Fuente: Aparisi y Guijarro, Número 26, Junio 1979, páginas 5 – 6.
EL CONCILIO
Por Raimundo de Miguel
La palabra “Dios”, encabezando el lema tradicionalista, manifiesta públicamente una profesión de fe religiosa (católica, es obvio) de la Comunión, cuyo significado no es otro que la garantía de que sus postulados ideológicos y su actuación política han de acomodarse necesariamente a unos principios de orden superior, a los que voluntariamente se somete.
Y, expresándose estos principios religiosos a través del Magisterio de la Iglesia, la confesionalidad católica del Carlismo quiere decir la aceptación, sin reserva, de las enseñanzas de Aquélla en cuanto inciden en el orden político, única esfera en la que éste se mueve. En una palabra, que la Comunión Tradicionalista hace suyo, íntegramente, el Derecho Público Cristiano.
Ésta no es una formulación extraordinaria; éste debiera ser un denominador común para todos los católicos que actúan en política, tanto de manera individual como constituyendo asociación o partido. Lo mismo en relación interna a su conciencia, como mirando hacia fuera, para salvaguardia de la de aquéllos a los que solicite su simpatía, apoyo, voto o adhesión.
Por lo tanto, cuando los carlistas enunciamos a “Dios” con todas las consecuencias expuestas, no hacemos afirmación alguna de orden religioso, para las cuales no somos competentes de ninguna manera, sino que simplemente nos remitimos a algo que nos viene dado por una autoridad más alta en la materia: la Iglesia. Somos receptores de una enseñanza, no docentes.
EL MAGISTERIO ORDINARIO
El Derecho Público Cristiano, por su naturaleza, no es objeto del Magisterio Extraordinario de la Iglesia, sino del Ordinario; el cual, como sostiene la doctrina tradicional, puede admitir variaciones de tiempo y lugar, pero que exige del creyente un asentimiento interno y externo, y una pronta disposición de ánimo para aceptar dichas posibles variaciones, sin discrepar de las mismas, a no ser por razones muy fundadas y graves y siempre sin publicidad ni escándalo.
Así pues, cualquier modificación o progresión en el indicado Magisterio, debe aceptarse sin contradicción alguna por parte de la Comunión, ya que, si pudiese significar alguna alteración de sus posturas anteriores, ello no supondría declinación en sus principios políticos, sino, por el contrario, ejercicio vivo de los mismos, al acomodarla a las variaciones que, por definición, debe aceptar. En tal supuesto, si se mantuviese en lo antiguo, se cerraría sobre sí misma, se anquilosaría, entraría en una verdadera contradicción interna, y vendría a convertirse en formuladora de principios religiosos. De grupo político confesional, se transformaría en secta religiosa; perdería su razón de ser como agrupación de aquel carácter; y la confesionalidad ya no serviría de seguro de conciencia, sino, por el contrario, de alarma de disidencia.
EL DERECHO CIVIL A LA LIBERTAD RELIGIOSA
Para mí, la cosa aparece tan clara, que corto aquí la introducción para descender a una cuestión concreta, la derivada de la “Declaración sobre la libertad religiosa” del Concilio Vaticano II.
«Esta libertad consiste –son sus palabras– en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales o de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar en contra de su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado o en público, solo o asociado con otros, dentro de los límite debidos».
«Por consiguiente –sigue la misma Declaración–, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en la misma naturaleza», y «ha de ser reconocida en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que llegue a convertirse en un derecho civil».
Congruentemente con lo expuesto, el Carlismo adoptará como uno de los derechos naturales de la persona, y hará suyo en sus formulaciones políticas (así como en su ordenamiento jurídico si llegara al Poder), el derecho civil a la libertad religiosa.
Derecho reiteradamente defendido y explicado por Pablo VI después, y recientemente recordado por Juan Pablo II en su primera Encíclica “Redemptor hominis”:
«La limitación de la libertad religiosa y su violación, contrastan con la dignidad del hombre y sus derechos objetivos».
¿UN NUEVO DERECHO?
¿Es este derecho una novedad en la doctrina social cristiana? No lo creo así. La Iglesia, más que por definiciones positivas (salvo las dogmáticas del Credo), ha ido construyendo su doctrina de manera indirecta, por la condena de los errores contrarios, dejando, así, en libertad a la formulación teológica, mientras no caiga en desviaciones. Y si en el siglo pasado condenó expresamente al liberalismo (Pablo VI también en la Carta Pastoral “Octogessima adveniens”) con sus “libertades de perdición” abusivamente formuladas, hoy proclama los derechos de la persona humana, porque son en este siglo los conculcados (totalitarismos de signo marxista o fascista).
No hay, pues, contradicción alguna entre ambas declaraciones, sino recíproco complemento, explicándose el alcance de cada una por el contenido de la otra. Así, se consigue el justo equilibrio. «La libertad basada en la verdad» (Juan Pablo II, “Redemptor hominis”).
La persona humana ha merecido siempre la atención principal de la Iglesia; no puede decirse que sus derechos hayan sido olvidados o preteridos nunca, sino que, en las circunstancias presentes del mundo, resultaba conveniente, más aún necesario, una formulación explícita y concreta sobre el derecho del hombre a la libertad religiosa. En la Encíclica citada de Juan Pablo II, nos habla de cómo la Iglesia tiene «una profunda estima del hombre, por su entendimiento, por su voluntad, su conciencia, su libertad».
Este comentario por lo que se refiere a la Iglesia.
En cuanto al Carlismo, jamás su confesionalidad católica le llevó a desconocer los derechos de la persona, sino, por el contrario, a proclamarlos muy alto, como es lógico. Y, en el orden religioso, al que nos estamos refiriendo, ya claramente advirtió Carlos VII que la «unidad católica no supone un espionaje religioso».
LA UNIDAD CATÓLICA
Hemos dado con la frase que, a estas alturas, puede resultar conflictiva: la unidad católica. Con orgullo, el Carlismo ha defendido esta fórmula para expresar, en el campo de la política, las consecuencias de su profesión religiosa; pero es que era la adoptada por el Magisterio Pontificio de manera general, y muy particularmente para España. Es cosa tan sabida, que no hay que insistir sobre ella.
Ahora bien: ¿Puede mantenerse la misma fórmula después del Concilio? Sinceramente, creo que no. Y no porque, bien entendida, no resulte compatible con el respeto a la libertad religiosa, sino porque, como toda fórmula, es algo accidental y adjetivo, y no hay por qué conservarla cuando puede enmascarar el fondo de las ideas.
Hay un hecho evidente, y es que, en la terminología del Derecho Público Cristiano, ya no se utiliza, y, por lo tanto, hemos de abandonarla nosotros.
Pero hay, además, una cuestión que no puede negarse: la fórmula “unidad católica” ha sido empleada machaconamente por ciertos grupos como contestataria al Concilio; como de resistencia a su Magisterio; como interpretación contraria a sus enseñanzas; como oposición al derecho civil a la libertad religiosa. Y ello es lo bastante para que no podamos seguir usándola, ni siquiera con distingos o aclaraciones.
Continuar haciéndolo representaría producir un confusionismo en ninguna manera lícito, ni religiosa ni políticamente. Ni creo que deba producir excesivas nostalgias su retirada al terreno de la Historia, pues, autor tan autorizado y tan conocidamente integrista como D. Marcial Solana, ya decía en 1951 (“El tradicionalismo político español y la ciencia hispana”) que la frase “unidad católica” no era expresiva del pensamiento tradicionalista en esta materia, porque requería una explicación.
Es más, dicha retirada debe producirse con ánimo solícito y bien dispuesto, pues ello significa la sinceridad de nuestra confesionalidad católica: en materia religiosa, lo que la Iglesia diga.
El no admitir, aun parcialmente, su Magisterio, viene a resultar, por paradoja, caer en el mismo error liberal. ¡También el liberalismo rechazó las grandes Encíclicas Pontificias sobre el poder político y la libertad, porque no eran de su agrado!
LA FÓRMULA JURÍDICA Y EL HECHO SOCIOLÓGICO
Pero hay, además, otras motivaciones: la unidad católica es una fórmula de carácter jurídico, en cuanto se aplica al orden interno del Estado; fórmula que, por su tradición semántica (las palabras no pueden desprenderse de su historia, y, así, se entienden vulgar y hasta científicamente), tiene un significado en el que no encaja cómodamente el derecho civil a la libertad religiosa.
No cabe duda de que la unidad católica es un gran bien para cualquier país, y mayor aún para España, porque constituye su propia esencia. Pero la unidad católica ha de entenderse como una realidad sociológica, como una situación registrable de hecho, no como expresión política, que, si no responde a aquélla, puede resultar una cáscara vacía, y, lo que es peor, contraproducente.
El hacer que se correspondan, que el hecho sociológico-religioso pueda servir de base a la correlativa formulación jurídica, es una tarea apostólica, una labor de Iglesia, de evangelización, de vivencia cristiana, en la que tenemos que comprometernos los católicos como tales; pero no es función política el procurarla, aunque lo sea el favorecerla.
EL DESLINDE DE LOS CAMPOS DE ACTUACIÓN
La distinción entre el campo religioso y el profano (en este caso, el político), es uno de los mayores empeños eclesiales de hoy, y con fundamento y razón tan justificados, que no es preciso insistir sobre ello.
La continuidad en el empleo de la frase “unidad católica”, produciría un lamentable equívoco, haciendo creer que el Estado tomaba atribuciones religiosas, lo que no sería otra cosa que una especie de cesarismo o regalismo.
La persistencia de la indicada fórmula, por su carga sentimental, vendría a suponer una cierta manera de presión religiosa del Estado sobre la conciencia individual; indicaría algo que el Concilio reprueba.
LA “CONSACRATIO MUNDI”
Todo lo que venimos diciendo es independiente de que la misma Declaración comentada «deje íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»; que la “Constitución Dogmática sobre la Iglesia” nos diga que «hay que rechazar la infausta doctrina que intenta edificar la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión»; y que en el “Decreto sobre el apostolado de los seglares” se lea que «el seglar, que es a un tiempo fiel y ciudadano, debe comportarse siempre en ambos órdenes con una conciencia cristiana» (ambos textos también del Concilio Vaticano II).
Porque todo eso es lo que el Carlismo procura bajo la primera palabra de su lema, “Dios”; bajo su declarada confesionalidad católica. En una palabra, la “consacratio mundi” que el Decreto últimamente citado expresa:
«Por consiguiente, los seglares, siguiendo esta misión, ejercitan su apostolado tanto en el mundo como en la Iglesia, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal; órdenes que, por más que sean distintos, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios busca reasumir, en Cristo, todo el mundo en la nueva criatura, incoativamente en la Tierra, plenamente en el último día».
Aliento que, según D. Marcial Solana, antes citado, se expresa de la mejor manera por la palabra “Dios” de nuestro lema: el Reinado Social de Jesucristo.
Naturalmente, entendido o referido al campo profano en que nuestra actividad de creyentes se aplica al organizarnos políticamente en Comunión, y en el que intervenimos bajo nuestra propia y exclusiva iniciativa y responsabilidad, aunque cumpliendo el mandato general apostólico conciliar: el campo de la política patria.
CARLOS VII Y PÍO XII
Pero esto no puede conseguirse si no se hace como la misma Iglesia quiere y conforme quiere. La frase vulgar de más papistas que el Papa, tiene aquí su aplicación. Extravasación de atribuciones que expresamente rechazó Carlos VII, cuando en el Manifiesto de Morentín (del cual es también la cita que antes hicimos de este Rey) dijo lapidariamente: «No daré un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo».
El Papa Pío XII, en su Discurso al V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos (6 Diciembre 1953), al plantearse la cuestión del posible conflicto de conciencia del gobernante católico con cierta permisividad en materia religiosa, dejó dicho como norma para resolverlo:
«En lo que se refiere al campo religioso y moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia».
El Concilio, posteriormente (y ya, en el Discurso citado, el Papa explanaba por extenso el mismo tema del que venimos hablando, si bien fundado en el bien común universal), ha iluminado suficientemente la cuestión como para quitar todo escrúpulo; es más, como para hacerlo nacer en quien no acepte sin reserva el contenido de la “Declaración sobre la libertad religiosa”.
CONFESIONALIDAD CATÓLICA
La fórmula, pues, a adoptar en esta materia, que entraña en definitiva la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, será, para los carlistas, la que, según las circunstancias, acuerden en buena armonía y cooperación ambas potestades como la más conveniente para ambas, con miras al bien común de sus comunes súbditos.
Por ahora, me parece que, con la afirmación rotunda de nuestra confesionalidad católica, con el significado expuesto, es más que suficiente, sin aditamentos accesorios, para presentarnos definidamente en la polémica política española. Tanto más cuanto somos los únicos que nos atrevemos a confesar públicamente a Cristo como inspirador de nuestro quehacer político.
EL INTEGRISMO
Preciso es terminar este artículo dejando muchas cosas sin decir; pero no puedo hacerlo sin recordar que la frase de Carlos VII, últimamente transcrita, es la que dio lugar a la escisión integrista. Como ya es Historia, puede hablarse de ello sin levantar suspicacias.
Pero el Carlismo, la Comunión Tradicionalista, es algo muy distinto al integrismo, y, quizá, todo el propósito de este trabajo va dirigido a que uno de los signos de los tiempos (aquí más visible y cierto que en otros, por la directa intervención del Espíritu Santo) coincide en prevenir a la Comunión y a los carlistas para que no vengan a incidir en un partido integrista.
Eso no sería Carlismo, sino la desnucleización del Carlismo. La Comunión Tradicionalista, en materia religiosa, su principal motivación, tiene que estar al día; primero y principalmente por fidelidad a la Iglesia; después, por prestigio de perspicacia política.
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