EL SEGUNDO CAMPOAMOR
(Azorín, 1913)
En Navia se va a levantar un monumento a don Ramón de Campoamor. Merecen un caluroso aplauso los vecinos y naturales de aquel hermoso pueblo asturiano que han tomado tan noble y culta iniciativa. Campoamor nació en Navia en 1817; en 1840, cuando el poeta tenía veintitrés años, publicó su primer libro de versos; se imprimió a expensas del Liceo Artístico y Literario. Una de las poesías de esa breve colección está dedicado a la patria del poeta. Sus primeros versos -si no recordamos mal- son estos:
Tú el primer canto de mi amor oíste;
al nacer, su saludo fue el primero;
tú mi primer vagido recogiste;
recogerás también, ¡ay! el postrero.
No murió Campoamor en Navia; el pueblo donde nació no pudo recoger, como el poeta deseaba, su postrer suspiro. Ahora Navia quiere conmemorar en mármol y bronce el amor que hacía aquel bello pedazo de tierra sintiera Campoamor; con ello no hace más que corresponder delicadamente al gran poeta.
La obra de Campoamor va siendo poco a poco estudiada; no hace mucho se ha publicado un volumen de Andrés González-Blanco dedicado al poeta. Si no tanta atención como la obra poética, algún interés ha de merecer en el estudio de Campoamor la labor filosófica realizada por nuestro autor. No podrá comprenderse bien, aparte de esto, a Campoamor poeta si no se examina y estudia al Campoamor filósofo. Comenzaremos por decir que a pocas figuras de nuestra historia literaria habrá de acercarse el crítico con más precauciones, con más escrúpulos que a la de Campoamor. Ningún espíritu contemporáneo más difícil y contradictorio que éste; ninguno que ponga más en peligro a un crítico de formular un juicio superficial o de incurrir en una injusticia, o de cometer una grosera inexactitud.
Ante todo, consideremos la idea corriente, generalizada, que hay sobre Campoamor. Campoamor -se dice- era un escéptico. Se toma aquí al escepticismo en el sentido de incredulidad, de pirronismo amable, irónico y eutrapélico. Pero el escepticismo, en su acepción verdadera -como es sabido- no significa sino examen atento y escrupuloso, disociación de ideas, crítica de prejuicios, sentimientos e instituciones, realzado todo para, a través del examen, inquirir la verdad y poder adoptar una actitud espiritual de acuerdo con lo que reputemos verdadero, exacto. ¿Cuánto tenía Campoamor de escéptico en el sentido corriente y cuánto de escéptico en el sentido filosófico?
El espíritu de nuestro poeta siguió a lo largo de la vida un camino ondulado. Arduo es sujetar a normas fijas un entendimiento como el de Campoamor. Leamos las Semblanzas de las Cortes reformadoras de 1845 y la Filosofía de las leyes, publicada en 1846. De esos dos libros se desprende que Campoamor es un analizador audaz, intrépido. Ante nada se detiene su humorismo y su examen libérrimo. Del segundo de estos libros dijo, la censura eclesiástica que está “saturado de errores filosóficos, políticos, morales y religiosos”; en el otro, en las “Semblanzas”, escribió Campoamor cosas que no podríamos reproducir en estas páginas.
Andando el tiempo, nuestro poeta publicó dos libros más de filosofía: El personalismo y Lo absoluto. El último de estos dos volúmenes dio lugar a polémicas apasionadas; contra él escribió un interesante folleto un malogrado ingenio: Julián Sánchez Ruano. En una de las notas a su folleto nos dice Ruano, hablando de los dos libros citados que, examinados atentamente, se ve que, "a pesar de sus variaciones, propende siempre su autor al materialismo y a la chocarrería y a la burla de lo más serio y grave de la filosofía”.
Dos afirmaciones capitales hay en este juicio de Sánchez Ruano: una, la de Campoamor materialista; otro, la de Campoamor haciendo objeto de burla y pasatiempo las cosas graves de la filosofía. En cuanto a la primera de las dos aseveraciones, se necesitaría, para comprobarla, un estudio muy largo y minucioso de las obras filosóficas de Campoamor (obras verdaderamente áridas y abstrusas); la segunda afirmación es más fácil de comprobar.
Campoamor, en efecto, es un humorista. Pero el fondo del humorismo en los grandes humoristas (un Carlyle, un Clarín, por ejemplo) lo constituye una preocupación, un ansia por algo ideal y trascendente. En la poesía de Campoamor encontramos, en efecto, ese fondo de idealidad; pero cuando penetramos por las páginas de sus trabajos filosóficos, nos sentimos desorientados. ¿Es éste -nos preguntamos- el mismo Campoamor de los versos? ¿Cómo quién ha escrito aquellos versos puede aquí adoptar esa singularísima actitud mental? En el folleto citado de Sánchez Ruano se indigna el escritor salmantino de la eutrapelia -digámoslo así- con que Campoamor habla de grandes pensadores y de gravísimas cuestiones filosóficas. “Si me dijesen -escribe-: tal autorcillo de supuesta filosofía trata de ignaro a Platón, de ridículo a Descartes, de impío a Bossuet, a Kant de vacío y a Proudhon de necio, no seré yo quien le califique”. Aludía Ruano a Campoamor en esas palabras, según se desprende de otras precedentes y de lo que luego añade. No crea el lector temerarias, infundadas, las imputaciones que en este pasaje de su opúsculo hace Ruano a Campoamor. El escritor salmantino tenía motivos para indignarse, porque nada menos que eso que él nos cuenta hacía Campoamor.
En 1883, público nuestro poeta, un libro de filosofía: El ideísmo. (Entre paréntesis: el ejemplar que poseemos lleva la siguiente dedicatoria, con la letra grande y femenina del poeta: Al más sabio de mis amigos, el señor don Francisco, Pi y Margall, su constante admirador, Campoamor). Pues en la segunda página de El ideísmo, Campoamor, hablando con Cánovas, le pregunta: “¿Le parece que a esta brillante juventud del Ateneo la debemos dejar que siga viviendo intelectualmente en compañía de esos sabios de temporada llamados Comte, Moleschot, Bernard, Buchner, Spencer y otros, dignos todos de que los despoje de la dictadura intelectual que ejercen la majestad del estilo del señor Cánovas, que sería mucho más eficaz que las burlas de mis veras y las veras de mis burlas?”
¿Qué hubiera dicho Sánchez Ruano de este pasaje? De él se deduce que Comte, Spencer y Claudio Bernard son sabios de temporada; que a un pensador se le puede quitar su prestigio con la majestad de un estilo; que esa majestad del estilo pudo emplearla Cánovas contra Spencer, Comte y Bernard; que el estilo de Cánovas era portentoso; que, en fin, si Cánovas hubiera querido, hubiera deshecho a esos pensadores extranjeros. (Otro paréntesis: Cánovas, que era un hombre culto, amigo de las especulaciones mentales, serio, no debió de agradecer a Campoamor esa tan enorme lisonja.)
La singular modalidad espiritual que acabamos de esbozar -nada más que esbozar- no era privativa de Campoamor. Diríase que de 1870 a 1890 ha dominado en la literatura en la política. Falta de seriedad, ligereza, despreocupación, ausencia de interés por los problemas del espíritu y por el movimiento intelectual europeo: esas son las características de ese período. Siguen siendo aun ésas; pero ya hay en la política y la literatura un núcleo de gentes que toman en serio la vida y el espectáculo del mundo.
Si Campoamor llevó hasta donde hemos visto su ligereza, no le fue en zaga don Juan Valera. Causa asombro leer, por ejemplo, lo que Valera dice de Nietzsche y su filosofía en su crítica de un libro de Pompeyo Gener, y más que asombro, tristeza, lo que se le ocurre, en el prólogo de su Florilegio de poesías castellanas, acerca de las doctrinas evolucionistas. Prevenimos al lector de que no se trata -conviene repetirlo- de que, tanto en el caso de Campoamor como en el de Valera, se haga oposición a una tendencia o a un pensador, sino de que, representando esa tendencia o ese pensador un Estado serio, sólido, del pensamiento, reconocido así en el mundo intelectual, se los tome a broma y si les haga motivo de chanza y desdén.
Cuando dos de los más grandes y prestigiosos cerebros de la España contemporánea se producían de ese modo ante las nuevas generaciones, ¿cómo esas generaciones no habían de encontrarse desorientados y habían de hacer esfuerzos para encontrar su camino y disipar su energía en vanas, infructuosas tentativas? “Escritos de tal índole ¿pueden servir nunca de provechoso modelo a la juventud universitaria?”, preguntaba Sánchez Ruano refiriéndose a los libros filosóficos de Campoamor. Ni a la universitaria ni a ninguna.
Pero éste es el segundo Campoamor, el Campoamor que debiera haber aprendido en la seriedad, la sinceridad y la escrupulosidad del “más sabio de sus amigos”, cómo él llamaba a Pi y Margall. El primer Campoamor es el poeta, delicado, generoso, innovador, progresivo, odiador de prejuicios y de rutinas. A este Campoamor debemos quererle y respetarle todos. Al Campoamor que cantaba al río Navia y deseaba expirar en sus márgenes van a elevarle sus paisanos un monumento. Merecen esos nobles asturianos un caluroso aplauso.
AZORÍN
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