
Iniciado por
Agustiniano I
ESTA VEZ EL RIN
INUNDÓ ROMA
Ahora bien, esta gran tarea gira, hoy, en torno a única cuestión: el Concilio Vaticano II, la piedra con la que tropezaron Lefebvre y sus seguidores y los llevó al cisma. Desde el primer día de su Pontificado Benedicto XVI ha sido muy claro: el Concilio ha de ser leído a la luz de la Tradición. La fórmula, en su enunciación, es sencilla y perfecta; pero llevarla a la práctica no es tan sencillo. De hecho, ¿es posible semejante lectura sin que ello conlleve, necesariamente, el abandono y el firme rechazo de esa otra “lectura” que se ha venido difundiendo e imponiendo durante todos estos años sin que las oportunas correcciones, aclaraciones y precisiones del Magisterio de Paulo VI y Juan Pablo II hayan logrado detenerla o neutralizarla? Sin duda que no. El Papa ha denunciado un “espíritu rupturista” y lo ha rechazado. Quiere decir, en buena lógica, que cualquier interpretación del Concilio hecha en clave de ruptura y contraria a la Tradición no tiene lugar en la Iglesia. Dejemos de lado, por ahora, las reales dificultades teológicas que, en la práctica, presenta todo intento de “leer” el Concilio en la perspectiva de la Tradición: esas dificultades existen, no pueden soslayarse pero no son insuperables. Al levantar la excomunión de los obispos cismáticos, Benedicto inició, precisamente, el camino de superación de esas dificultades mediante el diálogo, el estudio y, sobre todo, una larga paciencia. Pero, insistimos, este gesto y el camino que él inicia dejan fuera al espíritu de ruptura. Espíritu de ruptura que, aunque no se lo llame con este nombre, no es otra cosa que la herejía modernista. Esta expresión no está —y quizás nunca esté— en el léxico de Benedicto XVI: pero más allá del nombre con que se la identifique, la cosa nombrada es una y la misma.
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