RAMÓN DE CAMPOAMOR, INICIADOR DE UNA MANERA POÉTICA
...juntó su candor de niño
con su experiencia de anciano...
(Rubén Darío)
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...poesía filosófica o pseudo-filosófica, que la mayor parte de las veces es lógica rimada... (Angel del Río)
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¿Cabe, hoy, a estas alturas, intentar una objetiva estimación, desde el ángulo de nuestras actitudes estéticas, de este poeta Ramón de Campoamor, popularísimo en su tiempo, con adeptos todavía hoy, cuya figura venerable perpetuada en piedra, entre umbríos verdores, puede verse en el Retiro de Madrid?
Un poco de calma; pese a que hemos sido, unos y otros, formados en un clima de anatema para con su obra poética, hijos de directrices en absoluto diversas; sustancialmente en las derivaciones de la brecha del Romanticismo, movimiento contra el que precisamente él se alzaba, acabándose el siglo XIX, el asturiano Ramón de Campoamor (1817-1901), del partido moderado, gobernador civil, diputado: son los tiempos de Romero Robledo. Su actitud antirromántica pudiera cifrarse en estas palabras suyas, declaración de principios contenida en su «Poética»: «...en lugar del arte por la emoción y la forma, el arte por la idea...». Un poco de calma.
Recordemos que al hablar de poesía romántica, en los fines del siglo XIX, en España, es menester recordar dos posiciones; dos caminos: el que representan Zorrilla y Núñez de Arce (retoricismo, sonoros temas históricos, religiosos, etcétera...) y el que siguen los entrañables nombres de Bécquer o Carolina Coronado (intimismo, autenticidad sentimental; sencillez formal: no «poesía magnífica y sonora” sino —son palabras de Gustavo Adolfo Bécquer—: ...«natural, breve, seca, que brota del alma...»).
Recordemos que, en la época que estamos contemplando, después de los ensueños románticos, se opta por la realidad («...un peu de realité...») en todos los géneros literarios; de nuevo la razón pugna por sus fueros, indagando en lo real, en disconformidad con las subjetivas confidencias sin límites y los paisajes «orientales»: se trata de un hecho. En España se manifiesta la oposición a lo romántico y sus continuaciones mediante dos actitudes poéticas, realistas ambas: una que para simbolizarla, sin entrar en detalles, sería —entre otros— la de Gabriel y Galán (el campo, la tierra, los blancos amores, el canto de la pequeña realidad entrañable del terruño — Cáceres, Salamanca...); la otra, con más empaque, con voluntad de «filosofar»—entre el escepticismo y la ironía, con ayuda de la experiencia— sobre las tristes y sabidas cosas de! mundo; el iniciador de esta manera poética, sin arraigos anteriores, que sepamos, en la historia de nuestra poesía, es sin duda alguna, Ramón de Campoamor, creador también de las tres nomenclaturas que a todos nos enseñaron, un día lejano, en la escuela: «Humoradas» («...¿qué es humorada? Un rasgo Intencionado...»), «Doloras» (...«¿Y dolora? Una humorada convertida en drama...») y «Pequeños poemas» (...«¿Y un pequeño poema? Una dolora amplificada...»); las definiciones, del propio Campoamor, la verdad sea dicha, no nos proporcionan luz alguna sobre esos pretendidos «géneros»; para aclarar su textura diríamos que la «Humorada» es breve, mucho más que la «Dolora» y —sobre todo—- el «Pequeño poema» que ya tienen, para decirlo de algún modo, «argumento» —con cabida para narración y diálogo; la «Humorada» tiende, por ser más apropiada para ello, a la expresión de pequeñas reflexiones, pensamientos— la verdad, de no muy altos vuelos:
Hay quien es, aunque alegra y casquivana,
por cálculo más casta que Diana.
O la sabiduría que la experiencia proporciona, en este serventesio:
Que no pidas, Manuela, te suplico,
a mi edad madrigales ni consejos,
porque sé que detrás del abanico
os burláis las mujeres de los viejos.
¿Una muestra de «Dolora»?:
Esas flores con que ufana
tu frente se diviniza,
ya verás
cual son ceniza mañana,
—¿Nada más son que ceniza?
—Nada más.
«Pequeños poemas» son el conocidísimo «¡Quién supiera escribir!» («Escribidme una carta, señor cura...»), «El gaitero de Gijón», y «El tren expreso», que nuestros padres, y los suyos, se sabían de memoria, con aquel arranque del canto primero (La noche) que bien pudiera ser un ejemplo de lo que precisamente no es la poesía:
...Habiéndome robado el albedrío
un amor tan infausto como mío,
ya recobrada la inquietud y el seso,
volvía de París en tren expreso.
Y cuando estaba ajeno de cuidado,
como un pobre viajero fatigado,
para pasar bien cómoda la noche,
muellemente acostado,
al arrancar el tren subió a mi coche,
seguida de una anciana,
una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana...
Cualquier examen a que la obra poética de Ramón Campoamor se someta, será, con nuestra mentalidad, de negativos resultados; ninguna emoción, ningún misterio asoman por unos versos como los suyos, escritos con voluntad de casera «filosofía» de lo diario; los tratados, los manuales, los textos literarios, las antologías se despachan duramente con Ramón de Campoamor. Pero es evidente que habrá que ahondar en el hecho de su amplísima popularidad en la época, que no justificaría solamente sus momentos de ingenio; que es el creador, en su tiempo, de una manera personal, sin continuadores de calidad; y qué tiene un extraordinario interés su «Poética»; lo que ocurre es que de sus ideas sobre la obra literaria y su devoto amor por la expresión poética no derivaron resultados positivos al pasar de la teoría a la práctica.
Campoamor, pues, denostado, popular en su tiempo, acusado de prosaísmo hasta la fecha —y creemos que para siempre—, es una figura que requiere revisión —magistralmente iniciada por Vicente Gaos— en su «La Poética de Campoamor», libro equilibrado y clarísimo que abre fecundos caminos para el asedio de la figura del autor de «El tren expreso», en la actualidad, sin más interés que el que pueda causar esa búsqueda de las vertientes positivas que, pese a que las tiene, no creo puedan llegar a causar nuestra admiración por su poesía, alejada del todo de nuestra sensibilidad.
José CRUSET (1970)
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