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  • 1 Mensaje de ALACRAN

Tema: Contrarreforma, Compañía de Jesús, Concilio de Trento: gloria de España

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    Re: Contrarreforma, Compañía de Jesús, Concilio de Trento: gloria de España

    Continúa Menéndez y Pelayo:

    (…) España, que tales varones daba, fecundo plantel de santos de sabios, de teólogos y de fundadores, figuró al frente de todas las naciones católicas en otro de los grandes esfuerzos contra la Reforma, en el Concilio de Trento, que fue tan español como ecuménico, si vale la frase. No hay ignorancia ni olvido que baste a oscurecer la gloria que en las tres épocas de aquella memorable asamblea consiguieron los nuestros. Ellos instaron más que nadie por la primera convocatoria y trabajaron por allanar los obstáculos y las resistencias de Roma. Ellos, y principalmente el cardenal de Jaén, se opusieron en las sesiones sexta y octava a toda idea de traslación o suspensión. Tan fieles y adictos a la Santa Sede como independientes y austeros, sobre todo en las cuestiones de residencia y autoridad de los obispos, ni uno solo de nuestros prelados mostró tendencias cismáticas, ni siquiera el audaz y fogoso arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, atacado tan vivamente por algunos italianos.

    Ninguno confundió el verdadero espíritu de reforma con el falso y mentido de disidencia y revuelta. Inflexibles en cuestiones de disciplina y en clamar contra los abusos de la curia romana, jamás pusieron lengua en la autoridad del pontífice ni trataron de renovar los funestos casos de Constanza y Basilea. Pedro de Soto opinaba a la vez que la autoridad de los obispos es inmediatamente de derecho divino, pero que el Papa es superior al Concilio, y en una misma carta defiende ambas proposiciones.

    Cuando la historia del Concilio de Trento se escriba por españoles y no por extranjeros, aunque sean tan veraces y concienzudos como el cardenal Pallavicini, ¡cuán hermoso papel harán en ella los Guerreros, Cuestas, Blancos y Gorrioneros; el maravilloso teólogo D. Martín Pérez de Ayala, obispo de Segorbe, que defendió invenciblemente contra los protestantes el valor de las tradiciones eclesiásticas; el rey de los canonistas españoles, Antonio Agustín, enmendador del Decreto de Graciano, corrector del texto de las Pandectas, filólogo clarísimo, editor de Festo y Varrón, numismático, arqueólogo y hombre de amenísimo ingenio en todo; el obispo de Salamanca, D. Pedro González de Mendoza, autor de unas curiosas memorias del concilio; los tres egregios jesuitas, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Francisco de Torres; Melchor Cano, el más culto y elegante de los escritores dominicos, autor de un nuevo método de enseñanza teológica basado en el estudio de las fuentes de conocimiento; Cosme Hortolá, comentador perspicuo del Cantar de los Cantares; el profesor complutense Cardillo de Villalpando, filósofo y helenista, comentador y defensor de Aristóteles y hombre de viva y elocuente palabra; Pedro Fontidueñas, que casi le arrebató la palma de la oratoria, y tantos y tantos otros teólogos, consultores, obispos y abades como allí concurrieron, entre los cuales, para gloria nuestra, apenas había uno que no se alzase de la raya de la medianía, ya por su sabiduría teológica o canónica, ya por la pureza y elegancia de su dicción latina, confesada, bien a despecho suyo, por los mismos italianos! Bien puede decirse que todo español era teólogo entonces. Y a tanto brillo de ciencia y a tan noble austeridad de costumbre juntábase una entereza de carácter, que resplandece hasta en nuestros embajadores Vargas y D. Diego de Mendoza. ¿Cuándo ha sido España tan española y tan grande como entonces?

    Una serie de concilios provinciales puso vigorosamente en práctica los cánones del Tridentino, a pesar de la resistencia de los mal avenidos con la Reforma. ¿Qué había de lograr el protestantismo cuando honraban nuestras mitras obispos al modo de Fr. Bartolomé de los Mártires, D. Alonso Velázquez, Fr. Lorenzo Suárez de Figueroa, Fr. Andrés Capilla, D. Pedro Cerbuna, D. Diego de Covarrubias, Fr. Guillermo Boil y el Venerable Lanuza; cuando recorrían campos y ciudades misioneros como el Venerable Apóstol de Andalucía, Juan de Ávila, orador de los más vehementes, inflamados y persuasivos que ha visto el mundo; cuando difundían el aroma de sus virtudes aquellas almas benditas y escogidas, en cuya serie, después de los grandes santos ya antes de ahora recordados, fuera injusto no hacer memoria de los Beatos Alonso Rodríguez y Pedro Claver; de Bernardino de Obregón, portento de caridad; del venerable agustiniano Horozco; del austero y penitente dominico San Luis Beltrán, del recoleto San Francisco Solano, apóstol del Perú; del Beato Simón de Rojas, reformador de las costumbres de la corte; del Beato Nicolás Factor, gran maestro de espíritus? Pero ¿a qué buscar tan altos ejemplos? El que quiera conocer lo que era la vida de los españoles del gran siglo dentro de su casa, lea la biografía que de su Padre escribió el jesuita La Palma; lea las incomparables vidas de D.ª Sancha Carrillo y de D.ª Ana Ponce de León, compuestas por el P. Roa, luz y espejo de lengua castellana, y dudará entre la admiración y la tristeza al comparar aquellos tiempos con éstos.

    Joya fue la virtud pura y ardiente, puede decirse de aquella época como de ninguna, mal que pese a los que rebuscan, para infamarla, los lodazales de la Historia y las heces de la literatura picaresca. Aun los que flaqueaban en punto a costumbres, eran firmísimos en materia de fe; ni los mismos apetitos carnales bastaban a entibiar el fervor; eran frecuentes y ruidosas las conversaciones, y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos preservaba del contagio del espíritu aventurero, y España podía llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos (…) (HHE, IV)
    Última edición por ALACRAN; 09/09/2022 a las 17:39
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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