POBRES 2

Rino Cammilleri

Mi antidoto sobre los «pobres» ha suscitado un vigoroso debate, así como algunos insultos por parte de católicos cortos de inteligencia que ponen la otra mejilla a los enemigos de Cristo y reservan toda su indignación para sus correligionarios. No tiene nada de sorprendente; algunos ejemplos vienen de arriba. Son serviles con el mundo y despiadados con los que valen poco o nada. En resumen, clericales. Vale, me refería a los «pobres». Hace algunos años, Antonio Frajese, el recordado periodista de la televisión (con quien la emprendió a patadas en vivo el conocido agitador Paolini), se disfrazó de mendigo y, en el reportaje que siguió, reveló cuánto había ganado con aquella idea. Mucho. Hay, además, un cuento de Sherlock Holmes dedicado al mismo tema: la desaparación de un empleado que, según descubrió más tarde el detective, ganaba mucho más pidiendo. Un viejecito con muletas que pedía a la puerta de mi casa me inspiraba mucha compasión, hasta que la portera me reveló un día que su mujer era empleada de correos y se habían comprado varios apartamentos con lo que él ganaba pidiendo. En Milán, donde el metro cuadrado está por las nubes. Cuando yo era un joven recién convertido, "adopté" como buen neófito a una mendiga que me daba mucha pena por su abultado bocio. Convencí a un amigo mío cirujano para que la visitara --y la operara-- gratis. Pero ella no se presentó a la hora convenida: si se operaba no podría inspirar más lástima. Algún tiempo después, encontré en la estación de ferrocarril a un joven con la cara vendada. Pedía limosna, y le di la mitad de lo que llevaba en el bolsillo: dos mil liras, mil para cada uno. Conmovido por mi generosidad, me confió que la venda era falsa. Indignado, se lo recriminé. Entonces me tomó la mano y hizo tocar su cráneo: sentí una profunda grieta. Me dijo que no podía trabajar porque a consecuencia de aquel traumatismo a veces perdía el conocimiento. Impresionado, le di las otras mil liras. Pasó un año, y me fui a hacer el servicio militar. Me destinaron a una unidad asignada a una estación de ferrocarril. Mientras conversaba un día con el policía de la oficina contigua, vi de lejos al joven en cuestión: tenía la cabeza vendada y además una pierna enyesada. Le conté al policía la experiencia que había tenido con él un año atrás. El policía soltó una carcajada y me dijo que el hombre estaba perfectamente: todas las mañanas iba al hospital, pedía la escayola y las vendas sobrantes y se iba en tren a otra ciudad para explotar la piedad de la gente. Es verdad que no todos los soldados de Napoleón eran ladrones, pero Napoleón lo era. Hoy en día se tira la comida y la ropa; ya no estamos en la época de san Martín. Y tanto la Iglesia como el Estado hacen que sea innecesario pedir en la calle. A los necesitados de verdad los conoce sólo el párroco, porque los católicos le dan la colecta a él en lugar en vez de céntimos dispersos a los diversos gitanos y demás pordioseros. Aunque al darles limonsna nos sintamos «buenos», lo que hacemos es fomentar el fraude. Estas son consideraciones de sentido común, aquel sentido común que antes de predicaba desde los púlpitos y hoy ya no se predica por miedo (sí, he dicho miedo) a la impopularidad. Yo no tengo ninguna popularidad que perder, y el juicio de los fariseos me tiene sin cuidado. He escogido el cristianismo porque es una religión viril, valiente y contracorriente, que juzga al mundo y no se somete a condiciones. Y si hay que jugarse el pescuezo como S. Juan Bautista, que no tenía reparos en echarle una bronca a Herodes, o como Cristo, que alzaba la voz contra los hipócritas políticamente correctos, pues bien, nos hemos comprometido a ello.

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