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Tema: San Borondón: la octava isla

  1. #1
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    San Borondón: la octava isla

    La leyenda de San Borondón

    San Borondón es una de las leyendas más arraigadas en el pueblo canario y particularmente en el herreño. Desde el siglo XVI hasta nuestros días todo historiador que se precie al hablar de Canarias menciona a la legendaria isla misteriosa.
    Aunque físicamente inexistente, hay numerosos testigos a lo largo de la historia y otros que viven aún, sobre todo marineros, que confiesan haberla visto. Incluso el historiador Abreu Galindo se aventuró a dar sus coordenadas: diez grados y diez minutos de longitud y veintinueve grados y treinta minutos de latitud, es decir, al noroeste de la isla de El Hierro. Ha habido numerosas representaciones cartográficas de la enigmática ínsula desde el siglo XII.


    "Plan de las afortunadas Yslas del reino de Canarias", anónimo, C. 1.765

    Un aspecto que alimenta la mágica leyenda son las numerosas expediciones que desde el siglo XV se han realizado por españoles y portugeses para encontrar la mítica isla, siendo una de las más conocidas la ordenada por el Capitán General de las Canarias, Juan de Mur y Aguirre, en 1.721, pero la primera en la crología de las numerosas expediciones acontecidas, la realizó el portugués Fernâo Dulmo en 1.486. En 1.519 Francisco Fernández de Lugo, regidor de La Palma y posteriormente de Tenerife, 1.520-1.540, sobrino del conquistador de Tenerife y primer Adelantado de Canarias, Alonso Fernández de Lugo, aprovechando una estancia en la península en 1.519 propone a la Cámara de Castilla unas capitulaciones muy semejantes a las de Cristóbal Colón.

    También es muy abundante la presencia de esta isla en la prolija actividad poética y narrativa de Canarias. Una de las primeras manifestaciones sobre la fantasmagónica isla, las hace Viera y Clavijo en su poema "Los Vasconautas":

    <<Sobre un césped de hinojos y poleo, descansando del sol que la acalora a Catalina vi de San Mateo allá en San Borondón predicadora...>>

    En la actualidad hay una versión musical de un romance a San Borondón adaptado por Los Sabandeños en 1.980 con el título de San Borondón. Romancillos canarios.
    Es muy conocido el romance transmitido por Alberto Navarro González (catedrático de la Universidad de La Laguna):

    <<San Borondón, San Borondónpor la sirena, por su canción.Que suenen tambores guanchesy canten las caracolasque la isla misteriosa se divisaentre las olas. Que San Borondón ya viene,dibujándose en la bruma,como si fuera una reinacon su cortejo de espuma. Y cuentan los que te vieronque quien te quiso alcanzartan sólo encontró una nubemeciéndose sobre el mar. ¡San Borondón, San Borondón!¿Donde escondiste mi corazón?>>
    Cirilo Leal ha llevado este mito al teatro en su obra La Conjura, Premio Ángel Guimerá en 1.983, en la que las últimas escenas se desarrollan en torno a San Borondón, la isla non trubada.
    Igualmente se hace mención a la soñada isla por el cronista oficial de El Hierro y premio Canarias de comunicación en el año 1.993, José Padrón Machín, en sus Memorias de un desmemoriado afirmando haberla visto.
    Aún en nuestros días, esta leyenda está más viva que nunca, fiel reflejo de ello es el libro de fotografía San Borondón, Relato de un Sueño, del joven artista herreño Alexis Hernández presentado en Madrid en junio de 2.000.

    http://www.islaelhierro.com/leyendas/san_borondon.html







    Detalle de la Leyenda de San Borondón. Oxford, siglo XII

  2. #2
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    Re: San Borondón: la octava isla

    El Mito de San Brandan

    De la cultura anglo-normanda provino una leyenda monástica que determinó la búsqueda de un lugar de importancia en el imaginario geográfico vinculado a la exploración de las tierras americanas. Se trata del viaje de san Brandán (Balandrán o Borondón) quien, navegando en una pequeña barca durante siete años junto a un grupo de catorce monjes, sortearía miles de dificultades hasta arribar a un lugar cercano a las islas Afortunadas o Canarias. Esta leyenda se extendió a lo largo de la Edad Media a través de la versión que hiciera en el siglo XII el arzobispo Benedeit basándose en un manuscrito latino del siglo X (19).
    San Brandán nació en el siglo VI d. C. La historia cuenta que el abad irlandés y sus acompañantes partieron en una barca en busca del paraíso terrenal (20). Diversos motivos se han asociado a esta historia, pero el más conocido de todos es el de san Brandán y sus compañeros sobre el lomo de una ballena. En este pez-isla los monjes oficiaron una misa e intentaron celebrar la pascua asando la carne de un cordero (el calor despertó a la ballena adormecida causando una terrible tempestad).
    Son muchos elementos que confieren un carácter de viaje iniciático a la aventura del abad. Después de haberse enfrentado a monstruos diversos y de visitar muchas islas, los viajeros llegan al paraíso terrenal o jardín de las Delicias (se les menciona como sinónimos aunque aparecen como lugares diferentes en distintas historias y leyendas). Para ello atraviesan en última instancia un mar escondido en densas tinieblas (motivo éste típico del imaginario medieval) que imposibilitaba el retorno de los pasaban sus límites. Estas tinieblas dejaban ciegos a quienes no iban de parte de dios.
    Las descripciones de este paraíso poseen una gran similitud con las primeras descripciones del continente americano:
    "De hermosos bosques y ríos ven colmada aquella tierra. Los prados son verdaderos jardines, floridos con perenne hermosura -como en santas moradas, las flores exhalan dulces fragancias-, con árboles espléndidos, preciosas flores y frutas de deliciosos perfumes [...].
    Arboles y flores a diario crecen y dan sus frutos, sin que les retrasen las estaciones: allí cada día reina un suave verano" (21).
    San Brandán regresa y difunde por todos los países la noticia del paraíso terrenal. Poco tiempo después muere de acuerdo a la profecía recibida en el jardín de las Delicias por boca del mismo Dios: "Esta vez con el cuerpo viniste, dentro de poco con el alma has de volver".
    Según la creencia popular medieval, la isla de san Brandán era un oasis de verdor que aparecía y desaparecía arbitrariamente evitando así ser descubierta (22). Esta leyenda alcanzó visos tan reales que hasta el siglo XVIII siguió siendo representada en diversos mapas y se mantuvo la creencia en una octava isla afortunada cercana al archipiélago canario y disputada por españoles y portugueses.

    http://www.ull.es/publicaciones/latina/a/60alva.htm


  3. #3
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    Re: San Borondón: la octava isla

    La isla de San Borondón:
    Se dice que la aparición de la isla no puede ser efecto de una acumulación de nubes porque se avista en aquellos días en los que el horizonte está mas claro y en que soplan los vientos favonios u occidentales. Con cierta frecuencia nubes detenidas al Oeste-Nor-Oeste de El Hierro conforman una ilusión de gran veracidad aparente que no explicarían la uniformidad de sitio, figura y extensión repetidos en los relatos. Probablemente es un curioso efecto óptico también descrito en Reggio y Marsella. El rumor de las apariciones de esta isla es sin duda posterior al descubrimiento y conquista de Canarias. Es constante que, desde principios del siglo XVI, la reputación de esta nueva isla aumentaba el juicio de los naturales y extranjeros. El portugués Luis Perdigón relata que el rey de Portugal había hecho merced a su padre si la descubriese. Cuando se firmó la paz de Evora (4 de junio 1519) y la corona de Portugal cedió a la de Castilla su derecho a la conquista de las Canarias, se nombró entre ellas la "Non Trubada o Encubierta". Los dibujos hechos en diversas ocasiones por personas conocedoras de la zona, desde las islas cercanas eran similares. En 1526 Fernando de Troya y Fernando Alvarez, vecinos de Gran Canaria regresaron de una infructuosa búsqueda. Con posterioridad a su llega a Canarias en 1566, el doctor Hernán Pérez de Grado, primer regente de la real audiencia de Canarias encargó una averiguación a las justicias de La Palma, El Hierro y La Gomera. Como resultado obtuvo un informe de Alonso de Espinosa, gobernador de El Hierro describiendo el avistamiento al Nor-Oeste de esta isla y a sotavento de La Palma, donde se mencionaba a cien testigos. Tres portugueses de Setúbal, entre los cuales uno llamado Pedro Vello, era piloto y práctico en la navegación del Brasil, declararon haber desembarcado en la isla de San Borondón tras ser empujados por una tempestad. Observaron en la arena unas pisadas mayores al doble de las de un hombre normal, una cruz de madera y tres piedras en triángulo. Al desatarse repentinamente un huracán perdieron de vista la isla dejando a dos hombres abandonados en la espesura de la selva. El inquisidor Pedro Ortiz de Funes recogió la declaración de Marcos Verde que regresando de la armada de Berbería arribó a una isla desconocida y tras explorarla, mientras se recogían en el navío les sorprendió un torbellino de viento de fuerza tal que fue preciso picar los cables y largarse tumultuariamente. De la Palma salió la expedición de Fernando de Villalobos, regidor y depositario general de la isla y 34 años después la del consumado piloto Gaspar Pérez de Acosta con el P.fray Lorenzo Pinedo, franciscano con una práctica sobresaliente en la marinería. Abreu y Galindo dejó escrita la conversación que tuvo con un aventurero francés que acababa de estar en San Borondón, que abandonó durante una tormenta, llegando a La Palma en una jornada. En 1721 Don Juan de Mur y Aguerre, capitán general de Canarias encarga al capitán Gaspar Domínguez una nueva expedición, el mismo capitán repetiría en otra ocasión en 1732 con los mismos resultados.

    Relatos de Francisco Alcaforado sobre la expedición de 1420:
    Acompañante de Juan González Zarco, refiere que habiendo llegado la pequeña escuadra a Puerto Santo, les aseguraron los portugueses, establecidos allí desde hacía dos años, como al Sud-Oeste de aquel horizonte se veían ciertas tinieblas impenetrables que se levantaban desde el mar hasta tocar con el cielo, sin notarse en ellas disminución, añadiendo que estas espesas sombras estaban defendidas de un ruido espantoso, cuya causa era oculta, y que no las consideraban sino como un abismo sin fondo o como la misma boca del infierno. Sin embargo, las personas que se imaginaban dotadas de más crítica sostenían que aquella era la célebre isla de Cipango, tan nombrada en los escritos de Marco Polo de Venecia, y que la Providencia se complacía en mantenerla oculta bajo aquel velo misterioso, por haberse retirado a ellas algunos obispos españoles y portugueses con muchos cristianos, a fin de evadirse de la opresión y esclavitud de los moros, así que no se podía lícitamente pretender examinar este alto secreto, supuesto que el cielo aún no había permitido precediesen a su descubrimiento aquellas señales previas que anunciaron aquellos profetas, hablando de este raro milagro. Lejos de intimidar al comandante estos vanos terrores, le determinaron a mirar aquellas sombras como unos indicantes infalibles de la tierra que solicitaba; con todo, quiso esperar hasta la luna nueva y, como no se percibiese todavía alteración en el pretendido fenómeno, empezaron todos los aventureros a penetrarse de un terror pánico tan vivo, que se hubiera malogrado la empresas si el comandante Zarco, firme en su determinación, no hubiese hecho ver que siendo aquélla, a lo que mostraban las apariencias, una isla cubierta de bosque, debía levantarse sobre ella una humedad constante que producía aquella eterna nube, objeto de sus temores y aprehensiones; el suceso confirmó la solidez de este dictamen.
    San Borondón:
    El nombre San Borondón, Brandón o Blandón deriva del abad San Brandón, Brandaón o Blandano, monje escocés que estuvo y predicó en ella después de la mitad del siglo sexto. Surio, compilando la vida de San Maclovio o Machutes, por otro nombre San Maló, que Sigeberto de Gembloux nos dejó escrita, refiere que aquel santo monje, en todo extraordinario, pensando abandonar su monasterio, donde empezaba a tener envidiosos, supo (o por revelación o por noticia de algunos marineros) que en el océano había ciertas islas extremadamente deliciosas y habitadas por infieles. Que, deseando disfrutar el sosiego de este retiro y promover la conversión de aquellas gentes, tomó la resolución de embarcarse en su solicitud, acompañado de su maestro San Brandón. Hacen referencia Sigeberto (Epistola ad Tietmarum abbatem) y San Antonino (Super II partem) que después de haber navegado los santos monjes mucho tiempo sin descubrir tierra, llegó el día de Pascua, y, como esta festividad excitase vivamente en sus ánimos la devoción y el deseo de celebrar los sagrados misterios con todo el cristiano equipaje, puestos en oración pedían a Dios la gracia de surgir en alguna tierra para tener en aquélla satisfacción; que el Señor oyó los votos de sus siervos y dispuso que en medio del mar apareciese repentinamente una isla, donde, sin pérdida de tiempo, desembarcaron. Que habiendo erigido luego un altar celebró San Maló el santo sacrificio de la misa y que después de haber distribuido la Eucaristía a los demás, volvieron a tomar embarcación y hacerse a la vela. Pero ¿Cuál no sería su asombro cuando conocieron que la que habían tenido por una verdadera isla no había sido, en realidad, sino una monstruosa ballena que desapareció al instante? Texto sobre una expedición desde La Palma (1570):
    ... acordamos de yr a descubrir la ysla de Sant Borondón o otras qualquiera ysla que halláramos y porque este descrubrimiento lo hazemos en virtud de servicio de Dios Nuestro Señor y de su Magestad el Rey don Phillipe... para el dicho descubrimiento avemos fletado el navio de Miguel Perez, nombrado Sant Andres ... e proveido el dicho navio de los fornecimientos mantenimientos nesçesarios y avemos acordado y acordamos (el) dicho Bachiller Melchor de Lugo aya de yr y vaya por sobrecargo y capitan en el dicho descubrimiento que así queremos hazer de dicha ysla y que en el dicho viage dicho y marineros y las demás personas que en el fueren ayan de obedecer y obedeceran a el dicho bachiller Melchor de Lugo en aquellas cosas y cassos que en el dicho viage se dan y esten a su horden y mando que si es necesario desde luego le damos poder y facultad quand bastante de derecho se requiere para que como tal capitan aya de seguir y siga el en el descubrimiento... conviene dexar gente en la dicha ysla para que si oviere gente en ella la puedan conquitar o se quedar para la yr descubriendo...
    Texto completo: (www)odalsi.com/Borondon

    http://www.mgar.net/borondon.htm

  4. #4
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Magnífico texto Hyeronimus,

    aunque me gusta la ola de misterio que rodea a toda esta isla mítica, según me comentaba un amigo del Instituto Astrofísico de Canarias, se trata nada más y nada menos que de "La Sombra del Teide", que en determinadas circunstancias se proyecta sobre el mar generando el efecto de una isla.

    ¿quién lo iba a decir?

  5. #5
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Expediciones navales [editar]
    La leyenda de San Borondón llegó a adquirir tal fuerza en Canarias que durante los siglos XVI, XVII y XVIII se organizaron expediciones de exploración para descubrirla y conquistarla. Entre ellas se pueden enumerar[3]:
    http://es.wikipedia.org/wiki/Isla_de_San_Borond%C3%B3n

  6. #6
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Hyeronimus,

    sobre la última expedición, ¿has visto esta web?

    www.laisladescubierta.net/ - 4k

  7. #7
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Lo de la sombra del Teide me parece una barbaridad. Luego dirán que los andaluces somos exagerados... ¿Cómo va a proyectar el volcán una sombra tan grande y tan lejos de Tenerife?

    Esa web es impresionante. He leído y mirado con detenimiento todas sus páginas y aporta excelentes pruebas documentales de que en efecto hay una isla ahí. Con todo, sigue el misterio y es increíble que tan pocos se hayan topado con ella y tantas expediciones emprendidas en su búsqueda hayan fracasado. Lástima que las fotos no sean de mejor calidad, pero siendo de la prehistoria de la fotografía, qué le vamos a hacer.

  8. #8
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Hace unos años vi una reposición del programa “Más Allá”, presentado por el desaparecido Jiménez del Oso, psiquiatra metido a parasicólogo, ufólogo y demás hierbas, el Iker Jiménez de antes.
    El caso es que allí se hablaba de San Borondón y en un momento dado del programa se enseñaba una supuesta foto de la isla, relativamente reciente se decía, tomada desde la orilla de otra isla, puede que la del Hierro, separadas las dos tierras por poca extensión de agua. Se podía apreciar, en dicha foto, una línea de costa y unas lomas al fondo, la verdad es que, independiente de que la foto fuera un trucaje o no, me llamo fuertemente la atención, impresionaba.

    A mí esto de San Borondón me recuerda, de alguna manera, las historias de ciudades sumergidas, muy propias del folclore gallego, bretón o del sur de Inglaterra (Cornualles), con saborcillo celta, bueno, como esta de San Borondón, San Brandán irlandés.

    Estupenda información, muy interesante por cierto.

  9. #9
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Una supuesta foto de San Borondón.



  10. #10
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Otra foto, de una bahía en la isla de San Borondón. Es de la colección de Edward Harvey. La encontré más clara en otra web.


  11. #11
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Y esta foto es de la sombra del Teide proyectada hacia La Gomera. No se parece nada a las fotos de San Borondón, y por supuesto, siempre está en el mismo sitio, mientras que la isla misteriosa puede aparecer por cualquier lado, aunque generalmente se ve desde La Palma, Hierro o La Gomera. Además, la figura cónica del volcán le da un aspecto de pirámide, no de isla. En todo caso, no deja de tener su belleza.



    Y aquí hay otra foto de la isla, pegada a la misma que puso Val, de la que no la puedo separar.




    La mítica isla seguirá envuelta en el misterio como tantas otras leyendas. Nos vienen a la memoria historias de ficción similares llevadas al cine, como la Shangri-lá de "Horizontes Perdidos", o "Brigadoon", sobre aquella ciudad escocesa que una vez cada cien años emergía entre la niebla. Esta última estaba basada a su vez en la novela "Germelshausen", del alemán Friedrich Gerstäcker, escrita en el siglo XIX. Cuando se produjo "Brigadoon" a mediados de los años cincuenta todavía estaba muy cerca la Segunda Guerra Mundial y los alemanes no estaban bien vistos, así que se adaptó el argumento y se le dio un buen final, muy en la línea del Hollywood de entonces.

    Con todo, la más bella de esas leyendas de cíudades perdidas o invisibles quizá sea la de la Ciudad de los Césares, ubicada en algún rincón del sur de Chile o de la Patagonia argentina. Una ciudad invisible que se creía había sido fundada por náufragos españoles de expediciones en la zona del estrecho de Magallanes, si bien había varias versiones. La literatura oral y escrita embelleció considerablemente el asunto, añadiéndole grandes riquezas, con calles pavimentadas de oro y edificios cubiertos de plata u oro, asi como muchos objetos de uso cotidiano, porque abundan los metales preciosos. La ciudad es invisible y rara vez se deja ver, de suerte que uno puede pasar por ahí y pisar sus calles sin saberlo. A veces, se pueden percibir el Viernes Santo o al atardecer de cualquier día sus cúpulas en la distancia, y hay en la ciudad una campana gigantesca que si sonara se oiría en todo el mundo, anunciando el fin de este, y de hecho se dice sonará para anunciarlo. Sus habitantes son inmortales, porque en la Ciudad Encantada no muere nadie. Otros dicen que la ciudad es errante, por lo que uno puede toparse con ella en cualquier sitio (como San Borondón, que no siempre aparece en el mismo sitio).

    Hubo varias expediciones en busca de la mítica ciudad, como la Diego de Rojas en 1543, y Francisco de Villagra envió un destacamento desde Cuyo cuando regresó de Perú con refuerzos para Pedro de Valdivia. Al parecer, el mito duró hasta bien entrado el siglo XVIII.
    Última edición por Hyeronimus; 19/05/2007 a las 06:09 Razón: errata

  12. #12
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Val, Hyeronimus, fantásticos documentos.
    La Leyenda sigue viva!!!!

  13. #13
    Avatar de Michael
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    Re: San Borondón: la octava isla

    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

  14. #14
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: San Borondón: la octava isla

    La Isla Mágica, por Sabas Martín



    LA ISLA MÁGICA
    Decir que San Borondón es una isla mágica es adentrarnos en el territorio de los sueños, en la geografía de los visionarios, en el lugar de los elegidos. Ello se deriva, por supuesto, del carácter esquivo, volátil, intangible, quimérico, en suma, de un pedazo de tierra, emergente sobre el Atlántico y bajo sus aguas fugitivo, cuya verdadera naturaleza aún hoy sigue perteneciendo al ámbito de lo misterioso e inexplicable. La Isla de San Borodón, muy especialmente para los canarios, es patrimonio de la utopía.
    El enigmático Honorius Solitarius, en un remoto códice que bautizó con el título de Crónica, advertía ya de lo inaprensible de su condición: La Isla Perdida se encuentra por casualidad, nunca cuando se la busca. Y, si embargo, he de confesar que yo la he visto. Y por dos veces. A estas alturas, con el lento sucederse de los años, sé fehacientemente que vi la Isla. Lo que todavía no sé es si lo que sucedió después de vislumbrarla sobre el mar contra el horizonte fue una de esas ensoñaciones con que la realidad se divierte confundiendo sus límites con lo imaginario en las fronteras de los sentidos. Bien es cierto que, como quería Honorius Solitarius, las dos veces en que la vi, con testigos que pueden constatarlo, no iba en su busca y surgió ante mi mirada fruto del azar. O tal vez no. Repetiré lo que sobre esa experiencia he escrito en otro lugar.
    La primera vez que descubrí la Isla de San Borondón fue en 1975. Desde Valle Gran Rey, en La Gomera, divisé la Isla sobre las aguas. Intrigado por aquella aparición, indagué entre las gentes del lugar. Tan sólo un anciano que tenía una de esas tiendas de ultramarinos en las que bebidas y viandas, lápices de colores, cuadernos escolares y toda clase de objetos diversos se acumulan en sus estantes como en un bazar inclasificable y prodigioso, explicó la aparición diciendo que se debía a la “brisa lastosa”, una suerte de bruma espesa que, entre sus características, se contaba la de que “enfebrecía a los jóvenes enturbiándoles el sentido”. Fue la única razón que pudo darme aquel anciano en cuyo rostro se amontonaban los pliegues de la memoria del tiempo. Mi esposa me acompañaba. También la vio y también fue testigo del progresivo empequeñecimiento, como si encogiera, de la Isla. Era mediatarde y a medida que las sombras fueron ganando su batalla incruenta contra las luces, San Borondón desapareció entre el vuelo torpe de fulelés enormes y el cloquido agrio de las gaviotas que llenaba el aire.



    En octubre de 1979, esta vez en El Hierro, en Punta Orchilla, donde debía haber agua y nada más que agua, sólo mar y horizonte, se me reveló de nuevo. Mi mujer, que es fotógrafa, llevaba un teleobjetivo de 300 mm. entre los accesorios de su cámara. A través de él miramos. Nosotros y un amigo escritor que actuaba de guía y anfitrión. Como en una de esas malas películas de suspense en las que algo falla en el momento del clímax de la tensión, al intentar fotografiarla comprobamos que se nos había acabado el carrete de fotos. No pudimos apresar su imagen. Antes de que desapareciera por completo, distinguimos nítidamente la gran degollada entre las cimas extremas, y la abundante vegetación que allí había, delatándose por el color verde que menudeaba entre los tonos parduscos de la tierra. Años después sabría que hubo alguien que, con anterioridad a nosotros en aquella ocasión, tuvo más suerte y alcanzó a fotografiarla. La foto de la Isla aparecida en el diario madrileño ABC, el 10 de agosto, día de San Lorenzo, de 1958, lo certifica. De todo esto, en un juego de literatura, crónica y testimonio, he dejado constancia en el capítulo titulado “Epílogo en la Isla de San Borondón” que cierra mi libro Ritos y Leyendas Guanches, cuya primera edición apareció en la madrileña editorial Miraguano en 1985. De él tomaré algunos de los datos y referencias que expondré en las líneas que han de seguir a continuación.

    LA FAMOSA CUESTIÓN DE SAN BORONDÓN
    Así, “La famosa cuestión de San Borondón”, es como alude Viera y Clavijo a las páginas que dedica a la mítica Isla en su Historia General de las Islas Canarias, aparecida por primera vez en Madrid, en la Imprenta de Blas Román sita en la Plazuela de Santa Catalina de los Donados, en 1772. Allí, el “Arcediano que tenía la sonrisa de Voltaire”, como se le ha llamado, retratándolo, a nuestro ilustrado, allí, en su Historia, digo, el erudito canario impregnado de la certeza de la razón y del espíritu científico predominante del Siglo de las Luces, abordaba varios y diferentes aspectos relativos a la Isla prodigiosa, intentando despejar con su aproximación metódica las dudas e incertidumbres que envuelven las nieblas de su origen y su naturaleza. Un empeño sin éxito, a mi entender. El propio Viera, empírico y descreído, no acaba de pronunciarse. Porque la Isla de San Borondón ha seguido manifestándose escurridiza e inasible, ajena a los parámetros que quieren adscribir su fantástica condición a los dominios racionales.
    Después de aquella lectura comprobé que el capítulo de Viera y Clavijo referente a la Isla de San Borondón debía mucho a los capítulos finales de la Historia de la conquista de las siete Islas Canarias, de Fray Juan Abreu Galindo, otro de los grandes relatores que se han sumergido en nuestro pasado insular, y cuya obra editó Alejandro Cioranescu en Santa Cruz de Tenerife en 1955. Pero tanto Viera y Clavijo como Abreu Galindo, no fueron los únicos que se sintieron atraídos por el enigma de la Isla Ballena. La fascinación venía de antes. Ya Ptolomeo, en el siglo II, en vida de Marco Antonio, daba noticia de una isla mágica a la que llamó “Aprósitus” o “Inaccesible”. Una isla que en los artículos de paz del Tratado de Évora, entre Portugal y España, recibía el nombre de “Non Trubada” o “Encubierta”. Una isla que desde el año 530 de la Era Cristiana figuró en todas las mentes y todas las rutas de los arriesgados nautas que pretendían descubrir las últimas tierras occidentales. Una isla, en suma, y un misterio, por el que Aristóteles con su legendaria Atlántida, o Teofrasto, Torcuato Tasso y tantos otros, sintieron la misma fascinación que sigue suscitando siglos después.



    Y es que San Borondón forma parte de ese antiguo empeño humano por encontrar el Paraíso, durante mucho tiempo situado en fabulosas islas atlánticas, y que Colón, en su Diario, y los Cronistas de Indias, con sus relatos del Nuevo Mundo, se encargaron de avivar, excitando la imaginación hasta convertirla en territorio propicio para los mitos. El ser humano siempre ha soñado con tierras a donde la muerte no llegara o lo hiciese muy lenta y tardíamente. Ello se debe, al decir de los filósofos, a que a diferencia de las bestias, el hombre es consciente de su finitud, de su condición vulnerable de criatura herida por el tiempo. De ahí que para encubrir, mitigar e incluso olvidar esa naturaleza originaria de ser mortal, los hombres se hayan empeñado en imaginar territorios intactos, libres del dolor y la enfermedad, y en los que la pobreza, la fatiga o la vejez sólo fuesen un rumor desconocido. Poetas, artistas y sacerdotes, como propagadores de mitos y creadores de leyendas que son, cada uno a su manera y con propósitos diversos, se han encargado desde siempre de fomentar las imágenes soñadas de la tierra feliz donde la felicidad fuese eterna. Luego, los hombres quisieron hacer realidad sueños e imágenes, visiones y anhelos, y entonces fue cuando surcaron los mares, navegando entre las brumas del océano y los celajes del horizonte. Entonces fue cuando en los mapas aparecieron los dibujos de contornos imprecisos, los nombres maravillosos y remotos. Canarias, como bien sabemos, ha sido en la edad del tiempo uno de esos territorios intactos, asombro de navegantes y visión de iluminados, donde han fecundado mitos y leyendas. Jardín de las Hespérides, Campos Elíseos, vestigio de la Atlántida, Islas Afortunadas, Tierra de las Górgades, estancia y paradero de descendientes de Noé... Frente a las sombras y sus abismos, los antiguos quisieron ver en nuestro Archipiélago la claridad del goce y sus destellos. ¿Qué de extraño habría, pues, que en sus latitudes, en el extremo del mundo conocido, germinara otro espejismo con forma de Isla Fantasma?

    LA LEYENDA DE SAN BRANDÁN Y SAN MACLOVIO
    Generalmente se acepta que el enigma de la Isla de San Borondón entronca con un imaginario que nos remite a la mitología celta, más concretamente a la Leyenda de San Brandán y San Maclovio. El propio nombre de la Isla se quiere hacer derivar del nombre del santo tras un proceso fonético deformativo que pasaría de Brandán o Blandán a Barandán y, de ahí, haciendo oclusivas las vocales, a Borondón. Sea como fuere, lo cierto es que en esa Leyenda encontramos el viejo e inagotable impulso de la búsqueda del Paraíso.
    Fue un ermitaño llamado Barinthus quien le habló a su primo San Brandán de la existencia de un lugar edénico donde estuvo Adán el primero y donde Dios permitía a sus santos vivir después de la muerte. El propio Barinthus y su ahijado el monje Mernoc habían vagado por aquel maravilloso sitio que se encontraba más al oeste de la Isla de las Delicias. En aquella tierra abundaban las flores y los árboles frutales, y su suelo estaba pavimentado de piedras preciosas. Recorriendo el lugar, llegaron a un ancho río y, al ir a vadearlo, se les apareció un ángel que les prohibió seguir más allá. De regreso a su barco, Barinthus y Mernoc se dirigieron a la Isla de las Delicias donde quedó el monje. Barinthus volvió a Irlanda y, de camino a su monasterio, visitó a su primo Brandán y le relató su aventura.




    Tan impresionado quedó San Brandán por aquello que había oído, que al día siguiente propuso a San Maclovio y catorce de sus discípulos emprender viaje en busca de la Tierra Prometida. Durante cuarenta días se prepararon para las fatigas del viaje, ayunando un día de cada tres, y aplicados a la construcción de un velero de la clase curragh, cuyos costados y cuadernas eran de mimbre recubiertos con piel de vaca curtida y corteza de roble. Almacenaron provisiones para cuarenta días, así como pieles para reemplazar las que cubrían el entramado de la nave. Bautizaron el barco con el nombre de Trinidad, levantaron un mástil en medio de la cubierta y aprestaron una vela y un timón. Entonces surcaron los mares.
    Durante siete años erraron por el Atlántico. En su travesía avistaron muchas y muy extrañas islas, como la de San Albeus en donde vivían veinticuatro monjes que, excepto para cantar himnos, no pronunciaban palabra desde hacía ocho años y conversaban mediante un lenguaje de signos. Después de aprovisionarse, continuaron ruta y llegaron a otra isla cubierta de viñas que producían uvas del tamaño de manzanas y bastaba una de aquellas uvas para alimentar a un hombre durante todo un día. Y advirtieron también durante la travesía San Brandán, San Maclovio y sus monjes, una columna de cristal con una envoltura de plata o de vidrio que permanecía de pie en medio del océano. Y, asimismo, encontraron demonios, pigmeos, gatos marinos y marinas serpientes, dragones, buitres y ángeles. Y en una de tres islas volcánicas que avistaron, descubrieron a Judas sentado en una roca donde descansaba de su tormento, pues ese día era domingo. Y visitaron otra isla habitada sólo por grandes ovejas blancas. Y estuvieron en otra isla que era el Paraíso de los Pájaros, y en la que los árboles no tenían hojas, sino menudas criaturas cubiertas de plumas que se colgaban de las ramas por el pico, succionando el jugo de la corteza.
    Grandes y muchos fueron los prodigios que conoció San Brandán en sus siete años de peregrinar por el mar en busca de la Tierra Prometida. Y, como Barinthus el ermitaño, y el monje Mernoc, arribó también a aquella isla que le describiera su primo. El mismo ángel le prohibió cruzar el ancho río y le invitó a volver a su barco Trinidad, llevándose él y los suyos todas las frutas y piedras preciosas que pudieron cargar. Cruzó el anillo de niebla que envolvía el lugar y retornó a Irlanda San Brandán. Y allí contó repetidas veces a sus hermanos cómo fue su aventura, dónde disfrutaron con gozo, dónde pasaron aprietos y cómo, en cuanto les hizo falta, halló dispuesto y a punto todo cuanto a Dios pidiera.
    Y en su convento de Irlanda, con especial delectación relataba San Brandán a sus hermanos su estancia en la extraña isla que le decían “Aprósitus”, “Inaccesible”, “Non Trubada” y “Encubierta”, que por todos esos nombres la llamaban antes de que, al correr del tiempo, tomara del propio nombre del santo el nombre con que luego habrían de conocerla. Y así les narraba que llevaban largo tiempo navegando sin descubrir tierra, con lo que sobrevino el día de Pascua. Rogó entonces San Brandán para que les hiciese Dios la gracia de hallar algún enclave en el que poder decir misa. Oyó el Señor los votos de su siervo y dispuso que en medio del mar surgiese repentinamente una isla. Desembarcaron entonces y, a los primeros pasos que dieron por el lugar, descubrieron el cadáver de un gigante que yacía en su sepulcro. Por indicación de San Brandán resucitó San Maclovio al gigante, al que instruyeron en la religión cristiana dándole idea del misterio de la Trinidad y de las penas del infierno. Luego lo bautizaron, poniéndole por nombre Milduo, y le dieron permiso para morir de nuevo.




    Erigieron los viajeros un altar y celebraron la Pascua con un oficio lleno de fervor. Cogieron para guisarla la carne que habían guardado en la nave y, en seguida, acopiaron leña para asarla. Cuando estuvo aderezada la vianda se aprestaron a comerla. Mas de pronto todos se pusieron a dar gritos, llenos de temor, porque la tierra entera temblaba y se iba alejando mucho del barco. Calmó a los monjes San Brandán, recogieron las provisiones y embarcaron de nuevo.
    Aunque ya a diez leguas de distancia, desde el velero pudieron divisar con toda claridad el fuego que habían encendido sobre el suelo de aquella isla que, aprisa, iba desapareciendo. Y así, como una engañosa ballena, acabó por hundirse en el océano, dispuesta a resurgir de entre las aguas para asombro y maravilla de navegantes.




    DESCRIPCIÓN FÍSICA, CARTOGRAFÍA Y RELACIÓN DE EXPEDICIONES
    Asombro y maravilla, sí, los que aquella Isla, engañosa como una ballena, hace alentar en la Leyenda de San Brandán y San Maclovio. Asombro y maravilla que aumentan cuando de lo legendario pretendemos acogernos a lo concreto. Porque para una isla que se supone ilusión de la vista o exceso de la imaginación, espejismo de nubes o reflejo desde el cielo sobre el mar de tierras inmediatas, no deja de ser singular, y tanto más insólito, que se observen sus apariciones normalmente en el mismo sitio, a una distancia constante de las islas contiguas. Y aún más desconcertante es el hecho de que esa Isla muestre constante las mismas magnitudes y configuración. El propio Viera y Clavijo, tan positivista y renuente ante las tentaciones de lo ilusorio, da noticia y recoge la que aparece como la descripción geográfica y física de San Borondón:




    ISLA DE SAN BORONDÓN: CARACTERÍSTICAS FÍSICAS
    Medidas:
    87 leguas de largo.
    28 leguas de ancho.
    Localización:
    A 100 leguas de Hierro.
    A 40 leguas de La Palma.
    En dirección Oeste-Sur-Oeste de La Palma.
    En dirección Oeste-Nor-Oeste de Hierro.
    Descripción:
    Corriendo Norte-Sur, formando hacia el medio una considerable degollada o concavidad y elevándose por los lados en dos montañas muy eminentes, mayor la de la parte septentrional.
    Además de la descripción física de la Isla, otro elemento viene a corroborar su existencia, abundando con ello en el misterio de su naturaleza fantasmagórica. Me refiero a la abundancia de representaciones cartográficas en las que, en el sucederse de los siglos, geógrafos, dibujantes de mapas y meticulosos registradores de la fisonomía del mundo conocido, han situado la Isla:



    ISLA DE SAN BORONDÓN:
    VARIA CARTOGRAFÍA DONDE APARECE REPRESENTADA

    - Mapamundi de Jacques Vitry (siglo XIII).
    - Imago Mundi de Rober d’Auxerre (1265).
    - Planisferio de Hereford, realizado por Richard of Haldinghan (finales del siglo XIII).
    - Planisferio alemán de Ebstorg. Con la inscripción “Isla Perdida. San Brandán la descubrió pero nadie la ha encontrado desde entonces” (finales del siglo XIII).
    - Carta de Piciano (1367).
    - Mapa anconitano de Weimar (1424).
    - Mapa genovés de Beccari (1435).
    - Mapa de Fra Muro (1457).
    - Mapa de la Isla de San Borondón de Torriani (1590).
    - Mapa francés anónimo (1704).
    - Perspectiva de Juan Smalley (1730).
    - Perspectiva de Próspero Cazorla (siglo XVIII).
    - Carta geográfica de Gautier (1755).
    Si los mapas la registran, es que debe hallarse donde se la sitúa. Eso es lo que dicta el sentido común. Sin embargo, nada es común ni previsible tratándose de San Borondón. Porque por más que la Historia registra numerosas expediciones lanzadas en su busca, por más que se conserven testimonios de náufragos y viajeros que afirman haber estado en ella, la Isla sigue haciendo buena aquella afirmación de Honorius Solitarius de que es el azar y la casualidad lo que rige el encuentro, no la voluntad de búsqueda. Bien que lo pudieron constatar sus múltiples expedicionarios:

    ISLA DE SAN BORONDÓN:
    EXPEDICIONES MÁS FAMOSAS EN SU BÚSQUEDA

    - Siglo XV: Fernando, Duque de Viseu, sobrino del Infante Don Enrique el Navegante, de Portugal. No la encuentra.
    - 1526: Hernando de Troya y Francisco Álvarez, vecinos de Gran Canaria. No la encuentran.
    - 1570, 3 de abril: Doctor Hernán Pérez de Grado, Regente de la Real Audiencia de Canarias. No la encuentra, mas afirma a su regreso que estuvieron en sus costas donde había perdido a los tripulantes.
    - 1570: Fernando Villalobos, Regidor de la Palma. Con tres navíos. No la encuentra.
    - 1604: Gaspar Pérez de Acosta, piloto marino, y Fray Lorenzo de Pinedo, de la orden de San Francisco y práctico sobresaliente en la marinería. Sólo hallaron una acumulación de nubes y celajes en el Occidente.
    - 1721: Juan Mur y Aguirre, Capitán General de Canarias. Dispone una expedición formada por una compañía de soldados y dos capellanes. No la encuentra.
    - 1732: Capitán de mar Gaspar Domínguez, vecino de Santa Cruz de Tenerife. Con una balandra llamada San Telmo. No la encuentra.
    La inutilidad de aquellas expediciones hizo que paulatinamente se fuese aceptando la idea de que no era posible localizar la Isla allí donde los mapas señalaban su presencia. Hubo otras expediciones, pero de todo aquel afán sólo quedó la certeza de lo inexplicable.





    MÁS ENIGMAS: LOS OJOS EQUÍVOCOS, LAS FRUTAS NÁUFRAGAS
    La Isla de San Borondón, cuando se ha revelado, lo ha hecho mostrándose en marcos y escenarios diferentes. Unas veces ha sido a cielo despejado, sin nubes ni brumas que deformasen la visión. Otras, con las alturas encapotadas, convertidos los cielos en un cúmulo de bardas, nimbos y celajes. Y otras, entre el estruendo de tormentas, nieblas y turbonadas. Esa diversidad de las condiciones climatológicas en las que se han visto envueltas las apariciones de San Borondón contradice la argumentación de “los ojos equívocos”. Esto es, la opinión de quienes sostienen que la Isla sólo es producto de una suerte de espejismo, una travesura óptica que engaña nuestros ojos haciéndonos ver sobre el mar el reflejo de una tierra que se proyecta en el cielo y que el cielo devuelve a las olas y a la mirada. Este es el fundamento, por ejemplo, de las tesis de las parhelias y paraselenes: los soles y las lunas aparentes, vistos por reflexión en las nubes especulares.
    Con similar talante hay quien mantiene que se trata de una acumulación de nubes y vapores que el viento Sur-Este reúne para formar con ellos una considerable masa, capaz de oscurecer el horizonte semejando tierra.

    Pero entonces, ¿cómo explicar la aparición de la Isla de San Borondón cuando en el cielo no hay nubes, o cuando es limpio y claro el horizonte, o cuando soplan aires del Poniente, o cuando es ninguno el viento? Y lo que es más decisorio: ¿cómo justificar la constante uniformidad de sitio, figura y extensión que presenta la Isla cuando se muestra ante los ojos asombrados?... Las hipótesis de explicación ceden ante los enigmas.
    Enigmas como el de las frutas y ramas náufragas. Y es que con frecuencia, y en especial después de las tempestades del Nor-Oeste, en las playas de La Gomera y El Hierro en más de una ocasión se encuentran encalladas unas ciertas frutas, ramas y hasta árboles casi enteros desconocidos, sin semejanza con los del Archipiélago. Su remota e ignorada procedencia es situada por algunos en la Isla de San Borondón.

    TESTIMONIOS
    El tiempo ha ido acumulando noticias de gentes que afirmaban haber visto o haber estado en la mágica Isla. Se trata de relatos más o menos objetivos, con visos de testimonio personal y pertenecientes al dominio de lo cotidiano, no leyendas o historias surgidas de la ficción imaginativa o de los derroteros de lo fantástico.
    Entre esos testimonios puede señalarse la conversación que nuestro Fray Abreu Galindo mantuvo con un aventurero francés que acababa de estar en San Borondón, y de la que dejó constancia escrita. Aseguraba el francés que en las proximidades de Canarias le sorprendió una tormenta y llegó desarbolado a cierta tierra incógnita, poblada de árboles robustos, donde desembarcó. Allí se aplicó con sus gentes a talar y labrar uno de aquellos árboles para reparar los daños de la nave. Al caer la noche, la atmósfera comenzó a cargarse tanto que no tuvieron por prudente pasar la noche en esa isla y volvieron a su navío, navegando a vela con tanta premura que al día siguiente arribaron a La Palma.
    Por su parte, Francisco Alcaforado, que acompañó a Juan González Zarco en la expedición a la isla de Madera en el año 1420, relata que al llegar a Puerto Santo, los portugueses establecidos allí dos años antes le contaron cómo al Sur-Oeste de aquel horizonte se veían ciertas tinieblas impenetrables que se levantaban desde el mar hasta tocar el cielo. Y que de esas espesas sombras surgía un ruido espantoso cuya causa era oculta, considerando aquel cúmulo de nieblas como un abismo sin fondo o la boca misma del infierno. Algunos de aquellos portugueses tenidos por más cultos, sostenían que aquello era la célebre isla de Cipango, tan nombrado en los escritos del veneciano Marco Polo, y que la Providencia la ocultaba bajo aquel velo misterioso para protegerla de los curiosos, porque a ella se habían retirado algunos obispos españoles y portugueses con muchos cristianos a fin de escapar de la opresión y esclavitud de los moros.




    En el año 1570, como resultado de una encuesta que ordenara el doctor Hernán Pérez de Grado, Primer Regente de la Real Audiencia de Canarias, el Gobernador de la isla de El Hierro, Alonso de Espinosa, recibió el testimonio jurado de más de cien personas que afirmaban haber visto San Borondón. Sostenían todos ellos haberla divisado al bando Norte de El Hierro y a sotavento de La Palma. Y era tanta y tan apacible la tranquilidad del día, según afirmaban, que pudieron ver ponerse el sol por detrás de una de las puntas de la Isla.
    El mismo año de 1570, el piloto y práctico de navegación brasileño Pedro Vello, y sus dos compañeros portugueses de Setúbal, declararon haber estado en la Isla de San Borondón a donde arribaron inopinadamente empujados por una tempestad. Pedro Vello declaró que saltó a aquella isla con dos marineros de su tripulación, que bebieron agua fresca de un arroyo y que observaron impresas en la arena unas huellas de pisadas mayores del doble de las de un hombre normal, manteniéndose la misma proporción en la distancia entre los pasos. Descubrieron también una cruz fija con un clavo en el tronco de un árbol que les pareció barbusano y la cabeza del clavo era del tamaño de un real de a cuatro. Pedro Vello siguió diciendo que cerca de allí estaban tres piedras colocadas en triángulo, con indicios de haberse hecho fuego entre ellas, quizás para cocer algunas lapas, según se podía deducir por las conchas vacías de alrededor. Con el propósito de aprovisionarse, persiguieron algunas de las vacas, cabras y ovejas que pastaban por los contornos, penetrando en el bosque en la persecución. Pero al caer la noche, se ennegreció el cielo y comenzó a soplar un viento fuerte y recio que hizo temer a Pedro Vello por la integridad de su nave. Retrocedió solo a la playa donde tomó la chalupa y se retiró a bordo precipitadamente, dejando a sus dos hombres en la espesura del bosque. Desde el barco contempló cómo la isla desaparecía y, una vez pasado el huracán, no fue posible volver a descubrirla, quedándose Pedro Vello muy apenado especialmente por no saber la suerte que habían corrido los dos hombres que quedaron en el bosque.
    Si el relato de Pedro Vello, con la aparición de esas huellas de pisadas descomunales, nos remite a la posible presencia del gigante Milduo que encontraron San Brandán y San Maclovio, en el testimonio de Marcos Verde hallamos de nuevo el terror de la noche y los fuertes vientos, común en las narraciones de quienes afirmaron haber estado alguna vez en la Isla. Según le refirió al licenciado Pedro Ortiz de Fúnez, Canónigo Inquisidor y Visitador del Obispado quien inició en Tenerife una investigación sobre la mágica Isla en torno a 1570, Marcos Verde regresaba de la armada de Berbería cuando avistó a la altura de Canarias una tierra enteramente nueva, sin las señales características con que se distinguían las otras del Archipiélago. Costeó la isla hasta anclar su navío en una hermosa ensenada que formaba la embocadura de un barranco y, aunque el sol estaba ya puesto, bajó a tierra con algunas personas que anduvieron un trecho considerable por diferentes sendas, alejándose hasta no oírse unos a otros por más que gritasen. Con la noche se desataron torbellinos de viento tan horribles que tuvieron que embarcar a toda prisa, alejándose de aquella isla que Marcos Verde no dudaba ni un instante que no fuese otra que San Borondón.

    Acompañado de un dibujo de la Isla que había avistado desde La Gomera, un religioso franciscano, en el año 1759, escribió una carta a un compañero de congregación narrando su experiencia y hablándole con el estilo sincero de quien no dice más que lo que cree. Esa carta se conoce como “el testimonio del franciscano de la Gomera” y dice así:
    Muy R.P.D. Mucho deseaba yo ver a San Blandán y, hallándome en Alajeró, el día 3 de mayo de este presente año, a las seis de la mañana, con poca diferencia, la vi en esta forma; y puedo jurar que, teniendo presente al mismo tiempo la de Hierro, vi una y otra de un mismo color y semblante y se me figuró, mirando por un anteojo, mucha arboleda en su degollada. Luego mandé llamar al cura don Antonio Joseph Manrique, quien la tenía vista por dos ocasiones, y cuando llegó sólo vio un pedazo; y noté, estándola mirando, corrió una nubecita y me ocultó la montaña y, pasando hacia la degollada, me la volvió a descubrir, viéndola como antes sin diferencia por espacio de hora y media, y después se ocultó, estando presente más de cuarenta personas. A la tarde volvimos algunos al mismo puesto, mas nada se veía, por estar lloviendo lo más de la tarde. El horizonte del poniente estaba tan claro que resplandecía como el oro en el cristal, y también noté con el anteojo el mar y traviesa que hay de Hierro a San Blandán. Esto que llevo dicho vi y noté, sin añadir ni disminuir ni un punto. El no verse el fin de la punta que corre hacia La Palma del puesto referido, lo estorba el repecho que llaman Areguerode, y discurro que se hubiera visto mejor de Chipude, de donde se descubre la isla de La Palma. A los dos o tres días que salí de Alajeró se volvió a descubrir, según me dice el hermano fray Juan Manrique, que la vio juntamente con el señor cura y otras personas.





    Así han llegado hasta nosotros los ecos de algunas de las voces que han dado fe del avistamiento o la estancia, fugaz, con prisas imprevistas y sustos múltiples en la partida, en la inquietante Isla de San Borondón. Un códice renacentista anónimo afirma en una confusa y ambigua sentencia: Sólo los elegidos pueden ver la Isla de San Borondón. ¿Qué criterios?, ¿cuáles son los signos que señalan al elegido?... ¡Quién puede saberlo! El códice no nos lo aclara. Lo cierto es que como una Ítaca atlántica, la Isla prodigiosa aguarda en el mar, bajo las aguas, a punto de emerger según ignotos designios para desvanecerse luego también, presta, inaccesible, según otros igualmente inexplicables designios. Pero a diferencia de la Ítaca homérica, nuestra Isla no es un destino de arribada, no es la morada familiar que aguarda el retorno tras años de ausencia del hogar. La Isla de San Borondón es un destino a inaugurar. Es una geografía por descubrir, imagen y reflejo, tal vez, de ese ideal que guardamos en nuestros más íntimos sueños y en nuestros más secretos deseos. San Borondón es el territorio de la utopía. Y, en este sentido, puede que quizás sí sea el suyo un destino de retorno: el de la vuelta a ese Paraíso del que los hombres fuimos expulsados en un tiempo en que éramos dioses.

    EDWARD HARVEY
    En el discurrir postrero del siglo XVIII, una época imbuida del espíritu racionalista, marcada por el deseo del conocimiento y el afán de hacer cierto el Paraíso sobre la tierra aboliendo diferencias de clases y estableciendo los principios de la igualdad entre los hombres como se propuso la Revolución Francesa, poco a poco menudean los documentos y testimonios que atañen a San Borondón. Nuestro Viera y Clavijo, como hemos visto, se aproximó al tema con el objetivo de explicar científicamente lo que no puede ser aprehendido por los dictados de la razón. Viera, en “La famosa cuestión de San Borondón”, recopila datos, acopia teorías, transcribe mapas y documentos, pero no se pronuncia sin ambages. Todo lo más a que llega el Arcediano de Fuerteventura es a aventurar una hipótesis de efecto de espejismo. Pero deja dudas sin solventar. Muchas. No podía ser de otra manera.
    Habrá que esperar al siglo XIX y a los exaltados principios del Romanticismo para encontrar de nuevo un personaje y una expedición que retome nuevamente el asunto.
    Nacido en Edimburgo en 1840 y fallecido en Londres en 1903, viajero y naturalista, Edward Harvey recorrió al parecer el litoral africano, adentrándose en el interior del continente y dejando constancia de su tarea en su tratado Flora desconocida de la costa Africana. Fue la Royal Society quien debió de financiar esa expedición. En 1862 se supone que emprendió un nuevo periplo que hubo de llevarlo hasta las Canarias. Desde entonces, la idea de ir en busca de la enigmática Isla del Poniente se convirtió en uno de sus objetivos prioritarios. También él debió de sentir la fascinación de la Isla Non Trubada, atrapado hasta la médula en su leyenda. Y no habría de descansar hasta cumplir su propósito.
    Las crónicas quieren que el 7 de enero de 1865, conseguidos los fondos necesarios, contratada al fin una tripulación y habiendo fletado un pequeño barco, parta del puerto de Santa Cruz de Tenerife hacia lo desconocido. Una tormenta le hace arribar a un territorio inexplorado que recorre tomando fotografías, realizando bocetos y dibujando croquis que se llevaría luego a Londres a fin de elaborar una memoria de lo que él mismo definió como “El gran descubrimiento”.
    Lamentablemente, una enfermedad contraída en su primer periplo africano empezó a manifestársele en medio de los delirios de la fiebre y la suma de inconexas alucinaciones. Inútilmente intentó dar a conocer su hallazgo en la Royal Society ante el descrédito de la comunidad científica que sólo veían en él a un loco y un demente. Sus trabajos sobre Canarias, Madeira y aquel territorio desconocido en el que pasó largas jornadas, no llegarían a ver la luz. Su muerte en su casa londinense hubo de producirse en el más oscuro de los olvidos.




    Quizás fuese el destino inexorable, o los difusos caminos que hacen confundir los límites entre la realidad y la imaginación, entre la ciencia y los sueños, entre la vida y la literatura, el que dispuso que Edward Harvey sea un enigma más añadido a los misterios de la Isla de San Borondón. Él supo también de la diferencia entre el sueño visionario capaz de abolir fronteras y certezas, de enmarañar lindes inaprensibles para inaugurar mundos fantásticos, contrapuesto al ocurrir estéril del que niega y se niega a la aventura.
    En él se cumple ese complejo entramado que aúna e interrelaciona ciencias humanas y naturales, universos de sugerencias y culminaciones, las huellas que permiten remontarse a las raíces originarias a partir de las que se han ido modelando los mitos en el devenir del tiempo.
    Quizás ese, al cabo, y no otro, sea el sino de los elegidos por San Borondón.
    Sabas Martín.


    La Isla Mgica por Sabas Martn

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    Re: San Borondón: la octava isla

    Biografía de Edward Harvey


    Nace el 29 de mayo de 1840 en Edimburgo, Escocia, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Ian Harvey, fue un próspero comerciante de la ciudad escocesa y su madre, Josephine Truman, era hija de un influyente político. Esta vida cómoda le permitió realizar estudios de botánica y mineralogía, complementándolos con conocimientos de física.

    En 1858 se traslada a Londres para reforzar sus estudios. Gracias a su amigo John List logra entrar en la Royal Society. En 1859 es elegido por la misma para formar parte de una expedición que realizarán durante seis meses a las colonias africanas, bordeando la costa del continente desde Mogador al cabo de Buena Esperanza. Es una espléndida oportunidad para formarse y llevar a la práctica los conocimientos adquiridos durante estos años. Edward posee una gran facilidad para el dibujo, lo que supone un fuerte complemento para sus descripciones.

    A su vuelta a Inglaterra prepara durante meses sus trabajos, presentando en 1861 su tratado Flora desconocida de la costa Africana. A partir de aquí, se convierte en un respetado naturalista dentro del mundo científico. En 1862, la Royal Society le subvenciona un viaje de investigación a las islas africanas de Madeira y Canarias. Junto a otro prestigioso naturalista, Theodore Booth, desembarca en el puerto de Funchal en mayo de 1862, permaneciendo en la isla durante tres meses y catalogando tres nuevas especies de flora.
    Durante este periodo se alojan en Funchal pasando la mayor parte del tiempo en el Jardín Botánico, del que Edward escribe:
    El Jardín Botánico de Madeira posee una de las colecciones de plantas exóticas más importantes de Europa. El clima estable durante todo el año ha favorecido sin duda el desarrollo de diferentes tipos de especies”.

    En septiembre de 1862 llegan al puerto de Santa Cruz de Tenerife. Su primera intención fue visitar las islas de Tenerife y La Palma. En Tenerife suponemos que se alojaron en uno de los hoteles ingleses de la capital. Visitó Las Cañadas y El Teide, bosques de pinos, y los montes de laurisilva de Anaga. Lamentablemente, de su estancia en Tenerife no hay muchas anotaciones.

    Sobre Tenerife escribió:
    Es una isla de gran diversidad de paisajes y climas, su costa soleada contrasta con las nieves de las cimas”.

    Su primera referencia sobre la isla de San Borondón es la siguiente:
    Dicen las gentes de este lugar que más allá de las islas, hacia poniente, se encuentran otras islas que no pertenecen a las colonias…sería de gran interés para la Royal Society poder acceder a estas tierras y estudiar su naturaleza”.

    En enero de 1863 Edward Harvey y Theodore Booth regresan a Inglaterra. Desde ese momento en la mente de Edward sólo cabe ya una idea, descubrir las islas de poniente. En su estancia en Tenerife tuvo noticias de la leyenda de la isla de San Borondón y encontrarla se convirtió en el único objetivo del joven Edward.
    Las leyendas siempre se basan en algo real, esa isla debe existir. Tantas expediciones han ido en su busca y tantos testimonios hay de su avistamiento. He de ser el primero en encontrar San Borondón”.

    Tal fue la entrega de Edward a este nuevo proyecto que abandonó sus obligaciones con la Royal Society, perdiendo el importante apoyo que tenía de ellos. Comenzó una vertiginosa carrera de estudios e investigaciones sobre las islas del Atlántico. Estudió los mapas en los que figuraba la isla, portulanos de gran valor que avalaban la existencia de unos nuevos territorios aún por descubrir.
    Es esta etapa de su vida Edward sólo vive para organizar una expedición, que partiendo de Canarias le lleve a la isla de San Borondón.



    En septiembre de 1864 Edward Harvey llega procedente de Londres al puerto de Santa Cruz de Tenerife a bordo del vapor inglés Imperial. Consigue los fondos suficientes para organizar su expedición y se propone fletar un barco y una tripulación que le lleven a su destino. La tarea no es fácil, ya que se encuentra en Tenerife con muchas dificultades.
    Se aloja en Santa Cruz de Tenerife y contacta con las autoridades militares y civiles de la ciudad. Sus objetivos se encaminan cuando conoce a Hamilton, mandatario de la compañía de vapores inglesa African Steam Ship Company, el cual le acoge con los brazos abiertos y se interesa mucho por su proyecto, facilitándole todas las gestiones necesarias y poniéndole en contacto con un armador para fletar el barco.
    Tras varios meses en la isla, en los que continúa su labor de investigación y una primera salida fallida de la expedición en diciembre de 1864, logra partir en enero de 1865 rumbo a La Palma, donde tiene acceso a unos interesantes escritos y parte hacia el océano en busca de San Borondón. Tras luchar varios días con una terrible tempestad que daña parte del barco, el 14 de enero de 1865 avistan tierra, llegando a un lugar desconocido en medio del océano. Entre los días 14 y 21 de enero de 1865 permanecen en este nuevo territorio. El relato de lo que en esas tierras halló se encuentra encerrado entre estas páginas.

    Tras su estancia en el territorio desconocido regresa a Inglaterra. En su estudio de Londres, Edward se encierra durante meses preparando su “gran descubrimiento”. Día y noche sólo vive para su trabajo. No quiere tener contacto con nadie.

    De su anterior viaje por el continente africano no sólo se trajo nuevos conocimientos y experiencias, latía en su interior una extraña enfermedad que debilitaba su cuerpo. Edward es presa de delirios febriles y alucinaciones. Su salud fue empeorando paulatinamente. Nunca llega a recuperarse, y el abandono de su proyecto le hace perder el rumbo. Un Edward desorientado y confuso carece de todo crédito ante sus colegas científicos, quienes le tachan de “loco” y de “demente”. Ha perdido todo el prestigio y pasa la última época de su vida dedicado a su familia.

    Fallece el 8 de febrero de 1903 en su casa de Londres, rodeado por sus familiares. A su entierro acudió su familia y unos pocos allegados. Ningún representante del mundo científico.
    Edward Harvey fue uno de los naturalistas más inquietos del siglo XIX, pero debido a sus particulares circunstancias y los acontecimientos que rodearon su existencia, nunca fue reconocido por la sociedad científica. Publicó su tratado Flora desconocida de la costa africana en 1861. Sus trabajos sobre Madeira y Canarias nunca vieron la luz y sus escritos sobre los territorios desconocidos han permanecido en el anonimato hasta hoy.


    Tarek Ode. David Olivera.





    Biografa de Edward Harvey

  16. #16
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Una leyenda documentada


    Uno de los motivos que sin duda, y entre otros, ha contribuido a la realización de viajes expedicionarios, es aquél originado por el mito y la leyenda.
    No faltan en la bibliografía sobre Canarias importantes referencias a este tipo de viajes expedicionarios, ya sean de conquista, comerciales, religiosos o científicos, y que de alguna forma, tuvieron su origen en esa mezcla de vagas noticias que a través de los años han ido entretejiendo entorno a las islas un corpus legendario.





    Algunos documentos que suponemos o sabemos perdidos o fragmentados, a veces casualmente hallados, o buscados y recuperados, son también, en ocasiones, los que impulsan el viaje a la búsqueda de su origen, siguiendo una atrevida e intuida certeza que se transforma en propósito firme, el de atrapar una leyenda y convertirla con método científico, en un verdadero descubrimiento.

    Las islas desde siempre aparecen rodeadas con una aura de territorios atractivos, casi siempre lejanos, poblados con animales, plantas y monstruos desconocidos, por lo que suelen estar abonados por la imaginación resultando fértiles para la creación, donde además, la frontera ancha del tiempo, que ciertamente difumina la memoria, lleva a confundir en ocasiones el objetivo del propio viaje.
    Mediante la lectura de su diario, el caso de Edward Harvey parece encuadrarse dentro de los viajes expedicionarios de descubrimiento con claros objetivos científicos. La fotografía, en la época que se realizaron los viajes por parte de Edward Harvey a los archipiélagos de Madeira y Canarias, ya contaba con una larga trayectoria como instrumento de descripción, difusión y documentación, como demuestran las tempranas iniciativas llevadas a cabo, entre otras, por las excursiones daguerrianas publicadas en 1842, la misión arqueológica en Egipto iniciada por Du Camp en 1849, o la conocida expedición científica a Tenerife realizada por C. Piazzi Smyth en 1856 y publicada en Londres bajo el título de Tenerife an astronomer`s experiment en 1858. En la década de 1860-1870, con el avance de las técnicas fotográficas cada vez más accesibles, proliferan numerosos estudios de fotógrafos comerciales, así como frecuentes viajes hacia distintos lugares del mundo donde el registro fotográfico se presenta como garante de veracidad.




    El viaje de Harvey no deja de sorprender por su falta de pertrechos en general y especialmente, por la carencia de conocimientos y útiles relacionados con la fotografía, arma que como se menciona anteriormente, ya era de uso bastante común en la época. La cámara fotográfica que compra con apresuramiento en Londres, la viene a completar con otros accesorios y productos necesarios para la realización de las fotografías estando ya en Tenerife. Aunque desconocemos cual de los dos hermanos Belza, Rafael o Bartolomé, establecidos ambos en Santa Cruz, fue el que inició en las técnicas fotográficas tanto a Harvey como a su contratado Simon, sí se puede afirmar, a la vista de los resultados, que las instrucciones fueron muy bien recibidas y empleadas, sobre todo si tenemos en cuenta el grado de dificultad que representaba tanto el transporte como la fragilidad de los numerosos materiales, así como lo engorroso de su manipulación, para lograr con éxito captar, a pesar de las vicisitudes sufridas, las imágenes de la isla de San Borondón.





    Cuando los autores e impulsores del proyecto de investigación me mostraron algunas de las fotografías ya restauradas, les solicité su colaboración para convenir con la familia de E. Harvey la posibilidad de depositar en Tenerife para su conservación, estudio y difusión futura, todo el material fotográfico fruto de aquella aventura expedicionaria.

    Quizá ello nos anime a mantener la esperanza, levantar la vista y buscar en el horizonte aquel territorio esquivo sólo ahora documentado.



    Antonio Vela.
    Director del Centro de Fotografía Isla de Tenerife.







    Una leyenda documentada

  17. #17
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Harvey y la fauna sanborondiana


    En un lugar del Atlántico, perdido entre las islas Afortunadas, donde la leyenda dibujó sueños idílicos referidos por muchos viajeros antiguos, tomó nombre la misteriosa Atlántida.
    Los sueños y leyendas enmarcan un mundo inmaterial y conforman un espacio irreal, por ello, nunca pensó Harvey que aquellos se convirtieran en un mundo real, tangible y apreciable con los sentidos.





    De lejos, la isla parecía un espejismo, se divisaban grandes escarpados tamizados por los diversos colores que producía el guano de las colonias de unas aves que denominó Stokedensis agilis, las cuales no podían volar pero tenían una gran capacidad natatoria; los múltiples colores que adornaban el plumaje de su cabeza producían un paisaje cambiante lleno de colores que se agitaban entre las suaves olas de la costa. Todas estas colonias de aves extrañas le trajeron a la memoria aquellos grupos de pequeños personajes que, como vestidos para una fiesta con corbata de lazo, parecía que daban la bienvenida a los visitantes que se aventuraban por aquellas lejanas tierras del Antártico.
    Conforme se adentraba en la isla podía comprobar como la misma presentaba multitud de paisajes diferentes que albergaban especies tan diversas y únicas, que eran sin lugar a dudas, atribuibles a aquel espacio natural.
    En las playas de un intenso color basalto alternado con zonas de rubias arenas, pudo distinguir a un extraño animal, con características semejantes a una tortuga, que se mantenía inmóvil en los charcos formados por la bajamar, y que con la boca abierta esperaba atraer alguna presa que incauta se acercara a la misma. Igualmente y contrastando con el caparazón de color verdoso presentaba una franja de un intenso color naranja la cual la hacía única y diferente a todas las que había conocido hasta ahora.





    El nunca pudo pensar que en un lugar como aquél pudieran existir especies de una agresividad tal que la hacía el animal más temible de toda la Macaronesia. Comprobó que abundaban en los espacios abiertos en los que capturaban sus presas a la carrera y que además, cosa insólita en una isla, tenían capacidad para cazar en grupo. Era la reina raptora (Regina raptoris), podía llegar hasta cinco pies de altura y tenía una cabeza de cuyo rostro, totalmente desprovisto de plumas, emergía un pico con una hilera de pequeños colmillos, lo que le daba una apariencia feroz y le dotaba de una gran capacidad depredadora.
    Muy hacia el interior de aquella asombrosa e insólita isla que siempre había sido la menos creíble de todas aquellas que formaban el legendario mito de la Atlántida, observó la presencia de una extraña especie de galápago terrestre, con un caparazón de color ocre, con dos hileras de duras protuberancias dorsales y una larga cola con espolones en el extremo, que utilizaba en caso de peligro como arma defensiva.





    Cristóbal Colón nunca se hubiera imaginado, pensó Harvey, que algún día lo que él había anotado en su diario de a bordo que juraban muchos hombres de bien, “que cada año veían tierra al Oeste de las Canarias”, así como tanta gente, navegantes y aventureros, que aseguraban haberla avistado al oriente de la isla de La Palma, fuera como un espejismo hecho realidad. La isla se abría ante sus ojos con aquella diversidad de flora y fauna, entre esos paisajes agrestes y escarpados, que se alternaban con declives del terreno y que daban una señal o referencia de los cataclismos geológicos sufridos por aquellas islas.


    Tomás Azcárate Bang.
    Presidente de la UNESCO en Canarias.





    Harvey y la fauna sanborondiana

  18. #18
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Harvey y la flora sanborondiana


    No era para menos, Harvey no podía dar crédito a lo que veía antes sus ojos: formas extrañas, hojas nunca vistas, frutos de tamaños gigantescos, flores de atractivos colores que se descolgaban entre ramas y troncos con cortezas de reflejos metálicos en los riscos junto a la cascada. Higueras que no eran tales, mimosas de extravagantes hojas, trepadoras con garfios largos y retorcidos, flores casi colgantes en el vacío, suspendidas por tallos delgados, transparentes, cristalinos... plantas que manaban blanca y dulce leche de uso medicinal...
    Intentaba encontrar en sus archivos mentales alguna similitud con las extrañas plantas que llegadas de remotos confines, recientemente descubiertas, había estado estudiando, meses antes de su partida, en las ricas colecciones de los jardines e invernaderos de Kew, donde junto a las sabias instrucciones de Hooker vio los maravillosos dibujos para su Flora Exótica que ya había comenzado a publicar. Ni siquiera allí recordaba haber visto algo semejante a lo que ahora acababa de descubrir.




    Tampoco lograba encontrar los caracteres adecuados que le permitieran asignar los extraños vegetales en alguna de la 24 clases botánicas del sistema sexual que el botánico sueco Linneo había establecido años antes, en 1735, en su Systema naturae. Extraños estambres, gineceos y no menos complicados frutos no eran reconocibles en tal clasificación. Eran inútiles sus esfuerzos para poder determinar tan anómalos vegetales que estaban dejándole fascinado haciéndole pensar en todas las maravillas que aún podría encontrar en aquellos extraños parajes, de coordenadas imposibles de establecer. Sorprendentes volúmenes vegetales se dibujaban en lejanos horizontes, semiocultos entre brumas misteriosas surcadas por múltiples arcos iris, dentro de los cuales, los reflejos metálicos de los árboles lanzaban mensajes inquietantes a los exploradores.
    Habían oído hablar de las extrañas plantas que en las Fortunatae Insula habían sido descubiertas desde un par de siglos antes, comentadas, descritas y grabadas por Plukenet, a fines del siglo XVII, en su gabinete londinense. Algunas publicadas a color, por Commelino en el remoto jardín de Amsterdam, otras, incluso, descritas e iconografiadas en manuscritos olvidados como los del padre Feuillée. No recordaba nada parecido en las publicaciones del propio Linneo que incluían la descripción de la bella Campanula (Canarina canariensis) de sabrosos frutos y llamativas flores flamígeras, ni recordaba algo semejante en las herborizaciones que, de las islas Macaronésicas, el recolector Masson había llevado a los jardines de Kew, las cuales el propio Aiton y el hijo de Linneo publicaran. Ni siquiera en la exhaustiva Historia Natural de las Islas Canarias de los sabios P. Webb y S. Berthelot recordaba haber visto alguna de aquellas formas. Nada de lo que allí comenzaba a descubrir podía identificarse con esas floras.




    Y mas aun, vinieron a su mente extraños relatos escritos en un viejo pergamino que hablaban de un “periplo rojo” y una isla misteriosa envuelta en brumas donde vivían grandes lagartos y extraños seres vegetales de fantásticas formas, poblaban sus montañas y recordó las charlas con el explorador Boivin, en los jardines del Rey de París, que le habló de una isla remota, la bendecida por las nieblas, donde extraños árboles destilaban resinas olorosas mientras otras cortezas dracaenoides sudaban gomas rojizas de milagrosos usos. Una isla de la que poseía algunas referencias y que algún día le gustaría visitar. Boivin también le habló de extrañas plantas con monstruosos tallos, como gigantescas botellas, colgando en los riscos y árboles de troncos semejantes, elevándose varios metros sobre el suelo, con pequeños pero exquisitos frutos escondidos entre un ramillete de diminutas hojas en su cúspide. ¿Habrían llegado por recónditos caminos a la Dioscorida plineana, perdida mas allá del eritreo mar? ¿Por alguna rocambolesca razón habrían sido transportados por corrientes marinas misteriosas a esos parajes?. Los conocimientos geográficos estaban en contra pero en su mente se barajaban todas las posibilidades para tratar de identificar lo que ante sus extasiados ojos se ofrecía.
    Buscando explicaciones a lo imposible de razonar, también recordó haber escuchado el testimonio de un viejo y asombrado marinero que en alguna perdida taberna del viejo Londres, a orillas del Támesis, había comentado como sobrevivió cuando navegaba con el capitán Baudin a una tremenda tormenta que les tuvo en vilo entre Madeira y Azores y como, en medio de ella, creyeron entrever en un tenebroso y encrespado mar cubierto de oscuros nubarrones un territorio, ¿una isla?, que no figuraba en sus derroteros y que quizás podría ser su salvación, sin embargo, ante su desesperación, la tormenta les apartó de la visión salvadora y al amanecer no había rastro de tan misterioso lugar.




    ¿Podría el sabio ginebrino A. De Candolle sacarle de sus dudas? Conocía que este célebre botánico había recopilado recientemente en un sola obra, de numerosos volúmenes, que estaba publicando, todas la plantas descubiertas en el mundo, algunas descritas por primera vez en dicha obra.
    Mientras estas ideas cruzaban por su mente, sus ojos quedaron extasiados ante la presencia de nuevos vegetales que iban presentándose a cada paso, hojas de extrañas formas que no recordaba haber visto en ninguno de los manuales que había estudiado para su formación, ni las otras que había leído a la sombra de los tejos que cubrían la colina de Arturo, plácido lugar donde daba rienda suelta a sus ensoñaciones, pensando que algún día navegaría por remotos territorios, allende los mares, que aún no habían sido descubiertos, deseando emular los pasos de Humboldt en la selvas amazónicas, pero, aun más, sentía la atracción de mar, como un obsesión que le llamaba sin descanso, invitándole a dirigirse a los jardines del Paraíso, unos jardines de los que nunca tuvo la certeza que había descubierto.


    Arnoldo Santos.
    Jardín de aclimatación de La Orotava.





    Harvey y la flora sanborondiana

  19. #19
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    Re: San Borondón: la octava isla

    Diario de Edward Harvey

    Capítulo I. Partida de Londres y llegada a Tenerife.



    3 de septiembre de 1864. Londres.
    Tengo intención en estas páginas de plasmar los acontecimientos más destacados que desde el día de mi partida hacia las islas Canarias, y en el transcurso de mi expedición, se produzcan y sean dignos de mencionar.

    7 de septiembre de 1864. Londres.
    Estoy a punto de zarpar. Esta mañana he estado en el muelle realizando los últimos preparativos para embarcar en perfectas condiciones todo el equipaje y los útiles científicos para la expedición. He adquirido recientemente una cámara fotográfica con el fin de poder tomar algunas imágenes de mis hallazgos y de los nuevos territorios.




    Al mediodía he almorzado con Vincent Current, el nuevo embajador de Dinamarca en mi país. Me ha pedido que le entregue personalmente unas cartas a mi amigo Von Stocke, que actualmente reside en las islas Canarias, al cual conocí en 1859 durante mi expedición a las colonias africanas. Espero que sus influencias en las islas me faciliten trámites con las autoridades. Me hallo inquieto al pensar en el largo viaje a Tenerife, en los trámites burocráticos y la búsqueda de un barco y una tripulación decente. Mi único consuelo es la acertada contratación de mi asistente, Simon Tilley, un experimentado explorador de origen español, persona muy reservada y poco habladora que me inspira una gran confianza. Me ha sido recomendado por un colega que hace dos años se embarcó en una expedición que atravesaba el continente americano llegando hasta las costas del pacífico. Simon era uno de los expedicionarios y está demostrada su destreza con las armas y su sentido de la orientación. Será uno de los pilares de mi aventura.
    Estoy agotado, desde que me he propuesto descubrir los nuevos territorios para la Corona Inglesa, no he cesado de recopilar información y de viajar por todo el país, incluso he realizado en el último año un viaje a Francia y otro a Italia, para reunirme con varios científicos que han visitado las islas. He conseguido que me faciliten una copia de un preciado mapa portulano, realizado por un marino mallorquín llamado Joan Palau, en el que figura la isla de San Borondón en una latitud totalmente nueva con respecto al resto de la información que poseo. He hecho entender que mi interés es puramente científico. No quiero compartir mis hallazgos y mis intenciones con desconocidos.

    8 de septiembre de 1864. Londres.
    Es mi último día en Londres, mañana parto en el vapor Imperial con destino final a la isla de Tenerife. Tengo un nudo en el estómago al pensar en esta aventura que ya ocupa dos años de mi vida. Tantas cosas dejadas atrás por este sueño, espero no arrepentirme. Sin el apoyo de la Royal Society todo han sido dificultades. He de volver y demostrar a todos estos truhanes, que se hacen llamar científicos, que he triunfado. Sólo necesito un buen capitán que me lleve a mi isla.

    9 de septiembre de 1864. Mar Cantábrico.
    Me hallo en alta mar. Las costas de Gran Bretaña ya han desaparecido de mi vista. En tres días llegaremos a Lisboa, espero poder desembarcar aunque sea unas horas. Allí entre sus empinadas y estrechas calles hay un librero famoso entre los marineros por poseer las mejores cartas marinas de las rutas de América.
    El capitán del barco, el señor Thomas Murray, nos ha invitado a acompañarle esta noche en la cena. Es un galés muy afable, que me ha tomado aprecio en pocas horas, ya que conoce mi condición de naturalista. Es un gran aficionado a la botánica. Seguramente tendremos una agradable y entretenida velada.

    12 de septiembre de 1864. Lisboa.
    En los últimos días el mar ha estado bastante agitado. Las fuertes olas se han adueñado del apacible océano, llegando, en la mañana, hasta pasar por encima de la cubierta del barco, lo que nos ha obligado a permanecer encerrados en el interior de los camarotes. El cielo tampoco nos ha acompañado. Una gran tormenta se desató sobre nosotros cuando comenzamos a bordear las costas españolas de Galicia. Pasamos también cerca de la ciudad portuguesa de Oporto, pero sólo la distinguimos como una mancha a lo lejos. Esta mañana cuando hemos fondeado ante la histórica ciudad de Lisboa, los oficiales de salud del puerto nos han impedido desembarcar ya que se ha registrado un brote de fiebre amarilla en uno de los barcos fondeados.
    Al amanecer partiremos hacia Gibraltar sin haber descargado las mercancías que debían quedarse en Lisboa. El capitán no paró de discutir y de maldecir con los sanitarios. Un hombre tan apacible y conciliador se convirtió de repente en una fiera descontrolada.
    He observado Lisboa desde la cubierta superior del barco, donde me senté ya al atardecer a realizar un dibujo. La ciudad se extiende desde los muelles con una gran plaza, y empieza a ocupar las montañas que la encierran en un círculo. La mayoría de las casas tienen un color arenoso que hace que se fundan unas con otras, distinguiéndolas sólo por sus tejados. El gran castillo de San Jorge domina toda la ciudad como si fuera el pastor que vigila a sus ovejas. No he visitado nunca las callejuelas y numerosas plazas de esta ciudad de las que he oído hablar en múltiples ocasiones. Más sentimiento de pena me queda al no poder ver al librero cuya dirección guardo con recelo entre mis apuntes. Me llaman la atención los numerosísimos molinos de agua que se encuentran a la derecha de la ciudad. En una larga llanura se encuentran hilados unos a otros formando una curiosa procesión de luces a lo largo de la costa.

    14 de septiembre de 1864. Gibraltar.
    Esta mañana me ha despertado el estruendoso sonido de la sirena del barco. Al asomarme por la ventanilla de mi camarote pude comprobar como nos hallábamos ya frente a Gibraltar, que, ante nosotros, se mostraba insignificante y ridícula con no más de veinte casas pintadas de blanco, y dos o tres caserones al estilo londinense. Lo más destacado era su muelle con las murallas que se extienden a ambos lados de la ciudad, y la magnífica fortificación militar que preside la misma. El famoso peñón, de repente, se me antojó pequeño.
    El Imperial se acercó hasta el muelle a primera hora de la mañana y comenzó un ajetreado tráfico de subir y bajar mercancías. Se nos invitó a los pasajeros a desembarcar. La visita fue corta y al mediodía estábamos ya todos en el barco esperando partir. Las nubes brumosas de la mañana se habían disipado y pude distinguir con toda claridad las costas africanas que años atrás visité y de las que soy conocedor casi a la perfección. Una vez más fui víctima de ese sentimiento de orgullo al traspasar las columnas de Hércules que ,majestuosas, se extienden separando dos continentes. A esta latitud y por la cercanía a África, ya empieza a notarse la subida de las temperaturas. El aire se vuelve cada vez más seco y caliente. Conozco bien esa sensación muy desagradable para las gargantas habituadas al frío de Inglaterra.
    Al atardecer, mientras bordeábamos la costa en dirección a Mogador, Simon me ha contando parte de sus aventuras por América, cómo cruzaron a caballo en dos meses una parte inexplorada de Nuevo México, enfrentándose, casi sin reservas de agua, al clima más árido de todo el continente. Hoy ha hablado bastante. Su dominio de la lengua española me será de gran ayuda en Tenerife.

    17 de septiembre de 1864. Costa africana.
    Esta tarde hemos avistado a lo lejos un grupo de gaviotas. Sobrevolaban unos pequeños islotes. El contramaestre me ha dicho que se trata de las islas Salvajes, un pequeño conjunto de islotes pertenecientes a la corona de Portugal cuyos únicos habitantes son aves marinas y algún que otro conejo.




    18 de septiembre de 1864. Aguas de Canarias.
    Esta mañana divisamos hacia el suroeste un cúmulo de nubes negras indicadoras de la proximidad de una isla. Se trata sin duda de Tenerife. Aunque no he logrado distinguir desde nuestra posición el colosal pico del Teide, al cual espero ascender.
    Esta ruta ya la realicé desde la isla de Madeira, pero en esta ocasión el barco se dirige hacia Canaria para luego tomar rumbo a Tenerife.
    No deja de impresionarme lo abrupto de su costa noreste. Grandes cúmulos de nubes se enredan entre las cordilleras provocando la lluvia durante todo el año en la región llamada Naga (Anaga), manifestación muy curiosa que ya observé junto con Theodore en nuestros primeros estudios sobre la flora de Tenerife.
    Los barrancos que posee esa vertiente no los he logrado ver en ningún otro lugar, y los caseríos allí dispuestos parecen estar suspendidos por frágiles hilos sobre los acantilados.
    Otro fenómeno destacable, aunque no tenga lugar hacer estos apuntes ahora, es la capacidad desarrollada por los campesinos de la zona para emplazar cultivos sobre terrazas escalonadas. En ellas cultivan sobre todo la vid, así como hortalizas y otros frutales.

    20 de septiembre de 1864. Canaria y Tenerife.
    A primera hora de la mañana y antes de que amaneciera me hallaba ya en pie. No he pasado muy buena noche. Tal vez por el ansia de llegar y poder afrontar el final de mi proyecto.
    Divisamos las luces de la ciudad de Las Palmas en el horizonte, y a las pocas horas fondeábamos en su soberbio muelle. Me sorprendió la magnitud de este puerto, de seguro mucho más imponente que el de Santa Cruz. Del barco arriaron una pequeña barca que debía transportarnos a tierra, ya que las grandes se hallaban dispuestas para transportar la mercancía. Me dirigí junto a Simon a la autoridad portuaria, y allí indagué sobre la dirección a tomar para ir hacia la casa del cónsul de Dinamarca, para el cual trabaja, en labores de asesoramiento, mi amigo Von Stocke. Un carruaje nos vino a recoger al muelle y en un momento nos vimos recorriendo unas calles con casas bajas y sin tejados, pero muy bien cuidadas y pintadas. Por un elegante puente atravesamos un barranco que nos condujo hacia el barrio de Vegueta , donde encontramos la casa del cónsul. El cochero nos comunicó al pasar delante de una histórica construcción con un pórtico de piedra labrada, que en esa vivienda había residido el ilustre marino Don Cristóbal Colón, descubridor de América. Minutos después, junto a la impresionante catedral de Santa Ana que preside este barrio aristocrático, descendimos del coche y llegamos a la casa del cónsul. Pregunté por Von Stocke que salió a recibirnos con gran alegría. El sentimiento fue mutuo. Conversamos largo rato mientras tomábamos un té en el patio interior de la residencia. Después de haberle entregado los documentos de Vincent Current, saludamos al cónsul y volvimos al puerto, no sin antes haberle contado a Von Stocke mi intención de realizar una expedición en busca de los nuevos territorios y pedirle que me proporcionara una carta de recomendación con la que poder facilitar en la medida de lo posible, las gestiones de los permisos necesarios. Con cierta incredulidad me facilitó varios escritos que debía entregar al gobernador civil, Don Diego Celaya y Bretón, y otra destinada a Hamilton, mandatario de la compañía naviera African Steam Ship Company, con los que tenía bastante amistad. Le agradezco desde aquí esta inestimable colaboración.
    Partimos del puerto de La Luz al mediodía, en el mismo instante en el que las campanas de La catedral de Santa Ana sonaban para indicar el cénit del día. De esta manera abandonamos la isla de Canaria o Gran Canaria como me ha dado a entender el cochero de nuestro carruaje. Nos quedaban seis horas de travesía para llegar a Tenerife, por lo que decidí, tras perder de vista las últimas casas de la isla, bajar a mi camarote para confirmar que todo se encontraba en orden. Recogí los apuntes y algunos bocetos que había realizado en alta mar y preparé mis enseres para el desembarco.
    Volvimos a almorzar con el capitán y en agradecimiento a nuestra compañía me obsequió con un maravilloso sextante, que acepté de buen grado. Me vi en el compromiso de realizar la misma acción con el capitán Murray regalándole el dibujo que había hecho de la ciudad de Lisboa hacia varios días. Entre bromas y comentarios amistosos el capitán aceptó el presente. Me gustaría haberle ofrecido ser el capitán de mi expedición, ya que posee todas las facultades que deber tener un hombre para emprender tal aventura, pero no creo que vaya a abandonar su cómoda vida en el barco por arriesgarse en una empresa que puede traer ciertos peligros y que aún no tiene fecha de inicio.
    La tarde transcurrió muy tranquila conversando con el capitán y el contramaestre del barco. Mientras tomábamos el té, uno de los marineros se acercó al capitán para comunicarle que ya se avistaba la punta de Naga. Subí a cubierta para llenarme los ojos con la espléndida visión que ofrece la isla mientras se costea hasta llegar a Santa Cruz. Una ligera bruma cubría el litoral, y, a pesar de estar a resguardo gracias a la cordillera de Naga, había un mar fuertemente agitado. Viramos justamente cuando nos encontrábamos frente al pueblo pesquero de San Andrés. En lo alto a la derecha se encontraba el faro que nos señalaba la punta de la isla, junto a unas pequeñas casas blancas agrupadas al borde de un barranco, conocidas como Igueste. Los cortantes barrancos que nos acompañaban en nuestro camino hacia Santa Cruz nos iban mostrando la dureza de estas costas. Recordé cómo en uno de ellos, el de Valleseco, nuestros compatriotas cayeron como valientes ante las armas y artimañas de los soldados canarios. No puede un inglés que se considere tal, no nombrar al grandioso Almirante y a sus hombres que en valiente hazaña del año 1797 intentaron conquistar estas tierras y de forma incomprensible fueron derrotados por estas gentes, que casi no tenían armas, y mucho menos una preparación militar para derrotar a nuestras fuerzas. La suerte y la mala fortuna siempre andan cambiando de bando y en esa ocasión la suerte fue para los canarios. Ya tuvo tiempo el Almirante Nelson de demostrar en Trafalgar lo que es un gran militar.
    Al atardecer divisamos la ciudad. No pudimos ver el pico del Teide, que se divisa desde esta posición, debido a que grandes
    nubes negras cubren la isla. Sin embargo, la temperatura es muy agradable y el aire fresco. No ha cambiado mucho Santa Cruz desde mi última visita hace dos años, sigue siendo una pequeña ciudad de comerciantes en progreso. En esta ocasión la rada del puerto se encontraba bastante vacía con respecto a la última vez, y me ha hecho pensar que pudiera ser porque el puerto de Las Palmas le ha quitado comercio y movimiento a éste, que se ha quedado ya pequeño. Tras hacer sonar varias veces la sirena, una pequeña barca acercó a los sanitarios y autoridades locales, que tras realizarnos una veintena de preguntas inútiles y haberle pedido a Simon que le entregase su pistola y la munición (las cuales, hasta ahora, y por motivos de seguridad, el capitán le había permitido tener en el camarote) pudimos descender a tierra. Lo hicimos en un bote, que tras varios apuros nos pudo dejar en el muelle y que, en un segundo viaje, volvió al barco a recoger nuestros enseres y propiedades, ya que el capitán, como favor personal, nos había autorizado a bajarlos esta noche. La despedida con tan noble hombre fue sincera y afectuosa. Todas estas tardes junto al capitán Murray han sido muy alentadoras y provechosas para mi expedición.
    Ya anochecía cuando descendimos en el muelle. Les dimos instrucciones a los marineros para que llevasen nuestro equipaje y enseres hasta el Hotel Inglés que ya conocía de mi anterior estancia. No tuvimos problemas en encontrar dos habitaciones. Comunicamos la próxima llegada del equipaje y una señora gorda y sonrosada nos condujo con un detestable inglés hacia nuestros aposentos donde nos prepararon un baño caliente.
    Ya me encuentro en mi destino, ahora quedan los preparativos finales de la expedición. Conseguir los permisos no creo que sea un inconveniente. Lo que me ha preocupado esta tarde al desembarcar ha sido la poca cantidad de barcos fondeados, lo cual puede ser un problema a la hora de conseguir fletar uno, para la empresa que nos proponemos realizar.





    22 de septiembre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Llevo dos días en Tenerife y creo que ya he envejecido diez años. Las gentes de este lugar no son eficientes en sus tareas. Como motivo principal resaltaré mi visita a la oficina del gobernador civil, al cual aún no he podido ver. Al día siguiente de mi llegada y a primeras horas de la mañana me dirigí al edificio del gobierno civil para comunicarle a Don Diego Celaya y Bretón el motivo de mi estancia en la isla y entregarle la carta que mi amigo Von Stocke le había escrito. Fui acompañado por Simon para que pudiese entenderse con los lugareños. A pesar de su perfecto español, estas gentes no parecían entender lo que queríamos. Tras varias conversaciones y muchos minutos de espera, logramos ver al secretario del gobernador, el cual, tras hacernos esperar otro buen rato, nos comunicó que el gobernador se encontraba en el sur de la isla y que no podría darnos audiencia hasta la próxima semana. Y digo yo, Dios, qué les costaba habernos comunicado tal situación desde un principio.
    Hemos aprovechado estos días para visitar la comandancia militar que se encuentra en el castillo de San Cristóbal para tramitar los permisos de tenencia de las armas de fuego destinadas a la expedición. Debemos guardarlas en sus dependencias hasta nuestra partida, ya que no es costumbre en estas tierras el ir armados por las calles, detalle que a mi amigo Simon le ha costado entender, pues ha regresado hace poco de América y allí el que no va armado tiene pocas posibilidades de sobrevivir.
    Los días son plácidos y tranquilos en la ciudad, con un clima muy agradable. Posee esta ciudad una alameda donde se sirve un buen té. Tiene también varias fortificaciones militares. Visto desde tierra, parece que la ciudad esta bien cubierta de la entrada del enemigo. En su centro, y junto a la Plaza de La Constitución y a su flamante monumento de mármol dedicado a la llegada de La Virgen de Candelaria en la época de la conquista, se encuentra el castillo de San Cristóbal. Hacia el norte están las fortificaciones de Paso Alto y Almeida, y hacia el sur se encuentra el castillo de San Juan. Sería interesante un estudio de las fortificaciones de esta isla.

    Diario de Edward Harvey

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    Re: San Borondón: la octava isla

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    Capítulo II. Búsqueda de la última información y estancia con los Hamilton.



    30 de septiembre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Hoy hemos tenido la audiencia con el gobernador civil, el señor Don Diego Celaya y Bretón. Es un hombre bajo, de complexión fuerte y muy poco hablador, aunque bastante comprensivo y atento. Simon y yo nos presentamos a las diez de la mañana como habíamos concertado y rápidamente salió a nuestro encuentro. Tras presentarnos y saludarnos como auténticos caballeros, nos convidó a un café en una estancia muy amplia y agradable que poseía un espléndido balcón sobre La Plaza de La Constitución. Luego pasamos a su despacho. Me sorprendió la agilidad y fluidez con la que dominaba mi lengua, lo cual facilitó nuestra conversación, que pudo realizarse de una forma directa. Le conté los motivos de mi estancia en la isla y las intenciones de realizar la expedición, lo cual en un principio le sorprendió, pero más tarde le fascinó. La simple idea de encontrar un nuevo territorio sin explorar es capaz de fascinar a cualquier hombre. Le entregué la carta que para él me había dado Von Stocke, hecho que le hizo depositar más confianza en mi proyecto. Estuvimos hablando durante varias horas y me aseguró que no habría problemas en conseguir cualquier clase de permiso que necesitase. Salí de esta reunión muy satisfecho.






    2 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Hoy he estado revisando todo el material para la expedición. Si todo va bien espero partir antes de un mes en busca de mi isla. He preparado la cámara fotográfica para llevarla mañana a un estudio fotográfico que Simon se ha encargado de localizar, para que nos puedan explicar el complicado funcionamiento de este aparato y el revelado de sus placas. De esto último espero que se encargue Simon, por sus conocimientos en ciencias químicas. Estoy ansioso por probar este fantástico aparato al que tanto uso dan ahora científicos y estudiosos pero que para mí es nuevo como instrumento de trabajo.
    Esta mañana puse en correos correspondencia dirigida a mis padres y a John List, espero que no se demore y pronto poder recibir noticias de ellos.

    3 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Ha sido algo maravilloso, mágico. Relato la historia desde el principio ya que es digna de nombrar. Esta mañana a eso de las once y media Simon y yo nos hemos dirigido a la calle El Sol, en el número veinticuatro. Aquí se encuentra el estudio fotográfico de Rafael Belza. Está especializado en la realización de retratos. Tras explicarnos durante un rato el funcionamiento de la cámara y sus lentes pudimos hacer varios ensayos en su cuarto oscuro, con el emulsionado de las placas de cristal al colodión húmedo y su exposición en la cámara. Nuestros primeros dos intentos fueron fallidos debido a la torpeza que mostraron mis manos en el momento de preparar las emulsiones, pero al tercero logramos obtener una imagen de la calle en la que se encontraba el estudio. Fue maravilloso cómo después de sumergir la placa de cristal en aquellos líquidos pudimos ver una imagen fijada en ella. Le comentamos al señor Belza que nuestra intención era la de fotografiar exteriores, como paisajes y naturaleza, por lo que le pedimos ir al muelle para realizar unas tomas. Para ese cometido poseía el señor Belza un pequeño cajón cubierto con unas telas negras en el cual se introducía el fotógrafo para revelar las placas, lo trasportamos hasta el muelle y tomamos dos fotografías de los barcos. Rápidamente las revelamos y allí aparecieron las imágenes. Le expresamos nuestro deseo de adquirirle tan útil instrumento y accedió de buena gana ya que poseía otro de similares características. Espero que la cámara fotográfica pueda servir para retratar los nuevos territorios, aunque yo me fío más de mis plumas y mis pinceles.
    No pude menos que pagarle una buena suma por sus servicios y su ayuda, asegurándole que antes de nuestra partida pasaríamos por su establecimiento para surtirnos de los materiales necesarios.

    4 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Esta mañana he visitado La Casa Hamilton, en busca de Don Andrés, al cual debía visitar y entregar una carta de parte de Von Stocke. Poseen una de las mejores casas particulares de la ciudad, situada junto a la alameda. Había un gran ajetreo. Varios carros tirados por bueyes se encontraban frente a la casa. Al preguntar por el señor Hamilton nos recibió un hombre que debía ser el encargado del almacén y nos dijo que el señor se encontraba en ciudad de La Laguna y no sabía cuándo bajaría. Nos dejó su dirección de La Laguna para poder visitarlo.

    5 de octubre de 1864. La Laguna.
    La subida a La Laguna ha sido bastante tormentosa. El camino, a pesar de estar preparado para la subida de los carros no deja de ser molesto debido al empedrado irregular con el que está hecho. En compensación a estos malos momentos me sorprendió la cantidad de plantaciones que hay a lo largo del recorrido, la mayoría de ellas de cochinilla. Se trata de un parásito que recoge la gente de aquí de las tuneras. Al hacerlo estallar, produce un color rojo permanente y se utiliza como tinte para telas. La exportación de esta materia es un próspero negocio en la isla. Hay muy pocas haciendas de consideración. Las que hay me sorprendieron con sus huertas al aire libre, en las que conviven frutales como naranjos, con bananeros y papayos de América (que normalmente se ven en invernaderos). El clima de Canarias ha demostrado ser idóneo para la adaptación de estos frutales en su camino a Europa.






    Según hemos ido subiendo hacia La Laguna nos hemos apercibido de cómo baja la temperatura ambiente con respecto a Santa Cruz donde el aire es muy sofocante y caliente y el calor es casi inaguantable. La Laguna debe estar a 1500 pies de altitud y eso se deja notar. Recordaba la ciudad tal y como era hace unos años. Sigue igual, con su gran cantidad de molinos de viento en las afueras y los edificios más elegantes de toda la isla, con una arquitectura colonial aún conservada. Para un naturalista es un dato curioso ver todos los tejados de las casas totalmente poblados de Sempervivum urbicum , cuyo nombre vulgar aquí es verode, alimentados continuamente por las brumas que invaden la ciudad.
    A primera hora de la tarde hemos llegado a la casa que la familia Hamilton posee en la céntrica calle de San Agustín. Fuimos recibidos rápidamente y pasamos a una agradable estancia junto a un magnífico patio interior presidido por dos palmeras canarias. El señor Hamilton bajó a los varios minutos y tras presentarnos, también pudimos conversar con él en inglés ya que, como me contó más tarde, había tenido ocasión de estudiar y formarse en Londres y París; pasamos a un salón de estilo victoriano en el que colgaba un cuadro de grandes dimensiones con el retrato de un militar. Se trataba del abuelo del señor Hamilton, que había estado luchando junto a Napoleón en la invasión a Egipto.
    Tras una agradable charla en la que le contamos al señor Hamilton la verdadera intención de nuestra estancia en la isla y el objetivo que perseguíamos, quedó fascinado por tal empresa, ofreciéndonos rápidamente su más estrecha colaboración y poniendo a nuestra disposición todos los medios con los que podía contar. Nos comentó que podríamos seguir buscando información sobre la isla de San Borondón en los archivos municipales y en varios conventos de La Laguna que poseen importantes colecciones de mapas y manuscritos. También nos “obligó” inmediatamente a trasladar nuestra residencia a La Laguna, a unas estancias de invitados que tenían disponibles para tales ocasiones. En un principio nos pareció un abuso, pero ante la insistencia de Hamilton no tuvimos opción de rechazar tal ofrecimiento. Agradezco el gesto de amistad, aún sin conocernos de nada, que el señor Hamilton nos ha mostrado desde el primer momento, acogiéndonos como si fuésemos de su propia familia. La carta que me envió para él Von Stocke fue recibida con mucha alegría, demostrando por sus comentarios que les unía una gran amistad. Esta noche la pasaremos en La Laguna y mañana volveremos a Santa Cruz para trasladarnos.
    Me alegra bastante esta invitación del señor Hamilton, no creo que hubiese aguantado dos días más en la fonda Richardson. Estaba empezando a cansarme de esas cuatro paredes.

    10 de octubre de 1864. La Laguna.
    Esta tarde hemos estado en el convento de San Agustín. Es un convento de franciscanos situado en el centro de La Laguna. Fuimos atendidos amablemente por el padre Charles Moore, un fraile inglés que ya lleva trece años en África, y los dos últimos en Tenerife. Tiene esta biblioteca una gran cantidad de volúmenes manuscritos por los frailes desde la época de la conquista. Me he sumergido en la lectura de uno muy raro, manuscrito en 1526 por Fray Luis de Aragón y Arnay, que estuvo en estas islas del “Reyno de Canarias“ entre 1520 y 1526, habitando varios conventos de la isla, incluso viajando a la isla de La Palma y El Hierro. De ésta tiene unos apuntes extraordinarios sobre el árbol del agua, garoé , además de varios párrafos sobre los territorios cercanos al nuevo continente. El padre Moore me ha prometido conseguirme mañana otros ejemplares similares.

    18 de octubre de 1864. La Laguna.
    Esta última semana la he pasado entre libros, manuscritos, grabados, mapas y todo tipo de información referente a la conquista y leyendas de las islas. Como dato extraordinario, ya en el año 1496, un barco portugués con destino a las Nuevas Indias descubiertas, asegura haber fondeado frente a una isla volcánica totalmente deshabitada y con gran vegetación en la que se aprovisionaron de agua para proseguir su viaje a las Indias. Este documento está recogido en un libro de gran tamaño y con una gran cantidad de dibujos religiosos, que, según me ha contado el padre Moore, fue traído desde Sevilla por unos frailes cuyo destino era la isla de La Española, pero tuvieron que dejar en Tenerife gran cantidad del material que transportaban. Sucedió este acontecimiento en 1534, y yo hoy agradezco al capitán de dicho navío que no dejase transportar a esos frailes tanto material.
    Mañana bajaré al puerto de Santa Cruz para ver algunos barcos que puedan ser apropiados para mi viaje. El señor Hamilton me ha dicho que pase por las oficinas de su compañía y pregunte por Don Gilberto Palazón que estará a mi entera disposición. Espero que el asesoramiento sobre la mejor nave y la mejor tripulación para la expedición sean acertados.





    19 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Hoy he aclarado bastantes cosas con respecto a los medios para utilizar en la expedición, así como el tipo de navío mas apropiado a mis arcas. El descenso al puerto ha sido igual de tormentoso que la subida, con la salvedad que en esta ocasión el señor Hamilton ha dispuesto uno de sus carruajes, lo que ha sido de agradecer, ya que no tiene nada que ver con el artilugio con el que nos desplazamos en el ascenso. Eso sin contar también la hora de nuestra partida, que fue las cinco de la mañana. Simon pudo dormir en el trayecto, pero mi cabeza no dejaba de dar vueltas, ordenando en mi mente todo lo que he estudiado a lo largo de estas semanas sobre San Borondón e intentando que toda la expedición se organice de la mejor manera y no quede ningún cabo sin atar. Llegamos a la ciudad justo al amanecer, a pesar de que una gran barrera de nubes nos impedía ver la salida del sol. El cochero nos dejó en la casa de Hamilton, cuyo patio interior está rodeado por una hermosa galería de madera y tiene unas majestuosas escaleras que llevan a la parte superior, en la que están las oficinas. También posee un espléndido mirador desde donde se divisa todo el puerto y parte de la ciudad. Destaca la torre de la Iglesia Matriz, cuyos archivos me ha recomendado visitar el padre Moore. Don Gilberto Palazón se presentó a nuestra llegada. Es un hombre extraordinariamente alto -debe medir dos metros- y es de complexión muy atlética. Me ha impresionado bastante la presencia de este hombre. Incluso Simon, que es bastante alto y fuerte, parecía pequeño a su lado. Estuvimos conversando en su oficina y tras contarle las intenciones de mi viaje y estimando la distancia que debíamos recorrer, me recomendó la utilización de un tipo de navío muy frecuente en este puerto, la gabarra, ya que los barcos de que disponía su compañía eran vapores y buques de mercancías demasiado grandes para nuestra empresa. Me recomendó Don Gilberto que me acercase al muelle al atardecer. Junto al Castillo de San Cristóbal se encuentra una pequeña fonda en la que se reúnen los marineros. Ahí podría contactar con alguno de ellos para poder fletar una nave digna. Tras una larga conversación y asegurándome que no me preocupase por los víveres y la preparación del barco, Don Gilberto Palazón se sumergió de nuevo entre las mercancías y comenzó a dar voces a sus trabajadores. Bajamos hacia la fonda, era un lugar de reunión en el que todas las mesas estaban ocupadas. Al entrar, vino a recibirnos cordialmente un mozo que rápidamente hizo una señal a unos marineros para que abandonasen una mesa, lo que hicieron al momento. Nos acomodaron y nos sirvieron una jarra de vino. Simon comenzó a dialogar con él mientras yo observaba concienzudamente a todos los marineros que se encontraban en el salón. Su aspecto era tan andrajoso y descuidado que resultaba difícil creer que fueran buenos marinos. Ninguno de ellos me inspiró confianza. Al rato se acercó un hombre con la cara marcada por varias cicatrices y dirigiéndose a mí con una voz ronca y grosera balbuceó unas palabras que evidentemente no pude entender. Simon me tradujo lo que aquel indiviudo había dicho. Preguntaba si queríamos un barco, que él era pescador y tenía uno del que podríamos disponer, incluso nos indicó dónde se encontraba anclado. Salimos con él para verlo en el muelle y con las últimas luces del atardecer pudimos ver unas cuantas maderas juntas que parecían formar el casco de un barco, con un mástil y unos siete metros de eslora. Simon entendió rápidamente que no se asemejaba en nada a lo que buscábamos y con un gesto inteligente se llevó al hombre al interior de la fonda. Me quedé en el muelle observando el tipo de embarcaciones que había, mientras el faro pasaba su rayo salvador de forma repetitiva y sincronizada sobre las naves que había en el puerto. No sé quien podrá asesorarme bien sobre la nave a utilizar.
    Ahora estamos de nuevo en el Hotel Inglés . Pasaremos aquí unas cuantas noches hasta resolver el flete del barco y buscar un capitán digno de la nave que debe llevarnos a los nuevos territorios.

    20 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Esta mañana mientras desayunábamos llegó un muchacho preguntando por nosotros. Venía de parte de Don Gilberto y nos pedía que fuésemos a visitar a Don Juan Tamayo, el dueño de los astilleros que hay junto a la playa del muelle, porque nos podría resolver algunos asuntos con respecto al barco. Así lo hicimos y Don Juan Tamayo nos recibió amablemente. Mientras le contábamos el tipo de nave que creíamos necesario para nuestro viaje, nos dijo que tenía la ideal para nosotros, que ahora se encontraba en la ciudad de Las Palmas llevando una mercancía pero que pronto estaría de vuelta. Pertenecía a un comerciante canario que quería vender su nave ya que, aunque se dedicaba a la exportación de la cochinilla, debido a la competencia que sufría por las grandes compañías no le compensaba hacer los transportes y pensaba dedicarse a vender la mercancía en tierra. Nos aseguró que hablaría con él y nos llamaría en unos días. Otra gran alegría en el día de hoy ha sido la visita que hemos realizado, por recomendación de Don Juan Tamayo, al posible capitán de nuestro futuro barco. Se llama Rafael Méndez del Rey y lo hemos visitado hoy en su casa. Está situada a las afueras de la ciudad, hacia el sur, junto a dos molinos de viento que son de su propiedad. Es oriundo de la ciudad española de Cádiz, pero lleva viviendo en Tenerife desde hace diez años. Se dedica a la pesca y, según nos contó, en su último viaje a las costas africanas se encontraban faenando en el Cabo de Nun y fueron asaltados por los moros beduinos que desvalijaron totalmente el barco y el trabajo de ocho días de pesca. Da gracias a estar todavía vivo, porque esos moros son muy fieros y no suelen dejar testigos de sus fechorías y hasta la fecha no había vuelto a navegar. Me gusta muchísimo el talante de Don Rafael Méndez.
    Creo que he dado un paso importante en mi proyecto. Si todo sale bien en varios días podré contar con un barco y un capitán. No quiero adelantar acontecimientos, por eso debo ser prudente y esperar.



    22 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Hoy he enviado un telegrama a Hamilton para comunicarle que mi estancia en Santa Cruz se va a prolongar unos cuantos días más y que todo está saliendo según lo previsto. Estoy muy ansioso por la llegada del barco. Noto a Simon algo intranquilo por la falta de actividad. Es un hombre de acción y no es bueno que permanezca parado tanto tiempo.

    24 de octubre de 1864. Santa Cruz de Tenerife .
    Don Juan Tamayo se ha presentado en el hotel a primera hora, acompañado de Antonio Díaz, el propietario del barco que podría estar disponible para la expedición. Es un señor muy amable y de buenas formas. Procede de una familia adinerada de la isla y ha venido dispuesto a hacernos una oferta por la venta del barco. Deshicimos el malentendido rápidamente, ya que nuestra intención no es la de adquirir el barco, sino tener la posibilidad de poder fletarlo durante un tiempo determinado (el que dure nuestra expedición) y luego volver a dejárselo a su propietario en las mismas condiciones de entrega. De igual manera, le pareció a Don Antonio Díaz beneficiosa esa operación. Mientras no encontrase un vendedor, la nave estaría a nuestra disposición. Nos subimos en el mismo carruaje que lo había traído al hotel y nos dirigimos al puerto. El barco se encontraba fondeado justo delante de la fortaleza de Paso Alto. Don Juan Tamayo se despidió de nosotros en ese momento ya que asuntos de su negocio lo reclamaban. Junto a Don Antonio Díaz subimos a una pequeña barca, que manejaba con verdadera destreza, y llegamos al barco. Su cubierta de madera es espléndida aunque está algo estropeada. Tiene dos mástiles, el velamen en buenas condiciones, tres camarotes y dos bodegas bastante grandes. Ha sido emocionante poder visitar la embarcación. Desde hoy disponemos de ella. Esta tarde nos acercaremos a la casa de Rafael Méndez para proponerle ser el capitán de nuestra nave. No le ha sorprendido en absoluto nuestra visita. Lo he visto bastante interesado en el proyecto, aunque he notado cierta incredulidad por los nuevos territorios por descubrir. Ha dicho que sólo se trata de una leyenda, de supersticiones. A pesar de todo, por la suma de dinero que le ofrecemos, se lo pensará y responderá mañana.
    Muy cerca de la casa de Rafael Méndez se encuentra un lugar al que llaman Lazareto, bastante sucio y abandonado, junto al Castillo de San Juan y al polvorín de la ciudad, así que realizamos una visita al Castillo. Uno de los soldados que lo custodiaba , que al parecer nos había reconocido de vernos en las dependencias de las autoridades del Castillo San Cristóbal, se acercó a nosotros y nos hizo una serie de preguntas respecto a la expedición. Nos dijo conocer un marinero que años atrás, mientras volvía de pescar cerca de la isla de El Hierro en su barco, sufrió una avería que los dejó a la deriva durante varios días. Al parecer, el buen hombre contaba haber avistado tierra y no haber podido llegar a ella. La historia me dejó perplejo durante un rato y decidí ir a hablar con ese marinero para saber algo más sobre su aventura. El soldado nos dio una dirección donde localizarlo y fuimos en su busca.
    Justino Pérez de la Cruz se presentó ante nosotros en la puerta de su desvencijada casa, con cara de muy pocos amigos y con muy pocas ganas de hablar. Le ofrecí 80 reales por contarme el relato de su extraña travesía y al momento estábamos sentados en el patio interior de su casa con una botella de vino y un pedazo de queso. Me gustaría transcribir tal cual he oído la historia para que figure en mi diario, no como un texto mío, sino como el de su auténtico protagonista.
    “Fue hace cinco años, veníamos de pescar mi compadre Adalberto Gutiérrez y su cuñado Ramón Bencomo de La Restinga en la isla de El Hierro. Había sido una semana muy fructífera. Veníamos con la bodega repleta de bonitos, cuando a mitad de camino hacia La Gomera un crujido hizo que un silencio inundara el ambiente, Ramón bajó rápidamente a la bodega y al subir dijo la frase que no queríamos oír: “el timón se ha partido”. No teníamos repuesto y nos quedamos sin saber que hacer, ya que una avería de esa envergadura no era broma. Bajamos rápidamente el velamen para permanecer lo mas quietos posibles, pero un viento desfavorable del sureste agravó nuestra situación y fuimos arrastrados mar adentro, hacia el oeste. Estuvimos toda la tarde intentando hacer señales, quemando objetos para hacer humo, señales con las antorchas, pero sin resultado. Al menos teníamos comida. Adalberto estuvo todo el rato intentando sujetar el palo en su posición original pero fue inútil. Nos veíamos condenados a ser arrastrados mar adentro y nos hicimos a la idea de que llegaríamos a Cuba o a las costas americanas. Ramón lo único que hacía como timonel era controlar que el barco no perdiese la posición, sacando una vara por el exterior del barco. Intentaba en vano mantener un rumbo. Al tercer día la cosa empeoró más si cabe, ya que una tempestad nos cogió en medio del Atlántico. Un fuerte viento del sur empezó a manejarnos en el mar como a un trozo de corcho. En varias ocasiones pensamos que no saldríamos vivos porque las olas eran muy superiores en tamaño y fuerza a nuestra embarcación. Así pasó toda la noche y la mañana, hasta que en un momento determinado avistamos tierra, o por lo menos eso creímos. Vimos tierra tal y como yo ahora les estoy viendo a ustedes a una distancia de no más de tres millas. Incluso Ramón dio un grito de alegría gritando: “¡Tierra, tierra!”. En ese momento un brusco movimiento de mar hizo zozobrar la embarcación hasta el punto de casi volcarla, recuperamos nuestra posición y ya no estaba allí, la tierra había desaparecido. Miramos en todas las direcciones y nada de nada, estábamos de nuevo solos en medio del océano. Hasta juraría haber distinguido árboles en aquella visión, acantilados negros y montañas. Dos días después y ya fuera de la tempestad divisamos un barco en el horizonte y comenzamos a hacer todo tipo de ruido y señales. A Adalberto se le ocurrió arrojar sobras de pescado al mar para atraer a las gaviotas que revoloteaban alrededor del barco. Nunca olvidaré su nombre, se llamaba “Esperanza” y era portugués. Después de valorar la avería nos dijeron que estábamos a sólo cien millas de Madeira y nos remolcaron hasta el puerto de Funchal”.
    Creo no haber obviado ningún dato ya que el relato lo fui escribiendo según me lo traducía Simon y lo iba contando Justino Pérez. Ahora en la noche mientras traspaso a mi diario estas anotaciones no puedo por menos que estremecerme al recordar cuando aquel marinero dijo que se encontraban cerca de las islas de Madeira, más hacia el noroeste y adentrándonos en el océano, que es donde creo que se encuentra San Borondón. Mañana le traeré a Justino un mapa del océano Atlántico para que me marque la posición en la que creyó ver tierra. No es un dato muy fiable pero es un testimonio más de la existencia de la isla.





    28 de octubre de 1864. La Laguna.
    Esta tarde he vuelto de nuevo a La Laguna, después de casi diez días en Santa Cruz. Mi expedición ya tiene barco y capitán. Rafael Méndez del Rey es desde hace cuatro días el hombre encargado de poner rumbo con nuestra nave hacia los nuevos territorios. Debo encontrar mi isla. Creo fervientemente en su existencia, lo he hecho desde el instante en que oí hablar de ella. Todas las leyendas siempre están creadas alrededor de datos o hechos que son ciertos y San Borondón no va a ser una excepción.
    He dejado a Rafael Méndez a cargo de todas las reparaciones y mejoras que necesite el barco, quiero que esté a punto y que no falte nada para nuestra partida. Estos días he estado viendo con mi capitán los mapas y portulanos que poseo sobre la posición de San Borondón y se ha sorprendido de la exactitud de las cartas marinas que le he mostrado, aunque de alguna me ha indicado que él aprecia algunos errores de distancia entre la isla de Lanzarote y la costa africana. Esos datos erróneos, en caso de que lo sean, no entorpecen mis propósitos ya que mi ruta es totalmente opuesta. Hemos estado también buscando la fecha propicia para la salida del puerto. La mejor época será a mediados de diciembre, cuando los alisios parecen perder algo de fuerza desde el noroeste y sopla un viento suave del sur que nos ayudará en nuestro propósito. Sin embargo aún no tenemos claro la fecha exacta de la partida, iremos decidiéndola según se acerque el momento. No quiero que haya ningún error de cálculos y que falte nada el día de nuestra partida.

    31 de octubre de 1864. La Laguna.
    Estos días me los he tomado de descanso, después del ajetreo de las últimas semanas. El señor Hamilton, que es gran amigo de un coronel del ejército, ha conseguido que Simon pueda hacer prácticas de tiro junto a los soldados de su regimiento. Yo me he dedicado a pasear por los montes cercanos de La Vera y Las Mercedes, con él y un amigo suyo que se dedica a la exportación de vinos, el señor Luis Miranda Ojeda, que tiene unos conceptos básicos de botánica y ha quedado admirado por el conocimiento tan exhaustivo que tengo de la flora del macizo de Naga (Anaga). Le expliqué que hacia dos años había visitado en una expedición científica la isla de Tenerife y había realizado una minuciosa herborización en estos bosques. He sido invitado mañana a visitar la bodega que posee la familia del señor Miranda en la cercana población de Tacoronte. Nos ha estado hablando del proceso de la vendimia que realizaron recientemente, y de la maceración del vino en las barricas de cedro. Ha sido una conversación interesante y hemos podido intercambiar impresiones sobre los vinos que producen estas tierras y los deliciosos vinos del sur de Francia. El señor Hamilton ha comentado que también posee gran cantidad de viñedos en esa población.

    3 de noviembre de 1864. La Laguna.
    Ayer estuve de visita en Santa Cruz a pesar de lo tormentoso del viaje (no cesaré de repetirlo). He tenido que bajar para pagarle a Rafael Méndez. Así lo haré cada semana hasta que dure nuestro contrato.Todo en el barco marcha perfectamente: las reparaciones avanzan y el barco está cogiendo un nuevo color. Rafael me ha pedido dinero para cambiar todos los cabos del barco, lo cual he satisfecho con prontitud. Le he comentado que haré un corto viaje hacia La Orotava, por lo que no bajaré al puerto en los próximos días. Este viaje a La Orotava, ciudad que conocí también en mi anterior estancia, es con motivo de realizar una ascensión al pico del Teide antes de que las primeras nieves cubran su superficie. Esta vez espero culminar mi trayecto. Simon vendrá conmigo y el señor Hamilton ha mandado que nos acompañe un medianero que trabaja para él en el pueblo de La Esperanza.





    4 de noviembre de 1864. Puerto de La Orotava.
    Esta mañana hemos partido temprano desde La Laguna. Ha venido a recogernos el medianero del señor Hamilton. Se llama José y lo cierto es que aún no le he oído pronunciar tres palabras seguidas. Ha dicho “buenos días”, “su comida”, “el puerto” y “buenas noches”. Tal vez el calor pegajoso que ha hecho durante toda la jornada le haya pegado la lengua al paladar. La primera parte del trayecto la hemos hecho en un carruaje tirado por cuatro hermosos caballos. Al llegar a una pequeña villa llamada La Matanza, por lo visto en honor a los españoles caídos en manos de los guanches en este lugar durante la conquista, hemos tenido que abandonar el carruaje y subirnos en unos mulos un poco esqueléticos pero que han demostrado tener una gran fortaleza.
    He traído en este trayecto la cámara fotográfica para hacer alguna toma de La Orotava y del Teide. El viaje hasta la llegada al Jardín Botánico, situado a corta distancia del puerto, ha sido bastante molesto e incómodo.Antes de subir a La Orotava decidimos acercarnos al Jardín Botánico de esta ciudad, que tiene bastante fama entre los naturalistas ingleses. No ha mejorado mucho desde mi última visita, sigue teniendo gran variedad de plantas y árboles traídos de América pero está muy desordenado. Las plantas y los vegetales se aclimatan aquí antes de ser enviados a Europa.Mientras visitábamos el Jardín, ha entablado conversación con nosotros un caballero, Francisco de Ponte, al parecer de una familia muy importante del norte de la isla. Ha sido muy amable con nosotros y rápidamente se interesó por agradarnos y hacernos compañía en la visita. Al haber caído ya la noche, nos ha dicho que era muy tarde para subir a La Orotava y nos ha invitado a pasar la noche en su casa. No es un hotel pero posee un gran número de habitaciones, que a pesar de estar vacías son confortables para descansar. Hemos estado hablando de política. El señor Ponte parece muy interesado en este tipo de actividades, que a mi me traen sin cuidado. Parece ser un gran conocedor de la situación que se vive en Francia e Inglaterra y cómo puede afectar un levantamiento o una revolución.
    En el jardín trasero de la casa hay gran variedad de especies vegetales, seguramente obtenidas en el Jardín Botánico. Hay una jaula en la que se encuentran dos papagayos de impresionantes y variados colores. Nunca había visto a estos animales de cerca y me ha sorprendido la habilidad que poseen para repetir algunas palabras. Mañana subiremos a La Orotava para emprender nuestra ascensión al pico del Teide, el buen tiempo reinante nos ayudará a conseguirlo.

    5 de noviembre de 1864. La Orotava.
    Tras un corto paseo por las estrechas y desordenadas calles del puerto, subimos al fin hacia La Orotava. José ha preparado las mulas desde primera hora y el señor Ponte ha decidido acompañarnos en la ascensión al Teide ya que dice no haberla realizado en ninguna ocasión a pesar de ser natural de esta isla. La subida ha sido muy agradable. Entre huertas muy bien cuidadas y pequeñas haciendas el camino va serpenteando por el valle hasta llegar a La Orotava, que debe estar aproximadamente a la misma altura sobre el nivel del mar que La Laguna. La vista que hay del Teide desde el valle de La Orotava no puede por menos que expresarse como imponente. La ciudad es de una belleza excepcional. Sus construcciones principales son de una nobleza extraordinaria y sus iglesias y casas poseen gran cantidad de gárgolas debido a que es una zona muy lluviosa.
    En esta villa se encuentra también el que dicen es al árbol más viejo del mundo, se trata del famoso Drago. Se encuentra a las afueras de la ciudad cerca de unas pequeñas casas pintadas de blanco y una fuente. He llevado la cámara fotográfica y hemos realizado una toma del maravilloso ejemplar. Dicen que tiene una edad de más de 6.000 años, aunque en realidad no se trata de un árbol, sino de una planta con porte arbóreo que crece hasta unas dimensiones aún desconocidas. Me han dicho que a principios de siglo perdió una de sus ramas principales y desde entonces ha quedado un poco debilitado y ha perdido algo de envergadura. A pesar de ello, impresiona a cualquier persona que lo visite y resulta extremadamente interesante para un naturalista. Hay otro en Icod que tiene un gran porte. Me gustaría poder visitarlo. Sería interesante realizar un estudio exhaustivo de los dragos. Sé que otras especies o subespecies se hallan en los archipiélagos de Madeira y Cabo Verde, y en varias poblaciones de la costa africana se encuentran otras aunque no tan grandes como los ejemplares que aquí se pueden observar.
    Teníamos pensado alojarnos en el conocido Hotel Taoro, pero el señor Ponte posee también en esta villa una vivienda que conserva en buen estado. El ama de llaves nos ha preparado la cena y nos hemos retirado temprano porque mañana debemos partir a primera hora para que no nos fatigue el calor.
    Están listos los preparativos para el ascenso. Nos han recomendado que llevemos el menor peso posible, por lo que me veré obligado a dejar la cámara fotográfica, que va con el trípode y la caseta de revelado portátil. Sólo podré subir unas cuantas hojas y algunos lápices y pinceles. Mañana subirá con nosotros el hijo del ama de llaves, un jovencito de unos doce o trece años que no para de sonreír y mirarnos todo el rato. Se encargará de los burros, ya que ha subido con varios viajeros hasta El Teide y ha demostrado una gran destreza en dominar a estos tozudos animales. Ma ha hablado el Señor Ponte de un excepcional guía que suele organizar las subidas al Teide, Don Ignacio Dorta. Pero estos días se encuentra fuera de la ciudad.





    6 de noviembre de 1864. Las Cañadas del Teide.
    Esta mañana muy temprano hemos partido hacia nuestro destino. Unas nubes muy densas nos han impedido avistar El Teide. Al abandonar el pueblo atravesamos un gran bosque de viejos castaños. El jovenzuelo recogió algunos frutos y los guardó en una talega. Aparte de nuestros tres burros, en los que vamos montados, van dos burros más cargados hasta reventar. Llevan los víveres, el agua y las mantas de abrigo para la dura noche que nos espera en el valle de Las Cañadas.
    Más tarde atravesamos un bosque de laureles y de brezo, por cuyos barrancos corría un pequeño hilo de agua. La subida es constante durante todo el camino. Ha sido muy amena ya que he ido comentado con Simon y Francisco de Ponte las diferentes especies vegetales que iban apareciendo a lo largo del camino. Atravesamos también un bosque de pinos canarios, que esta mermando de forma considerable debido a la tala incontrolada, y finalmente salimos a un lugar de parada que se llama El Portillo. A partir de aquí el camino se hizo más llevadero con respecto a la subida, pero un poco más pesado por el sol y la falta de oxígeno. Dispusieron para nosotros unas sombrillas que apaciguaron el sofocante calor.
    A partir de este punto, el paisaje al que estamos acostumbrados en el resto de la isla cambia bruscamente. Desaparecen los árboles e inunda todo el paisaje un gran bosque de retamas (la mayoría no tienen más de dos metros de altura) expandiéndose como semiesferas por todo el valle. He podido ver algunos ejemplares de hasta cuatro o cinco metros y de una envergadura excepcional, pero sin nada de sombra debido a la forma cerrada que tienen las ramas de este arbusto de alta montaña.
    Tardamos varias horas en atravesar los valles volcánicos que se van sucediendo de forma repetitiva, pero nos entretenemos viendo las caprichosas formas que tienen las coladas de lava. Tuvo que haber sido impresionante, hace miles de años, la formación de este majestuoso pico. A este paraje de lava y obsidiana le llaman en las islas malpaís, debe ser por lo costoso y fatigoso que resulta caminar por sus senderos. He recogido algunas muestras de obsidiana para llevarlas a Inglaterra. Es una piedra que siempre me ha parecido llamativa y misteriosa, debe ser por el terrorífico paisaje en el que nace.
    No he podido apreciar ningún animal en estas alturas, exceptuando unos lagartos cerca de El Portillo y varios rebaños de cabras guiados por sus pastores. A media tarde llegamos a un lugar que llaman la estancia de los ingleses donde nos detuvimos a comer y a pasar la primera parte de la noche en espera de la hora de seguir el ascenso. José ha hecho una hoguera entre una muralla de piedras que hay en el centro del recinto. Nos ayudará a mitigar un poco el frío que ha comenzado a azotarnos con fuerza y a mí me ha ayudado a escribir estas letras.
    Pico del Teide.
    Es una extraña sensación la que ahora me invade. Te sientes poderoso en lo alto de esta montaña. Todo queda a tus pies. Comenzamos la marcha a las tres de la mañana aproximadamente. Pablo, el niño, se quedó en el campamento con los animales y nosotros cogimos unos bolsos con algo de comida y agua. Abría la marcha José con una antorcha, y Simon caminaba a mi lado con otra. El frío que aún hacía nos obligaba a ir abrigados. A las dos horas llegamos a un pequeño refugio llamado Altavista . El señor Ponte es un caminante excepcional, va muy hablador durante todo el camino y el cansancio y el frío no parecen afectarle. José nos indicó que cerca del refugio hay una cueva, llamada la cueva del hielo . En realidad se trata de una pequeña cima en la que el sol prácticamente no entra durante todo el año por lo que el hielo de su interior no se derrite. El alba nos sorprendió casi llegando al pico, donde la ascensión se hace más complicada debido a la pendiente pronunciada. Cada vez es más costoso subir, el aire penetra con dificultad en nuestros pulmones y cualquier esfuerzo, por mínimo que sea, te fatiga diez veces más que en cualquier otro lugar. Cuando ya el horizonte estaba rojo por la llegada del sol llegamos al pico, estamos en lo más alto, a 10.920 pies sobre el nivel del mar. Se produce un extraordinario efecto al estar a tanta altitud, es el “mar de nubes”. Nubes blancas que se extienden a nuestros pies sobre el valle de La Orotava dando la sensación de tratarse del verdadero mar. Hacia el sureste se aprecian la isla de La Gomera y detrás la de El Hierro, y hacia el oeste como emergiendo del océano está la isla de La Palma, que parece estar partida en dos. Y ahí, hacia el lugar al que ahora dirijo mi mirada, hacia el noroeste, está San Borondón a una distancia tal que desde aquí no puede apreciarse, pero está ahí, lo sé.
    Cuando salió el Sol se produjo otro fenómeno interesante, que no es más que el efecto de la sombra del Teide proyectada sobre el “mar de nubes”. Es extraordinario lo limpio que está el aire aquí, donde las nubes no llegan. Por debajo del cono del Teide se encuentra otro cono bastante mayor. Es el Pico Viejo , ahora extinto y del cual emergió la actual cumbre. Sus lavas también hicieron desaparecer el Puerto de Garachico, que antaño era una próspera ciudad, capital de la isla. Son las diez de la mañana y aún hace frío aunque es bastante soportable. Estamos preparados ya para comenzar el descenso.

    9 de noviembre de 1864. La Laguna.
    Esta tarde hemos regresado de nuestro ascenso al Teide. He estado comentando con el señor Hamilton los pormenores de tan interesante viaje, el cuál no ha tenido ocasión de hacer. Le he contado lo maravillosamente que nos ha atendido Francisco de Ponte, al que Hamilton no conoce personalmente, pero sí a su familia. Hablamos también del fabuloso drago de La Orotava y de la pena por no haber visitado el que se haya en Icod.

    21 de noviembre de 1864. Santa Cruz de Tenerife.
    Hoy ha sido un día bastante extraño para mí. Llevo tres días en Santa Cruz solucionando problemas y gestiones para la partida de mi viaje. El señor Hamilton bajó ayer a la ciudad por motivo de una importante audiencia que se ha celebrado por la llegada del Infante de España, Don Enrique de Borbón, hermano del rey consorte de la nación. El puerto ha estado abarrotado de gente ondeando pequeñas banderas y vitoreando al recién llegado. Después se celebró una audiencia en el gobierno civil con las autoridades de la isla y con los miembros más destacados de la sociedad de Tenerife, a la cual fui invitado por el cónsul británico Matheus Wemple, junto con otro grupo de ingleses que viven en la isla. Ha sido bastante bochornoso para mí, ya que este tipo de “reuniones familiares” me suelen incomodar bastante y además me quitan tiempo para mis gestiones. Por otro lado, y buscando algo positivo, he conocido al alcalde de la ciudad, Don Patricio Madan, que se ha interesado bastante por la expedición que me dispongo a realizar y los motivos que me han conducido a ello. Me ha asegurado que agilizará los trámites necesarios para la salida del barco.





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  1. 03/12/2009, 09:22

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