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Tema: Pactos y libertades tradicionales Vs. Contrato social y libertad revolucionarias

  1. #1
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    Pactos y libertades tradicionales Vs. Contrato social y libertad revolucionarias

    SIGNIFICADOS DE LAS PALABRAS: “LIBERAL” Y “LIBERALISMO” (ABC, 24 de Abril de 1976)

    Por Juan Vallet de Goytisolo


    Giambattista Vico, en los comienzos de los años mil setecientos, señalaba en su Scienza nuova que, para el progreso del mundo civil, el hombre debía avanzar en el conocimiento del «verum» y del «certum»; y para ello, respectivamente, profundizar en la filosofía y depurar con la filología el significado de las palabras.

    Pensábamos en esto al comprobar cuán necesaria es la precisión en el uso de las palabras para poder razonar correctamente, y en la imposibilidad de entendernos si las empleamos en diverso sentido. De ahí viene en gran parte la actual confusión que sufrimos y que hoy el marxismo tácticamente acentúa, dotando algunos términos de un significado peyorativo que sólo n parte corresponde a su contenido, pero que es generalizado no sólo hasta abarcarlo totalmente, sino incluso extendiéndolo más al ampliar, a su vez, el ámbito de la palabra así implicada. Recordemos algunas: capitalismo, colonialismo, imperialismo…

    Pero no todas las deformaciones son obra del marxismo, ni todas las imprecisiones se han producido conscientemente. Las hay producidas únicamente por falta de un debida depuración de los vocablos.

    No hace mucho concluíamos un estudio, aún inédito, en torno de un jurista gerundense de la primera mitad del siglo XV, Tomás Mieres, calificado por algún historiador moderno como jurista liberal. Al finalizar nuestro análisis pudimos concluir que ciertamente Mieres fue liberal en el sentido de defensor de las justas libertades, tanto individuales, así en el caso de los remensas, como de los órganos sociales del país. Decimos de las justas libertades para advertir que nunca lo fue de sus abusos y corruptelas que fustigó severamente.

    Pero no fue liberal en el sentido más moderno de aceptar toda clase de opiniones. Muy al contrario, siempre trató de distinguir la verdad y el error, «iustitia est veritatis», pues, para él, el derecho no es un producto de la voluntad, sino que la «bona rahó» debía hallarlo allí donde está insito, en el orden de la naturaleza y dimanante por juicio prudencial de la publicam utilitatem. Tal como dos siglos antes habían mostrado Santo Tomás de Aquino y San Raimundo de Peñafort.

    Evidentemente hoy la esencia del liberalismo consiste en rechazar la lógica de los dos valores -verdad y error- y aceptar la de tres -tesis, antítesis, síntesis-; y en ese sentido, Mieres no fue liberal, pues no buscó soluciones de compromiso, sino de justicia, tomando como criterios básicos para hallarlas el derecho divino y el natural.

    E igualmente Mieres fue antiliberal si la esencia del liberalismo radica en no admitir la sumisión de nuestras opiniones subjetivas a criterios trascendentes y permanentes, y, en cambio, en estimar como solución de compromiso el recurso a la opinión expresada de modo mayoritario, elevada a ley por los parlamentos cuando se trata de una cuestión jurídica; y en considerarla inapelable cuando representa la voluntad de la nación, del príncipe o del pueblo. Con ello circunscribe el concepto de derecho al positivamente impuesto por tal voluntad. Para Mieres, por el contrario, la verdad y la justicia se basan en unos criterios objetivos y trascendentes, superiores a la voluntad del príncipe, de las Cortes en pleno e incluso a la de todo el pueblo; y así negaba la categoría de derecho a las normas positivas que resultaban irracionales, es decir, que fuesen contrarias al derecho divino y al natural.

    Esto nos invita a recurrir al Diccionario de la Real Academia Española para ver si en él resulta recogida esa diversidad de significados.

    La palabra liberal se emplea como adjetivo que califica a quien «obra con liberalidad»; a «la cosa hecha con ella»; a quien está «expedito, pronto para ejecutar cualquier cosa»; a quien «profesa doctrinas favorables a la libertad política de los Estados».

    Y el término liberalismo significa: «el orden de ideas que profesan los partidarios del sistema liberal»; el «partido o comunión política que entre sí forman», y el «sistema político-religioso que proclama la absoluta independencia del Estado en sus organizaciones y funciones de todas la religiones positivas».

    Notemos que el último significado expuesto de la palabra «liberal» puede concordar con cualquiera de los sentidos que hemos contrapuesto al comentar la posición de Tomás Mieres:

    «La libertad política consistente en el respeto de las respectivas esferas de competencia del individuo, la familia, el gremio, el municipio, el alodio, y de sus representaciones en las Cortes; todo dentro de un orden justo, concorde con el derecho divino y el natural.»

    «O bien, libertad política implicante de la exclusión de todo orden trascendente y en el cual la idéntica respetabilidad de todas las ideas, por absurdas que parezcan y por disolventes que resulten, sólo puede resolverse por convenio o por determinación mayoritaria.»

    Este segundo criterio es el del liberalismo, caracterizado por estimar -según precisó la E. Libertas praestantissimum- que «la voluntad puede separarse de la obediencia debida a Dios o de la obediencia debida a los que participan de la autoridad divina». Como León XIII expuso, puede presentar gran diversidad de formas y grados, de los cuales los dos grados más elevados son:

    1.º El que rechaza por completo la suprema autoridad de Dios, tanto en la vida pública como en la privada, tanto en el orden natural como en el revelado.

    2.º El que, aun reconociendo «la necesidad de someterse a Dios creador y señor del mundo y gobernador providente de la Naturaleza» (orden natural), en cambio rechaza «las normas del dogma y de moral que superando la Naturaleza son comunicadas por el mismo Dios» (orden revelado).

    Estimando, pues, como negación ya sea del orden revelado o bien del natural ínsito por Dios en su obra creadora, ¿se comprende que el canónigo de Vic, Sardá y Salvany, afirmara, ya desde el título de su obra, que «El liberalismo es pecado»?

    Filosóficamente el quid del liberalismo radica en la negación del orden natural o de su inteligibilidad y, consecuentemente, presupone un idealismo subjetivista que con Kant impuso el giro copernicano en virtud del cual nuestras ideas, en lugar de adecuarse al orden de las cosas, pretenden establecerlo a su guisa. Fichte fue más allá: haciendo del «yo» una voluntad que crea el mundo del sentido y del entendimiento, como sustitutivo de una realidad que de otra manera estimó que resultaría ininteligible y que, por ello, remodela dotándola de más y más inteligibilidad; constituyendo así, como resultado del acuerdo entre los productores de las voluntades individuales: la Una Eterna Voluntad Infinita que crea el mundo en nuestras mentes y por nuestras mentes.

    Ya no es el conocimiento del mundo, sino acción de la voluntad de adecuarlo a nuestras ideas lo que se pretende. Y en el forcejeo de las ideas de cada cual y de la voluntad de cada uno por imponer la suya no cabe, en los cánones del liberalismo, otro recurso que la voluntad de la mayoría.

    Así, en lugar del orden de la naturaleza, lo que delimita nuestra libertad es la voluntad mayoritariamente aceptada.

    Las libertades políticas clásicas o tradicionales defendían la persona y los cuerpos sociales de las intromisiones del poder soberano en su orden privativo.

    El liberalismo, que libera al individuo de todo orden trascendente y que concede a sus opiniones, por aberrantes que sean, igual valor que las mejor fundadas, en cambio le somete totalmente, a él y a los cuerpos sociales, al poder soberano de la mayoría. Sin más salvedad que los denominados derechos del hombre, que tan pronto se invocan a favor de los oprimidos como de los terroristas, según soplen los vientos de la opinión pública.

    Vemos, pues, dos conceptos contrapuestos de la libertad política, calificada como liberal, y que son esencialmente incompatibles entre sí.

    Sin embargo, posiblemente podríamos distinguirlos semánticamente si calificáramos de liberal el expresivo de las libertades políticas clásicas y de liberalista el dimanante del liberalismo ideológico.

    La comparación de ambos creemos que merece otro artículo.



    Fuente: HEMEROTECA ABC
    Hyeronimus dio el Víctor.

  2. #2
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    Re: Pactos y libertades tradicionales Vs. Contrato social y libertad revolucionarias

    EL RÉGIMEN POLÍTICO “LIBERAL” DE LIBERTADES DEL PUEBLO Y EL DEL “LIBERALISMO” IDEOLÓGICO (ABC, 12 de Mayo de 1976)

    Por Juan Vallet de Goytisolo



    Hemos atisbado, en un artículo anterior, la contraposición entre el sistema político realmente liberal, defensor de las libertades civiles y políticas de la persona y de los cuerpos sociales frente al poder soberano, que ad exemplum vimos expresado por el jurista gerundense del siglo XV Tomás Mieres, y el sistema político liberalista dimanante de la ideología del liberalismo. Esbozamos allí una comparación entre los dispares e incluso contrapuestos puntos de partida, teológicos y filosóficos, de los que arrancan una y otra concepción. Pero su debida comparación requiere, más especialmente, que confrontemos sus resultados referentes, de modo específico, al ámbito de la libertad.

    Debemos recordar precisamente al efecto las formulaciones de filosofía política que han tratado de explicar, desde su raíz, uno y otro sistema: el pacto político de Francesch Eiximenis y el contrato social de Hobbes y Rousseau:

    - El primero insertado en el orden natural; el segundo cancelándolo y sustituyéndolo por un civil estatuido.

    - Aquél convenido por las familias de un país dado; éste, por los individuos aislados y abstractos.

    - El del franciscano gerundense conservando las casas su originaria libertad; los del inglés y el del ginebrino implicando la total alienación de todos los derechos de los individuos, sobre su persona y bienes, en el Estado.

    El primer sistema parte del reconocimiento de un orden natural y divino y determina, en el ámbito social, unas esferas de libertad civil de la persona, de las familias, de los gremios, de los municipios, etc., con sus correlativas libertades políticas, y origina, a este respecto, la legítima autonomía de cada esfera en un sistema de subsidiariedad y un régimen pactista institucionalizado en las Cortes.

    El segundo, parte de que cada individuo es naturalmente libre y de que su libertad subjetiva no está sometida a moldes objetivos trascendentes; por lo cual el hombre es el constructor del mundo. Pero así el individuo termina por quedar totalmente sujeto al Estado, que, representándoles a todos, subsume esta función constructora y así se convierte en el nuevo demiurgo.

    Conviene precisar algunas de estas dispares características.

    El principio de subsidiariedad ha sido definido y proclamado modernamente por Pío IX, en Quadragesimo anno, y reiterado por Juan XXIII en Mater et Magistra, como aquel «gravísimo principio inamovible e inmutable» en virtud del cual, así como «no se puede encomendar a la comunidad impidiendo a los individuos que efectúen lo que con su propio esfuerzo e industria pueden realizar», así «tampoco es justo, y constituye un grave perjuicio la perturbación del recto orden social, impedir que las comunidades menores o inferiores realicen lo que ellas mismas puedan hacer y encomendárselo a una sociedad mayor y más elevada, pues cualquier acción social, según la propia fuerza de su naturaleza, debe ayudar a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos ni absorberlos».

    A este principio obedece el respeto a la libertad civil que reconoce al individuo y a la familia su propia autonomía en orden a sus bienes y a su previsión, incluso en orden sucesorio, y el respeto a la libertad política de cada cuerpo en su participación a la tarea común para la consecución de un mayor bien.

    La propia esfera, determinada así objetivamente, es intocable por las comunidades mayores y, en definitiva, por el Estado. Y esa participación común vino a ser regulada por el sistema pactista.

    Precisamente en el primer trimestre de este año, en el pleno de numerarios de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, dedicamos varias sesiones a este apasionante tema. Lo suscité mostrando su génesis en el pactisme catalán, que tuvo su formulación filosófica en el pacto político explicado por Eiximenis, que fue políticamente consagrado al máximo grado en el Compromiso de Caspe, que anteriormente había tenido su cauce en las leyes paccionadas conforme una constitución de Pedro el Grande en 1283 y, más tarde, tuvo sus expositores jurídicos en los catalanes Callís, Mieres y Marquilles y en el valenciano Belluga. El profesor García Gallo mostró cómo también este pactismo se desarrolló, algo después, en Castilla y en el ámbito imperial hispánico, hasta fenecer después de las Cortes de Cádiz, en las cuales luchó con la nueva concepción con la nueva concepción rousseauniana. Aún tuvo después, en el siglo pasado, algunos atisbos, según precisó en su intervención el profesor Sánchez Agesta.

    El Rey, representando lo que hoy es el Estado, y el pueblo, a través de sus órganos naturales, convenían en las Cortes la participación social en el bien común y pactaban las leyes a dicho fin precisas, que nunca podían contrariar el derecho natural ni el divino, pues en ese caso no serían leyes y no valdrían, aunque el Rey y las Cortes en pleno las hubieran aprobado, según repetía constantemente el citado Mieres.

    Partiendo de la existencia de un orden jurídico trascendente, que debía leerse en la realidad, el derecho no era un producto del Estado. No se imponía ratione Imperii, sino imperium rationis. Su hallazgo correspondía a los jurisprudentes, y la misión del poder era respetarlo y hacerlo respetar. Así, el Derecho romano, el canónico y las costumbres constituían el fondo jurídico en el cual, para su precisión, se engarzaban dichas leyes paccionadas.

    En cambio, el liberalismo ideológico, tras liberar al individuo de su sumisión a un orden natural y divino, le despojó de las barreras naturales que protegían su ámbito civil, pues al considerarlo sin vínculos sociales naturales le dejó aislado frente a un Estado omnipotente.

    La pretensión de que participe en la cumbre de la soberanía eligiendo a los gobernantes, le somete a éstos una vez los ha elegido, incluso en el ámbito que antes era de su competencia personal o de la comunitaria de su propio cuerpo social. Al liberarse de su sumisión a verdades objetivas queda obligado a soportar las consecuencias políticas y sociales de la ideología dominante, votada por la mayoría. Así, el gobernante puede invadir lo que antes era la esfera del individuo, destruir y suplantar los cuerpos sociales en los que éste se halla integrado y manipularlo mecánicamente en un sistema socialista o tecnocrático hasta reducirlo a átomo de una masa o multitud amorfa de los administrados, movidos por la propaganda. Esta «libertad», a la que paradójicamente nos ha llevado el liberalismo ideológico, consistente finalmente en que recibamos del Estado la ración de bienestar que éste nos otorgue.

    Ahí vemos contrapuestos el sistema político liberal de las libertades del pueblo y el del liberalismo, que políticamente termina con aquéllas en aras de una pretendida libertad ideológica, pues permite al poder político la construcción de un orden artificial, mecanizado, para lo cual manipula una masa amorfa de individuos que ideológicamente se creen libres aunque su pensamiento sólo sea producto del pasto intelectual proporcionado por los mass media.

    Pueblo y masa: he aquí el specimen social resultante de uno y otro tipo de libertad que Pío XII definía en su radiomensaje del 24 de diciembre de 1944:

    «Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, masa, son dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve con vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales -en su propio puesto y según su manera propia- es una persona consciente de su propia responsabilidad y de sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones…»

    Y continúa: «En un pueblo digno de este nombre, el ciudadano siente en sí mismo la conciencia de su personalidad, de sus deberes y de sus derechos, de su propia libertad unidad al respeto de la libertad y de la dignidad de los demás. En un pueblo digno de este nombre todas las desigualdades derivadas no del capricho, sino de la naturaleza misma de las cosas, desigualdades de cultura, de riquezas, de posición social -sin perjuicio, naturalmente, de la justicia y de la mutua caridad-, no son en realidad obstáculo alguno para que exista y predomine un auténtico espíritu de comunidad y fraternidad. Más aún: esas desigualdades naturales, lejos de menoscabar en modo alguno la igualdad civil, confieren a ésta su legítimo significado; esto es, que frente al Estado cada ciudadano tiene el derecho de vivir honradamente su propia vida personal en el puesto y en las condiciones en que los designios y las disposiciones de la Providencia le ha colocado.»


    Fuente: HEMEROTECA ABC

  3. #3
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    Re: Pactos y libertades tradicionales Vs. Contrato social y libertad revolucionarias

    DEL PACTO POLÍTICO DE F. EIXIMENIS AL CONTRATO SOCIAL DE J. J. ROUSSEAU (ABC, 26 de Febrero de 1976)

    Por Juan Vallet de Goytisolo



    La teoría moderna del contrato social tiene su punto de partida apenas cruzada la mitad del siglo XVII, con la publicación del «Leviathan», de Thomas Hobbes. En 1690 aparece la versión de John Locke, en su «Ensayo sobre el gobierno civil». Y en el siglo siguiente el ginebrino Jean Jacques Rousseau publicó «El contrato social». Sin embargo, el pacto político o contrato social ya mucho antes había sido expuesto y mantenido como tesis.

    Un «menoret» gerundense, es decir, un franciscano, Francesch Eiximenis, siendo obispo de Valencia escribió, en 1385 y 1386, en esa ciudad y en lengua catalana, su obra «Dotze del Crestiá», en la que expuso de qué manera los hombres, primero sólo reunidos en familias o casas, se constituyeron en comunidades políticas. «”Ítem” -dice- antes de que las comunidades existieran estaban los hombres separados por casas», … «y como entonces estando así los hombres separados se propusieron constituir comunidades para su mejor estar [per millor estament llur]», y realizaron un pacto político entre ellos y con el soberano.

    Pero ese pacto social presenta sustanciales diferencias con las formulaciones modernas de los autores a que hemos aludido. Notemos, en primer lugar, que para los autores modernos el pacto es inmanente, sustituye y precuye al estado de naturaleza, creando el único derecho vigente, basado en el convenio sin fundamento natural alguno. En cambio, en el concepto eiximeniano, por encima del convenio y de la decisión de los jefes de las comunidades, se hallan Dios, la ley natural y el bien común.

    Quién fue obispo de Vic, Torrás y Bages observó que Eiximenis «reconoce, y proclama con fuerza, la naturaleza social de los hombres, las ventajas y necesidades de la vida común: para él el pacto es sólo derecho positivo, pero no el origen del derecho como para Rousseau; es la forma, no la sustancia…»

    En cuanto a los sujetos del pacto, éste es contraído por todos los individuos, según los modernos pactistas. Es una ficción, es un mito. En cambio, Eiximenis contemplaba la Historia. Tenía a la vista cómo, después de la destrucción del mundo antiguo, se fueron constituyendo los pueblos en el medievo, en especial el suyo. Cómo, partiendo de las primeras células, las familias llegaron a integrarse las sociedades políticas.

    Vicens Vives lo ha explicado: «En el pacto originario imaginado por Eiximenis, como contrapartida de la realidad histórica del país durante su época, no fueron los individuos quienes se juntaron para constituir la cosa pública y convenirse con el Príncipe; fueron “los hogares, las casas”»; así «no consideró la comunidad como una agregación de individuos naturalmente ingenuos, sino como un conjunto de casas, primitivamente separadas, que se habían juntado “per millor estament llur”».

    Notemos que el contrato social de los autores modernos ha originado los denominados derechos del hombre, formulados de un modo ahistórico y abstracto, como lo es el mismo contrato social y los individuos en los que míticamente se apoya. En cambio, el pactismo eiximeniano, como nos dice Vicens Vives, «no es abstracto, sino cortado en la propia madera de la realidad social en la que vivía». Por eso arraigó en ella; y, por ende, en las cartas de población y en las constituciones del país «podía leerse la aplicación legal de sus conceptos».

    En su contenido respectivo aún notamos mayor contraposición entres los pactos hobbesiano y rousseauniano, de una parte, y el eiximeniano, de otra. Recordemos que Hobbes, en el capítulo XVIII, 4 de su «Leviathan», afirma que «haga lo haga el soberano en sus actos y juicios instituidos no puede cometer injusticia respecto de sus súbditos»; pues, «convenida la institución de una República», resulta que «cada particular es autor de lo que hace el soberano». Y, por ello, «aunque los detentadores del poder soberano pueden cometer iniquidades», esa iniquidad «no es lo mismo que la injusticia en el propio sentido de la palabra», pues «es imposible cometer injusticia consigo mismo».

    Vemos aquí un fruto del positivismo instaurado por el contrato social moderno y que rechazaba Eiximenis. Pero debemos observar algo más en esto: Se trata de la «allientation totale de chaque associé, avee touts ses droits a la communaté» que, según explica Roussseau, se produce «dándose cada uno por entero, tal cual se halla dotado actualmente, con todas sus fuerzas, de las que forman parte consiguientemente todos los bienes poseídos».

    En cambio, Eiximenis entendió el pacto de otro modo. Si las casas se unieron fue para su mejor vivir y mayor bienestar. Por ello, «no se privaron de libertad, puesto que en la libertad consiste una de las principales excelencias que reúnen los hombres francos». En consecuencia: «Nunca las comunidades dieron a nadie potestad absoluta sobre sí mismas, si no con ciertos pactos o leyes.» O sea, la creación de Leviathan -ya fuera encarnado en un solo hombre o en la mayoría de la masa-, no era posible con el pacto medieval, porque en su virtud, además del acatamiento del orden natural y divino, debían de respetarse todos los pactos y leyes que consagraban las libertades concretas que no se renunciaban ni enajenaban. Libertades que, ha subrayado el profesor Elías de Tejada, no eran abstractas, ni ahistóricas, sino concretas, adecuadas al país y al tiempo.

    Torras y Bages ha comentado las radicales diferencias que, consecuentemente, ofrecen en sus resultados una y otra concepción: el pacto explicado por Eiximenis fue «generador de la verdadera libertad política del medievo», mientras el contrato social de Rousseau es «principio del despotismo ilustrado del Estado moderno».

    Aquella concepción -que fue frustrada por la teoría renacentista de la monarquía absoluta- había alimentado un régimen de cuerpos sociales básicos, con la familia como célula primera, escalonados con rica variedad de entes intermedios entre el individuo y el Estado. Presuponía una gama de libertades civiles, políticas, que venían a determinar un sistema de subsidiariedad de los cuerpos superiores y sobre todo el Estado, respecto de los inferiores. Es decir, lo que hoy la doctrina pontificia ha denominado «principio de subsidiariedad». En cambio, el contrato social moderno convierte el Estado en forma de la sociedad, determinante de su estructura y fuente de derechos y deberes. Contrapone así una tecnoburocracia, por un lado, y una masa de individuos, por otro.

    El pacto de Eiximenis supone unas libertades sociales específicas, con propias responsabilidades de cada cual en su respectivo ámbito de competencia. El de Hobbes se traduce hoy en una dictadura tecnocrática sobre una masa, teóricamente de «protegidos», que ha abdicado sus libertades. El de Rousseau también aliena toda libertad concreta en aras de una libertad abstracta, que con el voto se ejerce fuera de la esfera en que propiamente se es competente y responsable, y se divide el país en electores-administrados y en elegidos-administradores. Así lo supo ver con claridad, hace casi un siglo, el gran Joaquín Costa al comentar que «el doctrinarismo francés que impera despóticamente en nuestras escuelas y ante todos nuestros partidos políticos»: «clasifica los miembros del Estado en dos grupos, separados uno del otro por un verdadero abismo: de un lado, la autoridad, el gobierno, los depositarios del poder, el país legal; de otro, los súbditos, el país elector, la masa caótica, cuya misión se cifra entera en obedecer a aquéllos a quienes ha constituido en órganos suyos, despojándose de su soberanía. El país elector es el «servum pecus», sin personalidad propia, que recibe credo y consigna de lo alto, que obedece sin derecho en ningún caso a mandar; el país legal se compone de los que mandan sin deber obedecer, la masa de magistrados, gobernantes y funcionarios, en cuyas manos se concentra todo el poder de la sociedad, a la cual nada le queda ya que hacer una vez que ha provisto dichas magistraturas, que ha nombrado los titulares que han de desempeñarlas».

    Y, hablando de los liberales españoles de su época, aún añadía Costa: «Piensan que el pueblo es ya rey y soberano, porque han puesto en sus manos la papeleta electoral: no lo creáis; mientras no se reconozca además al individuo y a la familia la libertad civil, y al conjunto de individuos y de familias el derecho complementario de esa libertad, el derecho de estatuir en forma de costumbres, aquella soberanía es un sarcasmo, representa el derecho de darse periódicamente un amo que le dicte ley, que le imponga su voluntad: la papeleta electoral es el harapo de púrpura y el cetro de caña con el que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilatos».

    Así se produce la paradoja que ya Tocqueville había intuido en su obra «De la democracia en América»: «Los pueblos democráticos que han introducido la libertad en la esfera política, al mismo tiempo que han acrecentado al despotismo en la esfera administrativa, han sido conducidos a singularidades bien extrañas. Cuando se trata de manejar los pequeños negocios donde el simple buen sentido puede bastar, se estima que los ciudadanos son incapaces; si se trata de gobernar el Estado se confían a estos ciudadanos inmensas prerrogativas; se les hace alternativamente los juguetes del soberano y sus amos, más que reyes y menos que hombres». Pero, es «difícil de concebir cómo hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse a sí mismos podrán conseguir elegir bien a quienes deben conducirles; y no puede hacérsenos creer que un gobierno, liberal, enérgico y prudente, pueda jamás surgir de los sufragios de un pueblo de servidores».

    ¡Soberano, teóricamente, en lo que no entendemos; y prácticamente, en perpetua menor edad en lo que constituye nuestra respectiva esfera!



    Fuente: HEMEROTECA ABC

  4. #4
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    Re: Pactos y libertades tradicionales Vs. Contrato social y libertad revolucionarias

    LA PARTICIPACIÓN (ABC, 27 de Febrero de 1975)

    Por Juan Vallet de Goytisolo



    Hay una contradicción a la vista de todos, aunque parece que pocos la ven, en lo que toca a la participación.

    Nunca se ha permitido menos que hoy a cada cual que «participe» en un sitio, en el que es de su competencia y en el que debiera ser responsable de sus actos.

    Pero, a la vez, se proclama su derecho a participar en la cúspide del gobierno de todo. Lo vemos: en el trabajo, en materia educativa, en la política…

    Se trata de programar todo desde lo alto: desde la organización de la economía, al trabajo en cadena y el ocio; desde la seguridad social, a todos los planes de estudio.

    Pío XII, en su mensaje radiofónico de Navidad de 1953, lo había expresado luminosamente: «En no pocos países el Estado moderno va convirtiéndose en una gigantesca máquina administrativa: toda la escala de los sectores político, económico, social, intelectual, hasta el nacimiento y la muerte, quiere convertirlos en materia de su administración. Nada de maravillar, por tanto, si en este ambiente de impersonalidad que tiende a penetrar y envolver toda la vida el sentido del bien común se entumece en las conciencias de los individuos, y el Estado pierde, cada vez más, el primordial carácter de una comunidad moral de ciudadanos.»

    Al mismo tiempo la noción de participación resulta indudablemente afectada al introducirse en ella la idea de igualdad o, mejor dicho, de igualación. En efecto, ésta consiste en acentuar la función de reparto, que es pasiva para el partícipe y desdibuja su aspecto activo, imprescindible para la verdadera participación.

    En contraste con todo esto se pretende que los individuos participen activamente en el gobierno del país. Para lo cual, naturalmente, sólo muy pocos se hallan en condiciones. Ni tampoco sería posible que todos a la vez ni sucesivamente participasen a ese nivel aun en el caso de tener la adecuada aptitud. Este defecto se trata de salvarlo con el sufragio universal. La paradoja que esto implica había sido ya advertida por Tocqueville en el cap. VI de su libro «De la democracia en América», al confesar que le resultaba «difícil de concebir cómo hombres que han renunciado enteramente al hábito de dirigirse podrán conseguir escoger bien a quienes deban conducirles…».

    Joaquín Costa, en «La libertad civil y el congreso de juristas aragoneses», capítulo VI, también observó que los liberales españoles de su tiempo: «Piensan que el pueblo es ya rey y soberano porque han puesto en sus manos la papeleta electoral; no lo creáis: mientras no se reconozca además al individuo y a la familia la libertad civil y al conjunto de individuos y de familias el derecho complementario de esa libertad, el derecho de estatuir en forma de costumbres, aquella soberanía es un sarcasmo, representa el derecho de darse periódicamente un amo que le dicte la ley, que le imponga su voluntad; la papeleta electoral es el harapo de púrpura el cetro de caña con que se disfrazó a Cristo de rey en el pretorio de Pilatos.»

    De modo paralelo, mientras al trabajador se le convierte en una fuerza más del trabajo en cadena y se mecaniza la administración de las empresas, se habla de cogestión obrera y se pretende resolverla integrando en el consejo de administración unos representantes de los trabajadores que concluyen por profesionalizarse como tales representantes. Y para compensar aquella deshumanización del trabajo mecanizado se organizan la asistencial social del obrero o empleado y la amenización de su trabajo, pero desde arriba, tecnocráticamente, con la «técnica de las relaciones humanas».

    Y así podríamos ir siguiendo… No se permite participar con iniciativa y responsabilidad en la esfera de la propia competencia, pero se nos invita a que todos participemos fuera de ella, en la cumbre, aunque circunscribiéndonos a escoger a quienes participarán en nuestro lugar.

    Por otra parte, en los últimos dos siglos, a la par del indudable fracaso actual de las ciencias humanas que han pretendido hacer del hombre, individual o social, el centro y el fin de todo -el demiurgo, prescindiendo de Dios y del orden insito en la obra de la Creación- han sido, en cambio, evidentes los logros en las ciencias matemáticas, físicas, biológicas y en su aplicaciones técnicas. No es, pues, de extrañar que éstas hayan pretendido ocupar el terreno dejado yermo por las ciencias humanas, cuantificándolo y tecnificándolo.

    Así, se ha tratado de mecanizar «racionalmente» la economía y, en general, toda la vida política y social.

    Notemos que la «racionalización» ha consistido, y consiste, en que unos pocos cerebros, desde la cumbre, traten de reglamentar, mover y dirigir toda la actividad social, económica, política y cultural.

    ¿Es esto posible?

    La idea de su conveniencia, e incluso de su necesidad para el progreso, comienza a ser revisada en su misma raíz, en lo más recóndito de la ciencia. Así, Arthur Koestler, en su artículo «El misterioso orden del desorden», ha expuesto que hoy se observa en la ciencia una tendencia crecientemente holística, «basada en el convencimiento de que el todo es tan necesario para la comprensión de sus partes como la parte lo es para la comprensión del todo». En biología esta tendencia se muestra una vez más patente; en la física está llena de consecuencias revolucionarias.

    Según -sigue diciendo Koestler- ha observado el físico doctor F. Capra, «lo que denominamos una partícula aislada es en realidad el producto de su acción recíproca con el ambiente. Es, por lo tanto, imposible separar cualquier parte del universo del resto». Esta declaración puede aplicarse no sólo al micromundo de la física del «quantum», sino también a los objetos familiares, de mayor tamaño, de la vida diaria. «La inercia de todos los objetos terrestres está determinada, según el principio de Mach, por la masa total del universo que nos rodea.»

    También en biología, en la evolución de los organismos hacia la realización óptima del potencial de la materia viva y la mente viva, se manifiesta una tendencia semejante «de formación», de carácter universal, hacia «el desarrollo espontáneo de estados de mayor heterogeneidad y complejidad. La evolución pasa de la unidad a la diversidad y de aquí a formas más elevada de unidad en la diversidad, creando el orden del desorden, ideando pautas donde antes no existían. Este principio creador omnipresente es tan fundamental para la vida como su antagónico, la segunda ley de termodinámica, lo es para la materia inanimada».

    Esta exposición resulta evocadora de lo que es la verdadera interacción. Participación de las partes en el todo y un reflejo recíproco de la actitud de éste y de aquéllas en la de cada una y de la totalidad.

    Esto es algo que nos parece verdaderamente importante, pues puede servir para percatarnos de lo que debe ser la verdadera participación política, económica, cultural, social en general. La macroeconomía, la macropolítica, la macrocultura dependen de la microeconomía, la micropolítica, la microcultura (en términos del ámbito cuantitativo o extensivo respectivo) y aquéllas no pueden absorber a éstas sin sufrir las consecuencias de la asfixia que de hacerlo provocarían. La vida es interacción de las partes en el todo.

    Son incontables las múltiples mentes que forjan el orden vital, y no son sólo unas pocas las que alientan y mueven una masa maleable y manipulable. ¡Es preciso no olvidarlo!

    La participación es una interacción entre lo múltiple y lo uno, de modo tal que, sin romper la unidad de éste, tampoco destruya aquella multiplicidad. No la hay si lo múltiple desaparece absorbido en la unidad superior, pues, por definición, la participación requiere una multiplicidad armonizada hacia un fin común.

    El mayor error consiste, confundiendo los términos, en querer que participen «todos en todo» -lo cual es imposible, y su apariencia, un engaño-, en lugar de que participe «cada cual actuando en su propia esfera de competencia», bajo su personal responsabilidad, sin ser movido como una marioneta por un centro tecnocrático cuyos largos brazos alcanzan a todas partes.


    Fuente: HEMEROTECA ABC

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    LA ECONOMÍA «LIBRE» Y EL «LIBERALISMO» ECONÓMICO (ABC, 4 de Junio de 1976)

    Por Juan Vallet de Goytisolo



    Desde el título de su columna Meridiano Económico, en ABC del 30 de marzo, Diego Jalón formulaba este interrogante: ¿Socialismo liberal? Su conclusión fue que «el socialismo liberal más que un sistema parece una contradicción». Ciertamente, «por infinitas maniobras políticas, desde pragmatismos, de realidad se fabrican mezclas generadoras de una nueva economía en la cual el socialismo parece absorber grandes dosis de libertad y el liberalismo tolera no menores dosis de planificación y nacionalizaciones»; pero de esta mezcla, que el autor califica como «híbrido», resulta, según él mismo advierte, con una afirmación e interrogación, que:

    - «En la mezcla el socialismo se beneficia de la superior eficacia de la economía de mercado».

    - Y, «¿no ocurrirá, como han estudiado, explican y afirman grandes teóricos, que a esta mezcla se deben precisamente la inflación y los otros desajustes tan evidentes y acertadamente criticados que padecen las economías nacionales de hoy?»

    Ninguna duda nos ofrece que así es. La primera afirmación explica y presupone la respuesta afirmativa a la pregunta formulada. Y la inferioridad en economía del socialismo nos da la explicación de por qué resulta magnífico, por ejemplo, ser alcalde comunista de una ciudad como Bolonia o gobernante socialista de Alemania Federal y aun de Inglaterra, porque el socialismo vive parasitariamente de los impuestos y prestaciones sociales que sufre la libre empresa y los más emprendedores de los ciudadanos. El riesgo consiste, si no en suprimir, como intentó Allende en Chile, en ir agotando la gallina de los huevos de oro hasta dejarla esquelética y desvitalizada, como ocurrió hace unos años en el Uruguay y como acaba de suceder en la Argentina.

    ¿No nos acercamos ya a este momento? ¿No lo están sufriendo también Italia, Inglaterra…? ¿No será ésta la vía hasta un catastrófico final, hacia un comunismo sin mezcla de libertad alguna ni posibilidades de bienestar económico y con horizontes de archipiélago Gulag?

    De acuerdo, pues, con el autor de la columna debemos, sin embargo, hacer una matización respecto de su apreciación de que «en el tablero del teórico ajedrez de la economía solamente se sientan y se enfrentan dos jugadores: socialismo y liberalismo; o bien, socialistas y economía de libre mercado».

    Mi objeción guarda clara correspondencia con cuanto he escrito en los dos primeros artículos de esta serie de tres que con éste concluyo. El liberalismo económico añade algo sustancial que lo diferencia cualitativamente de la correcta economía de mercado, o sea, de la economía en un sistema de libertades ajeno al liberalismo, es decir, no «liberalista».

    Vamos a explicarlo, pero antes quisiéramos indicar que esta distinción nos muestra la coherencia de la doctrina social católica elaborada en las Encíclicas pontificias, especialmente las Rerum novarum de León XIII, Quadragesimo anno, de Pío XI, y Mater et Magistra, de Juan XXIII.

    Por una parte son condenados «los principios del liberalismo económico», el «liberalismo individualista que subordina la sociedad a las utilidades egoístas del individuo», fruto de «los errores del racionalismo», que dio lugar a esta «doctrina económica apartada de la verdadera moral».

    Por otra parte, también es condenado el socialismo, incluso si éste, suavizándose, renuncia a la lucha de clases y reconoce la propiedad privada, pues, según la Quadragesimo anno, «considérese como doctrina, como hecho histórico o como acción social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo, aún después de haber cedido a la verdad y a la justicia en los puntos indicados, es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana», ya que la estima «constituida exclusivamente para el bien terreno», solamente contempla al hombre sometido a las necesidades de la producción, ante las cuales estima que «han de preterirse y aún inmolarse los más elevados bienes del hombre»; produce así una «no menos falsa libertad», y, como ya había dicho la Rerum novarum, altera el orden social al no respetar la prioridad de la familia y quitar el estímulo, lo que puede llegar hasta secar las mismas fuentes de las riquezas.

    Pío XI, en esa encíclica, rechaza incluso el «socialismo educador», y afirma que «socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios; nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista».

    En cambio, la propiedad privada, incluida la de los medios de producción, es reafirmada; la autoridad del Estado es sometida a las necesidades del bien común y a la Ley, «tanto natural como divina», por lo cual no le es lícito desempeñar su cometido de un modo arbitrario, sino que debe hacerlo de manera tal que «el derecho natural de poseer en privado y de transmitir los bienes por herencia permanezca intacto e inviolable», estimando que sería «ilícito» que «el Estado gravara la propiedad privada con exceso de tributos e impuestos», y, aun dejando sentada la afirmación de que «los propietarios no deben hacer uso de lo propio si no es honestamente», añade que esto «no atañe ya a dicha justicia, sino a otras virtudes el cumplimiento de las cuales no hay derecho a exigirlo por la Ley».

    En resumen, según esta doctrina, en su contexto general, la economía no puede tener como único principio rector la libertad de mercado o la libre concurrencia, «aún cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa»; ni tampoco la dictadura económica. Lo que conviene es «que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa justicia y sobre todo es necesario que sean eficientes, esto es, que constituya un orden social y jurídico con que quede informada toda la economía». Orden en el cual la caridad debe ser como el alma y que, para su logro, precisa la reforma de las costumbres.

    La reforma de las ideas y la restauración de las costumbres, adecuándolas al orden de las cosas, consustancial al bien común, constituyen una receta que repele el socialismo, tanto como la tecnocracia o cualquier otra dictadura económica hecha permanente, y que contrariamente requiere y señala unos justos límites en una economía libre.

    Mientras tanto el liberalismo ideológico sostiene la licitud de que el hombre acometa la utopía de fabricar su verdad, en lugar de buscarla en el orden natural y divino, y el liberalismo político pretende realizar el mito de configurar el mundo social y políticamente conforme a sus propias ideas, olvidando ese orden dinámico insito en la creación; en cambio, el liberalismo económico reduce la aceptación, en el ámbito social, del orden de la naturaleza tan sólo a las leyes puramente económicas.

    Es cierto que hay leyes económicas que no pueden violarse sin provocar nefastas consecuencias. Pero el orden de la Naturaleza también comprende otras leyes, morales y jurídicas, no emanadas de la voluntad, sino insitas en el orden de la creación, de cuyo olvido también pueden dimanar consecuencias fatales.

    El orden jurídico-político incluye el económico, ninguno de los dos puede ser soslayado, y en ambos inciden las violaciones del orden moral. Así, ¿cómo podrá respetarse la ley del mercado allí donde todo se rija por el egoísmo? En un régimen político democrático, el egoísmo de la masa, siempre de corto alcance, finalmente llevará siempre al intervencionismo del Estado providencia. Y si el régimen político es dictatorial, el poder público, por su propio egoísmo, para mantener y afianzar su poder, intervendrá para reforzar su poder político con el mayor poder económico posible, aunque, claro está, los resultados serán funestos.

    Siempre en el desorden moral, el egoísmo engendra egoísmo. Por eso el slogan la «la economía ante todo», que replica al maurrasiano «politique d´abord», debe someterse, lo mismo que éste al básico «metaphisique d´abord», pues ésta nos señala el orden de los fines y de los medios en su adecuación al bien común, después de responder a las preguntas de qué es el hombre y qué la sociedad.

    Así se nos muestran las consecuencias nefastas a las que puede conducirnos el intervencionismo económico, pero sin permitirnos tampoco olvidar los resultados inevitables de un hedonismo moral y de un egoísmo desenfrenado en el orden económico.

    ¿Cómo compaginar estos órdenes y salir del dilema que su colisión puede plantear?

    El principio de subsidiariedad y la prudencia política pueden facilitarnos la clave en cada caso.

    Aquél sitúa en primer lugar la iniciativa y responsabilidad privadas, y coloca las intervenciones del Estado en el terreno de lo excepcional, tanto en cuanto al ámbito y duración, como en el estilo y procedimiento de las intervenciones.

    El respeto a las libertades exige la de las personas y de los cuerpos sociales básicos: familia, empresa, profesión, colectividades locales. Y también esa subsidiariedad requiere que las medidas correctoras no se extiendan más allá de lo preciso, que los desórdenes transitorios no se corrijan con ortopedias permanentes y definitivas, y que el Estado no deje de ser árbitro imparcial para convertirse en jugador con ventaja, cayendo en la tentación de hacerse juez y parte, de cuya confusión tanto sufre el orden económico como el moral y el jurídico.

    Por eso, muchas realizaciones del Estado nos son presentadas como grandes logros y éxitos, al hacerse permanentes y totalitarias significan un desorden social, masificante, que agota las energías del cuerpo social, al que oprime ortopédicamente creyendo protegerle.


    Fuente: HEMEROTECA ABC

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