Fuente: Tiempos Críticos, Marzo-Abril de 1952, Numero 19, Editorial de la página 1.
UNIDAD CATÓLICA
No puede negarse en el Régimen político vigente, con respecto al momento presente, una mayor preocupación por las cosas materiales. Estas mismas visitas de unos Ministros, algunos más conocidos como técnicos que como políticos, a distintas Regiones españolas, parecen querer indicar el propósito de unas tomas de contacto con la realidad del país, frente a las alegres teorizaciones de unos Gabinetes nacidos bajo el signo fracasado del Partido único. No puede negarse esta preocupación, y el principio de un orden menos desordenado en la administración del Estado español. Las cosas no marchan abiertamente por buen camino, ni pueden marchar por él, porque su gobierno se halla viciado por la sistemática de un ordenamiento político mal encuadrado en la realidad de España y que no ha acertado a resolver su problema fundamental o de régimen. Pero dentro de esta falsa sistemática, que el Carlismo español ha denunciado públicamente muchas veces, se ha puesto alguna clase de remedio y bastante más sentido común. Algo es algo para empezar.
En el orden espiritual, en cambio, las cosas han empeorado desde un tiempo acá. Paulatinamente, pero de un modo grave e ininterrumpido. Al socaire del Fuero de los Españoles, que no ha servido para ninguna cosa buena, ni siquiera para que esta hoja pueda publicarse con censura y permiso oficial, se ha elevado a tesis la tolerancia de los cultos disidentes, en términos iguales a las peores épocas de la Monarquía liberal. Según las notas informativas oficiales “las Constituciones de 1808, 1812, 1837, 1845 y 1876, no iban más lejos en materia de tolerancia que el Fuero de los Españoles”. Es decir, después de una guerra civil, que en su verdadera esencia popular fue una verdadera Cruzada, todo el triunfo del Catolicismo español se ha reducido a esto. A que los protestantes gozasen en nuestra Patria de una libertad religiosa tan amplia como no lo habían conocido en todo el curso de la historia. Es una pena y una vergüenza a la vez.
Esto en el orden de la tesis. En el terreno práctico nuestras Autoridades no han vacilado en organizar y asistir dentro de nuestra misma Patria a los cultos protestantes celebrados en memoria del Rey Jorge de Inglaterra. Es algo que no entendemos como católicos, ni como españoles, aunque no ignoramos los argumentos que suelen esgrimirse en tales casos. La razón última es la que, con todo, no se dice. El considerar la religión bajo un prisma humano y voluntarista, y el haber perdido el miedo a la herejía. Este Gobierno nuestro tiene aún miedo a muchos fantasmas políticos, con o sin motivo; pero lo ha perdido totalmente con respecto al error religioso. Una capilla protestante más, diez capillas protestantes más, es algo, deben pensar, que no enderroca violentamente al Poder. Así, hemos llegado a una situación en que el número de capillas protestantes en España, cuya cifra daremos otro día, es mayor que en ninguna otra época, y bajo el signo de un Estado católico. Es algo que no se entiende; pero es de esta manera.
El célebre artículo 11 de la Constitución de 1876, que ha venido a igualar el bienaventurado “Fuero de los Españoles”, mereció la más absoluta reprobación de Pío IX, en Carta de 4 de mayo de 1876, dirigida al Cardenal Moreno.
En texto aparte reproducimos la referida Carta y el juicio que dicho artículo mereció al ilustre orador católico y tradicionalista Vázquez de Mella.
Desde el punto de vista doctrinal la situación es la misma de siempre. En el orden de la tesis, religiosa y patrióticamente únicamente es defendible la de la unidad católica. ¿Qué puede haber variado entonces? ¿La situación de hecho? ¿Es que hay ya bastantes protestantes en nuestra casa para que los toleremos abiertamente? En este caso la consistencia de este Régimen en el orden espiritual sufre una caída vertical. El Estado que ha dejado a los católicos sin prensa y sin fuerza colectiva, porque no hay expansión religiosa que la que el Estado consiente y autoriza, es el mismo Estado que ha hecho posible que los protestantes se hayan constituido en una minoría suficiente para servir de pretexto y fundamento a su tolerancia.
Es posible que nuestra voz no sea escuchada. Pero todo este progreso material que se anuncia, y que hasta es posible que en parte se inicie y desarrolle, no vale el mal de una capilla protestante más. Queremos decir que será un provecho que no acabará en bien. El relegar los valores religiosos a un término secundario, el hacer posible el arraigo de la herejía en el País que, según Menéndez y Pelayo, ha sido siempre martillo de herejes y luz de Trento, es algo que no puede acabar bien de ninguna de las maneras.
Los gobernantes de hoy no lo ven o no lo creen. Otro día, igual como aconteció con los gobernantes de ayer, habrán de darnos la razón. Para ellos será definitivamente tarde. Para nosotros, no; porque estamos acostumbrados a esperar, y todavía no nos declaramos hundidos ante ninguna persecución.
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PÍO IX Y EL ARTÍCULO 11 DE LA CONSTITUCIÓN DE 1876
¿Qué hizo la Iglesia ante el artículo 11? Condenarlo solemnemente con la autoridad infalible de Pío IX cuando se iba a establecer; fue remitido el texto a Roma, y el gran Pontífice, en carta de 4 de mayo de 1876 dirigida al Cardenal Moreno, lo condenó en estos términos, que es preciso reproducir, porque parece que ya se han olvidado: «Declaramos que dicho artículo, que se pretende proponer como ley del Reino, y en el que se intenta dar poder y fuerza de derecho público a la tolerancia de cualquiera culto no católico, cualesquiera que sean las palabras y la forma en que se proponga (y se propuso en las mismas que conocía Pío IX), viola del todo los derechos de la verdad y de la Religión Católica; anula contra toda justicia el Concordato establecido entre esta Santa Sede y el Gobierno español en la parte más noble y preciosa que dicho Concordato contiene; hace responsable al Estado de tan grave atentado; y, abierta la entrada al error, deja expedito el camino para combatir la Religión Católica, y acumula materia de funestísimos males en daño de esa ilustre nación…». ¿Podían jurar los católicos una Constitución que viola del todo los derechos de la verdad y de la Religión? Sería absurdo. Por eso la Santa Sede reclamó enérgicamente al Gobierno de Don Alfonso, anunciándole que prohibiría a los católicos, bajo pena de pecado, el juramento de la Constitución; y entonces el Gabinete presidido por Cánovas, para conjurar la nube, vino a declarar que su obra era un papel mojado, que se podía jurar exteriormente y por fórmula, aunque se creyese de ella que violaba todos los derechos de la verdad. Pero la Santa Sede exigió al Gobierno que la declaración había de ser pública, y el Gobierno del artículo 11 cedió también; y en 29 de abril de 1877, el Nuncio de Su Santidad, Arzobispo de Ancira, en carta dirigida a todos los Obispos españoles, afirmó lo siguiente: «Que el Gobierno ha declarado formalmente a la Santa Sede, que, si exigiere a los funcionarios públicos y demás personas el mencionado juramento, no se entienda que por él queden los mismos obligados a cosa alguna contraria a las leyes de Dios y de la Iglesia» [1].
¡Ése es el artículo 11 a que algunos católicos quieren acogerse como a una fortaleza para defender los derechos de la verdad, que vulnera del todo, según Pío IX!
VÁZQUEZ DE MELLA
[1] Nota mía. El 29 de Abril de 1877 el Ministro de Estado, Manuel Silvela, escribe a la Secretaría de Estado del Papa Pío IX lo siguiente:
«Eminentísimo Señor:
Habiendo sabido con sentimiento S. M. el Rey Alfonso XII que el juramento que se exige a la Constitución ha producido alarma –angustia– a la conciencia de los buenos católicos, y como amante del bien espiritual de sus súbditos, se ha dignado prevenir al infrascrito, su ministro de Estado, que declare solemnemente en su Real Nombre que, al exigirse de los funcionarios públicos y demás personas el mencionado juramento, no se entiende que por él queden obligados a cosa alguna contraria a las leyes de Dios y de la Santa Iglesia».
Tras esta declaración del Gobierno, el Nuncio envió una circular a los Metropolitanos, informando del acuerdo alcanzado. Transcribo, por ejemplo, la que se envió a la Archidiócesis de Valencia:
«Nunciatura Apostólica.
Madrid.
Ilmo. señor Vicario Capitular de Valencia.
Madrid, 1.º de Mayo de 1877.
Muy señor mío y de todo mi respeto:
El juramento que se exige a la Constitución vigente de la Monarquía ha producido cierta alarma en la conciencia de los buenos católicos, que no podían cumplir con aquella formalidad sin mediar previamente una declaración del Gobierno de S. M. que pusiera a cubierto de toda tergiversación el fin y objeto del juramento.
En su virtud, el expresado Gobierno ha declarado formalmente a la Santa Sede que, al exigirse de los funcionarios públicos y demás personas el mencionado juramento, no se entiende que por él queden los mismos obligados a cosa alguna contraria a las leyes de Dios y de la Iglesia.
La Santa Sede, en vista de la predicha declaración, me ordena decir a V. S., a fin de que se sirva trasladarlo a sus Reverendos Sufragáneos, y éstos a sus diocesanos, en la forma que tengan por más conveniente, que autoriza a todos, así a los Eclesiásticos como a los Seglares, para emitir el juramento a la Constitución de 1876.
Aprovecho esta ocasión para repetirme de V. S., con toda consideración, atento Capellán y seguro servidor Q. B. S. M.
Santiago, Arzobispo de Ancira, Nuncio Apostólico».
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