PAISAJES TERESIANOS
He aquí que esta mañana me ha traído el correo un hermoso libro editado por La Lectura de Madrid: las Moradas de Teresa de Jesús. Y yo estoy en el pueblo donde murió Teresa. Un libro es el mejor amigo que puede tenerse en todas partes. Id de paseo con él, haceos acompañar por él siempre. No os hablará de caza, ni de rencillas locales, ni de amores anodinos. Poco á poco, apoderándose de vuestro espíritu, os dirá cosas nobles y bellas, os aislará de la llanura que aprieta y ahoga vuestro espíritu y os hará vivir de nuevo, emociones fuertes, perduraderas, encaramándoos al cielo, amplio y limpio, que se abraza con la llanura en un abrazo rabioso de posesión.
Y he salido con las Moradas de paseo. No es un libro este libro de la Santa andariega y simpática. Más que una lengua que escribe, es una pluma que habla. Es la charla de Teresa una plática, natural, sencilla, desprovista de retóricos artificios, espontánea, fluida, personalísima é incorrecta. Escribe como el agua salta por los regatos, con abandono y con gracia. No es una escritora en el sentido que tiene esta palabreja en los tiempos que corren; no es la Santa una literata profesional. La literatura supone artificio y el artificio ausencia de emoción. En Teresa no hay una frase pulida ni trabajada, ni una imagen de talco, ni una metáfora manoseada y añeja. La primera palabra que se le ocurre á Teresa es la palabra mejor, y el concepto más claro y transparente el mejor de los conceptos. Luego, el público de la Santa es de monjas sencillas y de mujeres humildes. La Santa lo sabe y aspira á ser comprendida antes que admirada.
Mientras medito en estas cosas, he salido ya del pueblo teresiano, asentado en un lecho de pizarra; á sus pies, el Tormes murmura lentamente su canción de quietud; las sierras de Béjar cortan, con una línea azul y larga, la monotonía del paisaje. La mole ingente del Castillo de los Duques, con su agrietada torre de homenaje, da sabor al pueblo de cosa rugosa y vieja. Y comienzan á voltear, presurosas y alegres, las campanas de las monjas. Hay en las campanas éstas la frescura de espíritu de la fundadora del convento; respiran alegría franca, misticismo sano, retozan, brincan, saltan aquellas notas en la placidez de la tarde con tal pureza de expresión, con tal donaire, con tan soberana gracia, que tengo para mí que Teresa habla por ellas, desde el campanario, á las almas muertas del pueblo, atadas por los afanes del vivir.
Abro, de nuevo, este peregrino libro de las Moradas. Es un libro pulcro, ligero, de exquisita limpieza tipográfica, elegante en su sencillez encantadora. Santa Teresa no hubiera editado sus libros de otra manera. Releo unos cuantos capítulos y torno á cerrarlo. ¿Para qué más? Me hablan de la Santa estos caminos hollados por ella; estos labriegos que dicen un castellano sonoro, castizo y denso; este convento de Santa Isabel, de monjas franciscanas, pobre y limpio, con los escudos ducales en sus muros, donde la Santa reposara después de su regreso de la fatigosa jornada de Peñarandilla. Me hablan de Teresa estas campanas, y el manso murmullo del río, y las piedras blancas de la Basílica, y estos frailecillos de capa blanca y de somprero negro que gozan, como yo, de la hermosura de la tarde.
¡Extraordinario espíritu el de aquella mujer singular, que, achacosa y enferma, organiza una milicia al servicio de Cristo, su esposo, sufre persecuciones por la reforma de su orden, escribe libros, sostiene activa correspondencia con sus protectores y deudos y detiene, con un rasgo de humildad ó de humorismo, el golpe certero de sus adversarios formidables! Cuando es débil Teresa contra los embates de fuera, se hace firme é inexpugnable en su castillo interior. He aquí la razón de la fuerza de la Santa y de su eternidad en el tiempo: su castillo interior. La soledad la hace grande, y el exceso de vida espiritual y de contemplación la empuja á la lucha externa. Las flores de su alma se convierten en frutos de bendición.
La acción en Teresa, como en el Santo de Asís, no es algo aparte del pensamiento, sino el pensamiento mismo, hecho carne y espíritu. El Reformador, el Héroe, el Santo, no sueñan la poesía; la trasladan en bloque á la vida, cantando himnos al sol, ganando batallas, reformando pueblos. No queriendo estos hombres retoñar en frutos de carne, se perpetúan en flores de espíritu. La fe enorme que les da fuerza, el amor que es el resorte íntimo de sus acciones, les hace padres de todos los pensamientos generosos, de todas las acciones grandes, de todos los propósitos buenos que despierten en nuestra alma al ponerla en contacto con la suya. Corazones prendidos en anhelos que valéis por cien corazones, almas de fuego que sentís en un minuto sólo una vida más rica y más intensa que mil almas en muchos años, corazón de acero de Teresa, alma de rosa de Juan de la Cruz, ¿por qué no tornáis á la tierra á inundarla de ideal y de amor?
Otra vez vuelvo á distraerme de mis pensamientos. Un aldeano, caballero en un hermoso bruto, lanza á los aires, con voz gangosa y desengañada, un cantar lento y monótono:
Alégrate corazón,
aunque sea por la tarde;
corazón que no se alegra
no viene de buena sangre...
Y el sol se oculta. Tiene la puesta del sol en mi Castilla una augusta majestad indescriptible. Se oculta el sol lentamente, como si gozara con el ritmo de su descenso, dejando huella de sangre en el llano. Las piedras, color de oro viejo, se tornan mates, perdiendo su brillo y su luz. El sol acaba de ocultarse y la campana de la parroquia ha dejado caer en el silencio de la vega unos tañidos profundos y tristes. Como á un conjuro, de la tierra surge un rumor de presentimiento, de fecundidad, de maternal alegría. He recogido mi libro y he vuelto al pueblo teresiano, pensando, con la Santa y con el cantar del aldeano caballero, que la alegría es un deber y que el pecado es triste y estéril.
JOSÉ SÁNCHEZ ROJAS (1912)
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