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Tema: Vituperio de la II República

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    Re: Vituperio de la II República

    Al respecto de las relaciones entre la Santa Sede y la II República Española es de subrayar que el nuevo régimen político español fue inicialmente bienvenido para la Santa Sede, en principio se aplicó la doctrina política establecida en el papado de S.S León XIII, en lo referente al principio de que la religión católica no estaba vinculada a ningún régimen político y podía coexistir con cualquiera siempre que se respetaran los derechos de los católicos y de la Iglesia. La Santa Sede se sintió encantada con la abolición de la secular Censura Real, lo que significaba que por vez primera desde los Reyes Católicos la Santa Sede podía elegir y nombrar libremente a los obispos en España. En este sentido, Monseñor Tardini (que sería nombrado Cardenal Secretario de Estado por Juan XXIII), de la Secretaría de Estado del Vaticano, exclamó en repetidas ocasiones «¡Oh bendita revolución!» al referirse a la caída de la monarquía de Alfonso XIII. El Vaticano reconoció el nuevo régimen político español el 9 de mayo de 1931, casi un mes después de su proclamación, diez días después de la proclamación de la república el 14 de abril, el Nuncio Papal Federico Tedeschini envió en nombre del Secretario de Estado del Vaticano, Pacelli (futuro Pío XII), una instrucción a todos los obispos españoles que rezaba que era «el deseo de la Santa Sede que Sus Excelencias recomienden a los sacerdotes, religiosos y fieles de sus diócesis que respeten y obedezcan a los poderes constituidos para el mantenimiento del orden y del bien común». Las relaciones entre la Santa Sede y el nuevo gobierno de la II República fueron cordiales, pero comenzaron a deteriorarse especialmente durante el debate constitucional parlamentario y tras la aprobación de la infame Constitución en lo referente a su Artículo 26 y su desarrollo normativo lo cuál significaba entre otras cosas el fin de la libertad religiosa en España, impedía la evangelización y viceversa, eso sumado a la violencia del Frente Popular (quema de conventos, Iglesias, robo de reliquias de siglos pasados, asesinato de fieles y eclesiásticos) provocó ese deterioramiento.

    Respecto a dicha legislación caben resaltar la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas (1933) y la Ley de Divorcios (1932). Otro aspecto a considerar sería la reforma militar, emprendida por Manuel Azaña, quien, además de ser Presidente del Gobierno, desempeño la Cartera de Guerra. Su idea, al menos en teoría, era modernizar un maltrecho Ejército Español. En primer lugar, estaba la cuestión de la oficialidad, excesivamente numerosa respecto a la tropa. Ya en tiempos de Alfonso XIII hubo problemas a raíz de ello, destacando, en ese sentido, las llamadas Juntas Militares de Defensa. Respecto a ello, cabe señalar que existían preocupantes divergencias entre los militares estacionados en la Península Ibérica y los acuartelados en el Norte de África. Estos últimos ascendían por méritos de guerra, mientras que los primeros lo hacían en base a la antigüedad. La II República dio prioridad a esta segunda variante, perjudicando a los soldados mejor preparados del Ejército. Así mismo, suprimió la Academia de Zaragoza, no llegando, por otro lado, a conseguir la tan ansiada modernización material y técnica de las Fuerzas Armadas. Llegada la Guerra Civil, la República habría de encarar las inevitables consecuencias: el Ejército de África respaldó al bando sublevado, mientras que la República dependería de los militares menos preparados y de las milicias de los partidos y sindicados. Tales efectivos conformarían el llamado Ejército Popular de la República, organizado por Largo Caballero. Debemos sumar un penoso apoyo soviético, que costaría nada menos que el traslado de los fondos del Banco España a Moscú.

    Por desgracia para España, no fueron los únicos errores de la República. La cuestión autonómica, soterrada en tiempos de Miguel Primo de Rivera, emergió nada más caer la Monarquía. En ese sentido, tres ministros viajaron a Barcelona para prometer la autonomía, cuyo precedente más relevante aparece en la Ley de Mancomunidades Provinciales (1913). Así, se constituyó el gobierno de la Generalitat, dominado por Esquerra Republicana de Catalunya, bajo la dirección de Francesc Maciá y Lluís Companys. Este gobierno autonómico, aún provisional, elaboró una propuesta, el Estatuto de Nuria, de tendencia federalista, que fue muy criticado por las Cortes (reacias al federalismo), pese a su aprobación final en septiembre de 1932. Su aprobación se logró gracias a la intervención de Azaña, quien deseaba preservar el respaldo catalán a la República. Ya en 1934, las tensiones entre la Generalitat y Madrid alcanzarían su punto álgido en la fallida intentona revolucionaria, señalada por Antonius. Desde la perspectiva catalana, la Generalitat habría querido resolver la situación de los rabasaires o arrendatarios de viñedos mediante la Ley de Contratos de Cultivo, denunciada por Madrid y anulada por el Tribunal de Garantías Constitucionales, ya que excedía las competencias autonómicas. Fue, pese a ello, aprobada. En ese clima, el 6 de octubre de 1934, Lluís Companys proclamó el Estado Catalán dentro de la República Federal de España. Fue apoyado por la Alianza Obrera (socialistas y trotskistas), pero no por la CNT. La cuestión autonómica fue utilizada como punta de lanza por los cenetistas, los trotkistas, los marxistas-estalinistas, los marxistas-leninistas y las diversas ramas que iban saliendo proclives a las ideas del comunismo y del comunismo libertario; Largo Caballero utilizó la idea de las cuestiones autonómicas llanamente para desestabilizar al régimen republicano para transformar en este en un Estado socialista, prometiendo «nacionalidades históricas» a Vascongadas, Cataluña, Galicia, incluso a Andalucía, todo ello a través de un continuo vilipendio a la propia Constitución que habían redactado y no respetaban. Estos desvanes hechos por las izquierdas se solucionaron temporalmente durante el bienio conservador en el que se producía el golpe de Estado (que es lo que fue de acuerdo a términos jurídicos y según la legalidad vigente de la Constitución de la II República) del 6 de octubre de 1934 de Lluís Companys, y claro, el Gobierno decidió actuar encarcelando a los sediciosos y ocurrió lo que tuvo que ocurrir; órdenes de encerramiento a los perpetradores, cabecillas varios e ideólogos del golpe, algo que cambiaría con la amnistía (que sirvió de paso para excarcelar a violadores, criminales y un sinfín de escoria y maleantes, todo ello para la «revolución») hecha con el Frente Popular, que amañó las elecciones de 1936 poniendo a milicianos cenetistas y demás en los lugares de votación impidiendo el voto de religiosos, clérigos y retirando los votos de aquellos que optaban por las derechas además de anotando en una lista aquellos que votaron por dichos partidos contrarios al Frente Popular para la posterior purga de estos.

    Ya lo dijo en 1933 Largo Caballero (un año antes de la Revolución de Asturias con la que pretendían acabar con la II República e imponer un régimen socialista prosoviético): «Vamos hacia la revolucion social. La burgesía no aceptará una expropiación legal, habrá que expropiarla por la violencia. Vamos a echar abajo la propiedad privada. Estamos en plena guerra civil. Lo que pasa es que esta guerra aún no ha tomado las características que tendrá que tomar. Lucharemos hasta que en los edificios oficiales ondee no la bandera tricolor de la República sino la roja de la revolución marxista», Indalecio Prieto (el qué mando a la motorizada para asesinar parlamentario José Calvo Sotelo e intentando también hacerlo con el líder José María Gil-Robles) también decía que: «Para conseguir nuestra libertad no nos detendremos, ni ante la guerra por sangrienta que sea. Yo tengo que defender mi separatismo por todos los medios, desde colocar una bomba hasta desencadenar una guerra», Margarita Nielken, diputada socialista (que se opuso a qué las mujeres votasen en España) decía que: «Pedimos una Revolución. Pero la propia revolución rusa no nos servirá de modelo porque nos harán falta llamas gigantescas que se verán desde cualquier punto del planeta y olas de sangre que teñiran de rojo los mares».

    Y al final, se llegaba a la campaña electoral del 1936 en los que Largo Caballero decía este tipo de cosas en sus mítines: «Vamos en coalición con los republicanos en un programa que no nos satisface. Pero la República burguesa no es la estación final, sino una de tantas que tenemos que pasar para llegar a la meta de nuestro camino. El proletariado se echó a la calle en octubre para derribar al gobierno capitalista y sustituirlo por el poder de los trabajadores no para cambiar un gobierno republicano por otro republicano. No nos hemos de limitar a hablar de socialismo a secas, nuestro deber es traer el socialismo marxista. El día de la venganza no dejaremos piedra de esta España que vamos a destruir para hacerla nuestra».

    Y con este tipo de discursos, hasta las elecciones del 1936 había sucedido lo siguiente: 160 iglesias destruidas, 257 templos asaltados, 113 huelgas generales y 228 parciales en las que se asesinaron policías, guardias civiles, civiles, clérigos y donde se expropiaron propiedad privada, 138 atracos, 39 tiroteos contra la fuerza pública, 63 periódicos asaltados, 69 centros políticos destruidos (todos y cada uno de ellos de las derechas), 369 asesinatos y 1.287 heridos, cada uno de ellos, asesinados por el mero hecho de ser católicos o mostrar su descontento con las políticas criminales que hicieron los simpatizantes del Frente Popular.
    Última edición por Pious; 17/07/2018 a las 20:03
    Valmadian y raolbo dieron el Víctor.

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