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84. Así vemos que durante todo este tiempo -que databa de Boecio- penetró la barbarie hasta la misma médula de los pueblos; sin que, al menos para España, se vislumbrase el libertador; hasta que por fin, al cabo de muchos siglos, en buena hora nació en Andalucía Antonio de Nebrija, quien -empapado en las letras y disciplinas que entonces en Italia florecían, como tras prolongada sed el caminante se sacia en una fuente- sostuvo guerra sin cuartel con aquellos bárbaros, mientras duró su vida. Y si sus enseñanzas no lograron desarraigar por completo estas inveteradas enfermedades, en gran parte, al menos, debilitó sus fuerzas.
Nebrija, orador insigne y lector incansable, fue el gran Aristarco de España: aunque su estilo trivial y descuidado delate la poca diligencia que puso en escribir la Historia del Rey Fernando; bien sea que, como dice Cicerón, sólo los grandes hombres pueden escribir historia, bien sea que, según se dice (yo no lo puedo negar) con Fernando del Pulgar, maestro en el habla española, se comportó como un vulgar imitador, siguiéndolo al pie de la letra.
85. Su igual Luis Vives, rara gloria de Valencia, gozó de reputación de notable declamador, profundo filósofo y grande sabio en toda materia. No le hubieran puesto lunares los entendidos en cuestiones de elocuencia, si del mismo modo que escribió impecablemente muchas cosas, no hubiera obscurecido la gracia de su expresión con cierta innata y connatural dureza y con la incorporación al latín de ciertos vocablos grecolatinos que inventó para emplear la lengua del Lacio.
En este asunto me parece que Luis Vives quiso contender con Porcio Latrón, para ver si éste lo superaba en el estilo grecolatino, o él lo vencía en el habla castellanolatina. Así, Asinio Polión dijo que Livio tenía cierto sabor a Patavinidad y que Porcio Latrón era muy elegante en su lengua, esto es, en la hispanolatina. Fatal fue siempre a nuestros hombres tener cierto acento extranjero y rudo, hasta el punto de que Francisco Filelfo encontraba cierta “Hispanidad” en aquel príncipe de la elocuencia, Fabio Quintiliano, flor de elegancia y talento.
86. Pero si nos paramos en minucias, no hallaremos un solo hombre, desde el principio del mundo, tan perfecto y libre de faltas, en quien no se encuentre algo que reprender. ¿Hubo entre los mortales, exceptuados Platón y Aristóteles, alguien a quien la inspiración arrebatase más lejos de la tierra y empinase más hacia lo alto, alguien que de manos de la naturaleza recibiese dones más abundantes que Marco Tulio? Da vergüenza, sin embargo, referir cuántos defectos de talento y vicios de naturaleza advirtieron en él, no sólo su familiar Bruto, sino también otros muchos contemporáneos.
Así pues, al afirmar yo que nuestros mayores unieron adecuadamente la variedad del asunto, la fluidez de la palabra y la inteligente elocuencia, quiero dejar sentada -si he de optar por alguno de los dos extremos- mi preferencia por una prudencia desaliñada en el lenguaje sobre una locuaz estulticia.
87. No sólo con Luis Vives puede gloriarse Valencia. Legiones de oradores y filósofos, desde hace veinte años, salen de allí para ahuyentar las sombras de la barbarie por todas las poblaciones de España.
88. Pasó por alto a Juan Gélida, el Aristóteles de nuestros tiempos, como le llama Luis Vives.
89. Con gran satisfacción mía rendiré tributo de admiración al caballero valentino Juan Honorato, adornado con todas las dotes necesarias para sobresalir en la república. Conocedor de las lenguas griega y latina, de las artes liberales y de la política, no sabríamos qué ponderar en el más, si el valor de su ciencia o su ecuanimidad y rectitud de costumbres. Por amor a las letras, casi niño ya recorría los más remotos pueblos y apartadas regiones, estudiando el carácter de las gentes, experiencia que le fue muy útil y ventajosa en la corte del rey Felipe de España. Por eso me sorprende el que, habiendo dado este hombre en la real casa tantas pruebas de ciencia y de virtud, no le haya encargado ya el Rey la educación de su hijo, el príncipe Carlos, del mismo modo que en otro tiempo el rey Felipe de Macedonia escogió a Aristóteles para preceptor de su hijo Alejandro, a quien había de imbuir las normas de la moral y los principios de la elocuencia.
90. Los antiguos reyes, mencionados en las historias griegas y latinas, confiaban la enseñanza de sus hijos, no a cualquier filósofo y declamador temible por su arrugado entrecejo o por ladrar frente al reloj durante el tiempo de la clase, sino a los hombres de fama más sobresalientes en todo el mundo. Pericles, que, por su sabiduría y elocuencia, por espacio de cuarenta años tuvo el mando en Atenas, fue discípulo de Anaxágoras de Clazomene; Critias y Alcibíades se formaron en la escuela de Sócrates; Platón, no sólo como maestro literario, sino como escultor de su espíritu, impulsó, instruyó y armó para la libertad de su patria a Dión Siracusano; Isócrates, a Timoteo, hijo del emperador Conón; Jenofonte, a Agesilao; Architas Tarentino, a Filolao, y al tebano Epaminondas, el pitagórico Lysias.
¿Quién no ve (y lo podría demostrar con muchos argumentos) que ningún capitán en la guerra y ningún rey en la paz han sido capaces de dar feliz y acertada solución a los grandes problemas de su mando sin el consejo y ayuda de las letras? Pensando en esto, muchos hombres de la antigüedad hacían vida de solitarios en el tranquilo retiro de la filosofía, y con el mismo enardecimiento que, en medio de las guerras, escuchaban a los filósofos, leían sus libros y meditaban sus preceptos. ¡Bello espectáculo el de los príncipes guerreros que defendían causas en el foro y disputaban con los filósofos en las escuelas!
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