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Tema: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

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  1. #1
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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    LIBRO II


    CAPÍTULO XXI OPINIÓN DE CICERÓN SOBRE ROMA


    1. Pero si no se hace caso de quien ha llamado a Roma corrompida y envilecida en extremo, y les da lo mismo que esté cubierta por un baldón vergonzoso de inmoralidad y de ignominia, con tal que se tenga en pie y siga adelante, presten atención no a que se hizo, como nos cuenta Salustio, corrompida y envilecida, sino, como aclara Cicerón16, a que ya entonces estaba completamente en ruinas y no quedó ni rastro de la República.
    Pone en escena Cicerón al mismo Escipión17, que había hecho des- aparecer a Cartago, disputando sobre Roma, en una época en que, por efecto de la corrupción descrita por Salustio, se presentía a muy corto plazo su ruina. En efecto, la discusión se sitúa en el momento en que había sido asesinado uno de los Gracos18, el que dio origen, según Salustio, a las graves escisiones que surgieron. De esta muerte se hace eco su misma obra. Había dicho Escipión al final del segundo libro: “Entre la cítara o las flautas y el canto de voces debe haber una cierta armonía de los distintos sonidos, y si falta la afinación o hay desacordes, es insufrible para el oído entendido. Pero también esa misma armonía se logra mediante un concierto ordenado y artístico de las voces más dispares. Pues bien, de este mismo modo, concer- tando debidamente las diversas clases sociales, altas, medias y bajas, como si fueran sonidos musicales, y en un orden razonable, logra la ciudad reali- zar un concierto mediante el consenso de las más diversas tendencias. Di- ríamos que lo que para los músicos es la armonía en el canto, eso es para la ciudad la concordia, vínculo el más seguro, y el mejor para la seguridad de todo Estado. Y, sin justicia, de ningún modo puede existir la concordia”19.Pasa luego a exponer con más detención y profundidad la importan- cia de la justicia para una ciudad, así como el enorme perjuicio de su falta. A continuación toma la palabra Filo, uno de los que asisten a la discusión, y solicita que este tema sea tratado con más detenimiento, y que se hable más extensamente de la justicia, por aquello de que un Estado —así dice la gente— no es posible gobernarlo sin injusticia. Escipión, pues, da su con- sentimiento con vistas a discutir y aclarar el tema. Su respuesta es que de nada serviría todo lo tratado hasta ahora sobre el Estado, y sería inútil dar un paso más si no queda bien sentado no sólo la falsedad del principio anterior: “Es inevitable la injusticia”, sino la absoluta verdad de este otro: “Sin la más estricta justicia no es posible gobernar un Estado”20.
    Se aplazó para el día siguiente su explicación, y en el libro tercero la materia está tratada muy acaloradamente. Filo tomó en la disputa el partido de quienes opinan que no es posible gobernar sin injusticia, dejando bien claro que su opinión personal era muy otra, y con toda claridad empezó a defender la injusticia contra la justicia, como si tratase realmente de demos- trar con ejemplos y aproximaciones que aquélla era de interés para el Esta- do, y ésta, en cambio, de nada le servía. Entonces, a ruegos de todos, emprendió Lelio la defensa de la justicia, afirmando, con toda la intensidad que pudo, que nada hay tan enemigo de una ciudad como la injusticia, y que jamás un Estado podrá gobernarse o mantenerse firme si no es con una estricta justicia.
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

  2. #2
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    Re: La Ciudad de Dios, San Agustín de Hipona

    2. Pareció este tema suficientemente tratado, con lo que Escipión reanuda su interrumpido discurso. Evoca y encarece su breve definición de república: es “una empresa del pueblo”, había dicho él. Y puntualiza que “pueblo” no es cualquier grupo de gente, sino “la asociación de personas basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses”21. Muestra después la gran utilidad de una definición a la hora de discutir, y concluye de su definición que sólo se da un Estado (“República”), es decir, una “empresa del pueblo”, cuando se gobierna con rectitud y justicia, sea por un rey, sea por una oligarquía de nobles, sea por el pueblo entero. Pero cuando el rey es injusto, él le llama “tirano”, al estilo griego; cuando lo son los nobles dueños del poder, les llama “facción”, y cuando es injusto el mismo pueblo, al no encontrar otro nombre usual, llama también “tirano” al pueblo. Pues bien, en este caso no se trata ya —dice él— de que la Repúbli- ca esté depravada, como se decía en la discusión del día anterior; es que así ya no queda absolutamente nada de República, según la necesaria conclu- sión de tales definiciones, al no ser una “empresa del pueblo”, puesto que un tirano o una facción la han acaparado, y, por tanto, el pueblo mismo ya no es pueblo si es injusto: no sería una “asociación de personas, basada en la aceptación de unas leyes y en la comunión de intereses”, según la defini- ción de “pueblo”.
    3. Por eso, cuando la República estaba tal como la describe Salus- tio22, no era ya la más corrompida e infame, como él dice, sino que ya no existía en absoluto, como lo demuestran con toda evidencia las razones de la discusión que sobre el Estado tuvieron los personajes más relevantes de aquel entonces. Como también el mismo Tulio23, no ya por boca de Esci- pión, sino con sus propias palabras, afirma en el comienzo del quinto libro, después de recordar aquel verso del poeta Ennio: “Si Roma subsiste es gracias a sus costumbres tradicionales y héroes antiguos”24. “Verso este —dice— que, por su concisión y veracidad, podría perfectamente haber sido proferido por algún oráculo de antaño. En efecto, ni estos héroes sin una morigerada ciudad, ni las buenas costumbres sin el caudillaje de tales héroes, hubieran sido capaces de fundar ni de mantener por mucho tiempo un Estado tan poderoso y con un dominio tan extendido por toda la geografía. Así, en tiempos pasados la propia conducta ciudadana proporcionaba hombres de prestigio, y estos excelentes varones mantenían las costumbres antiguas y las tradiciones de los antepasados. En cambio, nuestra época ha recibido el Estado como si fuera un precioso cuadro, pero algo desvaído por su antigüedad. Y no solamente se ha descuidado en restaurarlo a sus colo- res originales, sino que ni se ha preocupado siquiera de conservarle los contornos de su silueta. ¿Qué queda de aquellas viejas costumbres que mantenían en pie —dice el poeta— el Estado romano? Tan enmohecidas las vemos del olvido, que no sólo no se las fomenta, sino que ya ni se las conoce. Y de los hombres, ¿qué diré? Precisamente por falta de hombría han perecido aquellas costumbres. Desgracia tamaña ésta de la que tendremos que rendir cuentas; más aún, de la que de algún modo tendremos que excu- sarnos en juicio, como reos de pena capital. Por nuestros vicios, no por una mala suerte, mantenemos aún la República como una palabra. La realidad, mucho tiempo ha que la hemos perdido.”4. Esto confesaba Cicerón mucho después, es verdad, de la muerte de “el Africano”25, haciéndole discutir sobre el Estado en su obra, pero ciertamente antes de la venida de Cristo. Si estos pareceres hubieran sido expresados después de la difusión y victoria del cristianismo, ¿qué pagano dejaría de imputar tal decadencia a los cristianos? ¿Y por qué entonces los dioses no se preocuparon de que no pereciese y se perdiera aquella Repú- blica que Cicerón, mucho antes de la venida de Cristo en carne mortal, con acentos tan lúgubres deplora haber sucumbido? Miren a ver los admirado- res que ella tiene, cómo fue incluso en la época de antiguos héroes y viejas costumbres, a ver si estaba vigente la auténtica justicia, o tal vez ni siquiera entonces estuviera viva por sus costumbres, sino apenas pintada de colo- res, cosa que el mismo Cicerón, sin pretenderlo, expresó al exaltarla. Pero esto, si Dios quiere, lo trataremos en otro lugar26.
    Me esforzaré en su momento por demostrar que aquél no fue nunca Estado auténtico (“República”), porque en él nunca hubo auténtica justicia. Y esto lo haré apoyándome en las definiciones del mismo Cicerón, según las cuales él brevemente, por boca de Escipión, dejó sentado qué es el Estado y qué es el pueblo (apoyándolo también en otras muchas afirmaciones suyas y de los demás interlocutores de la discusión). En rigor, si seguimos las definiciones más autorizadas, fue, a su manera, una república, y mejor go- bernada por los viejos romanos que por los más recientes. La verdadera justicia no existe más que en aquella república cuyo fundador y gobernador es Cristo, si es que a tal Patria nos parece bien llamarla así, república, puesto que nadie podrá decir que no es una “empresa del pueblo”. Y si este térmi- no, divulgado en otros lugares con una acepción distinta, resulta quizá inadecuado a nuestra forma usual de expresarnos, sí es cierto que hay una auténtica justicia en aquella ciudad de quien dicen los Sagrados Libros: ¡Qué pregón tan glorioso para ti, Ciudad de Dios!




    Continuará ...



    http://www.cepchile.cl/dms/archivo_3...i_laciudad.pdf
    Última edición por Michael; 29/07/2013 a las 12:30
    La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.

    Antonio Aparisi

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