Rumanos: una avalancha que no cesa
Decenas de miles de rumanos están fluyendo en tropel a nuestro país en los últimos meses. A finales del 2006, había 211.000 residentes de esta nacionalidad en España. Ahora, según cifras oficiales, son 505.000. Si se juntasen todos, formarían la segunda ciudad más poblada de Rumanía tras Bucarest, la capital. Las asociaciones de rumanos afirman que, en realidad, la comunidad es todavía más amplia. “El Gobierno lo oculta para no despertar el pánico y para tapar el efecto llamada. En todas las localidades que conocemos, el número real de rumanos es mayor al que las autoridades reconocen. Multiplicado por todo el territorio, calculamos que nuestra comunidad supera ya el millón de personas”, ilustra Daniel Ionita, presidente de la Asociación Rumana de Castellón.
Muchos de los que han inflado las estadísticas ya residían en España y salieron a la luz en Enero pasado, cuando Rumanía ingresó en la UE. Pero el grifo de entrada fluye sin cesar. Su caudal podría incrementarse en los próximos meses, ya que Italia -donde viven 241.000 rumanos, según la Comisión Europea; 342.200, según las autoridades italianas, y más de un millón, según se rumorea en Rumanía- empieza a convertirse en territorio vedado para los emigrantes de Europa del Este. El Gobierno de centroizquierda de Romano Prodi aprobó un decreto ley para poder expulsar a los ciudadanos comunitarios que la policía considere “sospechosos”. Una respuesta a la alarma social que provocó el asesinato de una mujer italiana por parte de un rumano con antecedentes. Y una argucia jurídica existente ya en España, desde 1999, en Alemania y en media UE.
Algunas voces evocaron un posible éxodo hacia nuestro país de rumanos gitanos, etnia del asesino. El trasvase no ha existido. Desde que la norma entró en vigor, hace un mes, el número de expulsiones rubricadas por este procedimiento en Italia ha sido famélico: 177. Sin embargo, la amplia repercusión de la medida ha creado un “efecto barrera” en el inconsciente colectivo de los rumanos. Antítesis del “efecto llamada” que se atribuye a la permisividad en materia de inmigración. “No me extrañaría que la afluencia de emigrantes a España creciese en los próximos meses. La gente cree que en Italia hay una caza al rumano. Pero todos conocen a alguien que ha vuelto de España en un coche nuevo o ha encontrado trabajo”, analiza Valentina Pop, periodista en el diario Cotidianul de Bucarest. En Rumanía, país que ha experimentado la diáspora del 10% de su población en la última década, hacen mella palabras como las del propio presidente del país, Traian Basescu, esta semana, durante su visita a España: “Gracias a Dios que ustedes no se han convertido en Italia”.
Basescu vino a España para pedir la anulación de la moratoria que impide la libre contratación de trabajadores rumanos y búlgaros en la mayoría de países comunitarios, entre ellos España, hasta 2009. Un impedimento que convierte a estos ciudadanos en europeos de segunda y que la mayoría de los inmigrantes ignora. Fue el mismo Traian Basescu quien avisó al presidente Rodríguez Zapatero de que la acumulación de miles de sus compatriotas sin derecho a trabajar puede convertirse en una “bomba de relojería” y en un trampolín de “tensión y violencia étnica”. El Gobierno español se ha limitado a constatar que “han llegado muchos más rumanos” de los que esperaba. En los mentideros diplomáticos se especula con una posible cancelación de la moratoria en 2008. Rumores que vuelan con inusitada rapidez hasta las provincias rurales de la Rumanía profunda, como Ialomita o Dâmbovita, que nutren el grueso de la hégira española.
Un trabajador rumano percibe de media entre 200 y 300 euros mensuales. En el año 2013, el Gobierno rumano estima que el salario medio alcanzará los 520 euros. Empiezan a darse casos de inmigrantes que han conseguido juntar dinero y vuelven a su país como pequeños empresarios. Pero el efecto boomerang es todavía ínfimo. El avión empieza a convertirse en la liana favorita con la que saltar a España, aunque el grueso de la inmigración sigue llegando a través del autobús. A cambio de 70 euros y dos días de espalda dolorida, es posible plantarse en la Estación Sur de autobuses de Madrid, donde cada cinco metros se yergue un anuncio publicitando en rumano la última oferta para viajar al país de los Cárpatos. Hace tres años, un billete en los autobuses-patera que hacían el recorrido ilegalmente costaba 380 euros.
En la última semana hubo al menos 33 autobuses que transportaron rumanos a Madrid. Unas mil personas, a entre 30 y 40 de mediapor vehículo, sin contar con los que se dirigen a Cataluña, Aragón, Levante o Castilla-La Mancha, regiones con mayor presencia de inmigrantes de esta comunidad. El efecto barrera italiano también se ha dejado notar en el tráfico rodado. En la oficina de Atlassib, una de las empresas rumanas que organiza viajes diarios, reconocen que muchos viajeros preguntan atemorizados si hay riesgo en atravesar el país transalpino. Esta firma tiene una conexión semanal Udine-Madrid que transporta rumanos entre España e Italia. Entre 10 y 15 por trayecto, esencialmente personas que visitan a familiares. En los autobuses sólo se habla del decreto italiano para la expulsión de inmigrantes.
Son las 19.13 horas del miércoles. El autocar verde de SaizTours encalla en el andén 60, con cuatro horas y media de retraso. La mayoría sale desorientada y entumecida del vehículo. A algunos los esperan familiares y amigos. Otros se abalanzan a las cabinas para llamar a contactos que, supuestamente, pueden proporcionarles casa o trabajo. Pocos reparan en los carteles que les avisan, en su lengua natal, de que no hagan caso de quienes se acerquen a ofrecerles un empleo a su llegada.
Cornel, Dorel y Civrar son tres rumanos de etnia gitana y andares circenses. No conocen a nadie y ni siquiera saben dónde dormirán. Llevan la ropa tan renegrida como la mirada. Han preferido España a Italia porque es un país “de tradición gitana”. Se plantan con sus tres bolsas en una esquina y se quedan mirando no se sabe qué. Nosesabequé llega sólo minutos más tarde, encarnado en otro rumano. Cornel le acompaña al piso de arriba y desaparece de escena. Instantes después, se oye gritar a una mujer en rumano: “¡Politia, politia!”. Ioana, de 50 años, que llegaba desde Bucarest junto a su marido para visitar a sus hijos, ambos con contrato de trabajo en España, ha visto cómo se llevaban su bolso en un descuido. Mientras presenta la denuncia, Andrei, su marido, relata encorajinado que el ladrón hizo el viaje con ellos desde Rumanía: “Eran cuatro gitanos de unos 22 años. Se pavoneaban de que venían a robar. Dijeron que actuaban en tiendas de chinos y estaciones. En una semana juntan entre 1.000 y 3.000 euros y luego vuelven. Las primeras víctimas hemos sido nosotros. Es esa escoria la que nos da mala fama. Tendrían que prohibirles la entrada a los gitanos”.
A pesar de las agudas tensiones raciales entre rumanos de origen gitano y caucásico, la desdicha del errante no entiende de razas. Cornel reaparece, con su sombrero de lana desmochado y su bigote de domador en paro, y muestra ufano un papel donde se lee “Valde-peña”, en referencia a Valdepeñas (Ciudad Real). Acaba de ser estafado. Ha pagado 50 euros, buena parte de su bolsa de viaje y la de sus infelices compadres. Le han dicho que al llegar, a la salida del autobús, alguien les dará alojamiento y trabajo.
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