión de los más altos ideales que pueden caber en cerebro y corazón humano, a ser el desiderátum de toda civilización con sentido humano, trascendente y divino: la cultura mística de que nos ha hablado Bergson en uno de sus últimos libros.
4. Humanismo español
Hubo renacimiento entonces en España, y hubo humanismo, como hubo reformadores y hubo clásicos, pero el Renacimiento, y el humanismo, y la Reforma se hicieron aquí a la manera española; es decir, con el sentido cristiano y católico que era ley de su historia.
El humanismo fue aquí verdaderamente tal: misericordia y caridad, moderación de la carne por el espíritu, de la naturaleza por la gracia; no sublimación y endiosamiento del placer y de la bestia humana, como hicieron los paganos, que, si por serlo merecen alguna disculpa, no la merecen por ser hombres y tener razón, y mucho menos la habían de merecer los nuevos paganizantes de la época que historiamos, que, sobre negar la razón, pretendían ignorar lo que la revelación y la gracia podían sobre la vieja cultura grecolatina.
Nuestro humanismo no fue vuelta a los viejos principios morales de griegos y latinos, superados ya definitivamente por su ineficacia para regenerar al hombre, sino afianzamiento en la fe recibida, apego a la tradición católica, entusiasmo por sus ideales de cultura y esfuerzo para poner al servicio de la idea cristiana las formas y valores clásicos de cuya conservación era el mundo deudor a la Iglesia.
Nuestro humanismo, al revés del que nos ofrecían los humanistas de Italia y Alemania, era preponderantemente religioso y católico. Su ideal es divino; el hombre no es la medida de las cosas, sino Dios, expresión de toda la verdad y de todo el bien, con independencia de los juicios de los hombres.
La igualdad y fraternidad que nosotros predicamos se basaba en la comunidad de fe, de origen y destino, y en la capacidad que a todos reconocíamos de salvarse y perfeccionarse, regenerados por la sangre de Cristo.
Este humanismo es el que predicaban nuestros misioneros, al que abría paso la espada de nuestros conquistadores, el que daba aliento a nuestros navegantes, arrojo a nuestros exploradores, eficacia a nuestras leyes, vida a nuestra literatura, valor a nuestra teología, carácter a toda nuestra cultura y temple a nuestras armas. Nuestra lucha armada, más que por ganar tierras, lo fue por ganar almas para Cristo.
Nuestros héroes y nuestros reyes llevaban la mira puesta en la difusión del ideal católico y en la misión civilizadora para que Dios les escogiera. “El principio, fin e intención suya -decía Isabel la Católica en su testamento- y del rey su marido de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la santa fe católica a los naturales”. Lo mismo decía Carlos V a don Pedro de Mendoza en 1534, encargándole llevara misioneros a cuyo parecer se atuviese, que tratase bien a los indios y procurarse su conversión, pues de lo contrario él no se creería obligado a guardarle la palabra.
Por la unidad física del planeta y por la unidad católica del mundo, España, lo mismo en Trento que en Otumba, en Filipinas que en Ingolstadt, en Mühlberg que en Lepanto, en Túnez que en San Quintín, dio lo mejor de su sangre y lo mejor de su espíritu. “Los pueblos hispánicos se hicieron en torno a una creencia religiosa”, ha dicho Maeztu.
El catolicismo español lleva implícito el deseo de cristianizar y reducir a unidad al mundo entero. Toda nuestra legislación está penetrada de este hondo sentido humano y teológico, y lo mismo la Reconquista, con la hazaña realizada en el siglo XV por los aragoneses a instancias del Papa Urbano V en tierras de Grecia, constituyendo un reino católico en Acaya y Morea, que se dilata hasta el siglo XV; que la colonización de América, la lucha contra el turco y la batalla contra los protestantes, se basa y fortalece con la misión de catolicidad que Dios nos ha confiado, tendiendo a hacer de todos los hombres, sin diferencias de razas ni de fronteras un solo rebaño y un solo pastor.
5. Clasicismo español
El camino que debió seguir el Renacimiento al pretender resucitar el ideal clásico, fue el de infundir en las formas antiguas, en ese arte humano insuperable, quizá, cuanto a la delicadeza de líneas, el espíritu y la idea cristiana, únicos capaces de dar vida a lo que para siempre la había perdido.
Pero esto no se supo o no se quiso hacer ni por el Renacimiento italiano ni por el alemán. Pagados unos y otros exclusivamente de la belleza de la forma, anhelosos de resucitar en su totalidad el ideal clásico de los antiguos, creyeron podría ofrecerse a las nuevas generaciones, educadas a los pechos de la Iglesia católica, tal como aparecía en los escritos y monumentos de la antigüedad que cada día iban saliendo a luz.
No cayeron en la cuenta de que ya no se vivía en tiempo de Pericles, ni siquiera de Augusto, y de que no en balde habían pasado más de catorce siglos, a través de los cuales la idea cristiana se había consustanciado con la vida y la cultura de Occidente, poniendo otros afanes y otros anhelos en individuos y colectividades, a los que no era posible traicionar sin negarse ipso facto a la realización del verdadero arte clásico.
Otro fue, empero el camino que siguió el Renacimiento español (quizá por esto alguien ha dicho que no lo hubo). España, pletórica entonces de energía y vitalidad, llena de ensueños y ocupada en legendarias empresas, tenía una fe por la que se creía capaz de todo. No desconocía la belleza y perfección del arte helénico, pero tampoco ignoraba que la idea en ese arte expresada era pobre y adolecía de defectos que la idea cristiana no tenía. Por eso busca las formas e imita el plasticismo griego, pero no trata de sorberles el espíritu creyéndole superior al cristiano de que ella vivía y por el que ella operaba.
“El alma española borboteaba entonces bríos y energías por las que todo el mundo estaba henchido de hechos y realidades tan hazañosas, que casi tocaba a las más desaforadas aspiraciones; estaba empapada en los sentimientos más hondos del Cristianismo, hasta el estoicismo en lo moral, la intransigencia en el dogma y el misticismo en el pensamiento. Tenía que ser el Renacimiento español, por consiguiente, de empuje personal y característico, realista y exagerado de tintas y sentimiento, espiritual y cristiano hasta el arrobo. mal cuadraba a la serena objetividad, la belleza superficial de la pura forma, notas distintivas del arte clásico, a un alma ensimismada en la lucha interior cristiana de vicios y virtudes y arrobada en la contemplación de la nada del hombre y del universo, de la inmensidad y eternidad de Dios y de la vida futura”. (1)
Los españoles hicimos así el arte más genuinamente clásico que haya hecho pueblo alguno moderno, precisamente porque supimos imitar a los griegos bebiendo el espíritu del clasicismo de las formas, pero sin renegar del espíritu propio que era menester infundir en ellas. Hicimos arte clásico pero con asuntos y creencias españolas como los griegos lo hicieron con las suyas. (…)
Por eso, el ideal estético del cristiano se levanta inconmensurablemente sobre el grecolatino. “Todo el ideal platónico y olímpico de Grecia -dice Cejador- es nada si se compara con el soberano ideal de nuestro Dios infinito y de su Iglesia y de la doctrina que Jesús trajo al mundo y con inmortalidad de las almas”. Y aunque Jesucristo no vino al mundo para enseñar arte u otra ciencia humana, todavía el Verbo Encarnado -como dice Menéndez y Pelayo-, “presentó en su persona y en la unión de sus dos naturalezas el prototipo más alto de la hermosura y el objeto más adecuado del amor, lazo entre los cielos y la tierra. Por él se vio magnificada, con singular excelencia la naturaleza humana, y habitó entre los hombres todo bien y belleza. (2).
Quien no sepa comprender esta ideal del que los españoles de los siglos XVI y XVII somos, quizá, los exponentes más altos, bien puede decirse que se ha cerrado a la inteligencia de los supremos valores. (…)
La gran diferencia entre el helenismo y el Cristianismo -creo lo dijo el mismo Renán- consiste en que el helenismo es natural y el cristianismo es sobrenatural. Las formas griegas son insuficientes para el corazón que aspira a lo infinito. “Un templo antiguo podrá ser de belleza más pura que una iglesia gótica; pero, ¿en qué consiste que pasamos horas enteras en éstas sin fatiga, y no podemos permanecer en aquel cinco minutos sin fastidiarnos?”. (…)
(1) J. CEJADOR. Historia de la literatura castellana. Tomo 1, página 360.
(2) MENÉNDEZ PELAYO Historia de las ideas estéticas, Tomo IX, capítulo I.
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