En el pasado, nuestros antepasados competían entre ellos en sus pueblos por ver quién tenía la Iglesia más grande, más bonita, con el altar más elaborado, que agradase a Dios. Y aunque ellos no tuviesen demasiado ahorrado, daban por sentado que la gloria al Padre estaba primero (y se enorgullecían de ello).

Hoy en día, muchos de los teóricos anti-clericales esgrimen ese argumento de que la Iglesia es rica, que no hay que darle dinero, sino al revés, ¡que pague impuestos! Pero bueno, si no se les diera subvención (y ya pensando desde la perspectiva material) para mantener todo ese patrimonio, muchos turistitas guiris que vienen a nuestras Españas para engordar las arcas de diferentes feudos políticos pasarían de largo y se centrarían en hacer actividades decadentes en zonas costeras. Se les olvida, que la arquitectura eclesiástica y su riqueza artística es uno de los elementos fundamentales de nuestro patriomonio, tanto aquí como en otros países. No digamos ya Italia donde el Papado era un auténtico mecenas: el Renacimiento o el Barroco no hubiese sido posible sin el apoyo de la Iglesia Católica y de sus pontífices.

A mí, sinceramente, me encanta visitar las catedrales, las colegiatas, las grandes iglesias antiguas de roca y piedra, centenarias, milenarias. Las edificaciones modernas en las que ponen una cruz de plástico pegada en la fachada de un edificio cubista me desagrada. Sé que lo importante es que sea un espacio reservado a Dios. Pero como ya se ha comentado, la grandeza de la liturgia requiere algo más digno. A este paso, nos falta quitar las imágenes como los protestantes heréticos.