Antes de reproducir los dos discursos inaugurales realizados por Elías de Tejada, quisiera hacer dos puntualizaciones sobre el contenido de los mismos:
1. La necesaria revisión y matización de los enjuiciamientos negativos categóricos que el Profesor Elías de Tejada lanzaba sobre el periodo de la Monarquía Española de 1700-1833, y que estudios serios que ya se estaban realizando paralelamente en aquélla época de la década de los sesenta (y que han venido continuándose hasta hoy) arrojan un panorama que, si bien estaba necesitado de algunas pequeñas reformas en virtud de algunos errores accidentales que no comenzaron con los Borbones sino que ya venían arrastrándose y acumulándose de la época austracista, era bastante bueno en su generalidad y, lo que es más importante, sin ruptura con la Tradición política-constitucional española, ruptura que luego sí ocurriría a partir del fatídico año de 1833.
Me parece que a Francisco Elías de Tejada le sorprendió la muerte cuando todavía no se había metido de lleno en el estudio del siglo XVIII y primer tercio del XIX, y quizá de ahí vengan sus exageraciones de valoración negativa sobre este periodo de la Monarquía.
2. El error gravísimo de Elías de Tejada de caer en las garras del integrismo político. Recordemos que el integrismo político consiste en la extralimitada defensa de unos Principios teóricos o doctrinales ortodoxos, pero al margen de su personificación legitimista en la política práctica o concreta. Elías de Tejada no cae en el integrismo político exagerado (escepticismo o accidentalismo en cuanto a las formas de gobierno) ya que defiende la Monarquía como forma de gobierno correcta y propia del pueblo español, pero sí cae en el integrismo político moderado (escepticismo o accidentalismo dinástico o en cuanto a la persona que representa o abandera legítimamente -o conforme a Derecho- en cada momento político concreto los Principios políticos tradicionales españoles).
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PRIMER CONGRESO DE ESTUDIOS TRADICIONALISTAS
Discurso Inaugural pronunciado por el Presidente del Congreso Excmo. Sr. D. Francisco Elías de Tejada y Espinola
Madrid
Diciembre 1964
Centro de Estudios Históricos y Políticos “General Zumalacárregui”
Queridos amigos y correligionarios:
Tal es el confusionismo de la hora en que nos movemos, que resulta imprescindible fijar desde el principio lo que somos y lo que queremos. Muchos congresos semejantes, y ahí está el de hace un año en Roma, quedaron en yermamente ineficaces a causa de no haber precisado sus organizadores la razón por la que los asistentes venían a estudiar en común este gran tema de la Tradición política. De ahí la preocupación que tuvo desde el primer momento el comité organizador de este congreso por fijar, de una parte, la absoluta independencia de sus miembros respecto a toda guisa de instituciones oficiales u oficiosas, de otra, por sentar con nitidez los objetivos que se perseguían.
Harta falta hacen ambas cosas para eliminar malentendidos una vez nos congregamos aquí para dialogar en tiempo en que la palabra diálogo anda en boca de las gentes y cuando existen tantos medios de entablar diálogo, sea por los fines, sea por la manera en que se dialoga. Los que aquí estamos dialogando, dentro de límites bien ciertos: los que imponen nuestras calidades de católicos y de españoles, en el fondo, la misma y sola cosa. No queremos perder un ápice de aquella sabida, legendaria, honrada fidelidad a la Silla que en Roma sentó Pedro para lumbre segura de la humanidad militante y angustiada, y haremos nuestras en este caso las admoniciones de Pablo VI en la reciente Ecclesiam suam. Decimos, con el Papa felizmente reinante, que “nuestro diálogo no puede ser debilidad respecto al compromiso con nuestra fe”, ni queremos, a tenor de las palabras magistrales del pontífice, “transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana”.
Los que aquí estamos somos católicos, españoles y tradicionalistas. Quienes no lo sean abandonen el salón. Nos anima la intransigencia de la verdad, la que coronaron nuestros teólogos en Trento, la que encarnó el mejor rey de las Españas, que fue Felipe II, la de las viejas usanzas españolas. No admitimos componendas, porque, al aplauso de los enemigos, preferimos estar en paz con Dios y con nuestros muertos.
Hoy se habla mucho del 18 de julio, de los que quieren mantener enhiesto el espíritu de la Cruzada y de los que pretenden borrarlo, bien violentamente, bien empleando las aviesas maniobras cobardes del llamado diálogo. Nosotros estamos por encima y por debajo de semejante polémica, porque para nosotros el 18 de julio tiene razón de ser en la perspectiva histórica de haber sido una de las ocasiones en que estuvo en litigio el ser de España tal como fue acuñado por nuestros padres en los milagrosos días de la gesta imperial de las Españas universas.
Para nosotros, el 18 de julio, igual que la cruzada carlista del siglo XIX o que las apologías de las libertades forales en el siglo XVIII, tiene motivo de ser en esa rabia desesperada con que los verdaderos españoles llevan tres siglos peleando por seguir siendo sencillamente auténticos. Si estuvimos arma en brazo el 18 de julio, cubiertas las sienes por la púrpura inmortal de las boinas rojas, es porque seguimos leales a la pasión que aspira hacer carne de doctrina este congreso: la de continuar de veras la historia de las Españas no europeizadas, la de ser los herederos de los paladines de la Contrarreforma, la de la empresa imperial de las Españas que añoramos.
Sabemos que este lenguaje no está de moda. Pero no vacilaremos en emplearlo, porque es el lenguaje que mueve a los limpios con la llamada ideal de la ilusión. Si los demás reniegan del Imperio, es porque el Imperio que nuestros padres labraron a golpe de hazañas que nos enorgullecen no fue el imperio mercantil de Inglaterra, ni el imperio nacionalista de Francia, ni el imperio ateo de Rusia, ni el imperio racista de la cercana Alemania, ni el imperio económico de los Estados Unidos, de América del Norte; sino el Imperio misionero de una fe que igualó a los hombres de todas las razas, no en los dineros de las mercaderías, sí en la adoración al mismo Dios y en la fidelidad al mismo Rey. Creemos en el Imperio de las Españas porque es el único que no adolece de rubores de vergüenzas en la entera historia universal.
Si los demás reniegan de la intransigencia, nosotros no tenemos ningún empacho en sabernos intransigentes, pues es la intransigencia la primera condición para el diálogo fructífero, por ser la seguridad de no caer en la “debilidad del compromiso”, condenada por Pablo VI: es abrir la posibilidad al entendimiento en lo accesorio, sin menoscabos de la robusta afirmación de la verdad fundamental.
Si los demás dan por muerta la realeza, nosotros creemos en la realeza como expresión efectiva de la historia de las Españas. No la recortamos a símbolo, aunque sí la encerramos en límites. Nuestros reyes serán fuertes para que puedan asegurar las libertades de sus pueblos. Lejos de nuestra intención caer aquí en la amable acechanza de entonar un fácil canto lírico a la monarquía tradicional, misionera y libre de las Españas: no necesitamos decirlo con palabras porque lo llevamos inscrito en el corazón. Somos monárquicos de verdad, fanáticos de nuestros reyes dignos, despectivos para los reyes de figurón de las monarquías liberales, hostiles hasta la rebeldía frente a los déspotas absolutistas. No aplaudimos a quienes ciñeron corona para aplastar a sangre y fuego las libertades forales. Añoramos, y eso sí, con pasión fanática, a aquellos señores del universo que supieron, como Felipe II, ser al mismo tiempo apóstoles de las libertades españolas y campeones de la fe romana. Nuestra corona no está abierta a compromisos, sino cerrada de empeños claramente universales; ni termina en las almenas de un castillo tras las cuales se parapeta siempre la arbitrariedad de los débiles, sino con la cruz que preside las agujas de nuestros campanarios y cobija de esperanzas infinitas los despojos de nuestros muertos.
La raíz filosófica de nuestras actitudes reside en el respeto profundo a las realidades de la historia. Somos hijos de nuestros padres y queremos continuar las obras suyas. No han nacido las Españas al azar de un compromiso electorero, ni en diálogo con musulmanes, protestantes o judíos; las acuñó la intransigencia heroica de unos héroes enriscados en las breñas pirenaicas, las dilató la fe católica de una ruina católica, las sublimó la reciedumbre genial del cristiano berroqueño que levantó la maravilla escurialense. Dejemos a los demás el triste empeño de discutir tantas sombras venerables y hasta de mancillarlas en los compromisos del diálogo. Allá ellos. Sobre sus tumbas no toleramos discusiones. Somos hijos bien nacidos y pretendemos ser dignos de tantas hazañas de las espadas y de las plumas. Allá los renegados tristes en la tristeza de sus tradiciones y en la amargura de escupir los escudos del apellido solariego; para nosotros la alegría entrañable de ser hijos honrados de padres españoles.
No es hora de prejuzgar aquí las temáticas filosóficas, que sin duda saldrán a luz al discutir de nuestras reuniones, por las que la perspectiva ideológica de las Españas afirmó siempre lo concreto frente a lo abstracto, asumió la realidad de lo social contra el igualitarismo rousseauniano, supo de la política concreta cara al desnudo mecanicismo de Montesquieu, consideró a la tierra como el puente para subir desde el horizonte estrecho de unas existencias pasajeras a las vidas eternas que da Dios. Desde la noción del hombre concreto a la trama genial de los fueros españoles es la historia cuajada en vida la luz que guía la especulación tradicional. Tarea presente en el Congreso es dar sentido actual, en fórmulas al día, a esa historia para nosotros palpitante en vida terrenal que perdura y de la que somos los transitorios atletas encargados de transmitir la antorcha de la Tradición desde las huesas de nuestros padres a las cunas de nuestros hijos.
E innecesario resulta proclamar aquí cómo, siendo tanto la historia viva para los tradicionalistas de las Españas, está siempre sujeta a los cánones de la metafísica y de la teología del Catolicismo. Sabemos todos que, por católicos, es la nuestra una visión teocéntrica del universo en la cual el hombre, que del universo forma parte como criatura de Dios, deberá ser medido y no medida. Cualquier hecho o cualquier idea nacidos en el curso del movimiento histórico, al ser obra de hombres estará medida con las reglas que miden todo lo humano y a las criaturas todas: el dedo infinito del Dios Creador. Serán parte de la Tradición de las Españas los hechos y las ideas que queden dentro de la verdad teológica previa y regla de la historia que es nuestro catolicismo; quedarán fuera las que no entren bajo ese signo católico, pues serán yerros humanos y sobre la arena movediza de los errores de los hombres no cabe cimentar verdad ninguna.
Semejante condición de continuadores de la historia auténtica de las Españas nos permite enfrentarnos con el mundo moderno repleto de comprensión y de esperanzas. Seremos capaces de entenderlo, porque estamos en condiciones de aceptar lo que en él haya de bueno sin peligros de caer en los despeñaderos del equívoco. Cada vez que la Tradición de las Españas adoptó técnicas novedosas acertó en sus empeños, igual que erraron los españoles cada ocasión en la que, más allá de las instrumentales técnicas apetecibles, dejáronse impregnar de espíritus extraños. Nuestra intransigencia espiritual en las verdades fundamentales nos da capacidades para distinguir entre el dañino espíritu forastero y los plausibles instrumentos que los demás utilizan. Aceptamos en el Renacimiento al octosílabo para tallar, desde Garcilaso de la Vega hasta Fernando de Herrera, las más deliciosas y las más egregias, respectivamente, de las rimas de la literatura castellana; pero jamás admitimos al protestantismo, destructor de la armonía equilibrada y lógica del hombre esperanzado con el Dios justiciero.
A esta radical españolía, primera condición que da bases de común cordial entendimiento a cuantos al Congreso han acudido, añádese nuestra preocupación por la eficacia intelectual. Es, sí, teórica, estrictamente doctrinal, la tarea del Congreso, pero repleta de pasión por buscar salidas a los dos problemas que atenazan al hombre moderno: la representación política y el equilibrio de la justicia social. Al iniciar las sesiones, el Comité organizador, en cuyo nombre os hablo, tiene especial interés en señalar la importancia de ambos temas, como aquellos más vidriosos y difíciles, en los que resulta preciso actualizar con especial cuidado la doctrina de la Tradición de las Españas.
La representación política en la teoría tradicional nuestra, arranca de la dimensión del hombre concreto y de su puesto en el conjunto de la trama colectiva. Sobre tal cañamazo, en cada instante sucesivo de las coyunturas del pasado y con arreglo a la situación respectiva de cada uno de los pueblos españoles, dióse acogida en nuestras asambleas representativas a cada uno de los modos concretos en que cuajaba el equilibrio de las fuerzas sociales a representar. Cuando la monarquía fue puro clero y milicia, la sociedad estuvo representada por nobles y obispos en los concilios toledanos, arranque de las Españas, en una tensión que perdura al comienzo de la Edad Media. Cuando la burguesía cobró calor vital al amparo de los municipios, el Estado llano que encarnaba al pueblo de los centros urbanos estuvo representado por brazo propio. Donde perduró el predominio de la nobleza menor con bríos peculiares, como en Aragón, esta situación cobró reflejo en la máquina representativa de las cortes. Donde no existieron burguesía ni nobleza, ni el clero significaba fuerza social aparte, quedando el esquema en la inicial aristocracia familiar que fue esqueleto del primer derecho vascón, la democracia aristocrática de los “Jaunak”, libres e iguales, plasmó en las juntas guipuzcoanas o en las vizcaínas de Guernica.
En la doctrina tradicional hay diversidad de planteamientos bajo una sola doctrina: la de que la sociedad organizada deber ser oída en las leyes como en la administración, la de que la sociedad tiene derecho a exigir cuentas de cómo está siendo gobernada. Las fórmulas de aplicación varían en cada instante y en cada sitio. El Comité organizador quiere llamar aquí la atención de los ilustres congresistas sobre la trascendencia que supone buscar el modo de reflejar la sociedad presente en una representación donde los hombres sean medidos y no contados, sean personas en vez de números, sean células vivas en lugar de arenas movedizas. La entrada de las masas en la historia, junto con la inevitable quiebra de las estructuras antiguas, plantea con urgencia suma la cuestión de cómo cifrar en una fórmula moderna el principio tradicional de la representación concreta.
¿Cuáles son las fuerzas sociales hoy? ¿Cómo se insertan los hombres en la trama colectiva? ¿Será preciso esperar a la reconstrucción de la sociedad coherente o las exigencias del tiempo requerirán un sistema de representación que parte del hombre en su situación actual concreta sin plazos bastantes para esperar la reconstrucción de la ordenada estructura social conveniente y hasta cierto punto necesaria, si queréis? Pensad que vivimos en el siglo XX y que tratamos de acomodar las realidades del siglo XX a los postulados de la Tradición de las Españas. Y en este caso el Comité organizador os pregunta penséis si será posible durante ese periodo de transición responder a las exigencias universales de una representación social con la valoración concreta de cada hombre sin necesidad de insertarlo antes en una ordenación completa de la sociedad cabal; lo que hemos llamado antes representación transicional de situaciones, sin esperas para la ideal representación política de grupos.
Es tema, el más difícil del Congreso, por los anhelos de los de fuera cuanto por la responsabilidad intelectual de los de adentro, si es que queremos responder de lleno a las intenciones de actualización que nos mueven. Yo os pregunto lo que el Comité se pregunta: ¿será tradicional o no la representación acumulada, sea aislada, sea emparejada con la representación de grupos aún en germen? ¿Será o no será pecado de concesión individualista aceptarla en el plazo de transición sin peligros para la integridad de la doctrina y en aras de las urgentes soluciones que nos reclaman desde fuera? Todos estamos de acuerdo aquí en rechazar la representación antitradicional numéricamente igualitaria, hija del abstraccionismo antropológico de la revolución europea que siempre combatieron nuestros padres y seguiremos combatiendo con indudables enterezas; pero la representación individual acumulada ¿no es quizá en 1964 la mejor respuesta a la tesis tradicionalista de la representación social mientras la sociedad sufra de los funestos efectos de la idea demoledora, primero absolutista en el XVIII, luego liberal en el XIX? Si la sociedad no existe, como no existe, con vida propia, caben dos respuestas, sobre las que rogamos atentísima meditación por el valor estricto doctrinal como por las repercusiones: o esperar a la reconstrucción de la sociedad con vida propia o mientras dure la etapa de transición satisfacer los anhelos generales con la aplicación a las situaciones presentas de la doctrina nuestra del hombre concreto. El Comité organizador entiende, y lo repito, ser esta una de las tareas más difíciles e inaplazables.
Al lado de esta cuestión, sobremanera perentoria, queremos llamar vuestra atención sobre lo que hoy se suele decir justicia social. Sin entrar en detalles, creemos es nuestra línea la de la cooperación de productores en organismos independientes y separados. Es el sólo método para superar, de una parte, los excesos de la acumulación capitalista en cuyo camino desgraciadamente estamos y, de otro, la falta de responsabilidad laboral, tanto de patronos como de obreros. La fusión del trabajador con el empresario en las cooperativas modernas es la lección instrumental que debemos aprender del mundo nuevo para afrontar problemas nuevos que desconocieron nuestros padres, por ser la más entrañada con los principios tradicionales, negación de la lucha de clases en todos sus aspectos.
La participación del capital con el trabajo en los beneficios, la profunda reforma de la estructura agraria del país y el equilibrio de las fuerzas de la producción solamente se lograrán en la fórmula de unas cooperativas autárquicas, clave para la reconstrucción de una sociedad hoy más que nunca pulverizada. Para ello deben estudiarse las Ordenanzas de aquellas admirables Comunidades de villas y tierras castellanas, modelo de la propiedad colectiva en pleno medievo, para aprovechar lo poco que de ellas queda y resucitar lo que en nuestros días fuese posible. Con lo cual evitaremos los dos males que pesan con tonalidades trágicas sobre la España de 1964: la acumulación de los medios de producción en empresas mastodónticas, frías con la frialdad de las sociedades anónimas, con la secuela de igualar a todos los españoles en la proletarización consiguiente a la ruina de las clases medias en vez de igualarles en el reparto de los bienes económicos; y la ya casi consumada ruina del campo sacrificado en aras de una industrialización en gran parte basada en la colonización económica de nuestro pueblo y siempre, a la puerta de la libre competencia en los mercados comunes, con el evidente peligro de cambiar lo cierto, seguro y modesto, por lo dudoso de fantasías de cifras alegres apenas si meramente posibles.
En la presente coyuntura hemos de estar al acecho de que desaparezca la clase media, sacrificada en aras de las quimeras de unos economistas oscilantes entre la irresponsabilidad y la demagogia; queremos ascienda el nivel de vida de todos los españoles, iguales en la riqueza, pero no igualados en la miseria. La doctrina tradicionalista es el solo medio para evitar se cumplan, como están cumpliéndose, las profecías de Marx sobre la península ibérica. Porque todas las doctrinas políticas y administrativas serán rotundamente ineficaces si a la hora de aplicarlas solamente tenemos en la mano a un país proletarizado económica y espiritualmente, meta a la que vamos de modo inexorable entre la risa barbuda de Marx en los infiernos contento de ver cómo sus profecías están siendo desarrolladas por un puñado de incompetentes audaces. Otro segundo magno tema que el Congreso deberá actualizar aplicando la doctrina de la Tradición de las Españas.
Ni que decir tiene que el relieve dado a esos dos puntos no supone en modo alguno olvido para las temáticas forales, secuela primera de las tesis del hombre concreto, ni para la suprema perspectiva del Carlismo como guardián de las Españas, ni para la problemática fundamental del puesto rector de la Corona, ni para tantas otras primerísimas cuestiones como están reseñadas en la segunda circular. Pero parece al Comité organizador son aquéllas las de mayor urgencia insoslayable.
Con propósitos de estudio nos reunimos aquí para continuar la doctrina de las Españas, despabilándola de las censuras de nostalgias arqueológicas con que la calumnian nuestros enemigos en censuras aceptadas puerilmente por aquellos que ni siquiera nos conocen. Buscamos actualidad porque vivimos en 1964 y somos españoles; y porque creemos que en la doctrina de la Tradición está la solución de los gravísimos problemas con que el presente nos agobian cubriendo el horizonte de negras nubes de tormenta.
Busquémoslas con santa libertad cristiana, sin olvidar un momento que por encima de las discrepancias del detalle es mucho más lo que nos une que las menudencias que separan; poniendo siempre por delante la caridad que rige entre los hermanos que son primero que nada cristianos puestos a estudiar juntos los principios de la Tradición como remedio para las angustias españolas.
Queriendo el Comité organizador terminar estas palabras augurales con reafirmar rotunda y definitivamente lo que tantas veces ya dijimos. No somos un grupo político, ni aspiramos a levantar banderas de banderías de acción política. El día en que concluya este Congreso habrá terminado la tarea que nos impusimos con pasión carlista desnuda del menor interés para las actuaciones en la vida pública. Personalidades harta egregias y harto más capaces que los miembros componentes del Comité organizador tiene la Tradición de las Españas para llevar a la práctica las ideas que nosotros aquí estudiamos con esmero. Para ellos quede la responsabilidad histórica de la acción conjunta que aplique sobre la carne palpitante de la realidad española las doctrinas que son temario del Congreso.
Si Dios les ilumina para la unión hermana y para la actuación política, las gentes españolas se lo agradecerán con entrañable aplauso y nuestros comunes muertos venerables le bendecirán a fuer de herederos dignos de tanta gloria incomparable; si perdura la disgregación banderiza y con ella la ineficacia del tradicionalismo militante, los venideros les escupirán su desencanto y los muertos les maldecirán rechazándoles en la ineludible arribada al más allá inexorable. Los del Comité organizador, como los asistentes al Congreso, habremos cumplido nuestro deber con haber bordado la bandera ideológica que ellos están llamados a enarbolar para gloria de Dios, justicia de los muertos y salvación de las Españas.
Y nada más.
Fuente: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI
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