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91. Consecuente con estos principios, el emperador Maximiliano, bisabuelo del príncipe Carlos, cuando pensó en buscar preceptor para su nieto, heredero del Imperio y de tantos reinos, designó a Adriano, escogido con singular cuidado entre muchos otros -repudiados o por haberse anticipado pretenciosamente en sus ofrecimientos, o porque, con capa de amistad, alardeaban de pericia en diversas artes-.
92. Esta prudente previsión de Maximiliano se repitió, no muchos años después, cuando el invicto emperador Carlos encomendó la educación del príncipe Felipe al excelente filósofo de aquel tiempo, el reverendo Juan Martínez Silíceo; aunque ahora no está España tan falta de hombres ilustres, que la sola Universidad Complutense no pueda suministrar por un solo Aristóteles, diez incomparables preceptores para el niño Carlos.
93. No sé qué comezón y ardiente deseo de volver nuevamente a los eruditos valencianos, ya hace rato que me quema, al considerar la identidad del caso inaudito y único de aquel varón de la estirpe real aragonesa -que, hace muchos años, abandonando su patria y el reino de sus abuelos, ingresó en la vida monacal- con el de Francisco de Borja, Duque de Gandía, que en nuestros tiempos, sin apego a su rico patrimonio e inflamado en amor divino, alistóse en la Compañía de religiosos llamada de Jesús. Un hombre ilustre, colmado de honores, lleno de riquezas y poderío, con hijos cariñosos, querido de los suyos, estimado de los extraños, que reniega de los placeres y sortea los escollos del mar embravecido del siglo, es tan evidente ejemplo de virtud y de amor, que me deja suspenso y atónito cuanto más lo considero; y no me atrevo a empequeñecerlo con la torpeza de mi pluma. En cambio, ¿quién me impedirá celebrar sus nobles y gloriosas empresas en pro de los estudios y de las artes? Edificó en Gandía -capital jurisdiccional de los Borjas- un célebre colegio y constituyó abundantes rentas para sufragar los salarios de los profesores, así como para la manutención de los religiosos de la Compañía de Jesús. Escribió además un libro acerca de la piedad y del conocimiento de sí mismo, digno, según mi criterio, por la celestial filosofía y divina inspiración que rebosa, de que nunca lo dejáramos de nuestras manos. Pues si Plinio, el autor de la Historia Natural, manda a los jóvenes a aprender al pie de la letra los Oficios de Cicerón, y los griegos, con la interpretación de Hesiodo suministraban a los niños los rudimentos de la elocuencia y las primeras normas de conducta, ¿por qué nosotros no hemos de tener a diario en nuestras manos unos comentarios de donde fluyen, llenas de gracia, la santidad y piedad religiosa?
94. No digo esto llevado de ningún afecto particular (escribo historia y no fábulas), sino admirado de que entre las sagradas letras también tenga su lugar la elocuencia, fruto, no de la práctica escolar ni del uso, sino de una mente caldeada por el fuego celestial, agitada por el furor divino, que a veces desata los torrentes de la facundia en los que jamás estudiaron a Cicerón o a Quintiliano.
Tal me parece Francisco de Borja y la mayor parte de aquellos que, más ejercitados en el espíritu que en las artes, escribieron sin ningún artificio, pero en cuyas producciones los buenos y agudos lectores encuentran algo más sublime y poderoso que el arte mismo.
95. Y hemos llegado ya a los tiempos en los que no es tan meritorio saber latín, como torpe, el ignorarlo. Este convencimiento, desde hace poco, pesa fuertemente, por providencia de Dios, sobre el ánimo de los españoles; y muchos nobles no creían haber conseguido la verdadera nobleza (que se fundamenta en la virtud y en el estudio) si no alcanzaban un grado de cultura superior a aquella que se les imbuyó en sus primeros años.
Esto fue lo que con divino el prudente consejo Juan, el serenísimo rey de Portugal -digno de ser nombrado antes que ninguno, por su honor y majestad- en honra de su pueblo y gloria de los estudios, llevó a cabo en Coímbra, añadiendo nuevos laureles a los que cada día consiguen en África sus armas victoriosas.
Allí construyó una Universidad e hizo venir, en ventajosísimas condiciones, a los profesores más afamados del mundo, con cuya fama y nombres sobresalientes atrajera, como a un suavísimo convite, o a un bien abastecido mercado, no sólo a los lusitanos, sino a los extranjeros de las más apartadas regiones.
Entre las muchas pruebas de la singular prudencia de este rey, me agrada principalmente una cosa, que también hizo Escévola: nadie que no se hubiera ejercitado algún tiempo antes en la Dialéctica podía ser admitido a las clases de Derecho Civil.
96. Buena ocasión es ésta de citar en mi discurso, entre otros muchos lusitanos, a Jerónimo Osorio, que escribió en prosa con artística y suave estructura del lenguaje los libros De Gloria y De Civili & Christiana nobilitate. Solamente por la peculiar cualidad de sus rítmicos periodos, podría competir sin desdoro con Lactancio, Cristóbal Longolio o cualquier otro ciceroniano. Utilizó, sin embargo, en demasía el método aristotélico, por lo que sus escritos, más que parar regalo de los oídos (que, a mi juicio, es su principal virtud), parecen estar hechos para el ejercicio de la inteligencia.
97. Lo sigue de cerca Bartolomé Pino (Portodomeo), quien, distante de él en la delicadeza de florido estilo, por su formación intelectual y artística y por la manera de comentar un difícil libro de Quintiliano, merece un puesto entre los aficionados a la elocuencia y la filosofía.
98. No tendría fin mi discurso si quisiera ir nombrando uno por uno todos los hombres doctos que van apareciendo cada día en España. La abundancia agobiaría al historiador; el pudor (que es lo más probable) cohibiría la libertad en alabar a los que aún viven, y la proclamación de su valer suscitaría la envidia de los demás. Escollos todos que se salvan con un prudente silencio.
99. Pero jamás estos prejuicios me harán desistir del propósito de consignar aquí como pregón eterno para la posteridad, la célebre e increíble gloria de la Universidad Complutense.
Me la figuro como el oráculo público de toda España: los laureados teólogos (que ni en número ni en sabiduría pospondré a los del resto de España -ya que, para evitar envidias no me atrevo a anteponerlos-) allí examinan el desenvolvimiento de la vida humana. De extremo a extremo podría llenarse España con los hombres sabios que cada año salen de allí, formados en sus laboratorios, repartidos como en sectas o familias. Y para compendiar el elogio de la Academia Complutense en una imagen evocadora y amena, diré con Marciano: allí cantan coronados de mirto los poetas; pulsan sus liras los músicos; disertan los oradores; dan vueltas a las esferas Platón y Arquímedes; arde Heráclito; está húmedo Tales; rodeado de átomos vuela Demócrito; compulsa los números celestiales, Pitágoras de Samos; busca. Aristóteles la Entelequia; conduce Zenón al viejo providente; parte con las diarias disputas que celebran los médicos complutenses, parte con la publicación de los doctísimos comentarios dignos de esculpirse, como en otro tiempo hizo Hipócrates en el templo de Esculapio, aquél y Galeno sacan la Medicina de la densísima noche en que hasta ahora estaba sumida. Con la misma felicidad que en las demás nobles artes, dio a luz esta Academia multitud de oradores.
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