Fuente: Boletín Fal Conde, Marzo 1989, páginas 2 – 3.
HACIA DELANTE Y HACIA ATRÁS
Procuro estar muy al día en conocer las enseñanzas de este gran Pontífice, Juan Pablo II, que Jesucristo ha regalado a su Iglesia en estos tiempos de grave crisis religiosa, y acababa de leer su Discurso en la visita que realizó el 11 de Octubre de 1988 al Parlamento Europeo, en Estrasburgo, cuando una amable petición de colaboración histórica relacionada con el tradicionalismo, me hizo tener que repasar alguno de los escritos de Carlos VII. La concordancia de planteamiento que encontré con uno de ellos, me produjo una gran satisfacción como carlista, al mismo tiempo que una mayor confianza en estar en el camino de la verdad, sentimientos ambos que quiero compartir con los lectores.
El Papa reafirma la obligada presencia de Dios y de sus leyes informando el gobierno político de los hombres:
«Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente deberán considerar a qué negras perspectivas podrán conducir la exclusión de Dios de la vida pública, de Dios como último juez de ética y supremo gerente contra todos los abusos del poder ejercido por el hombre sobre el hombre».
«De hecho, el cristianismo tiene una vocación de profesión pública y de activa presencia en todos los terrenos de la vida. Por tanto, es mi deber subrayar vigorosamente que, si algún día el substrato religioso y cristiano de este Continente fuese marginado en su papel de inspirador de la ética y en su eficacia social, no sólo se negaría toda la herencia del pasado europeo, sino también su futuro digno del hombre europeo, y me refiero a todo hombre europeo, creyente o increyente, que estaría seriamente comprometido».
Pero recuerda:
«Esta distinción esencial (dad al César lo que es el del César, y a Dios lo que es de Dios), entre la esfera de la organización externa de la ciudad terrenal y de la autonomía de las personas, se comprende considerando las respectivas naturalezas de la comunidad política, a la que pertenecen necesariamente todos los ciudadanos, y de la comunidad religiosa, a la que los creyentes se adhieren voluntariamente».
Por eso censura «el integrismo religioso sin distinción entre la esfera de la fe y la vida civil», porque:
«Ningún proyecto de sociedad será capaz jamás de establecer el Reino de Dios en la Tierra. Los mesianismos políticos llevan, la mayor parte de las veces, a las peores tiranías».
«En concreto, no pueden asumir el puesto de la conciencia del hombre, ni su búsqueda de la verdad y de lo absoluto».
Carlos VII se encontraba en un periodo de difíciles luchas doctrinales dentro de la prensa tradicionalista, principalmente en cuanto al alcance de la palabra “Dios” en nuestro ideario. Con intención de superarlas sin desdoro para nadie, hizo unas declaraciones a José M.ª de Llauder, que éste publicó, fechadas en Venecia, a 14 de Marzo de 1888, bajo el título de: “El pensamiento del Duque de Madrid”.
D. Carlos decía:
«Todo lo que tenga relación con el primer lema de nuestra Bandera, no puedo resolverlo yo por mi mismo. La Iglesia es la que ha de fijarlo, sin lo cual invadiría yo el terreno de las conciencias y usurparía atribuciones que no corresponden a un Rey católico. ¿Cómo, pues, hemos de prejuzgar lo que se refiera a cuestiones que, en su día, se han de discutir y pensar maduramente por la Santa Sede, y resolverlas de acuerdo el poder espiritual y el civil?».
«De no tener esto en cuenta, pueden resultar muchas discusiones inútiles, muchas afirmaciones aventuradas y sin fundamento, y divisiones que perturban sin resultado práctico, antes con mucho daño de las conciencias. Basta saber –añadía– que estoy dispuesto a ofrecer y dar a la Iglesia cuanto le corresponda, y que la Comunión católico-monárquica se halla animada de este mismo espíritu».
Llamaba a la unidad, que resumía así:
«Esta unidad debe consistir en la afirmación de estos tres puntos: Obediencia al Papa y a la Iglesia en lo religioso; sumisión a la persona de D. Carlos en lo político; y, en su consecuencia, adhesión a los principios o bases de su Bandera, que quiere conservar en toda su integridad y pureza, sin vacilaciones, ni debilidades».
Pero algunos desoyeron estas cristianas, sabias y prudentes palabras del Rey, se aferraron a su particular parecer, y la unidad quedó rota con la escisión integrista, que tardó más de cuarenta años en ser recompuesta.
Cuando leía los anteriores párrafos me vino a la memoria su coincidencia con otros expresivos del pensamiento de aquel también gran Pontífice, de talla sobrenatural y magisterial formidable, Pío XII. En efecto, en el discurso que dirigió el 6 de Diciembre de 1953 al V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, dice:
«El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten, e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino, no impedir el error, a fin de procurar un bien mayor».
Para poder resolver la cuestión acertadamente, añade:
«En lo que se refiere al campo religioso o moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia. Por parte de la cual, en semejantes cuestiones decisivas, que tocan a la vida internacional, es competente en última instancia solamente aquél a quien Cristo ha confiado la guía de toda la Iglesia, el Romano Pontífice».
«En tales casos particulares, la actitud de la Iglesia está determinada por la tutela y la consideración del bonum comune de la Iglesia Universal, del Reino de Dios sobre todo el mundo. En orden a la ponderación del pro y del contra, al tener que tratar la “quaestio facti”, no valen para la Iglesia otras normas que las que Nos ya hemos indicado antes para el jurista y estadista católico, incluso en todo lo referente a la última y suprema instancia».
La “anticipación” señalada, o, mejor dicho, la perfecta interpretación y aplicación del dogma católico por Carlos VII, es, pues, evidente.
Madrid, festividad de la Monarquía Tradicional, 1989.
RAIMUNDO DE MIGUEL
Marcadores