Textos de las intervenciones junto a parte del coloquio del pasado viernes en el acto organizado por el Círculo Cultural Vázquez de Mella en Oviedo. Se trata de una transcripción exacta de lo dicho por los contertulios, por lo que el carácter literal de los términos y expresiones pueden restar algo del rigor que tendría un trabajo escrito.



En el aniversario de Vázquez de Mella

ASTURIANISMO, ¿TRADICIÓN O ESTATUTO?

Club Prensa Asturiana, Oviedo, 24 de febrero de 2006




PRESENTACIÓN, por don Luis Infante de Amorín


Buenas tardes, y gracias por venir aquí en esta tarde tan desapacible.

Como ustedes saben, el próximo domingo se cumplen setenta y ocho años (no setenta, como por un error figura en el periódico) de la muerte de don Juan Vázquez de Mella. Don Juan Vázquez de Mella, nacido en Cangas de Onís, murió en Madrid. Murió en Madrid en circunstancias personales difíciles; murió en la pobreza, puesto que su vida se había dedicado íntegramente a la defensa del ideal de la Tradición española. Y en esa defensa se incluyó, muy significadamente, la defensa del ideal regionalista.

El ideal regionalista, en el caso de Asturias, no fue un invento suyo. Pero sí fue sin duda quien contribuyó a despertarlo. En octubre de este año se cumplirán noventa años de la Asamblea Regionalista de Covadonga, que fue la que dio partida a un movimiento regionalista asturiano muy intenso, que se truncó en gran medida en los años treinta, pero de cuyos restos todavía vive hoy lo que podemos llamar el asturianismo cultural.

Para ocuparnos de esta fecha, y ocuparnos precisamente este año en que se debate la posibilidad de una reforma del Estatuto de Autonomía de Asturias, tenemos con nosotros al profesor Manuel de Abol-Brasón, profesor titular de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Oviedo, que nos va a hacer una introducción histórica sobre el problema territorial de España, y más concretamente el caso de Asturias; para, a continuación don Manuel de Vereterra, jefe regional de la Comunión Tradicionalista del Principado de Asturias, se ocupará de la postura actual del tradicionalismo ante la situación regional de Asturias, y de sus precedentes inmediatos.

Y, sin más, tiene la palabra el Profesor Abol.



Palabras del Profesor Doctor don Manuel de Abol-Brasón y Álvarez-Tamargo


Muchas gracias.

E

n los últimos años, la articulación territorial de España de nuevo ha cobrado candente y preocupante actualidad.

Primero la propuesta de un plan distinto para establecer las relaciones del País Vasco con el resto de España, y después la proposición de un nuevo Estatuto para Cataluña, han ocasionado una situación de crisis y debate sobre la forma de establecer una organización territorial.

Pero lo cierto es que la situación no es nueva: llevamos casi dos siglos asistiendo sin descanso a los problemas que plantea la forma de articularse territorialmente nuestro país.

Desde que a partir de 1833 se rompió la estructura natural y secular de España, la situación ha sido un continuo problema en nuestra trayectoria. Ha sido objeto de debates sociales y políticos, y ha ocasionado en un siglo tres guerras civiles. En el siglo precedente, la cuestión se debatió no sólo bajo la Monarquía liberal, sino también durante la II República y la época de Franco. A partir de 1975 se llegó a una solución ecléctica y media, con los estatutos de autonomía y el discutible y discutido término de las “nacionalidades”; pero hoy se ve que aquel desenlace no fue definitivo, y en menos de treinta años se torna a revisar y discutir lo que entonces se estableció.

No deja de resultar sorprendente, por lo tanto, que después de casi doscientos años, y después que en España se estableció primero el régimen liberal, y después el democrático, no se haya llegado, pese a los numerosos ensayos y proyectos de ensayo, a una solución estable y pacífica, que sabemos debía tener las cualidades de perseverancia y de continuidad.

Esta situación tan lastimosa, contrasta vigorosamente con lo que ocurrió en España hasta 1833. En los tres siglos que median desde la consecución de la unidad nacional con los Reyes Católicos, hasta el establecimiento de un sistema centralista, la organización territorial conoció escasas crisis, y en cualquier caso siempre desde el respeto a un sistema descentralizado.

En el Antiguo Régimen, y aún más cuando España era la Monarquía más poderosa y extensa de la tierra, los reinos ibéricos, pese a sus evidentes y variadas diferencias jurídicas, políticas, sociales y culturales, se mantenían firmemente unidos en torno a dos principios que constituían artículos de la constitución fundamental española: la legitimidad dinástica y la unidad católica. La Corona y la Religión eran el lazo de unión de todos los españoles, y España era una nación de naciones, las Españas, tan indisolublemente unida como distinta en sus perfiles regionales.

¿Qué pasó entonces en 1833 para que aquel equilibrio modélico, pero perfectible, desapareciera? En primer lugar, aquellos principios que eran los primeros artículos de nuestra constitución histórica se quebraron, mediante la vulneración de la ley de sucesión y el establecimiento, de hecho o de derecho, de un régimen de tolerancia; y en segundo lugar el sistema de Monarquía federativa quedó cancelado al establecerse un régimen uniformista y centralista. A partir de entonces se produjo una perversión profunda de los principios políticos y una situación de discordia social, que todavía hoy se padece.

Voy ahora a apuntar varios desenfoques que se producen desde aquel entonces.

En primer lugar, resulta un error asimilar en exclusiva lo español a lo castellano. El depósito cultural y distintivo de los territorios no castellanos es un producto particular del ser hispánico. ¿Cómo se va a negar esta característica a la lengua eusquérica, el vasco, que es la única prerromana que se ha conservado? ¿Cómo se puede afirmar que lo catalán no es español, si ya en el siglo X y desde Europa, a los habitantes de aquel territorio se les llamaba los “hispani”, es decir, los españoles? En suma: lo vasco, lo catalán, lo navarro, lo mallorquín, lo valenciano, lo aragonés, pero también lo gallego, lo andaluz y lo asturiano, son expresiones tan españolas como los grandes monumentos de la cultura y sociedad castellanas. El preservar este patrimonio regional es una forma más de ser fiel a nuestra historia.

En segundo lugar, otro desenfoque es ignorar la verdadera trayectoria de los territorios no castellanos y los motivos por los cuales en aquellas regiones principiaron a abundar sentimientos nacionalistas o independentistas. Es un hecho incontestable que sus habitantes, o alguno de sus habitantes, comenzaron a negar su condición de españoles, cuando desde España, o mejor dicho, desde su Gobierno, se repudió la cultura no castellana. Es decir, ellos quisieron ser no españoles, cuando los españoles les dijeron que no lo eran.

Un recorrido sincero por las páginas de la historia nos muestra las consecuencias dolorosas de este reduccionismo, y aparecen las causas de los dislates que incluso hoy se oyen.

En tercer lugar, otro de los desenfoques es un error que identifica foralismo o fuerismo con pura reacción o retorno ciego al pasado. Los fueros, es decir, el conjunto de normas que regía la vida política y social de los territorios hoy tan conflictivos como Vascongadas o Cataluña, no representan un sistema retrógrado o petrificado. En el tiempo en el que rigió fue evolucionando y adaptándose, y en definitiva sirviendo al bien común conforme a las circunstancias cambiantes; y de haber pervivido, hubiera experimentado las mudanzas que precisaran los tiempos.

Y en cuarto lugar, resulta un error ignorar los valores de la cultura política no castellana. En suma, hay que valorar desde la mentalidad actual, el arraigo social que el Derecho tenía en estos territorios, y los respetuosos límites al ejercicio del poder, frente al modelo castellano mucho menos moderno y más autoritario.


En la situación presente, la superación de estos errores supondría un instrumento saludable para conseguir soluciones estables y duraderas a la convivencia de los españoles.

De todas las doctrinas políticas que se produjeron en nuestro país, desde el siglo XIX sólo una mantuvo constante y sin renuncias el concepto federativo en la organización territorial. El tradicionalismo, desde Carlos V, aun siendo todavía Infante y consejero de Estado, hasta Don Alfonso Carlos en el destierro, siempre proclamó la conciliación de lo español con lo foral, la creencia firmísima de la unidad española, y la salvaguarda estricta de la cultura política y jurídica propia de cada uno de los territorios.

La realidad española no se puede encerrar en la letra o el texto de una constitución; tanto en la actual, como en las pasadas, que hoy son polvo y nada. Los textos fundamentales del ordenamiento jurídico no pueden ser una expresión formal, sino el producto sincero de la representación social y de la tradición cultural.

Durante casi dos siglos hay un triste empeño de considerar España la unión de todos los españoles. Y la verdad es que esta idea ha provocado más disensiones y divergencias que unidad y cohesión, porque en realidad su naturaleza originaria es la unión de territorios; y esta idea se rebela y se niega a morir.

Desde esta perspectiva, la mirada hacia estos postulados políticos puede ser muy beneficiosa. Pero en todo caso considerando que el siglo XXI no es el XVI, ni aun el XIX. El carlismo, que nació como una defensa del Antiguo Régimen, aun con un elemento reformista y renovador, cuando llegó la hora del destierro y la derrota, tuvo tiempo para la reflexión. Frente al esperpéntico y dramático escenario de la España liberal, con la degradación hasta límites inconcebibles de la institución monárquica, el falseamiento y fraude de la vida política, y el crecimiento progresivo de la injusticia social, no se contentó con la visión nostálgica de un pasado idealizado, sino que buscó soluciones a los problemas de aquel tiempo, sobre los principios tradicionales y los criterios prácticos.

El liberalismo y la democracia en España suelen ser reproducciones serviles de modelos foráneos. Resultaría sorprendente la lectura de los discursos y literatura carlistas, con sus planteamientos renovadores y progresistas, en el mejor sentido de la palabra. En el tema que nos ocupa, hay que leer a los autores y darse cuenta de la sensatez de sus planteamientos y la modernidad de las soluciones: incluso hablan de foralizar España, como forma de establecer una administración central y territorial más eficaz, cercana e identificada con los intereses y sentimientos de sus habitantes. No hay duda que en este sentido el fuero es pre y supraconstitucional; existente antes y que se encuentra por encima de la Constitución, al responder con mayor legitimidad a la representación social.


Y ahora tenemos que hablar de nuestra situación en concreto: Asturias. Nuestra región no se puede considerar foral, porque no tuvo órganos legislativos como ocurrió con el País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña o Valencia. La Junta General del Principado, que nada tiene que ver con la institución actual, salvo en el nombre, era una cámara de notables, de representación concejil. A principios del reinado de Isabel (II) fue suprimida, y el régimen provincial se uniformó según un modelo común y centralista. Hubo resistencias a esta cancelación, incluso en el campo liberal; pero su supervivencia fue imposible, porque el denominado régimen de libertad estaba indefectiblemente unido, por múltiples razones e intereses, al centralismo.

Pero el hecho de que en Asturias se aplicara siempre el orden de prelación de fuentes castellano no quiere decir que careciera de peculiaridades jurídicas y de particularismos culturales.

Asturias, hasta la época de la codificación, regulaba su vida social mediante el Derecho escrito y un cúmulo muy importante de usos, costumbres y estatutos particulares, institucionales y municipales. De tal manera que si de derecho no hay foralidad, de hecho sí hay una notable diferencia que afectaba al régimen económico, la administración local, la fiscalidad y las prestaciones debidas al Estado. Con esto, con todo este particularismo político y jurídico, acabó el régimen constitucional al imponer una norma escrita e igual para todos.

Asturias, por otra parte, tiene una serie de perfiles culturales, cuyas expresiones en la vida diaria no pueden, bajo ningún concepto, desaparecer.


Nuestro particularismo regional, en los últimos dos siglos, padeció sin embargo un menoscabo notable; pero no se puede decir que ello respondiera a la voluntad de los asturianos. Para analizar este aspecto, la imposición del centralismo en nuestra región, hay que decir que la historia y la historia jurídica no han reflejado con veracidad los hechos ocurridos. Los documentos irrefutables nos hablan de que cuando se produce el cambio del Antiguo Régimen al sistema liberal, el rechazo a éste por parte de los asturianos fue abrumador. Pero no hay que confundir la opinión pública con la opinión del cuerpo social; no hay que confundir la opinión de ciertas élites con el conjunto de la sociedad. Últimamente se ha hablado hasta el hartazgo y el aburrimiento de los grandes capitostes del liberalismo: Toreno, Flórez Estrada, Argüelles, San Miguel, Mon, o Pidal, como si sus ideas fueran compartidas por el común de los asturianos; y esto no es verdad.

A partir de 1833, en Asturias como en el resto de España, se produce una profunda sima, una separación difícilmente arreglable, entre la sociedad y el Estado liberal y sus defensores. El Estado liberal, bien por el establecimiento del voto restringido, bien por el falseamiento del proceso electoral, bien por la coacción administrativa sobre el electorado, bien por la violencia ejercida por el Ejército, bien por la intimidación desplegada por los propietarios, nada tiene que ver con la sociedad. El Estado iba por un lado, y la sociedad por otro. La crisis profunda que padeció España a partir de 1931, y sobre todo con la Guerra Civil, es consecuencia clara de la implantación del sistema constitucional.

La sociedad en Asturias, cuando se produce el cambio, es mayoritariamente tradicional y apegada a sus usos y costumbres. Entre nosotros, el carlismo, como fórmula conservadora de un orden secular, era un pensamiento generalizado y al que se adscribía platónicamente la mayor parte de los asturianos. Éstos, por otra parte, no se identificaban con la monarquía parlamentaria. Hay una serie de datos muy expresivos: por ejemplo, Asturias es la provincia española que dispone de mayor número de batallones realistas y de mayor número de voluntarios alistados en ellos. Hay muchos más batallones y voluntarios que en otras regiones consideradas tradicionalmente carlistas: en 1833 había 43 batallones y una fuerza máxima de 27.500 hombres, todos ellos voluntarios. Había concejos como el de Oviedo; el de Lena, que entonces incluía Mieres, y Siero, en los que el tradicionalismo era masivo, popular y abrumador; hasta tal punto, que las fuerzas militares del Gobierno eran miradas no sólo con reserva, sino con enojo. Cuando en 1820 Lena se levanta para defender el orden tradicional frente al sistema constitucional, tiene que intervenir el Ejército, y cuando éste cruza el municipio desde Mieres hasta Campomanes, ni un solo lenense sale a vitorearlo.

Incluso ni la ciudad de Oviedo, tenida por la propaganda liberal como una ciudadela de las nuevas ideas, se puede considerar así: sólo de esta forma se puede explicar el regocijo general y el éxito de reclutamiento que se manifestó cuando la entrada del ejército carlista en el verano de 1836, lo hace entre la aclamación de todos los ovetenses. Y ovetenses que llamaban a los carlistas sus libertadores; y en efecto lo eran, porque el régimen liberal se estaba imponiendo mediante un brutal terror que no retrocedía en el empleo del crimen y de los criminales. Los documentos son muy explicativos: ¿cómo si no –nos podemos preguntar–, cuando regía el absolutismo, era suficiente para encerrar a los delincuentes, en Oviedo la pequeña cárcel del corregimiento; y sin embargo, cuando se implantó el liberalismo constitucional, se tuvo que habilitar y rehacer la vieja fortaleza, de mucha mayor capacidad? ¿Cómo se explica, cuando España era la Monarquía más vasta de la tierra, no había policía ni fuerzas de orden público –salvo la Santa Hermandad y poco más–, y cuando quedó reducida a los territorios ibéricos se tuvieron que establecer los actuales cuerpos de seguridad? ¿Cómo se puede explicar, en definitiva, cuando España era señora de dos mundos, la alta administración cabía en los bajos del Palacio Real y en el Palacio de los Consejos, y después, cuando comenzó el régimen constitucional y éramos un país pequeño y de segundo orden, los ministerios y las oficinas del Estado invadieron toda clase de edificios, los más notables de las poblaciones, entre ellos los desamortizados?

Pues todo esto se explica porque un Estado artificial se impuso a una sociedad natural e indefensa, que para salvar su vida y hacienda tuvo que callar ante aquel cúmulo de desmanes y abusos. En Asturias, por la correspondencia de los gobernadores civiles o jefes políticos, todos ellos liberales, sabemos que el común de sus habitantes no profesaba las ideas constitucionales, y se plegaba a ellas para salvar su vida y conservar su hacienda. Y de aquellos polvos vienen estos lodos, y entre ellos esa falsificación de nuestra historia regional. Al liberalismo constitucional se le califica con toda clase de abultados elogios y exageraciones sin cuento. Pero, ¿cuándo se dice que el ovetense don Alejandro Mon, el gran ministro de Hacienda, que lo fue todo en la España liberal: embajador, diputado, presidente de Gobierno, etc., el primer empleo que tuvo público fue el de carcelero de la fortaleza de Oviedo, en un clima de terror que los liberales habían impuesto a la ciudad entre 1820 y 1823, recorriendo sus calles con amenazas y pidiendo que la sangre de sus vecinos corriera por ellas? ¿Cuándo se dice que el famoso hacendista, también liberal, don José Canga Argüelles, con sus propuestas superadoras del viejo sistema, fue, y no por herencia de sus mayores sino por voluntad propia, señor de vasallos? En fin, la historia de la implantación del régimen constitucional en Asturias, y por lo tanto de un sistema uniforme y centralista, exige una revisión desapasionada y sincera.

Los defensores del sistema constitucional, conscientes de que sus ideas no eran compartidas por la población asturiana, mostraban desdeño y desprecio hacia la expresión de las clases sociales y populares. Ya lo decía Calderón Collantes: la pobreza es signo de estupidez. Y sin embargo, si se analizan los motivos por los cuales la mayor parte de los asturianos odiaban todo lo que olía a constitucionalismo, se puede ver que las razones eran lógicas y comprensibles. Y lo eran tanto que el sistema liberal, lejos de conseguir la mejora de sus condiciones de vida, las empeoró: intervencionismo estatal, mayor presión fiscal, mayor presión de prestaciones debidas a la Administración, empeoramiento del régimen de explotación de la tierra, y desamparo en la beneficencia y la educación.

Esto, que entre nosotros no se quiere comprender, lo comprendió perfectamente el embajador inglés George Villiers, que representaba a la nación que más había cooperado al triunfo de la Constitución en España. En 1835 escribía a su hermano Lord Villiers:
“La gran masa del pueblo español es honrada; pero es carlista, odia todo lo que suene a gobierno liberal –instituciones liberales, hombres liberales– porque por experiencia sabe que de una situación liberal se derivan costumbres peores que de un solo déspota. Pero en lo que tú –le dice a su hermano– y otros extranjeros os equivocáis es en creer que el pueblo español es víctima de la tiranía o la esclavitud. No hay en Europa un pueblo tan libre: las instituciones municipales en España son republicanas; en ningún país existe una igualdad comparable a la de aquí. El pueblo se gobierna mediante unas pocas costumbres, le importan muy poco las leyes y los reales decretos y hace lo que le apetece. Todo lo que quiere es que se le robe menos por parte del Intendente, y que el alcalde no le fastidie, si esto lo consigue, se siente completamente dichoso.”

Es decir, los españoles y con ello los asturianos, porque también tenemos testimonios documentales de ello, sentían un profundo apego por las instituciones tradicionales, y por una administración descentralizada. Sin prejuicio y con honradez hay, por lo tanto, que allegar este conocimiento histórico, que puede ser una lección para el presente. No hay duda que el tradicionalismo político ha sido y es una oportunidad desgraciadamente desaprovechada para España, sobre todo en estas cuestiones tan candentes y debatidas de la articulación territorial. Acercarse a él sin mediatización de tantas inexactitudes y falsedades, propagadas por la literatura y la historia, puede tener efectos sorprendentes. Baste decir –estamos en Oviedo– que Clarín, hombre de ideas avanzadas y que hoy le llamaríamos de izquierdas, que conoció el carlismo asturiano en las aldeas y en los palacios de Asturias, refleja de vez en cuando una profunda simpatía por el legitimismo: en su relato “El torso” ofrece un elogio de la vieja sociedad patriarcal y rural asturiana, frente a la nueva sociedad liberal. En su novela más famosa, “La Regenta”, describe con los tintes más negros las élites constitucionales de Oviedo, conservadores y liberales; pero sólo, para Clarín en “La Regenta”, hay una casa que según él es “un hogar honrado” y esta honradez, pese a lo que califica fanatismo religioso, se conserva a lo largo y hasta el final de la novela: es la casa del prócer carlista de la población, don Francisco de Asís Carraspique.

Valga por lo tanto esta reflexión literaria para profundizar en una línea de pensamiento que, sin contradicciones, nos hará, en partes iguales, ser tan buenos españoles como buenos asturianos.

Muchas gracias.



Palabras del Jefe Regional don Manuel de Vereterra Fernández de Córdoba


B

uenas tardes. Agradezco al Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella y al Club Prensa Asturiana, la oportunidad de exponer brevemente la posición de la Comunión Tradicionalista ante la posible reforma del Estatuto de Autonomía para Asturias.

Ya cuando se preparaba el Estatuto actualmente en vigor, el carlismo asturiano, concretamente en las personas de don Jesús Evaristo Casariego (que en paz descanse) y de mi predecesor en la jefatura regional don Julio Fonseca, lo rechazó. Lo rechazó por principios, y lo rechazó por su forma y por su fondo.

Lo rechazó por principios. Los carlistas, que somos los continuadores y defensores del orden político de las Españas anteriores a la Revolución, a la invasión napoleónica, rechazamos por ridícula la pretensión de sujetar la organización de los pueblos a textos escritos rígidos, llámense estatutos, constituciones o cartas otorgadas, improvisados en tiempo brevísimo por unos cuantos políticos, y luego adorados como cuasidivinos durante el tiempo, también brevísimo, que duran en vigor.

El carlismo rechazó el estatuto también por ilegítimo, porque no era más que otra emanación del totum revolutum de la llamada Transición; la enésima manifestación del orden (o del desorden) revolucionario que desde por lo menos mil ochocientos ocho lleva socavando y destruyendo la identidad y las instituciones asturianas.

Rechazamos el estatuto (si hicieran falta más razones) también por laico; porque la identidad de Asturias es cristiana, es católica, apostólica y romana. No hace falta proclamarla en pomposos frontispicios constitucionales o estatutarios, precisamente porque no hacen falta constituciones ni estatutos escritos. Somos cristianos, y basta.

Vázquez de Mella fue uno de los pensadores que más temprana y profundamente entendió a Jovellanos; el tantas veces citado don Gaspar Melchor de Jovellanos, citado casi siempre por quienes no lo han leído. Pues bien: Mella señalaba agudamente cómo Jovellanos sufre alguna desviación en materia económica, y sólo en este sentido cabe referirse a él como algo liberal. En materia política, sin embargo, Jovellanos es ortodoxo, es tradicionalista. Tal vez el primer tradicionalista político moderno con conciencia de serlo. Jovellanos habla de constitución en el sentido de constitución histórica, no escrita ni improvisada, sino formada por el conjunto de leyes, fueros, costumbres e instituciones que la Monarquía española y sus pueblos, sus distintos reinos, principados y señoríos, se han ido dando a sí mismos en el transcurso de los siglos y de las generaciones.

Esa “constitución histórica”, que para el caso de Asturias acaba de recordarnos magistralmente el profesor Abol-Brasón, constituye el único marco legal legítimo y el único eficiente. El único legítimo. porque no procede de imposiciones revolucionarias, ni oligárquicas, ni de golpes de Estado. El único eficiente, porque se ajusta plenamente a nuestra historia, y por lo tanto a nuestra identidad; y porque esa condición de “constitución histórica” formada a lo largo del tiempo, lo convierte a la vez en duradero, producto de la experiencia y probado por ella, y en flexible, pues puede adaptarse a las necesidades de cada época, sin por ello perder su esencia.

Allá por los tiempos de la Tercera Guerra Carlista, el Rey Don Carlos VII escribía que la España tradicional estaba necesitada de grandes reformas, pero que los liberales habían arrojado todo por la borda para sustituirlo por una sucesión de copias serviles de modelos extranjeros, sucesivamente inútiles. No se había reformado nada; se había intentado destruirlo todo.

Los sucesores de aquellos revolucionarios de mil ochocientos doce y mil ochocientos treinta y tres se aplicaron, en las décadas de mil novecientos setenta y mil novecientos ochenta del siglo pasado, a parecida tarea de improvisación de leyes de usar y tirar. De una Constitución y un Estatuto de Autonomía patéticos en su doble condición de producto del pacto entre las clientelas de las oligarquías y los partidos políticos, y de producto del papanatismo europeísta y laicista que todos sus autores compartían.

En el caso del Estatuto de Autonomía para Asturias, se dio a la vez la recuperación de algunos nombres históricos con la construcción de una estructura ajena por completo a la historia y a las tradiciones de nuestra región.

Y se dio el agravio comparativo de que, tanto en su tramitación como en su contenido, se trató a Asturias como de rango inferior a “regiones” o “nacionalidades” (tiene bemoles el término) que, o bien nunca —entiéndase bien, nunca— habían tenido existencia independiente, como Cataluña o Galicia; o bien eran, directamente, inventos demenciales que sólo tuvieron existencia legal a partir de mil novecientos setenta y ocho, como el “País Vasco”, sabinianamente llamado “Euskadi”.

A cambio, un cierto neo-asturianismo, falso regionalismo asturiano contemporáneo o nacionalismo asturiano, se dedicaba por aquellas mismas fechas (y, con ciertos cambios, sigue hoy) a construir una falsa identidad asturiana, una identidad suplente, a base de copiar los delirios del nacionalismo vasco contemporáneo, delirios mezcla de nazismo y comunismo. (Delirios nacional-socialistas que se han extendido a otras regiones y “comunidades autónomas”, y que hoy amenazan a Asturias por su flanco occidental).

En esa sucesión de copias serviles de otros, una constante, desde el modelo manchado de sangre de los revolucionarios franceses de mil setecientos ochenta y nueve, es la declarativa: las constituciones y los estatutos se llenan de declaraciones de derechos, declaraciones de lenguas oficiales... El regionalismo verdadero, el tradicionalista, rechaza todo esto (como rechaza, lo repetimos una vez más, la idea misma de las constituciones y los estatutos escritos): la legislación, la sociedad, se nutren de realidades, no de declaraciones de derechos ni de oficialidades.

Porque, como se ha dicho en la presentación de este acto, el regionalismo asturiano moderno es creación de Mella. Y porque su carácter es, necesariamente, tradicionalista: la tradición, como gustaba recordar Jesús Evaristo Casariego, es el progreso hereditario. No hay tradición sin herencia, ni herencia sin tradición. No puede haber una Asturias ex novo, inventada por unos profesionales de la política de partidos, de la política de oligarquías, reunidos en un parlamentín que tiene la osadía de usurpar el nombre de la Junta General del Principado de Asturias.


Cuanto acabamos de decir apunta ya —o eso espero— no sólo el rechazo por principios de los carlistas al Estatuto de Autonomía, sino también el rechazo por su forma y por su fondo.

Consecuencia del atropellado y mal orientado proceso de autonomía (malo hasta por su nombre: Vázquez de Mella prefería hablar de autarquías regionales; término éste, autarquía, más correcto etimológica y jurídicamente, que poco tiene que ver con la autarquía económica a la que, supuestamente, se aspiró en la España de la posguerra) es la situación insostenible de la administración regional en la actualidad.

Un gobierno autonómico cuya capacidad y cuya voluntad de influir en pro de los legítimos intereses de Asturias es menor aún que la de las Diputaciones provinciales de antes del Estatuto.

Una innecesaria y costosísima macroestructura, imitación de la del Estado, que duplica —y hasta triplica, en ocasiones, por la nula armonización con los municipios— competencias y tareas. Y, eso sí, facilita la colocación de los adictos a los partidos del sistema, y la multiplicación de licitaciones y concesiones para beneficio de un cierto entramado empresarial, parásito del presupuesto público al igual que los partidos y que los sindicatos llamados mayoritarios, y cómplice de éstos.

Una Asturias en proceso acelerado, en fase terminal, de desmantelamiento de su agricultura, su ganadería, su industria; de destrucción de sus señas de identidad y de su medio natural; de agotamiento demográfico, de paro creciente y empleo precario y mal pagado, y de progresivo deterioro de la convivencia.

Una Asturias desesperanzada, donde parece haberse perdido nuestro viejo espíritu emprendedor, donde a muchos empieza a parecerles que el futuro sólo queda asegurado mediante la corrupción, o mediante la prejubilación...


Todo esto tiene difícil arreglo en el marco de la Constitución de mil novecientos setenta y ocho y en el de la Unión Europea. Tiene mal arreglo, si se me apura, en el marco del liberalismo, de la democracia y del capitalismo. Pero sería irresponsable por nuestra parte no buscar la forma de paliar los males, cuanto menos en parte, mientras llega el día de la restauración en toda España de la Monarquía Tradicional, Católica, Social y Representativa; mientras no llegue el día de la restauración de la constitución histórica de las Españas, como querían Vázquez de Mella y Jovellanos.

Una reforma del Estatuto de Autonomía llevada a cabo por el actual parlamento asturiano, compuesto exclusivamente por partidos políticos del sistema —y por lo tanto antiasturianos—, no parece, en principio, que vaya a variar la situación. Lo más que se les ocurre a algunos de ellos es variar términos, nombres y títulos... Y multiplicar cargos, organismos y gastos.

Es necesario presionar para que la administración autonómica se simplifique; que no se complique más. Que se acerque un poco más, o que se aleje menos de ellas, a las instituciones tradicionales de Asturias.

Que los municipios y la Universidad, y tal vez otras instituciones, tengan asiento propio en el parlamento regional.

Que se considere seriamente la autonomía conjunta con el Reino de León, que es la continuidad histórica de Asturias, y que es una región complementaria a la nuestra, económica y geográficamente.

Que se utilicen bien los medios aún al alcance de las corporaciones municipales y autonómicas. La poderosa Caja de Ahorros de Asturias, por ejemplo, que debe recuperar plenamente su vocación social inicial. El fomento de la economía social. La restauración de la economía agrícola, ganadera y forestal, que empieza por mejorar las condiciones de vida en el campo. El desarrollo sostenible de verdad. La promoción de las fuentes de energía alternativas. Pero todo esto con medidas concretas, efectivas a medio y largo plazo: no como titulares llamativos para salir del paso y llegar a la siguiente convocatoria electoral. Una política de hechos, y no de palabras, palabras.

Conciliar la unidad de mercado en España, de la cual necesitamos, con una sana y discreta preferencia regional en la contratación y en el consumo.

Que en las próximas elecciones autonómicas y municipales, los partidos políticos al uso pierdan su control del parlamentín y de los concejos. Para éstos es necesario promover la presentación de candidaturas verdaderamente independientes, dispuestas a trabajar por el bien de sus vecinos, y no de sus partidos.

Es preciso, en fin, deshacer la tupida tela de araña de subvenciones, concesiones, empleos y sinecuras que sostiene desde una turba de profesionales de la pequeña política hasta grupos de extrema izquierda y delegaciones de narcoterroristas, pasando por empresarios de trayectoria dudosa. Parásitos todos ellos de una región que no puede permitírselos, y tela de araña que nos asfixia.

En mil novecientos dieciséis y mil novecientos dieciocho el Carlismo demostró su disposición abierta y generosa, al aglutinar en el movimiento asturianista a personas ajenas a la Comunión Tradicionalista, e incluso procedentes de otros campos políticos. Así la entonces formada Junta Regionalista del Principado, impulsada por Vázquez de Mella, contó no sólo con jaimistas (nombre que entonces recibían los carlistas), sino con independientes y con desengañados del conservadurismo, del liberalismo y de la incipiente democracia cristiana. Junto a los tradicionalistas vinieron hombres como Álvaro Fernández de Miranda o Fabriciano González. Aquel prometedor resurgir se vio truncado por la Dictadura de Primo de Rivera y por la Segunda República; quedaron los rescoldos, sostenidos por el Círculo Vázquez de Mella y por el asturianismo cultural que se concretó en el viejo Instituto de Estudios Asturianos (y digo “viejo”, porque tras su asalto por parte de los políticos autonómicos, el ahora llamado RIDEA no tiene ni idea).

Hoy volvemos a llamar a los asturianos de buena voluntad a emprender una labor regeneradora, que pasa por la presencia en el parlamentín de la calle Fruela de verdaderos representantes de Asturias. El Carlismo, la Comunión Tradicionalista, en este septuagésimo octavo aniversario de Vázquez de Mella, tiende la mano.

Como terminaba la Junta Carlista del Principado su Declaración del Veinticinco de Mayo del dos mil cinco: “Necesitamos recuperar el espíritu de los alzados en 1808; reducir el poder de partidos, oligarcas y grupos de presión, y recuperar nuestras instituciones tradicionales. Salvarnos y salvar a España. Recuperar el espíritu del lema de nuestras banderas:
“ASTURIAS NUNCA VENCIDA”.


Muchas gracias.
COLOQUIO


Un miembro del público pregunta al Profesor Manuel de Abol-Brasón por los efectos de la Desamortización en Asturias.


[...] Naturalmente, por imperativo legal de los decretos y leyes de desamortización se aplicó lo que en realidad fue una confiscación de la propiedad eclesiástica, tanto del clero regular como del secular. Hubo un primer ensayo entre 1820 y 1823, que después fue restablecido el viejo orden, se le devolvió a la Iglesia sus bienes a partir de 1823. Y después el ensayo definitivo, lo que se conoce comúnmente como la Desamortización de Mendizábal, a partir de los primeros años del reinado de Isabel (II). Pero la desamortización no sólo supuso la privación a la Iglesia de sus bienes, de los que tenía un título legítimo de propiedad; sino también fue a los municipios: la célebre Desamortización de Madoz. Estas medidas, todas ellas, tanto la desamortización civil como la desamortización eclesiástica, no contaron con ningún apoyo de la población. Es más: la población, en realidad, lo que quería era a sus monjes y a sus sacerdotes. Y hay una correspondencia, la de don Manuel María de Acevedo y Pola —era primo de Flórez Estrada, y fue jefe político en dos ocasiones, y después intervino en política en el reinado de Isabel (II)—, pues según esta correspondencia, ahí se ve cómo con quien estaban implicados, el común de la población, era con la Iglesia, que era una institución docente, benéfica, que mantenía todas estas obras que se suponen de beneficencia particular, y que su desmantelamiento económico supuso que todo ello terminara. La Iglesia en Asturias era una gran propietaria de bienes raíces; era, prácticamente, con la nobleza la mayor propietaria de bienes raíces. Pero estos bienes estaban dados bien por el contrato de foro, que era un contrato de un canon muy bajo y que duraba siglos (hay contratos de foro que duraron hasta quinientos años), o mediante unos arrendamientos cuya renta era muy módica. Y por eso la población estaba mucho más satisfecha (y esto hay documentos de sobra para probarlo), estaba mucho más satisfecha con los bienes administrados por la Iglesia que con los nuevos compradores, que ciertamente lo que querían era el provecho económico. De hecho, cuando se produce la Desamortización de Mendizábal, era muy común que las partidas carlistas que circularon por Asturias, y que estaban compuestas por la sociedad entera, de arriba abajo, una de las cosas que destruían era las oficinas de la caja de amortización. Porque ellos preferían la administración eclesiástica a la administración de los particulares.

Respecto a la desamortización civil, también se quitó a los ayuntamientos los bienes llamados comunes, los bienes comunales, que suponían, mientras existieron, el amparo económico de las clases más humildes. Generalmente, en la Asturias rural, que era la mayoritaria en aquel entonces, las personas más heredadas tenían sus propias fincas para sobrevivir económicamente. Pero el pueblo más sencillo no era así. Su extensión de propiedad era pequeña, y se salvaba gracias a la existencia de tierras comunes, brañas, puertos o pastizales. Los liberales lo que hicieron fue establecer que eran bienes nacionales y venderlos; de tal manera que estas tierras de gran valor económico (las audiencias están llenas de pleitos por su aprovechamiento, señal de que tenían un gran valor económico), estas tierras que eran de común aprovechamiento de los vecinos, que los ayuntamientos no podían cobrar absolutamente nada por su utilización, quedaron en manos de particulares. Por eso, como entonces dijo el Duque de Rivas, la desamortización hizo más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.