Revista FUERZA NUEVA, nº 516, 27-Nov-1976
EL ESPECTÁCULO
Un presidente de las Cortes (Torcuato Fdez. Miranda) que aceptó, en su día -tan sólo hace poco más de tres años-, la vicepresidencia de Carrero Blanco y quien no ha disimulado su proclividad presente por la reforma.
Un “procedimiento de urgencia”, cuya misma nomenclatura contraría aquel sosiego y meditación requeridos por la trascendencia implícita en todo cambio constitucional, y sobre el que se mantuvo, hasta el fin, alguna incógnita despejable únicamente por el presidente de la Cámara. Procedimiento que, además, merecería la tacha, desde la autoridad del obispo de Cuenca (mons. Guerra Campos), de “turbiedad… mantenida hasta última hora, que afecta a fibras íntimas de la dignidad humana, no ya de las Cortes-Institución”.
Un proyecto de reforma política, configurado por la tesis jacobina de la “Ley, como expresión de la voluntad soberana del pueblo” y por la dogmática rousseauniana dela soberanía popular opuesta in radice al ideario del Movimiento Nacional y a la concepción tradicional española de la Ley asentada en la filosofía católica y, en cambio, hermanas de las ideas informadoras de la republicana Constitución de 1931.
Un jefe de Gobierno (Adolfo Suárez), cuya trayectoria política pretérita discurre a través del SEU falangista, la tecnocracia con ligazones religiosas, la colaboración con el almirante Carrero y la UDPE. Y que, profesando ahora la fe democrática, accedería al Poder por la vía establecida dentro de un régimen autocrático -como se le califica desde la muerte de Franco- sin esperar el respaldo de la elección popular.
Un ministro de Justicia (Landelino Lavilla) que invoca el Estado de Derecho, cuando desde hace cerca de un año permanecen inaplicables parcelas amplias del orden jurídico, sin haberse derogado por los órganos competentes.
Al lado de lo anterior, un ponente -don Fernando Suárez- que alcanzaría la apoteosis de la dialéctica al defender la posibilidad de variar los Principios del Movimiento jurados por él y por los demás procuradores y autoridades del Reino, como “permanentes e inalterables”, “por su propia naturaleza”.
Otro ponente -don Miguel Primo de Rivera-, que ostenta el título otorgado a José Antonio por haber ofrendado su vida en defensa viril de una doctrina donde se proclama sin la mínima concesión al equívoco: “Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido…”, para esculpir dentro de sus puntos programáticos: “Nadie participará a través de los partidos políticos. Se abolirá implacablemente el sistema de los partidos políticos con todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos en lucha y Parlamento del tipo conocido” (…) Y ponente -el duque de Primo de Rivera- que, al parecer, no tropezó con ningún reparo, cuando, después de haber votado ya la Ley de Partidos Políticos, asumió la defensa del proyecto liquidador de la representatividad orgánica y que restaura la democracia rousseauniana y su concepción voluntarista de la ley, además de la representación por bandos en lucha y el Parlamento de tipo conocido.
El secretario general técnico de Carrero -señor Meilán- interviniendo en el debate a favor de la reforma.
El debelador de la partitocracia y heraldo del crepúsculo de las ideologías (G. Fernández de la Mora), hoy más pujantes que nunca -quien ya sorprendiera con motivo de la ausencia al votarse la normativa de los partidos políticos- dando su voto a la reforma.
Quienes cantaron ayer las excelencias de la Ley Orgánica (1966) al presentarla al pueblo, propiciando también su derogación.
Y la Alianza Popular, la agrupación cuyo propósito es encuadrar a los franquistas, tras la claudicación progresiva en la defensa del Senado corporativo, y de la elaboración por la Cámara de la norma electoral, centrando la pugna parlamentaria en el sistema mayoritario, sin haber intentado siquiera salvaguardar alguno de los postulados de Franco, la Cruzada y el Estado del 18 de Julio, con lo que prueba su predisposición notoria a emular a la C.E.D.A., aunque sin las concomitancias vaticanistas.
El voto de tanto “leal hasta la muerte” … pero ¡hasta la muerte de Franco!, y el aplauso recíproco de los procuradores y del presidente Suárez.
Poco después, en el Congreso sobre ley electoral, en cuyo desarrollo varios partícipes -alguno extranjero- coincidiendo “por casualidad” con lo que se discutía en las Cortes, propugnaron el régimen proporcional, el profesor Duverger se permitía otorgar el “visto bueno” al Gobierno de España, declarando: “El Gobierno Suárez ha actuado correctamente en la etapa preconstitucional”.
Así se desarrolló la metamorfosis de la Monarquía tradicional, católica, social y representativa en “Monarquía democrática”; antinomia, esta última, cuyo desenlace lógico -y, al decirlo, no exponemos ningún deseo personal- suele ser la sustitución de la Corona por el gorro frigio. Quienes lo han propiciado suponemos que tendrán conciencia del riesgo.
Luego, el pueblo, en la madrileña plaza de Oriente. Más de un cuarto de millón de españoles –“Diario 16” dio la cifra de cinco mil personas. “ABC” la de “decenas de miles”. TVE hablaría de “por encima de ciento cincuenta mil asistentes, cuando el observador menos perspicaz pudo calcular, sobre las cifras divulgadas a propósito de otras manifestaciones pasadas que no bajaba del cuarto de millón- para rendir homenaje al Caudillo y al Fundador. Las viejas banderas cargadas de gloria alzadas junto a las recientes de Fuerza Nueva, hermanadas, mientras las gargantas gritaban: ¡Raimundo, Girón y Blas Piñar! y enronquecían proclamando lealtades a Franco y a la Cruzada y expresando su hostilidad a la reforma y a quienes la han hecho posible. Hay pueblo: el de las sanas gentes de España que jamás recibirían las treinta monedas para abdicar de los ideales que promovieron el Estado del 18 de Julio. Aunque se clarearon las filas, han mejorado en calidad y pureza. Y para remate, más jóvenes que nunca (…)
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