Tampoco hemos de pasar por alto la ciudad terrena; en su afán de ser dueña del mundo, y, aun cuando los pueblos se le rinden, ella misma se ve esclava de su propia ambición de dominio. De ello hablaré según lo pide el plan de la presente obra y mis posibilidades lo permitan.


CAPÍTULO I


LOS ENEMIGOS DEL NOMBRE DE CRISTO OBTIENEN EL PERDÓN DE LOS BÁRBAROS, POR REVERENCIA A CRISTO, DURANTE LA DEVASTACIÓN DE ROMA
De esta ciudad terrena surgen los enemigos contra quienes hay que defender la ciudad de Dios. Muchos de ellos, apartándose de sus errores impíos, se convierten en moradores bastante laudables de esta ciudad. Otros muchos, en cambio, se están abrasando en un odio tan violento con- tra ella, y son tan ingratos a los evidentes favores de su Redentor, que éste es el día en que no serían capaces de mover su lengua contra esta ciudad si no fuera porque encontraron en sus lugares sagrados, al huir de las armas enemigas, la salvación de su vida, de la que ahora tanto se enorgullecen. ¿O es que no son enemigos encarnizados de Cristo aquellos romanos a quienes los bárbaros, por respeto a Cristo, les perdonaron la vida? Testigos son de ello los santuarios de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en aquella devastación de la gran Urbe acogieron a cuantos en ella se refugia- ron, tanto propios como extraños8. Allí se moderaba la furia encarnizada del enemigo; allí ponía fin el exterminador a su saña; allí conducían los enemi- gos, tocados de benignidad, a quienes, fuera de aquellos lugares, habían perdonado la vida, y los aseguraban de las manos de quienes no tenían tal misericordia. Incluso aquellos mismos que en otras partes, al estilo de un enemigo, realizaban matanzas llenas de crueldad, se acercaban a estos luga- res en los que estaba vedado lo que por derecho de guerra se permite en otras partes, refrenaban toda la saña de su espada y renunciaban al ansia que tenían de hacer cautivos.
De esta manera han escapado multitud de los que ahora desacre- ditan el cristianismo, y achacan a Cristo las desgracias que tuvo que sopor- tar aquella ciudad. En cambio, el beneficio de perdonárseles la vida por respeto a Cristo no se lo atribuyen a nuestro Cristo, sino a su Destino. Deberían más bien, con un poco de juicio, atribuir los sufrimientos y aspere- zas que les han infligido sus enemigos a la divina Providencia, que suele