APÉNDICE 1
Fuente: Misión, 15 de Noviembre de 1947, páginas 11 y 12.
INSTRUCCIÓN PASTORAL DE SU EMINENCIA REVERENDÍSIMA
EL CARDENAL SEGURA
Sobre las palabras del Apóstol: GUARDA EL DEPÓSITO DE LA FE (I Tim., VI – 20)
El Cardenal Arzobispo de Sevilla, al Clero y fieles del Arzobispado
Venerables hermanos y amados hijos:
Estas palabras, que en su primera Carta a su fiel discípulo San Timoteo, escribía el apóstol San Pablo, no se referían exclusivamente a él, sino que constituían una norma indeclinable, que deberían seguir durante su sagrado ministerio todos los que le sucedieran en el cargo episcopal.
Guarda el depósito de la Fe
Los autorizados comentarios de los Santos Padres y Doctores nos declaran la naturaleza de esta norma episcopal: Depositum custodi («Guarda el depósito de la Fe»).
«Guarda –dice San Juan Crisóstomo comentando estas palabras– el depósito de la Fe que te ha sido confiado –y declara a continuación–: Como el fiel discípulo, debes guardar este depósito por medio de estas palabras: Ne imminuas illud. No consientas que se disminuya este depósito. Las verdades que contiene no son tuyas, sino que son ajenas y se te han confiado. No lo disminuyas».
Otro comentarista insigne, Teofilacto, explica estas palabras diciendo:
«Todas estas cosas que yo te he ensañado, como provenientes del Señor, guárdalas, y no consientas que se disminuyan en lo mínimo».
Y como dice San Efrén:
«Guarda este depósito de la Fe in decore, in sanctitate et veritate, en su sublimidad, en su santidad y en su verdad».
Basado en estos testimonios, Santo Tomás de Aquino deduce la conclusión de que debe guardar el santo Obispo fielmente la sana doctrina que le ha sido confiada.
Es, sin duda alguna, éste uno de los deberes más sagrados del cargo episcopal. Lo expresan terminantemente los más autorizados comentaristas, tales como Estio y Cornelio a Lápide, los cuales dicen:
«La doctrina del Evangelio se llama depósito, porque, así como el depósito pertenece a otro, así la doctrina del Evangelio es de Cristo, y no de los Pastores. Como el depósito debe ser custodiado con toda fidelidad, así incumbe a los Obispos el deber de conservar inviolablemente y transmitir a los demás la doctrina que se les ha confiado en depósito».
Y agregan:
«Recomendaba, pues, el Apóstol a su discípulo Timoteo y a todos los Obispos la custodia fiel de la sagrada doctrina. Son depositarios suyos, no propietarios; son custodios, no señores. Luego, consérvenla, propúgnenla y no consientan, en modo alguno, que se vicie la mínima parte. Porque la ley del depósito no consiente que perezca algo de la misma, sin que esto ceda en culpa del depositario».
Hemos querido, venerables hermanos y amados hijos, ante la gravedad del tema que es objeto de esta breve Instrucción Pastoral, exponeros clara y autorizadamente el significado de ese sagrado deber que sobre Nos pesa de custodiar intacta la sagrada doctrina, que, al recibir la consagración episcopal, nos confiara el Vicario de Jesucristo: Depositum custodi («Guarda el depósito de la Fe»).
Se hace tanto más indispensable el proclamar esta norma, cuanto que, desgraciadamente, se van desorientando los criterios cristianos de la vida de un modo funesto.
Después de la catástrofe de la guerra mundial, que aún no ha terminado, son muchos los que creen que el gran peligro del cristianismo, el que todo lo absorbe y al que hay que aplicar urgentísimo remedio, es el del comunismo ateo y soviético, y esto les hace menospreciar otros peligros gravísimos, que tal vez son más temibles, porque inspiran menor horror.
Por desgracia, el mundo se ha materializado de un modo alarmante, y no tanto se temen los males de las almas cuanto los males de los cuerpos, y aquí radica principalmente este error funesto de nuestros días. Hoy no se teme a la herejía, ni se teme al cisma, ni se teme al indiferentismo religioso, con tal que estos males gravísimos para las almas no ataquen directamente al bienestar de los cuerpos.
Por esto, desgraciadamente, en nuestros tiempos, no se mira con el horror que miraban nuestros padres el avance de la herejía, de la impiedad y de la corrupción de costumbres.
El sentir de los Vicarios de Cristo
No se vaya a creer, venerables hermanos y amados hijos, que se trata de una interpretación arbitraria lo que con palabras tan graves y autorizadas os acabamos de exponer.
Sabido es el cuidado con que la Iglesia ha velado siempre por conservar en los pueblos la unidad religiosa, y en particular la energía con que en nuestra Patria, a partir del establecimiento de la unidad católica, en el III Concilio de Toledo, se ha defendido siempre esta prerrogativa, que es el muro y antemuro de defensa del depósito de la Fe.
Comenzóse por atentar contra esta doctrina salvadora por medio del liberalismo, que no cesó en su empeño hasta lograr introducir en las Constituciones de la nación la llamada «tolerancia religiosa».
Véase con qué energía protestaban nuestros Obispos, y con qué decisión los amparaba el gran Papa Pío IX, que les dirigió esta Carta:
«A estas reclamaciones, a las demás que han hecho los Obispos y a las que provienen de una grandísima parte de los fieles de la nación española, unimos de nuevo en esta ocasión las nuestras, y declaramos que dicho artículo (el 11 de la Constitución de Cánovas), que se pretende proponer como ley del Reino, y en el que se intenta dar poder y fuerza de derecho público a la tolerancia de cualquier culto no católico, cualesquiera que sean las palabras y la forma en que se proponga, viola del todo los derechos de la verdad de la Religión Católica; anula, contra toda justicia, el Concordato establecido entre la Santa Sede y el Gobierno español, en la parte más noble y preciosa que dicho Concordato contiene; hace responsable al Estado mismo de tan grave atentado, y, abierta la entrada al error, deja expedito el camino para combatir la Religión Católica y acumula materia de funestísimos males en daño de esa ilustre nación, tan amante de la Religión Católica, que, mientras rechaza con desprecio dicha libertad y tolerancia, pide con todo empeño, con todas sus fuerzas, que se le conserve intacta e incólume la unidad religiosa que le legaron sus padres, la cual está unida a su historia, a sus monumentos, a sus costumbres, y con la cual estrechamente se enlazan sus glorias nacionales.
»Y esta nuestra declaración mandamos que se haga pública y a todos conocida por vosotros, amado hijo nuestro y venerables hermanos, y deseamos al mismo tiempo que todos los fieles españoles estén bien persuadidos de que nos hallamos enteramente preparados a defender a vuestro lado y juntamente con vosotros la causa y los derechos de la Religión Católica, valiéndonos de todos los medios que están en nuestra potestad».
En tiempos muy posteriores, ocupando la Sede de Toledo el ejemplarísimo Cardenal Aguirre, el Papa Pío X, de santa memoria, dio a los católicos españoles unas normas obligatorias. En la primera dice:
«Debe mantenerse como principio cierto que en España se puede siempre sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, la tesis católica, y con ella el restablecimiento de la unidad religiosa. Es deber, además, de todo católico combatir todos los errores reprobados por la Santa Sede, especialmente los comprendidos en el Syllabus, y las libertades de perdición proclamadas por el llamado derecho nuevo o liberalismo, cuya aplicación al gobierno de España es ocasión de tantos males. Esta acción de reconquista religiosa debe efectuarse dentro de los límites de la legalidad, utilizando todas las armas lícitas que aquélla pone en manos de los ciudadanos españoles».
Siendo de advertir que estas normas se daban en el año 1911, o sea, hace treinta y seis años. Consiguientemente, las mismas circunstancias perduran, salvo el que la Santa Sede declarase otra cosa, y deben ser recordadas y fielmente cumplidas.
¡Ah, si con santa energía hubiesen los católicos españoles seguido los consejos del Vicario de Jesucristo, aun después de introducidas, con la protesta de la Santa Sede, las leyes de la tolerancia religiosa, otra ciertamente sería la situación de nuestra nación!
El Papa León XIII, en su Encíclica Sapientiae Christianae de 10 de Enero de 1890, acerca de las obligaciones de los cristianos, aconsejaba lo que a continuación transcribimos fielmente, extractando su doctrina por causa de la brevedad.
Tal es la conducta que han de guardar siempre los católicos, según el Sumo Pontífice:
No han de callar sobre los derechos que no esperan obtener, sino proclamarlos muy altos; han de trabajar por lograr lo más fácil para llegar luego a lo más difícil; han de esforzarse para que el Estado tome aquel carácter y forma cristiana que nos describe la Encíclica Immortale Dei; han de recordar cada día más y más los «preceptos de la cristiana sabiduría para en un todo conformar con ellos la vida, costumbres e institución de los pueblos», pues «ceder el puesto al enemigo o callar, cuando de todas partes se levanta incesante clamoreo para oprimir la verdad, propio es de hombres cobardes o de quien duda estar en posesión de las verdades que profesa; deben abierta y constantemente profesar la Religión Católica y propagarla cada uno según sus fuerzas, no dejando de hacer frente al descubierto a la impiedad fuerte y pujante, por temor de que la lucha exaspere los ánimos de los enemigos». Los que así juzgan y temen, añade Su Santidad, «no se sabrá decir si están en favor de la Iglesia o en contra de Ella, pues si bien dicen que son católicos, querrían que la Iglesia dejara que se propagasen impunemente ciertas maneras de opinar de que Ella disiente».
«Llevan los tales a mal la ruina de la fe y la corrupción de las costumbres, pero nada trabajan para poner remedio; antes, con su excesiva indulgencia y disimulo perjudicial, acrecientan no pocas veces el mal. Esos mismos no quieren que nadie ponga en duda su afecto a la Santa Sede; pero nunca les faltan pretextos para indignarse contra el Sumo Pontífice. La prudencia de esos tales la califica el Apóstol San Pablo de sabiduría de la carne y muerte del alma, porque ni está ni puede estar sujeta a la ley de Dios (Rom., VIII – 6, 7)».
«Y en verdad que no hay cosa menos conducente para disminuir los males. Porque los enemigos, según muchos de ellos confiesan públicamente y aun se glorían de ello, se han propuesto, a todo trance, destruir hasta los cimientos, si fuese posible, de la Religión Católica, que es la única verdadera. Con tal intento no hay nada a que no se atrevan, porque conocen bien que cuanto más se amedrente el valor de los buenos, tanto más desembarazado hallarán el camino para sus perversos designios».
Bien podemos afirmar, venerables hermanos y amados hijos, que, por difundir esta doctrina santa, murieron cientos de miles de católicos españoles al grito de «¡Viva Cristo Rey!» en nuestra Patria, dejándonos un alto ejemplo de valor cristiano, que, desgraciadamente, parece se va olvidando en nuestros tiempos de acomodación y de transigencia con las corrientes del siglo.
Dos cartas apremiantes
Son múltiples, venerable hermanos y amados hijos, los medios de disminuir el depósito sagrado de la Fe, y esos medios se utilizan todos por la impiedad para lograr su diabólico intento. Mas queremos concretarnos únicamente a uno, que ofrece no pequeño riesgo a la fe de nuestros diocesanos, principalmente en esta ciudad de Sevilla.
En este mismo año recibíamos dos cartas de suma gravedad, de las que omitimos solamente los pormenores que pudieran revelar las personas que nos las dirigieron. Dice así la primera:
«Me permito enviar a Vuestra Eminencia Reverendísima los adjuntos folletos de propaganda protestante que reparten los pastores en las dos capillas enclavadas en mi feligresía. Al mismo tiempo, debo manifestar a Vuestra Eminencia Reverendísima que el pastor N. N., que parece ser el principal de todos y el continuador de la obra del desgraciado Cabrera en Sevilla, anunció en su sermón de la mañana, en los cultos habidos en la capilla de C. N. el domingo 26 de Enero último, que, como los tiempos son propicios, se abrirán dos o tres capillas más en esta capital durante el presente año».
Tiene, como veis, amadísimos hermanos, una gravedad extraordinaria la frase pronunciada por el pastor protestante de que «los tiempos son propicios» para la difusión del protestantismo en España.
La segunda carta dice así:
«Quiero con la presente carta cumplir un deber, al que me creo obligado, aunque sé que ha de proporcionar sinsabores a su alma.
El hecho es el siguiente:
En la calle N., y en el extremo ya de esta feligresía, se está construyendo una casa que, según noticias bastante confirmadas, es para el pastor protestante, y que dicha casa tendrá a la espalda una habitación amplia, para que sirva de iglesia.
A la profunda visión de Vuestra Eminencia no se puede escapar el mal que esto significa en el momento presente, y, sobre todo, para el futuro, por tratarse del lugar en el que tiempo atrás tuvieron ellos siempre muchos prosélitos.
Al sentimiento que produce este hecho se une el que se edifique esta casa en solares de una antigua iglesia, donde nació la Hermandad de N. N., y por medio de personas que se dicen católicas.
Al comunicar este hecho a Vuestra Eminencia Reverendísima, por creer que es mi deber, le suplico y le ruego interponga toda su autoridad e influencia para con las Autoridades, a fin de que se estudie el medio de evitar que esto se lleve a efecto.
Mucho siento, Eminentísimo Señor, sea yo quien proporcione esta amargura a su corazón paternal; pero no dude, Señor, que de igual sentimiento participo, y mucho me hace pensar para el futuro».
Hechos desoladores
No hubiéramos llamado vuestra atención en forma tan grave, venerables hermanos e hijos muy amados, a no tener en nuestro poder documentos que acreditan cómo realmente la frase del pastor protestante de que «los tiempos son propicios» para la difusión del protestantismo en España no es infundada.
Tenemos, por un lado, el desarrollo progresivo de la propaganda protestante en esta ciudad. No queremos contristar vuestro ánimo con las transcripciones de las herejías divulgadas entre el pueblo cristiano humilde, por medio de sus opúsculos seductores, editados con relativo lujo, que supone no pequeños dispendios, en los cuales se predican las doctrinas más disolventes.
Podría demostraros cómo se combaten los fundamentos de la fe y cómo se trata de declarar al pueblo ignorante que no es en la Iglesia Católica donde se ha de buscar la tabla de la salvación eterna.
Combátese en ellos la devoción a la Santísima Virgen, de un modo especial la doctrina católica, próxima a ser declarada dogma de fe, de la mediación de Nuestra Señora.
Mas a esta demostración de la propaganda responde otro hecho no menos cierto, que consiste en las numerosas capillas protestantes autorizadas oficialmente en España en estos últimos tiempos.
Aunque tenemos en nuestro poder la relación auténtica de todas estas capillas, erigidas en los años de 1945 y 1946, con la fecha de su erección y el sitio donde radican, nos limitaremos únicamente a indicar su número.
En el año 1945, en los meses de Noviembre y Diciembre, se erigieron seis capillas protestantes, y en el año 1946 fueron erigidas veintiséis capillas.
Lo grave, desde el punto de vista legal de estas peticiones que motivaron la concesión oficial para la erección de las capillas protestantes, es que se fundamentan en el artículo VI del «Fuero de los Españoles».
Creemos, sin el menor género de duda, que bien pudiéramos citar, en apoyo de nuestra demanda de que no se autoricen estos centros de falsas religiones en España, el testimonio de esos miles y miles de mártires que dieron ciertamente su sangre en defensa de su fe, que con tanta frecuencia están tomando para apoyar diversas pretensiones. Pero es indudable que el punto de coincidencia de todos esos sacrificios generosos de la vida es el de la defensa de la fe católica. Ellos son los que parece que se dirigen a todos nosotros y nos dicen aquellas palabras del Apóstol: Depositum custodi (Guarda el depósito de la Fe).
Un testimonio irrecusable
Queremos, venerables hermanos y amados hijos, dar por terminada esta breve Instrucción Pastoral, sobre el cumplimiento de las palabras del Apóstol: «Guarda el depósito de la Fe», con el testimonio autorizadísimo del gran apologista de nuestro siglo, el meritísimo sacerdote don Jaime Balmes, el cual, en su Capítulo XII sobre el «Protestantismo», dice, desarrollando el tema «España y el Protestantismo»:
«Si se pregunta lo que pienso sobre la proximidad del peligro, y si las tentativas que están haciendo los protestantes para este efecto tienen alguna probabilidad de resultado, responderé con alguna distinción. El Protestantismo es profundamente débil ya por su naturaleza, y, además, por ser viejo y caduco; tratando de introducirse en España, ha de luchar con un adversario lleno de vida y robustez y que está muy arraigado en el país, y por esta causa y bajo este pretexto no puede ser temible su acción. Pero, ¿quién impide que si llegase a establecerse en nuestro suelo, por más reducido que fuera su dominio, no causaría terribles males?
»Por de pronto salta a la vista que tendríamos otra manzana de discordia, y no es difícil columbrar las colisiones que ocasionaría a cada paso. Como el Protestantismo en España, a más de su debilidad intrínseca, tendría la que causara el nuevo clima, en que se hallaría tan falto de su elemento, viérase forzado a buscar sostén arrimándose a cuanto le alargase la mano; entonces es bien claro que serviría como un punto de reunión para los descontentos, y, ya que se apartase de su objeto, fuera cuando menos un núcleo de nuevas facciones, una bandera de pandillas. Escándalo, rencores, desmoralización, disturbios y quizá catástrofes: he aquí el resultado inmediato, infalible, de introducirse entre nosotros el Protestantismo. Apelo a la buena fe de todo hombre que conozca medianamente al pueblo español.
»¡Ah! Oprímese el alma con angustiosa pesadumbre al solo pensamiento de que pudiera venir un día en que desapareciese de entre nosotros esa unidad religiosa que se identifica con nuestros hábitos, nuestros usos, nuestras costumbres, nuestras leyes; que guarda la cuna de nuestra Monarquía en la cueva de Covadonga; que es la enseña de nuestro estandarte en una lucha de ocho siglos con el formidable poder de la Media Luna; que desenvuelve lozanamente nuestra civilización en medio de tiempos tan trabajosos; que acompañaba a nuestros terribles Tercios cuando imponían silencio a Europa; que conduce a nuestros marinos al descubrimiento de nuevos mundos, a dar los primeros la vuelta a la redondez del globo; que alienta a nuestros guerreros a llevar a cabo conquistas heroicas; y que, en tiempos más recientes, sella el cúmulo de tantas y tan grandiosas hazañas, derrocando a Napoleón.
»Vosotros, que con precipitación tan liviana condenáis las obras de los siglos, que con tanta avilantez insultáis a la nación española, que tiznáis de barbarie y oscurantismo el principio que presidió a nuestra civilización, ¿sabéis a quién insultáis? ¿Sabéis quién inspiró el genio del gran Gonzalo, de Hernán Cortés, de Pizarro, del vencedor de Lepanto? Las sombras de Garcilaso, de Herrera, de Ercilla, de Fray Luis de León, de Cervantes, de Lope de Vega, ¿no os infunden respeto? ¿Osaréis, pues, quebrantar el lazo que a ellos nos une y hacernos indigna prole de tan esclarecidos varones?
»¿Quisierais separar por un abismo nuestras creencias de sus creencias, nuestras costumbres de sus costumbres, rompiendo así con todas nuestras tradiciones, olvidando los más embelesantes y gloriosos recuerdos, y haciendo que los grandiosos y augustos monumentos que nos legó la religiosidad de nuestros antepasados sólo permanecieran entre nosotros como una reprensión la más elocuente y severa? ¿Consentiríais que se cegasen los ricos manantiales adonde podemos acudir para resucitar la literatura, vigorizar la ciencia, reorganizar la legislación, restablecer el espíritu de nacionalidad, restaurar nuestra gloria, y colocar de nuevo a esta nación desventurada en el alto puesto que sus virtudes merecen, dándole la prosperidad y la dicha que tan afanosa busca y que en su corazón augura?».
Así se expresaba este gran pensador, que bien puede ser considerado como providencial vidente de la causa de la salvación de España.
No nos dejemos alucinar, hermanos e hijos amadísimos, por el momento presente, que se pasa, como han pasado vertiginosamente los momentos pasados de la historia de los pueblos. Lo que interesa es permanecer firmes en la fe, que será la que nos librará del naufragio que han sufrido tantos desgraciados pueblos, que, al perder la fe católica, lo perdieron todo. Al tratar de estribar en poderes meramente humanos, vinieron a experimentar que son éstos cañas frágiles que fácilmente se quiebran.
Pongamos nuestra confianza en Dios, mantengamos íntegra nuestra fe, conservemos intacto nuestro depósito, y no dudemos que podremos, un día no lejano, repetir las palabras del santo Apóstol (II Ad Tim., IV – 7 y sig.):
«He guardado la fe; nada me resta sino recibir la corona de la victoria que me está reservada, que me dará el Señor en aquel día, como justo Juez, y no sólo a mí, sino también a los que, llenos de fe, desean su venida».
Pidiendo para todos, venerables hermanos y amados hijos, la perseverancia en la fe, os enviamos muy de corazón nuestra bendición pastoral.
1947.– † El Cardenal Arzobispo de Sevilla.
(Del Boletín Oficial Eclesiástico del Arzobispado de Sevilla, del 10 de Septiembre de 1947).
Marcadores