EL DISCURSO
Señor presidente, compañeros de la Ponencia, de la Comisión y de la Cámara:
Creo que el tema que hoy ocupa nuestra atención es de importancia decisiva. Lo que se somete a nuestro estudio, aunque no sea más que en vía de consulta –puesto que cuanto aquí se acuerde no vincula al Gobierno (de conformidad con el Artículo 98, p.º 2.º, del Reglamento de las Cortes españolas)–, es, a mi modesto juicio, algo que excede de lo que de ordinario se rotula con la etiqueta de Tratado Comercial.
Es cierto que debiendo oír el Ejecutivo el dictamen de esta Comisión (y sólo de esta Comisión, puesto que se ha negado a escuchar al Pleno, cuya opinión hubiera podido requerir de acuerdo con la facultad que le concede el Artículo 10, p.º 1.º, letra m, y p.º 2.º), y sólo oír, la responsabilidad de las Cortes, en el supuesto de que la ratificación del Tratado se produzca, queda paliada y disminuida. El poder decisorio no nos corresponde, y el Gobierno puede ratificar, aun cuando nuestro voto unánime fuese adverso a la ratificación.
Ello no obstante, estimo que la gravedad del caso que nos ocupa no aminora la responsabilidad de los miembros de esta Comisión. Nuestro deber nos pide, pese a la carencia de posibilidades coercitivas, examinar el Tratado y su contorno político, social y económico, con el máximo detenimiento, a fin de evacuar la consulta que de nosotros se requiere, con toda objetividad, sin marginación de consideraciones que podrían escaparse por la premura o por el clima psicológico que nos envuelve. Sólo así nos será posible ofrecer al Gobierno, con el más elevado y sincero espíritu de colaboración, un dictamen serio y meditado sobre la procedencia o improcedencia de la ratificación. Lo que el Gobierno decida, una vez emitido nuestro dictamen, no es ya de nuestra incumbencia. El Gobierno, y sólo el Gobierno, habrá de responder de la resolución que en definitiva adopte.
* * *
Os decía antes que el Protocolo que se somete a nuestro estudio excede de lo que, de ordinario, se rotula con la etiqueta de Tratado Comercial, y la afirmación no es gratuita.
El Tratado Comercial simple se limita a dar una disciplina jurídica al intercambio mercantil entre dos países. Ahora bien, el protocolo que ahora examinamos excede del marco normal de esta calificación, por las siguientes razones:
1.º Porque una de las partes contratantes es la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en la que concurren características y circunstancias que la configuran con una especialísima singularidad;
2.º porque, precisamente, y sin duda por esta especialísima singularidad, se insertan e injertan en el Tratado unos privilegios diplomáticos, subjetivos y objetivos, que lo desnaturalizan;
3.º porque estando concebido el Tratado como un todo, que se ratifica o se rechaza, no cabe un escamoteo de la cuestión, polarizando el debate en torno a su aspecto comercial y soslayando, como accesorio, el tema político;
4.º porque, como ha declarado en repetidas ocasiones el ministro de Asuntos Exteriores, este Tratado es un paso hacia adelante –y a mi manera de ver decisivo– en la línea, ya iniciada por su predecesor, de apertura al Este, y un primer paso hacia la normalización de las relaciones diplomáticas con la URSS y con todos los países comunistas, y
5.º porque hay una abierta contradicción entre las afirmaciones de principio que subrayan la política exterior del titular de la cartera y la firma, y posible ratificación, del Tratado con la URSS.
* * *
Quisiera, señor presidente, hacer una exposición breve, clara y ojalá que con fuerza suasoria, de las razones que acabo de alegar, de los argumentos que se esgrimen postulando la ratificación, de las consideraciones a que antes hice general referencia, y que debo especificar que se oponen a tales argumentos, y de mi opinión personal, que desearía que mis compañeros compartiesen –pero que no trato de imponer, como es lógico–, sobre la conveniencia de que nuestro dictamen sea negativo.
Señor presidente: ya sé que el Artículo 75 del Reglamento de las Cortes me señala tan sólo para hacer uso de la palabra un tiempo no superior a media hora. Pero también me consta, señor presidente, que cuando la importancia del asunto lo requiere, puede concederse al procurador, de un modo discrecional, el tiempo que necesita para defender su enmienda. Creo que la importancia del asunto es innegable, pero aun cuando no lo fuera, desde ahora me acojo a la bondad del señor presidente y a su flexibilidad en la interpretación del Reglamento para que abra un margen amplísimo de confianza cronológica a la intervención oral que comienza ahora su curso.
Con la seguridad de esta concesión y de esta confianza, prosigo, señor presidente.
I
UNA DE LAS PARTES CONTRATANTES ES LA URSS
«El comunismo es intrínsecamente perverso», afirmó Pío [XI]. Pues bien; salvo que esta afirmación de Pío [XI] sea, como dijo un sacerdote en la homilía dominical, una equivocación imperdonable, no cabe duda que todo contacto, diálogo y entendimiento por vía directa o indirecta con el comunismo, debe ser objeto de madura reflexión, y ello sin perjuicio de lo que al respecto en última instancia se resuelva.
Sentado esto, que me parece incontrovertible, el contacto, diálogo o entendimiento –pues admito de arranque cualquiera de los matices– con la URSS, debe ser objeto de madura reflexión, toda vez que la URSS –y nadie podrá negarlo– es el centro, o al menos uno de los centros, de la conspiración comunista universal. El Estado soviético ha nacido, se ha constituido y se halla plenamente, vocacionalmente, totalitariamente, al servicio del comunismo y de su implantación universal, no excluyendo, como es lógico, a España, como lo demuestra no sólo su gravísima implicación en nuestra guerra y en las campañas contra el Régimen después de la guerra, sino el propósito enunciado por Lenin: «Después de Rusia, España».
II
SE INJERTAN E INSERTAN PRIVILEGIOS DIPLOMÁTICOS
Yo no conozco, señores procuradores, en la historia de nuestros tratados comerciales, uno, como el que ahora estudiamos, en que se concedan los privilegios que señalan, con respecto a la persona y a las cosas, los artículos del Protocolo.
Podrá decirse que en los convenios suscritos por España con los Gobiernos de otros países comunistas aparecen ya tales privilegios. Pero no se olvide que en los mismos –aparte de la anomalía que ello puede representar– se establecen también unas relaciones consulares, relaciones de las que no se habla en el Tratado Comercial con la URSS.
Decía un semanario barcelonés («Mundo», 11-11-72) que «realmente los «comerciantes» rusos en Madrid, y los españoles en Moscú, van a gozar de una situación realmente envidiable para los miembros de cualquier cámara de comercio del mundo entero».
¿Dónde podemos encontrar punto de apoyo para el «status» peculiar que a estos «comerciantes» concede el Tratado, mediante la yuxtaposición de privilegios diplomáticos?
Pienso, señores, que ese punto de apoyo está: o en el hecho de que con el Tratado se pone en marcha una política de plena normalización de relaciones diplomáticas, para lo cual se recurre al procedimiento, no sé si tímido o vergonzante, de la inserción de que venimos hablando; o en el temor, justificado sin duda, de que pueda existir extralimitación grave, por las personas acreditadas en los países respectivos, de sus funciones de carácter estrictamente comercial.
El primer caso, es decir, el de la puesta en marcha de un entendimiento diplomático normal y pleno con la URSS, lo estudiaremos más adelante en evitación de reincidencias.
El segundo caso, el de temor a desviaciones funcionales, por parte de los que, para entendernos, podríamos llamar «personas acreditadas», debe atraer nuestra atención.
En efecto, ¿por qué a los agentes comerciales soviéticos acreditados en Madrid se conceden tales privilegios? Pues se conceden, podrá argüirse, para la seguridad de los agentes comerciales españoles en Moscú, habiéndose pactado, para ello, un régimen de reciprocidad.
Ahora bien, los puros agentes comerciales de España en cualquier otro país carecen de privilegios diplomáticos, y carecen de tales privilegios porque su seguridad personal y el cumplimiento de su cometido no encuentra trabas de ningún género. Tampoco gozan de tales privilegios los agentes comerciales extranjeros en España, por idénticas razones.
Estamos otra vez ante un caso de singularidad. El Gobierno español, pese a sus buenos deseos y a sus propósitos de distensión, no ignora el régimen de terror que impera en la URSS y aspira, y hace bien, a que los ciudadanos que allí representan los intereses comerciales de España puedan escapar al mismo en el caso de que el aparato de terror pretendiera desplegarse sobre ellos. No seré yo, precisamente, quien le censure por tal motivo. Lo que ocurre es que, por razón de la reciprocidad apuntada, tiene que aceptar la concesión de privilegios idénticos para los «acreditados» en Madrid y ello a sabiendas de que los agentes comerciales españoles sólo serán agentes comerciales y no agentes del Movimiento, y de que los «acreditados» soviéticos, tanto por razón de la doctrina inspiradora del Estado a que sirven como por la prueba concluyente, a que más tarde aludiremos, de la experiencia universal, serán, ante todo y sobre todo, agentes en España, con protección oficial, de la conspiración comunista, que tiene en la URSS su centro, o al menos uno de sus más importantes centros directores.
Creo que una realidad como la expuesta nos obliga a meditar seriamente antes de formular nuestro voto a favor o en contra de la ratificación de este Tratado Comercial «sui generis».
III
NO PUEDE SOSLAYARSE EL TEMA POLÍTICO
La política exterior de un país, si es auténtica, es como el semblante de su política interior. El espíritu que anima a éste aflora a través de aquélla.
Si esto es así, si no estamos ante una argucia, ante una máscara o camuflaje que la situación internacional nos impone, si nuestra política exterior de apertura a los países comunistas es realmente sincera, tendremos que preguntar, y yo desde luego me lo pregunto –dando por supuesta dicha autenticidad–, si el cambio de nuestra política exterior responde y es consecuencia obligada y lógica de un cambio previo de nuestra política interior.
Según el agudo comentario de un especialista francés en política internacional, «la declaración hecha por el señor López Bravo de que España «debe participar en la Conferencia de Seguridad Europea con todos los países de este continente, sin distinción de régimen político», es prueba de una mutación profunda en el seno de la sociedad española…, de un cambio de espíritu y mentalidad por el que el mundo debe felicitarse» (citado en «Informatodo», 1971, pág. 585).
Y aquí está el nervio del asunto. Este cambio evidente de la política exterior española, ¿responde a un cambio de mentalidad de la política interior? Y a esta pregunta sigue otra: ¿se halla este cambio en la línea de la continuidad y de la evolución homogénea del Régimen, o supone, por el contrario, una discontinuidad, una evolución heterogénea, y por ello mismo extraña a su filosofía?
Tales son las preguntas a las que, implícitamente, vamos a dar contestación al emitir nuestro dictamen consultivo sobre el Tratado con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
El cambio de la política exterior con respecto a los países comunistas, y en especial a Rusia, es indiscutible. El mismo Régimen que a través de su ministro de Asuntos Exteriores dijo con énfasis desde los balcones de la Secretaría General del Movimiento: «¡Camaradas! ¡Rusia es culpable!... ¡Culpable de nuestra guerra civil, culpable de la muerte de José Antonio, nuestro Fundador!... ¡Culpable de la muerte de tantos y tantos camaradas y soldados caídos en aquélla por la opresión del comunismo!», es el mismo que, a través de otro ministro de Asuntos Exteriores, inicia los contactos con Moscú en una escala técnica en su aeropuerto, autoriza una delegación marítima soviética en Madrid, el fondeo de la flota pesquera rusa en Santa Cruz de Tenerife, la empresa mixta Sovispan, para el abastecimiento de dicha flota, el funcionamiento en España de la agencia oficial de prensa Tass, y formaliza en París, el 15 de septiembre pasado, el Protocolo con la URSS, pendiente de ratificación, que ahora nos ocupa.
Yo recuerdo que cuando la evolución apuntada tuvo comienzo –y conste que no pretendo ahora calificarla como homogénea o heterogénea–, se puso en juego la palabra liberalización, la cual tiene raíz idéntica a las palabras liberal y liberalismo. Yo, entonces, pensé, ingenuamente, si la utilización de aquella palabra, que tuvo una acepción a primera vista puramente económica, era, a la vez, un expediente hábil para comenzar un cambio, en la acepción política, de la mentalidad que iba a presidir en el futuro las tareas de gobierno.
Que no andaba muy descaminado lo prueba el hecho de que el titular de la cartera de Asuntos Exteriores, en una entrevista famosa que concedió para un periódico de Madrid a un profesional de la prensa, se declaró «liberal reprimido» y «más de lo que usted –hablaba con el periodista– se puede figurar» («ABC» dominical, 2-7-72, página 24).
Esta declaración es, para mí, importante, y, además, esclarecedora del cambio producido en nuestra política exterior, y digo que es esclarecedora e importante porque, como el titular de la cartera aseguró en las mismas declaraciones, «el ministro de Asuntos Exteriores, en sus aciertos o en sus errores, de alguna manera compromete al Estado, mientras que los otros Departamentos afectan a un ámbito más reducido».
Por ello, y teniendo en cuenta que el ministro, como tuvo en dicha ocasión la oportunidad de advertir, coloca a la misma altura la libertad y la responsabilidad, hemos de deducir que, haciendo uso de su libertad, a la que tiene perfecto derecho, y sin eludir la responsabilidad, de la que no puede excusarse –y, por ello mismo, comprometiendo al Estado que representa–, se ha proclamado liberal, aunque sea reprimido.
Pero la ideología que se profesa, y que se profesa públicamente, debe marcar la pauta de la conducta política, en el interior y en el exterior, salvo que se caiga en el pecado de la inautenticidad.
Pues bien; según Franco, jefe del Estado español, «no puede concebirse un sistema más dañino que el de la democracia liberal para los intereses de la Patria y para el bienestar de los españoles» (17-5-1955); «la consecuencia del liberalismo fue el ocaso de España» (3-6-1950); «el mayor error del liberalismo es su negación de toda categoría permanente de razón, su relativismo absoluto y radical» (2-10-1961).
Por su parte, el vicepresidente del Gobierno, don Luis Carrero Blanco, en su discurso de felicitación a Franco de hace tan sólo unos días, aseguró que «el liberalismo… es el sistema político más favorable para debilitar a los pueblos y favorecer con esta debilidad el que puedan caer en las garras (del comunismo)».
Me parece que la cuestión, precisamente tratando de la llamada apertura al Este y del Tratado con la URSS, la he planteado con toda nitidez y en un plano completamente objetivo, como quien analiza una situación alejado de ella, desapasionadamente y con absoluta imparcialidad.
En principio, y desde este observatorio imparcial en que he querido colocarme, yo no me atrevería a decir si el Tratado Comercial «sui generis» suscrito con la URSS responde o no a una mentalidad liberal incrustada en el Estado. Pero, una de dos, o responde a una mentalidad liberal, y entonces la política exterior que se realiza se halla en contradicción con la filosofía que nutre al Estado, lo compromete y desvía de manera grave; o se halla concorde con esa filosofía, y entonces aquella política se halla en contradicción con la mentalidad y con la ideología de quien la asume y dirige.
En ambos supuestos estimo que hay que meditar muy seriamente antes de emitir dictamen sobre la ratificación del Tratado con la URSS, uno de los hitos más importantes y decisorios de la política exterior del Gobierno.
IV
ES UN PASO HACIA ADELANTE EN LA APERTURA AL ESTE Y HACIA LA ANUNCIADA NORMALIZACIÓN DE RELACIONES DIPLOMÁTICAS
La orientación oficial aparece clara –y hemos de agradecer esta claridad– en el prólogo del ministro de Asuntos Exteriores al libro de Samuel Pisar «Transacciones entre el Este y el Oeste», publicado por Dopesa, editorial que forma parte de los negocios de Sebastián Auger.
Aunque el libro tiene un alcance práctico y orienta sobre mercados, forma de negociar y de resolver los posibles litigios, el titular de la cartera abre el volumen con unas consideraciones doctrinales muy jugosas, que ponen de relieve su pensamiento.
Para el señor López Bravo, «tras el triunfo de los bolcheviques en la revolución de 1917, el mundo occidental trató de aislar a Rusia por el temor al contagio ideológico y porque se suponía que su aspiración iba a consistir en imponer a los restantes países del globo, por todos los medios a su alcance, la revolución anunciada por sus doctrinarios». «La oposición –sigue diciendo López Bravo– se creyó insalvable». «La realidad –continúa– ha demostrado que se trataba de un «enfoque simplista»», de tal modo que la «lucha entre los dos bloques político-económicos ha pasado hoy a la historia», debido, sin duda, al «pragmatismo reinante en el mundo».
El señor López Bravo destaca los «admirables esfuerzos de ambos sistemas», y convencido de que sólo la imaginación de los trasnochados puede pensar en que la URSS y los comunistas pretenden imponer su ideología y su Gobierno a escala mundial, entiende que España «debe estar abierta a todas las corrientes mundiales de intercambio y cooperación, y entre ellas, a las que fluyen y refluyen de los países del Este de nuestro mismo continente, que constituyen una realidad que no cabe ignorar». De aquí, concluye el señor López Bravo, que «nuestra política exterior (tienda) a continuar el proceso de acercamiento con los países del Este europeo, hasta llegar a la meta que nos hemos propuesto de la plena normalización de los vínculos».
Con los respetos que me merece el titular de la cartera de Asuntos Exteriores, yo no he visto en tan breves líneas mayor número de dislates. Todo el drama del mundo moderno está planteado en torno a la voluntad perseverante de los bolcheviques de conquistar el mundo. Esta voluntad, desde 1917, se ha visto satisfecha en tales términos, que basta con pasar una ligera mirada sobre el globo terráqueo para ver que la suposición, que hace sonreír al ministro, es una trágica realidad que ha sumido en la esclavitud a millones y millones de hombres y arrancado la libertad y la soberanía a muchas naciones, y entre ellas a las que constituyen la marca oriental de nuestro mismo continente.
La frialdad e indiferencia del prólogo que comentamos no pueden soslayarse. En política no se construye tan sólo con abstracciones, no se manejan tan sólo palabras y conceptos. En la política, lo fundamental es el hombre, y, si me apuráis mucho, los hermanos, y en este caso los hermanos que sufren y gimen, los auténticos condenados a vivir en esos campos de concentración que son los países comunistas.
Por eso, cuando se habla de la apertura a las corrientes que fluyen y refluyen del Este, no se puede olvidar a las que nos traen prendida en sus ondas la amargura de los oprimidos, el lamento de los hermanos a los que nuestra insensibilidad, por no decir nuestro egoísmo suicida, desconoce y en el fondo desprecia, en su lenguaje oficial y en sus tratados comerciales «sui generis».
Pero si éstas son las líneas maestras del pensamiento oficial sobre la llamada apertura al Este, nada puede extrañarnos la firma del protocolo con la URSS. Este protocolo se encuadra en el marco general de la «Ostpolitik» española, en el que podemos distinguir:
a) Las relaciones consulares, con privilegios diplomáticos, establecidos con los países de régimen marxista.
Hoy las tenemos con todas las naciones europeas gobernadas por el Partido Comunista, a excepción de Albania y Yugoslavia. Por su parte, en la reunión de Viena del pasado mes de septiembre, a la que concurrieron, bajo la presidencia del subsecretario del Departamento, nuestros cónsules en los países del Este, se urgió que se elevasen a Embajadas las Delegaciones consulares.
b) Los contactos con China.
De ellos ha hablado la prensa. Y han sido corroborados por las conversaciones, en Nueva York, entre el ministro de Asuntos Exteriores y los representantes de Mao en las Naciones Unidas.
Por otra parte, la tesis oficialista de la apertura, antes expuesta, es aplicable a la China continental, que «cuantitativa y cualitativamente, ocupa un lugar destacado en la comunidad internacional» (López Bravo: declaraciones citadas en «ABC»).
La importación por una gran empresa comercial española de productos de la China comunista y la publicidad lanzada como estímulo para su venta son síntomas de que aquí estamos más allá de la especulación o del proyecto.
c) El apoyo de España a la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa.
El ministro de Asuntos Exteriores, en el marco solemne de la Asamblea General de las Naciones Unidas, afirmó el 4 de octubre de 1972: «España ha venido manteniendo una postura coherente de apoyo a la idea de celebrar una Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, que pueda ser un instrumento útil para la creación de un orden nuevo, mediante la aceptación de compromisos formales sobre la base del respeto a la independencia y soberanía de todos los Estados europeos».
d) La ayuda económica a los países que están al borde de caer bajo la dominación comunista.
Tal es el caso de Chile, a cuyo Gobierno de Unidad Popular –o de Frente Popular, para entendernos mejor–, presidido por Salvador Allende, que no se recata de proclamarse masón y de rendir cuentas de su quehacer político a la secta a que pertenece, se le acaba de conceder un préstamo de cuarenta millones de dólares.
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Prescindiendo del primer punto, el de las relaciones consulares con los países comunistas, que no precisa de más comentarios, permitidme unas sencillas observaciones sobre los otros puntos que acabo de enumerar.
– Por lo que respecta a los contactos con la China comunista, creo que los mismos colocan a España en una situación equívoca y llena de ambigüedades con relación a Formosa.
Si mantenemos con Taipeh la normalidad de vínculos que ambiciona el titular de la cartera de Asuntos Exteriores para con los países del Este, no nos explicamos cómo se coloca en tela de juicio la normalidad diplomática, anunciando desde ella y enfáticamente que queremos tener Embajada en Pekín, por cuanto significa «cualitativa y cuantitativamente la China comunista».
La situación es idéntica, pero más alarmante, porque entra más por los ojos, a la que se produciría en el caso de que un Gobierno extranjero con el que España mantiene relaciones normales hiciera públicos sus coqueteos con el Gobierno de la República en el exilio. Supongo que nuestro embajador recibiría instrucciones a fin de formular una justificada protesta.
Pero hay más. Dentro de esas relaciones amistosas con la China nacionalista, llegó a Madrid, en este otoño, una misión militar. Su llegada coincidió con la campaña publicitaria a que antes hicimos referencia. Los anuncios, prodigados en las calles y en los periódicos, no eran anuncios neutrales, estrictamente mercantiles. Eran, en realidad, propaganda política, con una miliciana de Mao como atractivo.
¿No quiere esto decir nada? A mí se me ofrecen muy distintas sugerencias, pero sólo me atrevo a indicar una: ¿podrían anunciarse en Pekín los productos españoles con grandes carteles en los que apareciera una muchacha de nuestra Sección Femenina, ataviada con boina roja y con camisa azul?
* * *
– Por lo que respecta a la Conferencia sobre Cooperación y Seguridad en Europa, resulta evidente que la misma tiene una inspiración rusa manifiesta y es una continuación de la inútil Conferencia de Ginebra, celebrada entre el 18 y el 23 de julio de 1955.
Pero, ¿qué es lo que pretende la URSS con la Conferencia de Helsinki? A juicio de los que mejor conocen el tema («Informe de un grupo de exiliados»), los objetivos que persigue la URSS son los siguientes: sancionar el «statu quo» europeo; legalizar la doctrina de la soberanía limitada, en la órbita comunista; asegurar la estabilidad política en el flanco occidental; eliminar a los Estados Unidos de la defensa de Europa; y reforzar la economía soviética con técnica y dinero de los países del mundo libre, a fin de consolidar su plataforma de asalto.
¿Pero es que el «statu quo» europeo no está reconocido? Pues no, al menos en la forma y con la universalidad que el comunismo requiere. Si las fronteras del despojo se impusieron y legitimaron en Yalta, esta imposición y esta legitimidad arbitraria tienen sólo la aquiescencia oficial de las grandes potencias que fueron aliadas de la URSS en la última contienda. Falta la adhesión de los demás países, de los neutrales y sobre todo de la Alemania Federal.
Este asentimiento es el que se pide a España. Se nos pide, pues, que ratifiquemos libremente una situación de injusticia en la que no tuvimos ni directa ni indirectamente ninguna intervención.
* * *
– Por lo que respecta al préstamo concedido a Chile, y que asciende a cuarenta millones de dólares, hemos de subrayar que se hace a un país en tránsito oficial hacia un sistema marxista de Gobierno, que ha suspendido sus pagos internacionales por quiebra casi total de su economía, hasta el punto de que, según frase de su presidente, ya no quedan divisas «ni para raspar la olla».
Pues bien, con cargo a este préstamo, España ha procedido a la financiación de una empresa mixta que han constituido en Santiago de Chile, el 12 de octubre pasado, ENASA, de una parte, y CORFO (Corporación de Fomento de Chile), de otra. El capital de la empresa asciende a veinte millones de dólares, de los que corresponde a ENASA (España) el 49 por 100, y a CORFO (Chile) el 51 por 100.
Pero lo curioso es que la total aportación de Chile, 10.200.000 dólares, se los cede precisamente España, a título de crédito. Es decir, que los veinte millones de dólares proceden en su totalidad de España.
En la referencia oficiosa, que tengo a la vista («Mundo Hispánico», número 296), se dice que el crédito español de 10.200.000 dólares se liquidará mediante la exportación a España de productos chilenos, de tal forma que el país hermano no tiene por este concepto nada que gastar en divisas.
La inquietud y la sospecha de nuestro compañero señor Rosillo, manifestada en una de las reuniones de esta Comisión, de que España, con una economía en desarrollo, necesitada por consiguiente de salida para sus productos, esté abriendo créditos para la importación de mercancías foráneas, tiene ahora confirmación plena.
No puede extrañar que Salvador Allende, que presidió el acto constitutivo de la empresa mixta ENASA-CORFO, dijera que «quería manifestar públicamente y pedirle al embajador que hiciera llegar al ministro de Asuntos Exteriores de España su reconocimiento por (su) decidido apoyo… y (por) la comprensión que ha tenido no sólo para la posibilidad de este convenio, sino para los problemas generales que afronta Chile».
V
HAY UNA CONTRADICCIÓN ENTRE LOS PRINCIPIOS QUE ANIMAN LA APERTURA AL ESTE Y LA FIRMA DEL TRATADO CON LA URSS
Yo suscribiría, y con muy escasas reservas, la «praxis» de nuestra política exterior con respecto a los países comunistas, si fuera verdad o casi totalmente verdad tanta belleza como se predica y ofrece.
Lo que ocurre, sin embargo, es que entre la doctrina y la realidad existe una oposición tan honda, que el rechazo del trasplante se produce en el acto.
En efecto, la doctrina oficial, diseminada, pero reiterada en diversas ocasiones, la entresacamos de dos textos: del discurso del ministro de Asuntos Exteriores en la última Asamblea General de las Naciones Unidas, y del prólogo al libro a que más arriba hicimos referencia.
En el discurso en la ONU el ministro acepta «compromisos formales, sobre la base del respeto a la independencia y soberanía de todos los Estados europeos».
En el prólogo, el ministro añade: «España quiere una convivencia leal con todos los pueblos que acepten sin reservas los principios de la relación internacional básica, es decir, el respeto por las formas de vida ajena y por los elementos que constituyen la propia personalidad nacional».
Es decir, que la doctrina oficial admite, como es lógico, que hay una relación internacional básica. Si esa relación se elude o se quiebra, no puede haber ni compromisos formales ni convivencia leal. Luego, con un silogismo riguroso, si no se dan los elementos fundamentales, esenciales, constitutivos de la relación internacional básica, nos estará vedado, por fidelidad a la doctrina que preside nuestra política exterior, suscribir tratados (compromisos formales) que regulen jurídicamente una convivencia imposible.
Sólo nos queda examinar, para obtener la conclusión correspondiente, si se dan o no se dan, en el caso que ahora nos ocupa, y en todos los que hacen relación a los países comunistas, los supuestos esenciales de la relación internacional básica.
En la doctrina oficial se consideran como tales supuestos esenciales: que el convenio tenga lugar entre Estados; que estos Estados respeten de un modo recíproco su independencia y soberanía; que este respeto alcance también carácter recíproco a las formas de vida y a la personalidad nacional de cada uno de ellos.
Pues bien; cuando se negocia con un país gobernado por un régimen comunista, no se negocia con un Estado, y por ello la parte comunista no puede obligarse a esa gama de respetos que exige como indispensable la relación internacional básica.
En efecto, ¿qué es un Estado?. Como dice Horia Sima («¿Qué es el comunismo?», Editorial Fuerza Nueva, Madrid, 1971, págs. 23 y s.): «La existencia de un Estado viene condicionada por tres factores: un territorio, una población y una autoridad central que representa sus intereses y aspiraciones. La sustancia del Estado es la nación. La nación se organiza sobre un territorio, con vista al cumplimiento de su destino histórico. La estructura de los Estados comunistas es diferente. Éstos se presentan amputados. De los tres factores que constituyen un Estado, aquéllos no poseen más que el territorio. Por consiguiente, no pueden ser considerados más que como simples expresiones geográficas. Son Estados muertos, Estados sin pueblo. Evidentemente, las naciones existen (pero llevan) una existencia oscura…, paralela (y) ajena al Estado. ¿Dónde encontramos a las naciones en los Estados comunistas? En los campos de concentración o reducidas al estado de animales de trabajo. En un Estado comunista la nación está detenida en su totalidad y vive como en una gigantesca prisión. Las fronteras están herméticamente cerradas y vigiladas por guardianes feroces para que nadie se escape de aquélla.
»Una vez apartadas las naciones de la formación de los Estados comunistas, estos Estados no pueden izar la bandera de la soberanía nacional. No son Estados independientes, y ni siquiera autónomos. Existe, es verdad, una autoridad central, un Gobierno…, pero (la) autoridad no emana de la nación… La nación creadora del Estado yace encadenada… Los que hablan en su nombre, las personas que aparecen con títulos de jefes de Estado, jefes de partido o de Gobierno, representan en realidad una superestructura impuesta a la nación por otra fuerza.
»La autoridad central en un Estado comunista está bajo el control de la Internacional Comunista, de la organización mundial que manda por medio de sus personas de confianza a todos los Estados comunistas. En realidad, los Estados comunistas representan los límites de la expansión del imperialismo comunista. Son sus nuevas conquistas, sus nuevas anexiones, sus nuevas provincias.
»Todo lo que se ve (de) un Estado comunista, desde el Gobierno hasta un comité deportivo, forma parte del aparato de terror y sirve a la expansión del comunismo en el mundo.
»Si fuera suprimido el aparato de terror, lo cual no puede ocurrir mientras detrás de él vigile la fuerza mundial del comunismo, entonces automáticamente se (desharía) la fachada engañosa de los Estados comunistas, con todas sus ramificaciones, y la nación saldría triunfante a la luz».
Creo que el tema está expuesto por Horia Sima de un modo magistral. El telón de bambú, la cortina de hierro, el muro de Berlín son símbolos de esas cárceles gigantescas; y los levantamientos populares aplastados por los tanques soviéticos prueban la vida oscura y esclavizada de las naciones y la fuerza irresistible del inmenso aparato de terror que es el comunismo.
Ahora bien, si los Estados comunistas no son Estados propiamente dichos, sino puros aparatos de terror, el primero de los requisitos esenciales de la relación internacional básica no existe. Los organizadores de un congreso de municipios se entienden con los alcaldes, pero no con los jefes de los campos de concentración. Confundir o identificar a unos y otros sería un insulto para los primeros y, además, un error inconcebible e imperdonable.
Pero si los Estados comunistas no son Estados, no pueden obligarse a respetar la independencia y la soberanía de los Estados que con ellos contratan. «¿Acaso los países comunistas tienen independencia política?», preguntaba el vicepresidente del Gobierno en su discurso del pasado día 7. Pues si ellos mismos carecen de independencia y de soberanía, si son puras anexiones, ¿cómo podrán obligarse a mantener un estricto respeto a la independencia y a la soberanía ajenas?.
Los Estados comunistas no tienen política exterior propia. Su política exterior está dictada; e incluso cuando aparecen y airean conatos de autodeterminación, los mismos están insertos en el cuadro general de esa política única, que intenta la confusión y el ablandamiento del adversario.
La famosa doctrina Breznev o de la soberanía limitada nos advierte que son acertados nuestros puntos de vista, ya que tal doctrina justifica la intervención armada de la URSS en cualquier país socialista, si lleva a cabo ciertas reformas que Moscú considera como una amenaza a la comunidad soviética.
De lo dicho resulta que falta el otro de los principios esenciales de la relación internacional básica, ya que, por una parte, un Estado clásico no puede respetar la independencia y la soberanía de otro comunista, pues no puede respetarse lo que un Estado comunista no tiene; y un Estado comunista, precisamente por carecer de soberanía y de independencia, no puede obligarse a respetar la independencia y la soberanía de los demás.
Todo esto, que es de aplicación inexcusable a los Estados comunistas, tiene vigencia con respecto a la URSS y al Tratado Comercial «sui generis» objeto del debate; porque, en última instancia, la sede central del aparato de terror se halla en la gran metrópoli del imperialismo marxista. ¿Y cómo podrá la URSS, que ha dado pruebas de su voluntad continuada de expansión por toda clase métodos, que actúa constantemente en las naciones libres, azuzando la subversión, fomentando la disgregación moral y aprovechando todas las situaciones de conflicto, renunciar a su propósito de aprisionar al mundo, a todo el mundo, con la hoz y el martillo?. Y España, por muchas razones, sigue siendo una de sus metas más apetecidas.
Diréis, como quizá nos dice el ministro de Asuntos Exteriores: ¿es que no va a ser posible una quiebra, un desmayo, un abandono en ese proyecto de dominación universal?. Sin duda que en ocasiones hay síntomas que, dado nuestro deseo, que yo comparto, de distensión, parecen indicar que la oposición no es insalvable. Pero la realidad, por desgracia, no es como nosotros la imaginamos. El «vals de Lenin», «dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás», permitió a la URSS transigir y perder a Letonia, Estonia y Lituania, para recuperarlas después, y retirarse de Austria, para seguir al acecho. Mientras, ha ganado la Alemania de Pankow, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía. Dos pasos hacia adelante y uno, muy pequeño, hacia atrás. El balance es positivo.
Señores procuradores: yo advierto que nuestra política internacional con respecto a los países comunistas plantea una cuestión de principio, que es muy grave. Por un lado, hay una falta de consecuencia y coordinación entre la línea fundamental del pensamiento del ministro y los escalones que vamos ascendiendo en el amplio y anunciado camino de apertura sin límite, y digo sin límite, porque creo haber demostrado la ausencia en el mismo de los supuestos esenciales de la relación internacional básica. De otro lado, hay también, a mi juicio, una contradicción de fondo entre los puntos de vista del ministro de Asuntos Exteriores y los del vicepresidente del Gobierno.
El señor López Bravo cree posible la convivencia leal con los países comunistas, cree que «las transacciones económicas, financieras y comerciales entre el Este y el Oeste suponen a la larga un factor positivo para una auténtica distensión… (y estima que la política de apertura) genera una ininterrumpida cooperación, como garantía de paz» (En el prólogo aludido). El Señor López Bravo es, en suma, coexistencialista.
El señor Carrero Blanco no opina lo mismo en materia tan decisiva para España y para el mundo. El señor Carrero Blanco mantiene idéntica doctrina a la que Franco expuso en repetidas ocasiones, aunque, como es lógico, lo haga con palabras distintas. Las palabras del Señor Carrero Blanco dicen así: «La URSS no entiende más paz posible en el mundo que la transformación de éste en una República Soviética universal. Cuando hablan de coexistencialismo mienten; cuando hablan de asegurar la paz mienten. Estos hombres que dirigen la URSS… no son más que una especie de monstruos, que asesinan con la mayor sangre fría, que en su grotesca soberbia niegan a Dios, que no tienen concepto de la verdad ni de la mentira, ni de lo que es justo o injusto, ni de lo que es hacer honor a la propia palabra, ni de lo que significa la fidelidad a un acuerdo. Y no lo tienen, por principio, por doctrina. No es posible tratar con ellos. Nunca podrá haber la más mínima garantía de que cumplieran nada de lo que con ellos se conviniera. El coexistencialismo, con el que tratan de engañar (al) mundo…, para más fácilmente aniquilarlo…, es tan irrealizable como el pretender hacer de un cedro un catedrático de filosofía. Esto –concluye el señor Carrero Blanco– sólo lo pueden negar los necios o los cómplices del comunismo» (Juan de la Cosa: «Las modernas Torres de Babel», Ed. Idea, Madrid, 1956, págs. 470 y s.).
Yo, naturalmente, me adhiero a los puntos de vista del señor Carrero, y, por eso, me pregunto con él si se ha pensado en las posibilidades que se brindan a la URSS «dentro de los países de Occidente con sus representaciones diplomáticas», y si el Gobierno español está decidido a brindarlas también a la URSS, iniciando este brindis con las inmunidades y privilegios que se insertan e injertan en el Tratado Comercial que estudiamos.
Porque no se olvide que en el Tratado «sui generis» que nos ocupa falta también la última exigencia de la relación internacional básica, que exige la tesis del titular de la cartera de Asuntos Exteriores, y es que la otra parte respete nuestra forma peculiar de vida y los elementos que constituyen la propia personalidad nacional. Por principio, por ánimo de revancha y por hallarse en la estrategia inicial de Lenin, la URSS ha hecho gala y sigue haciendo gala de enemistad manifiesta contra esa forma de vida y contra los elementos básicos de la personalidad de la nación española, pretendiendo cambiarla de signo, alienarla y enmadejarla en la superestructura mundial comunista.
Ahí están no sólo la intervención soviética en España durante la guerra de liberación de 1936 a 1939, sino las constantes maniobras de la URSS para considerar a España, país neutral, como país vencido en la última contienda; las campañas de agitación universal contra el Régimen, como la promovida con motivo del Consejo de Guerra de Burgos; las emisiones de radio insultantes e incitadoras de la subversión; el envío de agentes para promover disturbios. De todo ello nos da noticia puntual la prensa, y todo ello es objeto de observación y también de indignación y de escándalo por parte de todos los buenos españoles; y de todo ello hay informes oficiales y oficiosos que incriminan a la URSS y que no creo que ahora se puedan negar o retirar de la circulación. (Ver, entre otros, «Apuntes para la Historia. La ofensiva comunista contra España. “Caso español en la ONU”. (Enero-Abril de 1946)», O.I.E., Madrid).
¿No son tales consideraciones objetivas y sensatas? ¿No nos obligan a reflexionar seriamente antes de emitir dictamen sobre la ratificación del Tratado con la URSS?.
Se dirá, y admito como base dialéctica la objeción, que todo lo que acabo de exponer es respetable y hasta lógico, pero que a la hora de la verdad, al descender con el pragmatismo que seduce a nuestra política exterior, las pesetas son las pesetas; las naciones no tienen amigos, sino intereses; no se puede ignorar a los países comunistas; no se dialoga ni se transige con las ideologías adversas, sino que se dialoga y se pacta con los Estados; y, en última instancia, la política de apertura a los países comunistas tiene el aval de Francisco Franco.
Como aspiro a que mi intervención, en materia tan decisiva como la presente, no margine ningún aspecto de la misma, quiero examinar y deshojar los cinco pétalos de esta margarita dialéctica. Examinemos, pues, cada uno de los cinco argumentos a que, en síntesis, se reduce la campaña a favor del Tratado con la URSS y de la política de apertura al Este.
A) Las pesetas son las pesetas
Naturalmente, y no seré yo quien lo niegue. Como el comercio es el comercio, y el turismo es el turismo (ver Manuel Fernández Areal, director de «Mundo», en esta revista, 11-11-72, pág. 9), y el arte es el arte.
Pero, dicho esto, no está dicho todo, porque hay pesetas de cuño legal y pesetas falsas; y hay pesetas que se ganan honradamente y hay pesetas que se consiguen con engaño o por la violencia; y hasta hay indemnizaciones en pesetas que se pagan voluntariamente, y otras que se hacen efectivas, ante la resistencia o morosidad del deudor, por vía judicial de embargo y de subasta, y otras, finalmente, que no se hacen efectivas, condonadas por medio del indulto. En cuestión de pesetas habría mucho que hablar y el tema nos llevaría muy lejos, adentrándonos en zonas cuya peligrosidad es manifiesta y que ahora no es el caso de poner a examen.
Con el turismo y con el arte pasa exactamente lo mismo. Hay turismo apetecible y turismo rechazable, como el que en tantas ocasiones produce escándalo en nuestros pueblos, propaga la droga o la pornografía, o insulta a la bandera o al Jefe del Estado. Hay arte, sin dejar de ser arte, positivo o negativo por razón de su objeto y del fin que el autor pretende con la obra expuesta; y así, el cuadro de Zuloaga sobre el Alcázar desmantelado y en ruinas, para mí, es positivo, porque es un elogio al heroísmo de la España nacional, quintaesenciado en la fortaleza toledana, mientras que «Guernica», el cuadro de Pablo Ruiz Picasso, es un insulto al Ejército español y a Francisco Franco.
Pues bien; lo mismo que sucede con las pesetas, con el turismo y con el arte, ocurre con el comercio. Por muy declamatoria y aséptica que resulte la frase «el comercio es el comercio», no merece la misma calificación la trata de blancas que la venta de panecillos, ni las transacciones legales con el exterior que rinden tributo a la aduana, que aquéllos que la eluden y terminan en el Tribunal de contrabando.
En un semanario barcelonés, entusiasta defensor de la apertura, se ha escrito: «Al fin y al cabo, todo se compra, todo se vende». Quizá crea quien está dispuesto a convertirse en materia venal que todo el mundo es así, que ya no hay dignidad, ni hombría de bien, ni espíritu de sacrificio bastante que se resista a entrar en el mercado de las conciencias. Afortunadamente, sin embargo, y con la ayuda de Dios, todavía hay cosas y todavía hay hombres, pese al pragmatismo reinante, que son «extra comercium», como decían los romanos, que están fuera del comercio de los hombres.
Pero sigamos adelante. Cuando se inicia una polémica hay que admitir, aun cuando no se acepta la propuesta, una base de discusión. Pues bien: yo, que no acepto la tesis absoluta de que las pesetas son las pesetas, la admito para entrar en el diálogo.
De acuerdo, pues, en que las pesetas son las pesetas. Pero, ¿dónde están?. Creo que Cuba, país con el que nuestra balanza de pagos es favorable, nos debe algo así como dos mil millones de pesetas. ¿Dónde están, pues, las pesetas que tanto necesita España para su desarrollo?
Tengo a la vista los datos oficiales sobre el comercio exterior de España con los países comunistas. De tales datos oficiales resulta que en pesetas el saldo de nuestro comercio exterior con la URSS ha sido deficitario y que perdimos, en 1967, 516 millones de pesetas; en 1968, 77 millones de pesetas; en 1969, 1.152 millones de pesetas; en 1970, 266 millones de pesetas; y en 1971, 221 millones de pesetas.
Las pesetas son, sin duda, las pesetas. Pero, en este caso, para la URSS y no para España. ¡Magníficos defensores de la peseta nos han salido entre los vocingleros –y utilizo esta palabra por ser uno de los epítetos que la revista barcelonesa aplica de contrario– entusiastas del Tratado Comercial «sui generis» con la URSS!
Bueno, podrá decirse, todo esto sucede por la falta de regulación jurídica del comercio URSS-España. Con esa regulación, que el Tratado proporciona, «el comercio mutuo podrá ser más fluido y amplio» (ver editorial de «Informaciones», 16-11-72), y entendemos que también más favorable.
Pues dudo, con toda sinceridad, que este cambio de signo se produzca, ya que después de suscribir tratados comerciales y de establecer relaciones consulares con los demás países soviéticos de Europa, el balance arroja –incluyendo a la URSS y con exclusión de Yugoslavia– un déficit para España, en 1971, de 12.726.000 dólares, y en el primer semestre de 1972, de 8.048.000 dólares.
Supongamos, ello no obstante, y a pesar de la experiencia, que el cambio de signo se produce. Entonces, y bajo la premisa de que el comercio es el comercio, ¿se podrá seguir considerando como mercancía apta para el mismo, y con lesión grave para nuestra economía, la importación de cemento pasado de fecha, como el que se trajo de Rumanía, que arruinó un enorme grupo de viviendas sociales apenas construido y habitado, o la importación de toneladas y toneladas de carne con fiebre aftosa, a la que es preciso someter a cuarentena y posiblemente incinerar en los mismos puertos de llegada?
B) Las naciones no tienen amigos, sino intereses
En un diario de la más alta significación oficial católica, se utilizaba este argumento para recomendar la firma del Tratado con la URSS, y para secundar y alentar la política de apertura a los países comunistas.
Ya podéis imaginaros que no puedo, como católico, compartir este punto de vista. La política y la economía –y por tanto la política económica, incluso la que se proyecta al exterior– no pueden guiarse exclusivamente por el baremo del interés, escapándose al dominio de la ética y regulándose por sus propias leyes, a las que es preciso reputar justas por sí mismas. La deseada y practicada autonomía teórica de la política y de la economía «con respecto a la moral, se transforma, prácticamente, en rebelión contra la moral» (Pío XII, 23-3-1952).
La proclamación del interés sobre la amistad, en este campo de la política económica, es una prueba de lo que se viene llamando nueva mentalización, la cual sustituye poco a poco, en méritos del tan manoseado pragmatismo, la moral cristiana por la moral capitalista o burguesa.
Para el cristiano, la moralidad de un acto, privado o público, se hace apelando a la ética. Para el capitalismo, apelando al interés. Para el marxismo, apelando a la eficacia.
De aquí que, para una concepción capitalista, la moralidad de un acto se determine por el interés. Lo que produce lucro, lo que trae consigo un aumento de bienestar es bueno; y lo contrario es malo. El dictamen huye de toda confrontación ética, para trasladarse a la órbita del beneficio.
En el campo comunista, el criterio del beneficio se desplaza, como piedra de toque, de la moralidad del acto, para dar entrada a un nuevo índice: el de la eficacia. Es bueno, aunque no lleve consigo lucro ni bienestar, lo que favorece al marxismo, lo que ayuda a la subversión mundial, lo que sirve a la más rápida o más segura implantación del régimen soviético, lo que incrementa la difusión o la influencia del partido. Lo contrario es malo.
Sólo si se tiene ante la mirada esta doctrina fundamental, y se proyecta la luz que difunde sobre la conducta privada o pública, se puede esquivar el riesgo de aplicar, en el momento de resolver en uno u otro sentido, una concepción capitalista, como podría sucedernos ahora, al dictaminar sobre el Tratado con la URSS, cayendo, además, en el engaño de una concepción marxista que con habilidad se nos ofrece desde la mesa que ocupa la otra parte que contrata.
Todo esto nos lleva de la mano a insistir una vez más en que el materialismo no es sólo comunista; en que el materialismo comunista es la consecuencia obligada de una cosmovisión materialista de la Historia, que tuvo su origen en el capitalismo y en la herejía protestante del siglo XVI. La primacía del interés a toda costa está descartada, incluso para la política económica exterior, del programa normativo de un gobernante católico.
En este sentido conviene recordar algo de lo que Pablo VI acaba de decirnos sobre el tema: «El hombre deviene ciego, condicionado, cuando su psicología se deja penetrar por los intereses económicos» (2-8-72). «Deberíamos descubrir las redes de la así llamada moral de situación, cuando nos propone como regla moral universal el instinto, habitualmente utilitarista» (30-8-72). «Deberíamos estar dispuestos a no adaptar nuestra actitud a tal o tal situación, sino a tener en cuenta la obligación moral objetiva y las exigencias subjetivas de una noble coherencia» (30-8-72).
Pues bien; tanto la moralidad objetiva como la coherencia subjetiva demandan, para la calificación ética favorable de la conducta, no sólo la intención recta, que se supone, sino también la obra buena; y la obra buena deja de serlo cuando para conseguirla se hace uso del mal, o cuando, sin dejar de ser buena la obra, hay un bien superior al que debe sacrificarse todo, incluso la obra buena que con el acto se persigue.
Así, el hacer queda subordinado al ser, y como, según el propio Pablo VI, los componentes de la moralidad son «deber, poder y querer» (9-8-72), está claro que las preguntas que nos hemos de formular son las siguientes: 1) ¿Podemos tener relaciones comerciales y diplomáticas con la URSS?. Claro que sí, será la respuesta. 2) ¿Queremos tener tales relaciones?. Claro que sí, nos dice con insistencia el ministro de Asuntos Exteriores. 3) ¿Debemos tenerlas?. Y aquí empiezan las dudas, porque es aquí donde los criterios –el del señor ministro y el mío– varían, por una concepción que posiblemente sea distinta acerca de la moralidad de la política y de la economía.
Y que conste, luego trataré de complementar mi pensamiento, que conjugando ese triple verbo deber-poder-querer yo no me opongo de una manera radical y absoluta a las relaciones comerciales con los países comunistas, aunque me oponga a la ratificación de este Tratado «sui generis» con la URSS. Más tarde me explicaré.
Y vaya, para que no todo se quede en pura elaboración doctrinal, un ejemplo que nos afecta de modo peculiarísimo y en el que se puso a prueba el binomio interés-amistad. Me refiero a los 750 millones de pesetas que la Argentina prestó a España en 1946, cuando el mundo nos odiaba y escarnecía, cuando un bloqueo internacional, hostigado por la URSS, nos redujo al hambre y tuvimos que apretarnos los cinturones, popularizar el gasógeno y comer borona. ¿Qué interés podía seguírsele a Perón, calificado entonces como fascista, de la ayuda a España, país depauperado y esquilmado, excluido de las Naciones Unidas y al borde, según la propaganda, de una catástrofe interior?
Entonces primó, señores procuradores, la amistad sobre el interés. Esa amistad, cuando los embajadores huían de Madrid, como se huye de un lugar apestado, nos envió, valiente y conmovido hasta las entrañas, el abrazo del embajador Radío, y luego, la sonrisa y el saludo de Evita, la esposa del presidente.
Cualquiera que sea la opinión que pueda sugerirnos el itinerario y el quehacer político de Juan Domingo Perón, y con independencia también de la mía propia, no habrá un español bien nacido que no guarde un agradecimiento profundo y una gratitud imperecedera al hombre y al país que en un momento doloroso y amargo para España entendió que la amistad entre las naciones se halla por encima, muy por encima, del interés; y que, por tanto, las naciones tienen, sin duda, intereses, pero, gracias a Dios, también tienen amigos.
C) A los países comunistas no se los puede ignorar
He aquí una verdad de Perogrullo. Pero la no ignorancia no lleva inexorablemente, ni lógicamente, en todo caso, a una política de coexistencia y de convivencia. Por eso, la doctrina inspiradora de la plenitud y normalidad de las relaciones con los países esclavizados por el comunismo no puede etiquetarse con el rótulo simplista de la «no ignorancia», sino con el más acertado de la «coexistencia sin ignorancia».
En efecto, ignorar la existencia del comunismo y de los Estados al servicio de aquél sería necio y absurdo. Habría que tener los sentidos a punto de desmayo para no darse cuenta de la realidad agobiante y angustiosa que suponen.
Pero no ignoramos muchas cosas, y nos negamos a coexistir con ellas. Aunque el director del semanario barcelonés antes aludido estime que hay que «coexistir con todo el mundo», estoy cierto de que no cumpliría su propósito si tuviese que convivir con piojosos, afeminados, homicidas, prostitutas o drogadictos. Podrá preocuparse de ellos, atender a su conversión o reeducación, pero no creo, con toda sinceridad, y no obstante su desenfado característico, que fuese a convivir con ellos.
No hay un solo gobernante que desconozca los delitos contra la propiedad, y entre ellos, el robo. Pero ante el robo, que no se ignora, inicialmente podrán adoptarse tres comportamientos: tolerarlo, participar del botín o perseguirlo. La doctrina de la no ignorancia, como se ve, admite diversidad de conclusiones, y no creo que las dos primeras vayan a merecer nuestra adhesión.
Pero hay más: sentado el principio de la coexistencia como única conclusión de la no ignorancia, hay que ser lógicos y aplicar la doctrina en todos los supuestos.
Por tanto, la coexistencia sin ignorancia habrá de aplicarse al separatismo, que evidentemente existe y ha dado pruebas de su vitalidad con actos de terror y asesinatos, como el último de Zaragoza. Y, sin embargo, estoy seguro de que cuantos nos reunimos aquí tacharíamos de traidor a España al gobernante que pactara con el separatismo, en el interior o en el exterior, oficialmente o en la clandestinidad, porque el separatismo es uno de aquellos pecados contra el espíritu de la Patria que no se perdonan, ni a aquél que lo comete ni tampoco a aquél que lo encubre.
Y lo que se dice del separatismo se puede decir igualmente del comunismo, pero, en este caso, en presencia de una cruel paradoja, cuando se formalizan tratados, como el presente, con la URSS o con los países soviéticos. La frase ingeniosa del príncipe Suvana Fuma: «Soy amigo de los comunistas fuera de casa; en casa soy su enemigo» (citado por Emilio Romero en su intervención del 21-3-71, en TVE) es, a la corta, irrealizable. «¿Cómo –decíamos hace tres años (FUERZA NUEVA, número 159, 24-1-1970)– reconocer al comunismo de fuera y denigrar al que trabaja dentro de España? ¿Cambia de signo una filosofía y una praxis según el lugar donde se proclama o practica? ¿Cómo mantener la moral interior y alentar a los españoles contra la propaganda comunista –que ya nos invade por todos lados, decimos ahora– cuando después se cruzan abrazos y sonrisas con quienes lo alientan, a través de enlaces, afluencia de dinero y emisiones constantes de radio que funcionan sin paréntesis en territorio comunista?».
Por otra parte, y para ser consecuentes, la no ignorancia, seguida de la coexistencia, como medio para convivir, debe generalizarse. ¿Por qué no tenemos relaciones diplomáticas con Israel? ¿Por qué no hemos establecido relaciones consulares? (El Consulado de Jerusalén existía antes de la fundación del Estado judío). ¿Por qué no hemos suscrito con Israel ni siquiera un modesto Tratado comercial o un simple Acuerdo de pagos?.
Y no se diga que Israel no existe, porque existe, y no lo podemos ignorar, y se halla en la cuenca del Mediterráneo, mar predilecto de nuestra política exterior, y, por si fuera poco, está deseando tener un embajador en Madrid.
Yo no prejuzgo la cuestión, ni opino sobre el tema; me limito a decir que la no ignorancia no puede terminar en coexistencia con la URSS y en desconocimiento del Estado de Israel, salvo que haya otros motivos que mediaticen la política exterior española, obligándonos a excepciones e incongruencias.
Pero la doctrina de la no ignorancia tiene otras perspectivas que no pueden soslayarse al examinar el Tratado que nos ocupa. Una de ellas nos la ofrece el problema del oro español en Moscú, que ha quedado pendiente y marginado del convenio, y que puede plantear, como seguidamente veremos, problemas graves en el futuro.
Es verdad que algunos han tratado la cuestión del oro con excesiva frivolidad. Así, una revista madrileña («La Actualidad Española», 13-3-1971) aludía a esa cuestión como «tema sempiterno que aún sigue coleando para la gloria de la incomunicación patria». «El oro –concluía el semanario– existió, pero ya no existe, y, además, nadie quiere saber quién es deudor de quién».
La cosa, sin embargo, no es tan sencilla, y su tratamiento, a mi modo de ver, no ha sido acertado al negociar el Protocolo que se nos envía por el Gobierno para examen.
¿Qué ha sido de las 510 toneladas de oro que el Gobierno de la República trasladó a Moscú y depositó en las arcas del Comisariado de Hacienda de la URSS? ¿Podemos reclamar ese oro? ¿Para qué nos sirve el resguardo del depósito que por voluntad póstuma de Negrín (muerto el 14 de noviembre de 1956) su familia envió a Franco, y se custodia en el Banco de España? ¿Qué alcance tienen las cartas cruzadas, con ocasión del Tratado Comercial, entre José Luis Cerón Ayuso y Alexis Nicolai Munchulo, delegados, respectivamente, de España y de la URSS?.
José María de Areilza, que fue embajador de España en París, cuenta en unas declaraciones muy recientes («Avanzada», número 44, noviembre 1972, págs. 4 y 5) que en sus conversaciones con Serguei A. Vinogradof, le dijo éste «que, según sus cálculos, no quedaba saldo favorable a España por haberse girado contra ese depósito el importe de gran número de suministros a la zona republicana durante la guerra civil, superiores en valor al de los lingotes depositados en la URSS».
El criterio de Vinogradof, por ser parcial y por no haber aportado la prueba necesaria, no es admisible. Pero lo es menos si se traen a colación las palabras de Stalin: «No volverán a ver este oro, del mismo modo que no ven sus propias orejas» (Alexander Orlov: «How Stalin relieved Spain of 600.000.000 dollars», en «Reader´s Digest», noviembre 1966, págs. 37-50).
Por su parte, el testimonio de los responsables del traslado del oro, a la hora de formar opinión, creo que es importante. Pues bien, Indalecio Prieto («Convulsiones en España», Ediciones Oasis, Méjico, 1968, tomo II, pág. 146) escribe: «Estoy segurísimo de que es falsa la afirmación difundida por «Pravda» de que el importe de las quinientas toneladas de oro transportadas de Cartagena a Odesa se consumieron por la República. Estamos –dice– en presencia de un colosal desfalco. Sea cualquiera mi opinión sobre Negrín, le declaro incapaz de la macabra broma de disponer que al morir él –si así lo dispuso– se entregara a Franco un documento que nada positivo representaba».
Madariaga, por su lado, cuenta cómo pocos meses después de efectuarse el depósito, de súbito, se colocó la URSS a la cabeza de los países exportadores de oro, después de África del Sur. «Los comunistoides bien enterados –comenta– murmuraban que se habían descubierto nuevas minas de oro detrás de los Urales. Eran las cajas del Banco de España». (Ver Carlos Seco Serrano: «Historia de España», tomo VI, «Época contemporánea», Edit. Gallach, Barcelona, pág. 197).
Admitamos, sin embargo, que la URSS consumió el depósito, autopagándose los suministros al Gobierno de la República, y que las exportaciones de oro a que alude Madariaga no tuvieran otra finalidad que su conversión en divisas, para hacer efectivos tales pagos. Pues bien, así y todo, la reclamación de España debe seguir en pie, porque como escribía Mariano Granados, ex magistrado rojo exiliado en Méjico («España y Rusia», en «Novedades», de Méjico, 25-11-1967), «ni jurídica ni moralmente el Estado español es sucesor del Gobierno de la República (por lo que) está en todo su derecho a efectuar cuantas reclamaciones considere necesarias hacer, para lograr la devolución del oro remitido a Moscú, patrimonio de la nación española, y no se le pueden imputar los gastos que la URSS haya hecho para ayudar al bando que amparaba con su doctrina política oficial y, además, con una intervención en las cuestiones internas del mismo». No se olvide, añadimos nosotros, que el embajador soviético Marcel Rosemberg asistía a los Consejos de Ministros.
Se dirá que, aun siendo esto así, el tema ha sido previsto, aunque marginado en evitación de dificultades, al negociar el Protocolo con la URSS. En la misma fecha en que se firmó dicho Protocolo se cruzaron unas cartas entre los jefes de ambas delegaciones, en las que se dice que el convenio «no implica la renuncia, por los dos países, a cualquier reivindicación que cada uno de ellos, o sus nacionales o personas jurídicas, puedan tener contra la otra parte, sus nacionales o personas jurídicas, en lo que concierne a bienes, derechos y obligaciones anteriores».
El tema del oro, aunque no aludido explícitamente, está salvado. La interpretación me parece triunfalista y ligera, porque la renuncia es recíproca, y la URSS no ha renunciado a exigir –y así lo hizo constar después de que ingresara en el Banco de España el resguardo del famoso depósito– la suma nada despreciable de cincuenta millones de dólares por deudas del Gobierno republicano (ver Indalecio Prieto, lugar citado), más, como le dijo Vinogradof a Areilza, la indemnización pendiente por «los daños causados por la División de voluntarios durante la guerra mundial» (ver declaraciones citadas).
Es decir, que habiéndose soslayado la oportunidad de resolver un tema contencioso, o de haber abierto cauce jurídico para su solución al firmar el Tratado, se margina el asunto y se empeora, reconociendo la posibilidad de una reclamación de la URSS, de los entes jurídicos de toda índole que la integran, y de sus ciudadanos, contra el Estado español, las personas jurídicas españolas y los antiguos divisionarios –que son ciudadanos españoles–. ¡Ya no faltaría más, sino que los heroicos divisionarios, después de las penalidades sufridas por todos, y de la prisión inhumana de muchos, fueran demandados ante un juez internacional como criminales de guerra y condenados luego a resarcir perjuicios con cargo a sus propios bienes!
No quiero terminar este capítulo desagradable, que nos obliga también a meditar seriamente sobre la ratificación o no ratificación del Tratado con la URSS, sin afirmar que yo soy de los que estiman que aún existe el oro que allí fue depositado. Y me remito para ello al testimonio de José María de Areilza en su libro «Embajadores sobre España» (pág. 7), cuando, al referirse a las denuncias y a las campañas contra el Régimen, asegura que las mismas «no han acabado, ni se extinguirán en mucho tiempo. Al menos –dice–, mientras quede algo de oro español en las cajas fuertes rusas…, para comprar votos y plumas».
«Como las campañas contra el Régimen continúan –sigo con el testimonio de Areilza en la mano–, el oro existe, y en cantidad bastante, no sólo para comprar votos y plumas, sino para hacer que algunos votos se inclinen por otros candidatos y algunas plumas utilicen una tinta de color político diferente…».
D) Tratamos con Estados, no pactamos con ideologías
Ojalá que esto fuera así. Pero las cosas, a veces, no son como uno quisiera, sino como realmente son, y la verdad es que, como ya hemos tenido ocasión de decir (FUERZA NUEVA, número 159, de 24-1-1970), «los Estados de los países comunistas están al servicio del comunismo (pero tanto) dentro de sus fronteras (como) más allá de las mismas. Son órganos poderosos de la subversión mundial que, fieles a su ideología y a la moral del partido, utilizan todos los medios, todas las tintas y toda la capacidad de maniobra a su alcance, para implantar el marxismo en el mundo. Quien olvide esto se halla perdido».
Cuando se negocia, pues, con un Estado comunista, se negocia en realidad con el comunismo que actúa a través de un Estado o, con más exactitud, de una superestructura con apariencia de Estado, y que no es otra cosa, como antes vimos, que un aparato de terror.
El comunismo utiliza el Estado como instrumento para su propósito de subversión y dominación universal. Si así no lo hiciera, no sería un Estado comunista. Al servicio de esa ideología, y obediente al cuadro director que señala las líneas maestras del quehacer revolucionario en cada país, el comunismo envía a sus agentes investidos de las misiones más simpáticas y ortodoxas, pues, como preconizaba Lenin, «en caso de necesidad, úsese toda clase de ardides, trapacerías, métodos ilegales, subterfugios y ocultaciones de la verdad».
Estos agentes actúan «in situ»: o bien como espías, enviando información a la URSS, o bien como promotores de la subversión, agitando los conflictos sociales y la rivalidad entre los grupos que apoyan al régimen, y erosionando y carcomiendo la moral ciudadana. Tales agentes, a través de la estructura paralela y de la difamación de los adversarios prestigiosos, logran, o pretenden lograr, una anestesia de la sensibilidad política, un bloqueo de las reacciones vitales de defensa contra el comunismo, una desgana ante el llamamiento de la conciencia a sacrificarse por unos valores que se encuentran amenazados y en peligro.
Tales agentes son, pues, agentes de una ideología, aunque sean, en la forma, súbditos y funcionarios estatales. De aquí que, al tratar con los Estados comunistas, no pueda olvidarse que la vigilancia que la negociación exige no debe ser tan escrupulosa hacia el exterior, montando la guardia en los balcones, como hacia el interior; pues, como dicen los italianos, el enemigo trata de colocarse a la espalda del frente. Sería inútil, pues, avizorar desde los ventanales, y encontrarnos de súbito con que el enemigo penetró por el sótano.
Decía un diario madrileño («Informaciones», editorial, 16-11-72) que cuanto acabamos de exponer «entra de lleno en el terreno de la «política-ficción»», y alude, después, para el caso de que tales posibles injerencias se produzcan, a los «mecanismos de defensa».
A mí me sorprende que, con seriedad, pueda hablarse de política-ficción en un tema como el presente, cuando sólo en 1970 fueron expulsados diplomáticos soviéticos –sólo en Europa Occidental– de Bélgica, Italia, Holanda, Noruega, Gran Bretaña y Alemania Occidental. (Ver «Est-Ouest», 15-10-71, págs. 475 y s.).
El diario «ABC» de 8 de diciembre de 1970 rotulaba así una de sus noticias: «El Gobierno británico expulsa a tres funcionarios rusos acusados de practicar el espionaje. La Misión comercial soviética en Gran Bretaña se dedica, en gran parte, a tareas de información secreta y subversión».
Recalcitrantes en su propósito, el 24 de septiembre de 1971 Inglaterra tuvo que expulsar a ciento cinco funcionarios soviéticos, no sólo afectos a la Embajada de la URSS en Londres, sino también a la Aeroflot, Intourist, Empresa de Navegación, Oficina de Asuntos Culturales, Delegación Comercial, Oficina de Compras, Delegación de Artes y Cinematografía, y Biblioteca Pública Soviética.
Después de esta expulsión casi masiva, desaparecieron de Bruselas un miembro de la Misión comercial soviética y uno de los corresponsales de la Agencia Tass.
Por su parte, en Hispanoamérica, según la versión del «New York Times», que no creo que sea dudoso en este a[sp]ecto, actúan, con disfraz diplomático, más de trescientos agentes comunistas, y los periódicos «La Unión», de Valparaíso (22-4-66), y «La Prensa», de Buenos Aires, denunciaban como promotores de la subversión y de las guerrillas urbanas a «los extranjeros que están en nuestro país al amparo de las nuevas relaciones internacionales con los países comunistas»; no obstante lo cual, al Gobierno de la URSS «se le sigue tratando como a un amigo y se le piden acuerdos de asistencia económica y cultural».
La revista «Est-Ouest», que es, sin duda, la más objetiva y la mejor informada sobre comunismo, afirmaba (15-10-71), comentando la expulsión de los funcionarios soviéticos de Inglaterra, que con esta expulsión se ponía de manifiesto, «una vez más, que un Estado comunista no es lo mismo que un Estado liberal y democrático, aun cuando las instituciones lleven el mismo nombre en los dos casos. De igual modo que el Gobierno, bajo el régimen comunista, no es más que un agente ejecutivo de la voluntad del buró político, la Iglesia (en un Estado comunista) es tan sólo una correa de transmisión del régimen; la Justicia, un auxiliar de la Policía; y la diplomacia, en su casi totalidad, una prolongación del espionaje. Cuando los comunistas contratan, entre sus motivos para contratar figura el deseo de acercarse a los otros para procurar ahogarlos».
Dijo José Antonio una vez que «sólo nosotros cometemos la incomparable estupidez de abrir por nuestras propias manos la puerta de la casa a quienes sólo quieren entrar para arrojarnos de ella con sangre y vilipendio».
Para no incidir en tamaña estupidez, sólo hay dos soluciones: una, la de no admitirlos; y otra, la de admitirlos, sabiendo con quién nos jugamos las cartas y sin acudir a distinciones sutiles, y falsas en este supuesto, entre Estados e ideologías, y seguros –claro es– de que tan sólo por muy elevados intereses nos resignamos a tolerar a conciencia, entre nosotros, la presencia de un cierto número de profesionales, bien preparados y adiestrados, del espionaje enemigo y de la subversión comunista.
Por eso, mientras no llegue hasta nosotros un informe fidedigno o una declaración solemne de que los servicios de seguridad del Estado han recibido instrucciones y medios económicos y técnicos para desbaratar de raíz lo que no pudo desbaratarse a tiempo en otros países con más experiencia y mucho más ricos que España, y en tanto que nuestra política interior no se empeñe con energía en un rearme político y moral de nuestro pueblo –que buena falta le hace–, debemos pensar muy seriamente si nuestro voto debe ser a favor o en contra de la ratificación del Tratado con la URSS.
E) El Jefe del Estado apoya la apertura al Este
«La política exterior –se dice– no es exclusiva de un Ministerio, sino del Gobierno todo, y por ello cuenta con el respaldo del Jefe del Estado». («Informaciones», lugar citado).
En apoyo de este respaldo se pueden aducir dos textos tomados de sus mensajes a los españoles de los dos últimos años. En el del 30 de diciembre de 1970 hizo referencia a «la iniciación de relaciones económicas con países con los que habíamos perdido el contacto diplomático hace más de treinta años, estimando que los mismos son ejemplares síntomas de la fortaleza y madurez con que España afronta su misión en el escenario internacional». En el de 30 de diciembre de 1971 dijo que «la convivencia (con países de credos políticos diferentes) no presupone identificación ideológica ni conjunción con aquellos principios; significa simplemente voluntad de entendimiento en cuestiones concretas de interés común».
El último texto me parece clarísimo y no implica, «per se», aval absoluto al Tratado «sui generis» que examinamos. El primero no entra en el análisis de los que en aquella fecha se habían ratificado con los países comunistas.
Pero supongamos que fuera así y que se enarbolan tales textos con la pretensión de decirnos: «Si usted se opone a la ratificación del Tratado con la URSS, usted se sitúa en contra de Franco».
Niego de plano tal admonición. Y la niego porque Franco expuso con toda nitidez su posición ante el coexistencialismo, y con respecto al Tratado con la URSS: «Mientras Moscú siga siendo centro de agitación comunista en otros países, y España un objeto preferido de tal actividad, subsistirá una situación que no permite las normales relaciones. En todo caso, sería indispensable la devolución del oro español que se encuentra en Rusia». (Declaración, en 1964, a «Christ und Welt». Ver «Mundo», lugar citado).
Para mí, no es preciso ningún esfuerzo para armonizar los textos que acabamos de sacar a la luz. Pero si el esfuerzo coordinador hiciera falta, lo dejo en manos de quien tiene la responsabilidad de recoger los principios de nuestra política exterior y de ponerlos en práctica.
No excuso, sin embargo, el argumento, y me permito llevarlo a una situación límite, es decir, que en efecto el Tratado con la URSS tenga el apoyo incondicional de Franco. Pues bien, en tal supuesto, yo seguiría votando en contra, por las siguientes razones:
1) Porque sería una ofensa al Jefe del Estado pensar que los instrumentos que su Gobierno envía a deliberación o dictamen deben ser aprobados sin el contraste de pareceres que la ley autoriza, y por tanto, sin votos en contra. Tales instrumentos llegan aquí no para que los aplaudamos, sin más, como borregos, sino para ser estudiados, discutidos, modificados o devueltos. De este modo las Cortes y el Régimen salen fortalecidos.
2) Porque siendo verdad que quien os habla es procurador en Cortes, por ser consejero nacional del reducido grupo de designación directa, lo cual me honra y enorgullece a un tiempo, también es verdad que no he recibido jamás «mandato imperativo» que me obligue a formular mi voto, como no sea aquél muy genérico de expresarme conforme a conciencia, y a conciencia formada.
3) Porque también cuenta con el aval del Jefe del Estado la tesis refractaria a los partidos políticos y la lucha contra la pornografía, y, sin embargo, son muchas las publicaciones que se apoyan en el Jefe del Estado para pedir la ratificación que ahora se dilucida, y le ignoran cuando defienden con insistencia machacona las asociaciones políticas de base o inundan de erotismo tales publicaciones.
¡Me hace mucha gracia esta insólita y novísima guardia mora que se ha dado cita, con motivo de este asunto, en torno al Jefe del Estado!
4) Porque una cosa es la lealtad y otra la disciplina. Ésta me obliga en los mismos términos de aquella famosa alocución de Franco a los cadetes de la Academia General Militar de Zaragoza. Aquélla me obliga a exponer, con respeto, pero con libertad, mi modesta opinión, cuando se me pide, y ello aun cuando sea, que no creo que lo sea, distinta y aun opuesta a la del Jefe del Estado.
Señores procuradores: yo no soy de aquéllos que proclaman que el «jefe no se equivoca». Yo sé que el jefe puede equivocarse y tengo la obligación, por lealtad, de evitarlo; y luego, si a pesar de no seguir el consejo, se equivoca –lo que es humano–, respaldarle, para rectificar la equivocación si es posible, y para evitar, si se puede, las consecuencias de su equivocación, que llenan de alegría a los desleales.
CONCLUSIONES
Agradezco al presidente de la Comisión y a los señores procuradores la paciencia con que han seguido este largo informe, y que, a pesar de ser largo, no es tan exhaustivo como exige la gravedad del asunto.
Termino, pues, este informe, expresión sincera de mi punto de vista, formulando las siguientes conclusiones:
PRIMERA: No me opongo a las relaciones comerciales con la URSS. Tales relaciones han existido y existen sin un Tratado Comercial a nivel de Gobiernos.
SEGUNDA: No me opongo, si se considera que a la mayor fluidez y seguridad de esas transacciones mercantiles conviene que se firme y se ratifique un Tratado Comercial con la URSS; pero sólo un Tratado Comercial.
TERCERA: Siendo así que nuestro ministro de Asuntos Exteriores declaró en el CESEDEN que con la Unión Soviética –como ya había advertido a Gromyko– sólo firmaríamos un acuerdo exclusivamente comercial (y en esto de exclusivamente insistió el señor ministro), yo pido que se nos traiga un Tratado exclusivamente comercial, sin los injertos que lo desnaturalizan, al conceder a unos agentes comerciales privilegios diplomáticos; privilegios que sólo se pueden conferir a las personas que representan la soberanía del Estado.
CUARTA: El Tratado «sui generis» que se trae a estudio, no es, pues, un Tratado Comercial, sino un Tratado por el que se inicia la reanudación de los vínculos diplomáticos con la URSS, aunque con representación acéfala, pues falta tan sólo el nombramiento de embajador; y todo ello disfrazado o involucrado en un Acuerdo que debería ser «exclusivamente comercial».
QUINTA: Aun suponiendo que se ratificase el Tratado, me opongo a que se mantenga como vinculante el Acuerdo contenido en las cartas que cruzaron los representantes de las delegaciones española y soviética. La no ratificación del contenido de esas cartas ni lesiona al Tratado, ni afecta a los derechos de España a exigir la devolución del oro depositado en Moscú. Por el contrario, la ratificación de esas cartas supone que admitamos la viabilidad de reclamaciones de la URSS contra el Estado español y contra el patrimonio de los voluntarios de la División Azul, que podrían ser demandados como criminales de guerra; y ello es, de principio, inadmisible.
SEXTA: En el caso de que se estime que cuanto aquí he expuesto sobre la no ignorancia y la coexistencia pertenece de verdad a la política-ficción, es decir, que no es cierto que los Estados comunistas sean aparatos de terror que sojuzgan a naciones esclavizadas; que no es verdad que el marxismo instrumente, a través de los Estados, agentes de la subversión y del espionaje en los países con los cuales se relaciona; o que, siendo todo eso verdad, nuestro país está fuerte y seguro, y los mecanismos de defensa, morales y materiales, dispuestos para actuar si es preciso; entonces y sólo entonces, con esas garantías que debe dar el Gobierno, pido que no nos andemos con remilgos, subterfugios y demoras, sino que cuanto antes, y por el bien de España, no nos quedemos atrás, y se entablen relaciones diplomáticas plenas y normales, desde ahora mismo, con la Unión Soviética.
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