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Tema: Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Miguel

  1. #1
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    Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Miguel

    No es ninguna novedad afirmar que entre los dirigentes del Partido Político CTC no queda ya absolutamente nada que se parezca remotamente a una defensa del sempiterno trilema legitimista-tradicional: Dios Verdadero, Patrias Forales, Rey Legítimo.

    Respecto al término "Dios" de dicho Trilema, dejo a continuación una interesante discusión habida en la década de los ´80 entre Rafael Gambra y Raimundo de Miguel, en donde se refleja bien la distancia insalvable que existe entre los verdaderos legitimistas españoles que siguen defendiendo, como siempre, la unidad católica española (posición representada por Gambra en aquel entonces), y la de los que, desgraciadamente, se separaron de la Comunión y defienden, en el seno del Partido Político CTC, nuevas doctrinas extrañas a la constitución tradicional de la Monarquía Española (posición representada por De Miguel en aquel entonces).

  2. #2
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    Re: Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Migu

    Fuente: Aparisi y Guijarro, Número 26, Junio 1979, páginas 5 – 6.



    EL CONCILIO

    Por Raimundo de Miguel


    La palabra “Dios”, encabezando el lema tradicionalista, manifiesta públicamente una profesión de fe religiosa (católica, es obvio) de la Comunión, cuyo significado no es otro que la garantía de que sus postulados ideológicos y su actuación política han de acomodarse necesariamente a unos principios de orden superior, a los que voluntariamente se somete.

    Y, expresándose estos principios religiosos a través del Magisterio de la Iglesia, la confesionalidad católica del Carlismo quiere decir la aceptación, sin reserva, de las enseñanzas de Aquélla en cuanto inciden en el orden político, única esfera en la que éste se mueve. En una palabra, que la Comunión Tradicionalista hace suyo, íntegramente, el Derecho Público Cristiano.

    Ésta no es una formulación extraordinaria; éste debiera ser un denominador común para todos los católicos que actúan en política, tanto de manera individual como constituyendo asociación o partido. Lo mismo en relación interna a su conciencia, como mirando hacia fuera, para salvaguardia de la de aquéllos a los que solicite su simpatía, apoyo, voto o adhesión.

    Por lo tanto, cuando los carlistas enunciamos a “Dios” con todas las consecuencias expuestas, no hacemos afirmación alguna de orden religioso, para las cuales no somos competentes de ninguna manera, sino que simplemente nos remitimos a algo que nos viene dado por una autoridad más alta en la materia: la Iglesia. Somos receptores de una enseñanza, no docentes.


    EL MAGISTERIO ORDINARIO

    El Derecho Público Cristiano, por su naturaleza, no es objeto del Magisterio Extraordinario de la Iglesia, sino del Ordinario; el cual, como sostiene la doctrina tradicional, puede admitir variaciones de tiempo y lugar, pero que exige del creyente un asentimiento interno y externo, y una pronta disposición de ánimo para aceptar dichas posibles variaciones, sin discrepar de las mismas, a no ser por razones muy fundadas y graves y siempre sin publicidad ni escándalo.

    Así pues, cualquier modificación o progresión en el indicado Magisterio, debe aceptarse sin contradicción alguna por parte de la Comunión, ya que, si pudiese significar alguna alteración de sus posturas anteriores, ello no supondría declinación en sus principios políticos, sino, por el contrario, ejercicio vivo de los mismos, al acomodarla a las variaciones que, por definición, debe aceptar. En tal supuesto, si se mantuviese en lo antiguo, se cerraría sobre sí misma, se anquilosaría, entraría en una verdadera contradicción interna, y vendría a convertirse en formuladora de principios religiosos. De grupo político confesional, se transformaría en secta religiosa; perdería su razón de ser como agrupación de aquel carácter; y la confesionalidad ya no serviría de seguro de conciencia, sino, por el contrario, de alarma de disidencia.


    EL DERECHO CIVIL A LA LIBERTAD RELIGIOSA

    Para mí, la cosa aparece tan clara, que corto aquí la introducción para descender a una cuestión concreta, la derivada de la “Declaración sobre la libertad religiosa” del Concilio Vaticano II.

    «Esta libertad consiste –son sus palabras– en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales o de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar en contra de su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado o en público, solo o asociado con otros, dentro de los límite debidos».

    «Por consiguiente –sigue la misma Declaración–, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en la misma naturaleza», y «ha de ser reconocida en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que llegue a convertirse en un derecho civil».

    Congruentemente con lo expuesto, el Carlismo adoptará como uno de los derechos naturales de la persona, y hará suyo en sus formulaciones políticas (así como en su ordenamiento jurídico si llegara al Poder), el derecho civil a la libertad religiosa.

    Derecho reiteradamente defendido y explicado por Pablo VI después, y recientemente recordado por Juan Pablo II en su primera Encíclica “Redemptor hominis”:

    «La limitación de la libertad religiosa y su violación, contrastan con la dignidad del hombre y sus derechos objetivos».


    ¿UN NUEVO DERECHO?

    ¿Es este derecho una novedad en la doctrina social cristiana? No lo creo así. La Iglesia, más que por definiciones positivas (salvo las dogmáticas del Credo), ha ido construyendo su doctrina de manera indirecta, por la condena de los errores contrarios, dejando, así, en libertad a la formulación teológica, mientras no caiga en desviaciones. Y si en el siglo pasado condenó expresamente al liberalismo (Pablo VI también en la Carta Pastoral “Octogessima adveniens”) con sus “libertades de perdición” abusivamente formuladas, hoy proclama los derechos de la persona humana, porque son en este siglo los conculcados (totalitarismos de signo marxista o fascista).

    No hay, pues, contradicción alguna entre ambas declaraciones, sino recíproco complemento, explicándose el alcance de cada una por el contenido de la otra. Así, se consigue el justo equilibrio. «La libertad basada en la verdad» (Juan Pablo II, “Redemptor hominis”).

    La persona humana ha merecido siempre la atención principal de la Iglesia; no puede decirse que sus derechos hayan sido olvidados o preteridos nunca, sino que, en las circunstancias presentes del mundo, resultaba conveniente, más aún necesario, una formulación explícita y concreta sobre el derecho del hombre a la libertad religiosa. En la Encíclica citada de Juan Pablo II, nos habla de cómo la Iglesia tiene «una profunda estima del hombre, por su entendimiento, por su voluntad, su conciencia, su libertad».

    Este comentario por lo que se refiere a la Iglesia.

    En cuanto al Carlismo, jamás su confesionalidad católica le llevó a desconocer los derechos de la persona, sino, por el contrario, a proclamarlos muy alto, como es lógico. Y, en el orden religioso, al que nos estamos refiriendo, ya claramente advirtió Carlos VII que la «unidad católica no supone un espionaje religioso».


    LA UNIDAD CATÓLICA

    Hemos dado con la frase que, a estas alturas, puede resultar conflictiva: la unidad católica. Con orgullo, el Carlismo ha defendido esta fórmula para expresar, en el campo de la política, las consecuencias de su profesión religiosa; pero es que era la adoptada por el Magisterio Pontificio de manera general, y muy particularmente para España. Es cosa tan sabida, que no hay que insistir sobre ella.

    Ahora bien: ¿Puede mantenerse la misma fórmula después del Concilio? Sinceramente, creo que no. Y no porque, bien entendida, no resulte compatible con el respeto a la libertad religiosa, sino porque, como toda fórmula, es algo accidental y adjetivo, y no hay por qué conservarla cuando puede enmascarar el fondo de las ideas.

    Hay un hecho evidente, y es que, en la terminología del Derecho Público Cristiano, ya no se utiliza, y, por lo tanto, hemos de abandonarla nosotros.

    Pero hay, además, una cuestión que no puede negarse: la fórmula “unidad católica” ha sido empleada machaconamente por ciertos grupos como contestataria al Concilio; como de resistencia a su Magisterio; como interpretación contraria a sus enseñanzas; como oposición al derecho civil a la libertad religiosa. Y ello es lo bastante para que no podamos seguir usándola, ni siquiera con distingos o aclaraciones.

    Continuar haciéndolo representaría producir un confusionismo en ninguna manera lícito, ni religiosa ni políticamente. Ni creo que deba producir excesivas nostalgias su retirada al terreno de la Historia, pues, autor tan autorizado y tan conocidamente integrista como D. Marcial Solana, ya decía en 1951 (“El tradicionalismo político español y la ciencia hispana”) que la frase “unidad católica” no era expresiva del pensamiento tradicionalista en esta materia, porque requería una explicación.

    Es más, dicha retirada debe producirse con ánimo solícito y bien dispuesto, pues ello significa la sinceridad de nuestra confesionalidad católica: en materia religiosa, lo que la Iglesia diga.

    El no admitir, aun parcialmente, su Magisterio, viene a resultar, por paradoja, caer en el mismo error liberal. ¡También el liberalismo rechazó las grandes Encíclicas Pontificias sobre el poder político y la libertad, porque no eran de su agrado!


    LA FÓRMULA JURÍDICA Y EL HECHO SOCIOLÓGICO

    Pero hay, además, otras motivaciones: la unidad católica es una fórmula de carácter jurídico, en cuanto se aplica al orden interno del Estado; fórmula que, por su tradición semántica (las palabras no pueden desprenderse de su historia, y, así, se entienden vulgar y hasta científicamente), tiene un significado en el que no encaja cómodamente el derecho civil a la libertad religiosa.

    No cabe duda de que la unidad católica es un gran bien para cualquier país, y mayor aún para España, porque constituye su propia esencia. Pero la unidad católica ha de entenderse como una realidad sociológica, como una situación registrable de hecho, no como expresión política, que, si no responde a aquélla, puede resultar una cáscara vacía, y, lo que es peor, contraproducente.

    El hacer que se correspondan, que el hecho sociológico-religioso pueda servir de base a la correlativa formulación jurídica, es una tarea apostólica, una labor de Iglesia, de evangelización, de vivencia cristiana, en la que tenemos que comprometernos los católicos como tales; pero no es función política el procurarla, aunque lo sea el favorecerla.


    EL DESLINDE DE LOS CAMPOS DE ACTUACIÓN

    La distinción entre el campo religioso y el profano (en este caso, el político), es uno de los mayores empeños eclesiales de hoy, y con fundamento y razón tan justificados, que no es preciso insistir sobre ello.

    La continuidad en el empleo de la frase “unidad católica”, produciría un lamentable equívoco, haciendo creer que el Estado tomaba atribuciones religiosas, lo que no sería otra cosa que una especie de cesarismo o regalismo.

    La persistencia de la indicada fórmula, por su carga sentimental, vendría a suponer una cierta manera de presión religiosa del Estado sobre la conciencia individual; indicaría algo que el Concilio reprueba.


    LA “CONSACRATIO MUNDI”

    Todo lo que venimos diciendo es independiente de que la misma Declaración comentada «deje íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»; que la “Constitución Dogmática sobre la Iglesia” nos diga que «hay que rechazar la infausta doctrina que intenta edificar la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión»; y que en el “Decreto sobre el apostolado de los seglares” se lea que «el seglar, que es a un tiempo fiel y ciudadano, debe comportarse siempre en ambos órdenes con una conciencia cristiana» (ambos textos también del Concilio Vaticano II).

    Porque todo eso es lo que el Carlismo procura bajo la primera palabra de su lema, “Dios”; bajo su declarada confesionalidad católica. En una palabra, la “consacratio mundi” que el Decreto últimamente citado expresa:

    «Por consiguiente, los seglares, siguiendo esta misión, ejercitan su apostolado tanto en el mundo como en la Iglesia, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal; órdenes que, por más que sean distintos, se compenetran de tal forma en el único designio de Dios, que el mismo Dios busca reasumir, en Cristo, todo el mundo en la nueva criatura, incoativamente en la Tierra, plenamente en el último día».

    Aliento que, según D. Marcial Solana, antes citado, se expresa de la mejor manera por la palabra “Dios” de nuestro lema: el Reinado Social de Jesucristo.

    Naturalmente, entendido o referido al campo profano en que nuestra actividad de creyentes se aplica al organizarnos políticamente en Comunión, y en el que intervenimos bajo nuestra propia y exclusiva iniciativa y responsabilidad, aunque cumpliendo el mandato general apostólico conciliar: el campo de la política patria.


    CARLOS VII Y PÍO XII

    Pero esto no puede conseguirse si no se hace como la misma Iglesia quiere y conforme quiere. La frase vulgar de más papistas que el Papa, tiene aquí su aplicación. Extravasación de atribuciones que expresamente rechazó Carlos VII, cuando en el Manifiesto de Morentín (del cual es también la cita que antes hicimos de este Rey) dijo lapidariamente: «No daré un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo».

    El Papa Pío XII, en su Discurso al V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos (6 Diciembre 1953), al plantearse la cuestión del posible conflicto de conciencia del gobernante católico con cierta permisividad en materia religiosa, dejó dicho como norma para resolverlo:

    «En lo que se refiere al campo religioso y moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia».

    El Concilio, posteriormente (y ya, en el Discurso citado, el Papa explanaba por extenso el mismo tema del que venimos hablando, si bien fundado en el bien común universal), ha iluminado suficientemente la cuestión como para quitar todo escrúpulo; es más, como para hacerlo nacer en quien no acepte sin reserva el contenido de la “Declaración sobre la libertad religiosa”.


    CONFESIONALIDAD CATÓLICA

    La fórmula, pues, a adoptar en esta materia, que entraña en definitiva la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, será, para los carlistas, la que, según las circunstancias, acuerden en buena armonía y cooperación ambas potestades como la más conveniente para ambas, con miras al bien común de sus comunes súbditos.

    Por ahora, me parece que, con la afirmación rotunda de nuestra confesionalidad católica, con el significado expuesto, es más que suficiente, sin aditamentos accesorios, para presentarnos definidamente en la polémica política española. Tanto más cuanto somos los únicos que nos atrevemos a confesar públicamente a Cristo como inspirador de nuestro quehacer político.


    EL INTEGRISMO

    Preciso es terminar este artículo dejando muchas cosas sin decir; pero no puedo hacerlo sin recordar que la frase de Carlos VII, últimamente transcrita, es la que dio lugar a la escisión integrista. Como ya es Historia, puede hablarse de ello sin levantar suspicacias.

    Pero el Carlismo, la Comunión Tradicionalista, es algo muy distinto al integrismo, y, quizá, todo el propósito de este trabajo va dirigido a que uno de los signos de los tiempos (aquí más visible y cierto que en otros, por la directa intervención del Espíritu Santo) coincide en prevenir a la Comunión y a los carlistas para que no vengan a incidir en un partido integrista.

    Eso no sería Carlismo, sino la desnucleización del Carlismo. La Comunión Tradicionalista, en materia religiosa, su principal motivación, tiene que estar al día; primero y principalmente por fidelidad a la Iglesia; después, por prestigio de perspicacia política.

  3. #3
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    Re: Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Migu

    Fuente: Aparisi y Guijarro, Número 27, Enero 1980, página 7.



    “LOS LÍMITES DEBIDOS”

    Por Rafael Gambra


    Una vez más, con constancia admirable, nuestro buen amigo y correligionario Raimundo de Miguel se ha esforzado en estas páginas en demostrarnos que la doctrina del Concilio Vaticano II sobre libertad religiosa es congruente con la anterior doctrina de la Iglesia, y que el Carlismo, por supuesto, la debe hacer suya y defender con el mismo denuedo [1].

    No sabemos si trata de quedar como hijo fidelísimo de la Iglesia o de tranquilizar su conciencia (y la de sus lectores), sin preguntarse, por supuesto, si tranquilizar conciencias cuando tienen éstas motivos de intranquilidad, es o no moral. Con uno u otro fin, realiza malabarismos dialécticos dignos de la mejor causa. Por ejemplo, recurrir a las palabras de un integrista histórico (Marcial Solana) para combatir a los que él supone integristas actuales. O utilizar unas palabras que Carlos VII pronunció con referencia a los bienes eclesiásticos desamortizados, para aceptar cualquier doctrina sin discriminación, incluso contrariando el principio de contradicción.

    No hace falta ser lógico de profesión ni teólogo para comprender que las dos siguientes proposiciones son, no sólo inconciliables, sino contradictorias:

    1) Es falsa la teoría de que en nuestra edad no convenga ya que la religión católica sea tenida como la única religión del Estado con exclusión de cualesquiera otros cultos. Es falso también suponer que la plena potestad concedida a todos de manifestar abierta y públicamente cualesquiera opiniones y pensamientos no conduzca, ya a corromper las costumbres y el espíritu de los pueblos, ya a propagar el indiferentismo (Pío IX, Syl. 1777 a 1779).

    2) Todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales o de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar en contra de su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado o en público, solo o asociado con otros… (Con. Vaticano II, “Declaración sobre libertad religiosa”).

    Entre la proposición primera (unánime en todo el Magisterio de la Iglesia) y la segunda, media el principio mismo de contradicción. El señor De Miguel debe saber que la razón nos ha sido dada antes que la Revelación, que no pueden contradecirse, y que ni Dios mismo puede obrar contradictoriamente.

    Y también contemplar, si conserva la vista (y Santa Lucía se la guarde muchos años), que, basándose siempre en esa “Declaración de libertad religiosa”, se ha logrado descristianizar a la juventud española en menos de diez años, y, también, sumir a la Iglesia y al Estado en un caos de indisciplina y relajación.

    Sabe, por otra parte, que no hay legislación posible, ni aplicación de la misma, sin unos principios morales y religiosos de común aceptación; y también, que las leyes más básicas (la indisolubilidad del matrimonio, la enseñanza religiosa, la existencia de cementerios católicos, etcétera), pueden ser lógicamente “contestados” con base en la ley de libertad religiosa.

    No ignora, en fin, que esa libertad religiosa no ampara sólo la propaganda protestante, sino que detrás vienen –con igual derecho– los paganismos, las teosofías, los mismos cultos masónicos, nigrománticos y satánicos que hoy se expanden en nuestra juventud.

    Es cierto –y siempre lo ha afirmado la Iglesia– que a nadie se puede obligar a creer y a practicar. Lo primero es físicamente imposible; lo segundo sería obligar a mentir. De aquí que a nadie se obligue en esta materia, y que, incluso, se autorice civilmente el culto privado de otras religiones. Pero, dado que el hombre tiene el mismo deber (y derecho) a profesar su fe como individuo que como sociedad, resulta evidente que, en un pueblo que profesa una fe, no debe admitirse legalmente la difusión pública de otros cultos (falsas religiones), con la misma o mayor razón con que no se permite la difusión de drogas o sustancias dañinas para la salud corporal. De aquí que un misionero católico en países de infieles debe ir –y siempre fue– acogiendo el riesgo, no sólo de la prohibición allá de su apostolado, sino incluso del martirio.

    Las proposiciones absurdas o contradictorias siempre dejan en su misma formulación un cabo suelto que denuncia su incongruencia. La definición citada de libertad religiosa en el Vaticano II termina de este modo:

    «… ni se le impida (al hombre) que actúe conforme a ella (su conciencia) en privado o en público, solo o asociado con otros, DENTRO DE LOS LÍMITES DEBIDOS».

    ¿Límites debidos? Surge la pregunta: ¿qué límites? ¿Debidos a quién y por qué? Si a esto no contesta el Magisterio eclesiástico, ¿quién habrá de hacerlo? ¿Para qué está entonces ese Magisterio?

    En otro momento apela la declaración conciliar al bien público o común. Pero, ¿quién determina ese bien? Si es la Iglesia, difícilmente podrá manifestar, sin apostasía flagrante, que otras religiones son un bien para el hombre o para la sociedad. Y si ha de ser el Estado, ¿por qué no podrá decretar que son buenas todas las religiones “nacionales”, y mala sólo la católica por depender de un poder “extranjero”?

    A todo este tejido de contradicciones, y al caos moral y político que estamos viviendo (quizá empezando a vivir), conduce esa aparentemente lógica y simple “Declaración de libertad religiosa”.

    Es cierto que para un católico consciente resulta inquietante esa “Declaración de libertad religiosa”, que contradice a todo el Magisterio anterior y que tales efectos produce.

    La solución no estará, sin embargo, en tratar de conciliar lo inconciliable, ni en negar la razón humana, o en aceptar la tesis laicista o liberal en el Estado. Cristo mismo nos dio una norma de validez general: «Por sus frutos los conoceréis».

    Son otras las soluciones posibles. Cabe pensar, por ejemplo, que el Vaticano II es un Concilio no dogmático ni disciplinario, sino meramente “pastoral”, según su propia definición, y que “habrá de interpretarse según la doctrina recibida”. Pensar también que esa “libertad religiosa” se encuentra en el documento de menor rango dentro del contenido del Concilio. Primero son las “Constituciones Conciliares”, después los “Decretos”, y, por último, las meras “Declaraciones”.

    No deja un católico de serlo por discrepar de una de éstas últimas. Más aún, deja de serlo si la acepta ciegamente, negando su propia razón o la congruencia interna del Magisterio eclesiástico. Porque es cierto que mi razón no puede alcanzar lo que es misterio revelado, pero sí puede saber que lo blanco no es negro o que un círculo no puede ser cuadrado.






    [1] Artículo EL CONCILIO, Rev. APARISI GUIJARRO, núm. 26, Junio 1979. Resulta curioso que su mismo autor lo fuera, en 1963, del conocido folleto EL CARLISMO Y LA UNIDAD RELIGIOSA, publicado ese año por la Editorial Católica Española, de Sevilla.

  4. #4
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    Re: Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Migu

    Fuente: Boletín Fal Conde, Marzo 1989, páginas 2 – 3.



    HACIA DELANTE Y HACIA ATRÁS


    Procuro estar muy al día en conocer las enseñanzas de este gran Pontífice, Juan Pablo II, que Jesucristo ha regalado a su Iglesia en estos tiempos de grave crisis religiosa, y acababa de leer su Discurso en la visita que realizó el 11 de Octubre de 1988 al Parlamento Europeo, en Estrasburgo, cuando una amable petición de colaboración histórica relacionada con el tradicionalismo, me hizo tener que repasar alguno de los escritos de Carlos VII. La concordancia de planteamiento que encontré con uno de ellos, me produjo una gran satisfacción como carlista, al mismo tiempo que una mayor confianza en estar en el camino de la verdad, sentimientos ambos que quiero compartir con los lectores.

    El Papa reafirma la obligada presencia de Dios y de sus leyes informando el gobierno político de los hombres:

    «Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente deberán considerar a qué negras perspectivas podrán conducir la exclusión de Dios de la vida pública, de Dios como último juez de ética y supremo gerente contra todos los abusos del poder ejercido por el hombre sobre el hombre».

    «De hecho, el cristianismo tiene una vocación de profesión pública y de activa presencia en todos los terrenos de la vida. Por tanto, es mi deber subrayar vigorosamente que, si algún día el substrato religioso y cristiano de este Continente fuese marginado en su papel de inspirador de la ética y en su eficacia social, no sólo se negaría toda la herencia del pasado europeo, sino también su futuro digno del hombre europeo, y me refiero a todo hombre europeo, creyente o increyente, que estaría seriamente comprometido».

    Pero recuerda:

    «Esta distinción esencial (dad al César lo que es el del César, y a Dios lo que es de Dios), entre la esfera de la organización externa de la ciudad terrenal y de la autonomía de las personas, se comprende considerando las respectivas naturalezas de la comunidad política, a la que pertenecen necesariamente todos los ciudadanos, y de la comunidad religiosa, a la que los creyentes se adhieren voluntariamente».

    Por eso censura «el integrismo religioso sin distinción entre la esfera de la fe y la vida civil», porque:

    «Ningún proyecto de sociedad será capaz jamás de establecer el Reino de Dios en la Tierra. Los mesianismos políticos llevan, la mayor parte de las veces, a las peores tiranías».

    «En concreto, no pueden asumir el puesto de la conciencia del hombre, ni su búsqueda de la verdad y de lo absoluto».

    Carlos VII se encontraba en un periodo de difíciles luchas doctrinales dentro de la prensa tradicionalista, principalmente en cuanto al alcance de la palabra “Dios” en nuestro ideario. Con intención de superarlas sin desdoro para nadie, hizo unas declaraciones a José M.ª de Llauder, que éste publicó, fechadas en Venecia, a 14 de Marzo de 1888, bajo el título de: “El pensamiento del Duque de Madrid”.

    D. Carlos decía:

    «Todo lo que tenga relación con el primer lema de nuestra Bandera, no puedo resolverlo yo por mi mismo. La Iglesia es la que ha de fijarlo, sin lo cual invadiría yo el terreno de las conciencias y usurparía atribuciones que no corresponden a un Rey católico. ¿Cómo, pues, hemos de prejuzgar lo que se refiera a cuestiones que, en su día, se han de discutir y pensar maduramente por la Santa Sede, y resolverlas de acuerdo el poder espiritual y el civil?».

    «De no tener esto en cuenta, pueden resultar muchas discusiones inútiles, muchas afirmaciones aventuradas y sin fundamento, y divisiones que perturban sin resultado práctico, antes con mucho daño de las conciencias. Basta saber –añadía– que estoy dispuesto a ofrecer y dar a la Iglesia cuanto le corresponda, y que la Comunión católico-monárquica se halla animada de este mismo espíritu».

    Llamaba a la unidad, que resumía así:

    «Esta unidad debe consistir en la afirmación de estos tres puntos: Obediencia al Papa y a la Iglesia en lo religioso; sumisión a la persona de D. Carlos en lo político; y, en su consecuencia, adhesión a los principios o bases de su Bandera, que quiere conservar en toda su integridad y pureza, sin vacilaciones, ni debilidades».

    Pero algunos desoyeron estas cristianas, sabias y prudentes palabras del Rey, se aferraron a su particular parecer, y la unidad quedó rota con la escisión integrista, que tardó más de cuarenta años en ser recompuesta.

    Cuando leía los anteriores párrafos me vino a la memoria su coincidencia con otros expresivos del pensamiento de aquel también gran Pontífice, de talla sobrenatural y magisterial formidable, Pío XII. En efecto, en el discurso que dirigió el 6 de Diciembre de 1953 al V Congreso Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, dice:

    «El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales, en determinadas circunstancias, permiten, e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino, no impedir el error, a fin de procurar un bien mayor».

    Para poder resolver la cuestión acertadamente, añade:

    «En lo que se refiere al campo religioso o moral, el estadista deberá solicitar también el juicio de la Iglesia. Por parte de la cual, en semejantes cuestiones decisivas, que tocan a la vida internacional, es competente en última instancia solamente aquél a quien Cristo ha confiado la guía de toda la Iglesia, el Romano Pontífice».

    «En tales casos particulares, la actitud de la Iglesia está determinada por la tutela y la consideración del bonum comune de la Iglesia Universal, del Reino de Dios sobre todo el mundo. En orden a la ponderación del pro y del contra, al tener que tratar la “quaestio facti”, no valen para la Iglesia otras normas que las que Nos ya hemos indicado antes para el jurista y estadista católico, incluso en todo lo referente a la última y suprema instancia».

    La “anticipación” señalada, o, mejor dicho, la perfecta interpretación y aplicación del dogma católico por Carlos VII, es, pues, evidente.

    Madrid, festividad de la Monarquía Tradicional, 1989.



    RAIMUNDO DE MIGUEL

  5. #5
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    Re: Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Migu

    Fuente: Boletín Fal Conde, Abril 1989, página 2.


    En el XIV Centenario de la Unidad Católica en España

    PUNTUALIZACIONES A UN ARTÍCULO

    (Con ruego de publicación)


    En el número de Marzo de este mismo Boletín, nuestro buen amigo Raimundo de Miguel hacía un paralelo entre la doctrina que sobre la religión y política sostiene hoy S. S. Juan Pablo II y la que sostenía en su tiempo Carlos VII. A este efecto, selecciona varias frases del Pontífice, más o menos aisladas o fuera de contexto, y las parangona con otras de Carlos VII, dichas con el motivo muy concreto de la controversia del integrismo político. Con tal procedimiento, no resulta difícil cohonestar los pensamientos más dispares, sea Lenin con S. Pío X, sea Mahoma con Cristo.

    Al citar un discurso o un libro, no se pueden eludir sus tesis o afirmaciones más destacadas o punteras. Así, en el Discurso Pontificio en Estrasburgo ante el (masónico) Consejo de Europa, no puede omitirse esta frase:

    «La Iglesia estima que el hombre tiene derecho a la libertad y a la seguridad necesarias para llevar su vida según las exigencias de su conciencia, de su apertura espiritual y de su vocación fraterna».

    A la luz de esta frase, se entiende otra que cita el Sr. De Miguel:

    «Esta distinción esencial entre la esfera de la organización externa de la ciudad terrenal y de la autonomía de las personas, se comprende considerando las respectivas naturalezas de la comunidad política, a la que pertenecen necesariamente todos los ciudadanos, y de la comunidad religiosa, a la que los creyentes se adhieren voluntariamente». (Es decir, en la sociedad civil debe regir el pluralismo, la libertad religiosa, la neutralidad del Estado; en el ámbito de la comunidad religiosa regirá la unidad y la disciplina de la Iglesia).

    Doctrina que está perfectamente de acuerdo con estas frases del mismo Pontífice en la Jornada de la Paz, el primero de año de 1988:

    «La libertad religiosa es condición para la pacífica convivencia»; «la libertad religiosa es exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre, es piedra angular del edificio de los Derechos Humanos».

    Y también, con esta invocación a la Virgen María en Roma, el 4 de Abril del mismo año:

    «Reza por la paz en el mundo, por la justicia; reza por los derechos del hombre, en especial por la libertad religiosa de cada hombre, de todo cristiano y no cristiano, en todas partes. Reza por la solidaridad de los pueblos…». (Juzgue cada uno si esta doctrina se compadece con la unidad católica o fundamentación religiosa del Estado de Derecho).

    El asunto se puede juzgar también por reducción al absurdo. Quien concede lo más, concede lo menos. Si se postula la libertad civil en materia de profesión religiosa como derecho de la persona, ha de admitirse la misma libertad civil para las prácticas que exige cada religión. Habrá de autorizarse la poligamia que practican musulmanes y mormones; el nudismo público habitual entre los bantúes; la antropofagia ritual de la religión azteca; el suicidio de los sintoístas, etc. Se dirá que aquí también hemos elegido unas determinadas frases aisladas. Por ello, lo correcto es remitirse a la doctrina de la “libertad religiosa” que se halla bien claramente expresada en la Declaración conciliar “Dignitatis Humanae”, que es la fuente de todo equívoco y desorden.

    Admitir indiscriminadamente, como palabra de Dios, todo lo que sale de la boca o de la pluma de cualquier Pontífice, no es doctrina católica. La infalibilidad del Magisterio Papal se encuentra expresado en las actas del Concilio Vaticano I en términos muy claros y restrictivos, así como las condiciones para que una declaración pontificia revista los caracteres de la infalibilidad. Lo demás del Magisterio debe ser aceptado con respeto y adhesión SIEMPRE QUE no sea claramente erróneo, o que contradiga el Magisterio infalible anterior o la Tradición constante de la Iglesia.

    Sucede como en el respeto y obediencia que es debido a los padres por sus hijos, que cesa cuando se trata de un claro error, o mandan aquéllos algo contrario a la Ley de Dios. En estos casos es lícito disentir, y obligatorio no obedecer. No por ello dejarían de ser nuestros padres, y se les debería acatamiento en todo lo demás. Esta doctrina ha estado clarísima para los católicos de todos los tiempos, excepto para los eruditos de éste.



    RAFAEL GAMBRA
    Rodrigo dio el Víctor.

  6. #6
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    Re: Debate en torno a la unidad católica española: Rafael Gambra vs. Raimundo de Migu

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Fuente: Boletín Fal Conde, Mayo 1989, página 6.



    DOS ACLARACIONES

    (Con el ruego de publicación)


    Me desagradan las polémicas dentro del Carlismo, y creo que los puntos de vista diferentes pueden exponerse desde un planteamiento abstracto sin descender a la confrontación directa; pero, al haber sido personalmente aludido en unos artículos publicados en el Boletín, me veo forzado a efectuar solamente dos aclaraciones al mío anterior aparecido en el mes de Marzo, para que pueda entenderse mejor mi pensamiento.

    La primera, que no he pretendido eludir ninguna parte de las enseñanzas de Juan Pablo II (como si hubiese querido, silenciando unas, pasar otras de matute), sino que asumo íntegramente todas, así como también la Declaración Conciliar “Dignitatis Humanae”.

    Me duele que ese empeño, que se pone por algunos católicos, en buscar contradicciones dentro del Magisterio eclesial, no se aplique en encontrar las concordancias, porque entonces entiendo que hubieran dado, sin grandes dificultades, con la solución. La misma confesionalidad católica del Estado, rectamente entendida, es compatible con la libertad religiosa. La “Dignititis Humanae”, 2, dice:

    «Si, en atención a las peculiares circunstancias de los pueblos, una comunidad religiosa es especialmente reconocida en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que, al mismo tiempo, se reconozca y se respete el derecho a la liberad en materia religiosa de todos los ciudadanos y comunidades religiosas».

    Porque, como es lógico, el Concilio

    «deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo». «… además, el Concilio, al tratar de la libertad religiosa, pretende desarrollar la doctrina de los últimos Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre el ordenamiento jurídico de la sociedad» (“Dignitatis Humanae”, 1).

    La segunda, se refiere a la infalibilidad del Magisterio Papal. La doctrina tradicional sobre la materia es la de que aquél obliga, no sólo cuando se formula “ex cathedra” o de manera Extraordinaria, sino que el deber de su aceptación alcanza también al Ordinario, con un acatamiento interno (en cada momento histórico en que se pronuncia, y que excluye la pública discrepancia), pero condicionado (sujeto a posible variación cuando se modifique aquél, ya que, por su naturaleza, viene a ser coyuntural). Esta doctrina está expuesta más recientemente en la Encíclica “Humani Generis” de Pío XII, en el Concilio Vaticano II, y reiterada en la actualidad por Juan Pablo II y la Congregación para la Defensa de la Fe. Pero también es combatida, en el presente, por los teólogos progresistas, que acusan a Juan Pablo II de autoritarismo, para salirse de su obediencia.

    Recogeré la última manifestación que conozco de la misma, y que aparece en la Alocución de Juan Pablo II a los Obispos de EE.UU., en su visita “ad limina”, el día 15 de Octubre de 1988. Dice así:

    El «Magisterio vivo de la Iglesia… comprende el carisma de la infalibilidad, presente, no sólo en las definiciones solemnes del Romano Pontífice y de los Concilios Ecuménicos, sino también en el Magisterio Ordinario universal, que, ciertamente, puede ser considerado como la expresión usual de la infalibilidad de la Iglesia» «Respecto a las expresiones no infalibles del Magisterio auténtico de la Iglesia, éstas deben ser acogidas con obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento».

    Este obsequio es el que yo no quiero negar, generosamente, al Magisterio de Juan Pablo II, “dulce Cristo en la Tierra”, como decía del Papa, Santa Catalina de Siena.

    Quizá acierte a iluminar mejor la cuestión San Ignacio, que, en su libro de los Ejercicios Espirituales, en la Norma 13, para sentir con la Iglesia nos alecciona:

    «Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina…».

    Nada más.



    RAIMUNDO DE MIGUEL – Madrid

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