LA INQUISICIÓN
PRECEDENTES. La Inquisición nació en el siglo XIII de la necesidad de proteger la Iglesia católica contra las herejías que amenazaban destruirla. Los dominicos y los franciscanos, las dos grandes Órdenes religiosas nacidas en esa centuria, se encargaron de la defensa de la doctrina y de predicar y dar ejemplo de moralidad, espíritu evangélico, desinterés y caridad. La Inquisición corrió especialmente a cargo de los dominicos y decayó notablemente durante el siglo XV, coincidiendo con el desarrollo de las ideas renacentistas y con el paso por el Pontificado de una serie de Papas que simpatizaban con las nuevas orientaciones.
LA INQUISICIÓN EN LOS TIEMPOS MODERNOS. Es curioso observar que España, país sumamente tolerante por la convivencia de cristianos, moros y judíos, y refractario durante la Edad Media a este Tribunal, que se extendió por gran parte de Europa, sea la que le vigorice en los tiempos modernos. En Aragón existía una Inquisición que se introdujo con motivo de la propagación de la herejía albigense y fue encargada a la Orden de Predicadores; pero en los Reinos de Castilla y León era de hecho desconocida.
La segunda Inquisición, establecida en la época de los Reyes Católicos, obedeció a razones distintas; además de los motivos religiosos, nació con una finalidad de carácter político. España tenía problemas que no se manifestaban en otros países de Europa. La unidad nacional lograda trabajosamente en la época de Fernando e Isabel, tropezaba con grandes obstáculos de raza, de religión y de economía. Era preciso fundir los variados elementos que integraban el pueblo español en una común profesión de fe. Los moros y los judíos constituían elementos extraños que era preciso incorporar al naciente organismo del Estado moderno. Especialmente los judíos eran objeto de gran animosidad por parte del pueblo; muchos se habían convertido en apariencia, pero profesaban en secreto su antigua religión y procuraban hacer prosélitos, por lo que eran más odiados que los otros, y los tumultos se repetían con frecuencia.
Para salvar la unidad religiosa y social, los Reyes Católicos establecieron el tribunal de la Inquisición e impetraron del Papa una bula, que otorgó Sixto IV en 1478. Dos años más tarde se estableció en Sevilla el primer tribunal, a cargo de dos frailes dominicos, y al año siguiente se efectuaron los primeros autos de Fe.
En 1482 se autorizó implantación del Consejo de la Suprema en los Reinos de Castilla y León, y el primer inquisidor general, Fr. Tomás de Torquemada, se distinguió por su actividad. El Pontífice deseaba que dependiese directamente de su autoridad, pero los Reyes, que querían desligarse de toda intervención extraña, lograron sus propósitos. Extendióse a los Reinos de Aragón, Cataluña y Valencia, no sin resistencias (asesinato del inquisidor Pedro de Arbués cuando oraba en la Seo de Zaragoza), a Navarra (1516) y posteriormente a los dominios de América.
LA JURISDICCIÓN INQUISITORIAL. Bajo la jurisdicción inquisitorial cayeron los herejes o sospechosos de herejía, los cristianos nuevos o conversos, judíos y musulmanes, e incluso cristianos viejos parientes de los anteriores y contaminados. Procuraba la moralización del clero y perseguir la blasfemia, la bigamia y toda clase de supersticiones, brujerías, etc., convirtiéndose desde la aparición de la Reforma en un formidable instrumento contra la propagación del protestantismo, sin que se librasen de su intervención ni las más elevadas potestades en la Iglesia española, como ocurrió en el caso de Fr. Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo.
LOS PROCEDIMIENTOS INQUISITORIALES. Sus procedimientos eran formalistas, llevándose, con todo rigor los trámites de prueba, comparecencia de testigos, condena, etc. El proceso era secreto, pero esto no constituía una excepción en la época, pues de idéntica manera actuaban los tribunales seculares, y lo mismo ocurría con la aplicación de la tortura, sin que puedan compararse sus tormentos y penitencias a los que se emplearon en la Edad Media. Los autos de fe eran ceremonias solemnes en las cuales se leían las sentencias dictadas contra los procesados, que eran entregados (relajados) al brazo secular para la aplicación de las penas corporales.
La actuación de este tribunal, que en algunos casos sirvió de instrumento político a los reyes y mantuvo gran independencia con relación a Roma, ha dado lugar a encarnizadas controversias. No es posible saber con exactitud el número de los condenados por la Inquisición desde el siglo XV hasta su desaparición en el siglo XIX. Las cifras que da Llorente son exageradas. Es indudable que evitó en España las luchas religiosas que ensangrentaron otros países, que, por otra parte, también persiguieron por motivos de carácter religioso. Algunos autores, como Lea y Verrill entre los modernos, dicen que con sus abusos, su intolerancia y su crueldad, embotó la inteligencia española, apartándola de la corriente del progreso nacido al calor del Renacimiento y de la reforma protestante; otros como Menéndez y Pelayo arguyen justamente que no hay una sola relajación al brazo secular, ni pena alguna grave, ni aun cosa que pueda calificarse de proceso formal referente a ninguno de los valores científicos o literarios de los siglos XVI y XVII, y que la Inquisición no persiguió los cultivadores de las ciencias exactas, físicas y naturales ni prohibió jamás una sola línea de Copérnico, Galileo y Newton.
“… Abro los Índices y no encuentro en ellos ningún filósofo de la Antigüedad, ninguno de la Edad Media, ni cristiano, ni árabe, ni judío; veo permitida en términos expresos la Guía de los que andan, de Maimónides, y en vano busco los nombres de Averroes, de Avempace y de Tofail; llego al siglo XVI y hallo que los españoles podían leer todos los tratados de Pomponazzi, incluso el que escribió contra la inmortalidad del alma, y podían leer íntegros a casi todos los filósofos del Renacimiento italiano: a Marsilio Ficino, a Campanella, a Telesio (estos dos con algunas expurgaciones). ¿Qué más? Aunque parezca increíble, el nombre de Giordano Bruno no está en ninguno de nuestros Índices, como no está el de Galileo (aunque sí en el índice romano), ni el de Descartes, ni el de Leibnitz, ni el de Tomás Hobbes, ni el de Benito Espinosa; y sólo para insignificantes enmiendas el de Bacon…». (Menéndez Pelayo, Historia de los Heterodoxos)
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