EL RÉGIMEN POLÍTICO “LIBERAL” DE LIBERTADES DEL PUEBLO Y EL DEL “LIBERALISMO” IDEOLÓGICO (ABC, 12 de Mayo de 1976)
Por Juan Vallet de Goytisolo
Hemos atisbado, en un artículo anterior, la contraposición entre el sistema político realmente liberal, defensor de las libertades civiles y políticas de la persona y de los cuerpos sociales frente al poder soberano, que ad exemplum vimos expresado por el jurista gerundense del siglo XV Tomás Mieres, y el sistema político liberalista dimanante de la ideología del liberalismo. Esbozamos allí una comparación entre los dispares e incluso contrapuestos puntos de partida, teológicos y filosóficos, de los que arrancan una y otra concepción. Pero su debida comparación requiere, más especialmente, que confrontemos sus resultados referentes, de modo específico, al ámbito de la libertad.
Debemos recordar precisamente al efecto las formulaciones de filosofía política que han tratado de explicar, desde su raíz, uno y otro sistema: el pacto político de Francesch Eiximenis y el contrato social de Hobbes y Rousseau:
- El primero insertado en el orden natural; el segundo cancelándolo y sustituyéndolo por un civil estatuido.
- Aquél convenido por las familias de un país dado; éste, por los individuos aislados y abstractos.
- El del franciscano gerundense conservando las casas su originaria libertad; los del inglés y el del ginebrino implicando la total alienación de todos los derechos de los individuos, sobre su persona y bienes, en el Estado.
El primer sistema parte del reconocimiento de un orden natural y divino y determina, en el ámbito social, unas esferas de libertad civil de la persona, de las familias, de los gremios, de los municipios, etc., con sus correlativas libertades políticas, y origina, a este respecto, la legítima autonomía de cada esfera en un sistema de subsidiariedad y un régimen pactista institucionalizado en las Cortes.
El segundo, parte de que cada individuo es naturalmente libre y de que su libertad subjetiva no está sometida a moldes objetivos trascendentes; por lo cual el hombre es el constructor del mundo. Pero así el individuo termina por quedar totalmente sujeto al Estado, que, representándoles a todos, subsume esta función constructora y así se convierte en el nuevo demiurgo.
Conviene precisar algunas de estas dispares características.
El principio de subsidiariedad ha sido definido y proclamado modernamente por Pío IX, en Quadragesimo anno, y reiterado por Juan XXIII en Mater et Magistra, como aquel «gravísimo principio inamovible e inmutable» en virtud del cual, así como «no se puede encomendar a la comunidad impidiendo a los individuos que efectúen lo que con su propio esfuerzo e industria pueden realizar», así «tampoco es justo, y constituye un grave perjuicio la perturbación del recto orden social, impedir que las comunidades menores o inferiores realicen lo que ellas mismas puedan hacer y encomendárselo a una sociedad mayor y más elevada, pues cualquier acción social, según la propia fuerza de su naturaleza, debe ayudar a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos ni absorberlos».
A este principio obedece el respeto a la libertad civil que reconoce al individuo y a la familia su propia autonomía en orden a sus bienes y a su previsión, incluso en orden sucesorio, y el respeto a la libertad política de cada cuerpo en su participación a la tarea común para la consecución de un mayor bien.
La propia esfera, determinada así objetivamente, es intocable por las comunidades mayores y, en definitiva, por el Estado. Y esa participación común vino a ser regulada por el sistema pactista.
Precisamente en el primer trimestre de este año, en el pleno de numerarios de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, dedicamos varias sesiones a este apasionante tema. Lo suscité mostrando su génesis en el pactisme catalán, que tuvo su formulación filosófica en el pacto político explicado por Eiximenis, que fue políticamente consagrado al máximo grado en el Compromiso de Caspe, que anteriormente había tenido su cauce en las leyes paccionadas conforme una constitución de Pedro el Grande en 1283 y, más tarde, tuvo sus expositores jurídicos en los catalanes Callís, Mieres y Marquilles y en el valenciano Belluga. El profesor García Gallo mostró cómo también este pactismo se desarrolló, algo después, en Castilla y en el ámbito imperial hispánico, hasta fenecer después de las Cortes de Cádiz, en las cuales luchó con la nueva concepción con la nueva concepción rousseauniana. Aún tuvo después, en el siglo pasado, algunos atisbos, según precisó en su intervención el profesor Sánchez Agesta.
El Rey, representando lo que hoy es el Estado, y el pueblo, a través de sus órganos naturales, convenían en las Cortes la participación social en el bien común y pactaban las leyes a dicho fin precisas, que nunca podían contrariar el derecho natural ni el divino, pues en ese caso no serían leyes y no valdrían, aunque el Rey y las Cortes en pleno las hubieran aprobado, según repetía constantemente el citado Mieres.
Partiendo de la existencia de un orden jurídico trascendente, que debía leerse en la realidad, el derecho no era un producto del Estado. No se imponía ratione Imperii, sino imperium rationis. Su hallazgo correspondía a los jurisprudentes, y la misión del poder era respetarlo y hacerlo respetar. Así, el Derecho romano, el canónico y las costumbres constituían el fondo jurídico en el cual, para su precisión, se engarzaban dichas leyes paccionadas.
En cambio, el liberalismo ideológico, tras liberar al individuo de su sumisión a un orden natural y divino, le despojó de las barreras naturales que protegían su ámbito civil, pues al considerarlo sin vínculos sociales naturales le dejó aislado frente a un Estado omnipotente.
La pretensión de que participe en la cumbre de la soberanía eligiendo a los gobernantes, le somete a éstos una vez los ha elegido, incluso en el ámbito que antes era de su competencia personal o de la comunitaria de su propio cuerpo social. Al liberarse de su sumisión a verdades objetivas queda obligado a soportar las consecuencias políticas y sociales de la ideología dominante, votada por la mayoría. Así, el gobernante puede invadir lo que antes era la esfera del individuo, destruir y suplantar los cuerpos sociales en los que éste se halla integrado y manipularlo mecánicamente en un sistema socialista o tecnocrático hasta reducirlo a átomo de una masa o multitud amorfa de los administrados, movidos por la propaganda. Esta «libertad», a la que paradójicamente nos ha llevado el liberalismo ideológico, consistente finalmente en que recibamos del Estado la ración de bienestar que éste nos otorgue.
Ahí vemos contrapuestos el sistema político liberal de las libertades del pueblo y el del liberalismo, que políticamente termina con aquéllas en aras de una pretendida libertad ideológica, pues permite al poder político la construcción de un orden artificial, mecanizado, para lo cual manipula una masa amorfa de individuos que ideológicamente se creen libres aunque su pensamiento sólo sea producto del pasto intelectual proporcionado por los mass media.
Pueblo y masa: he aquí el specimen social resultante de uno y otro tipo de libertad que Pío XII definía en su radiomensaje del 24 de diciembre de 1944:
«Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, masa, son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales -en su propio puesto y según su manera propia- es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones…»
Y continúa: «En un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su propia libertad unidad al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de este nombre todas las desigualdades derivadas no del capricho, sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social -sin perjuicio, naturalmente, de la justicia y de la mutua caridad-, no son en realidad obstáculo alguno para que exista y predomine un auténtico espíritu de comunidad y fraternidad. Más aún: esas desigualdades naturales, lejos de menoscabar en modo alguno la igualdad civil, confieren a ésta su legítimo significado; esto es, que frente al Estado cada ciudadano tiene el derecho de vivir honradamente su propia vida personal en el puesto y en las condiciones en que los designios y las disposiciones de la Providencia le ha colocado.»
Fuente: HEMEROTECA ABC
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