Extraido de las memorias del conde de Melgar, secretario de Don Carlos VII: "Veinte años con don Carlos".
El cura de Santa Cruz
No hay guerras más sangrientas ni más inhumanas que las civiles, porque son la reproducción de la lucha entre Abel y Caín.
Cuando un ejército invade un país en el curso de una guerra internacional, o cuando defiende sus fronteras con las armas en la mano, hay muchas más probabilidades de que se respete el derecho de gentes que en los fratricidas combates de la guerra civil, donde cada uno ve en el adversario, más que un simple enemigo, un hermano indigno, un Judas, un renegado que vuelve sus armas contra la madre patria y que merece, por lo tanto, ser tratado como parricida.
Así se explican las inauditas crueldades cometidas en Francia durante las guerras de la Vendée. Las guerras carlistas no podían ser una excepción a esta regla, y en ellas hubo que deplorar actos de ferocidad que reprobamos enérgicamente, pero que hay que convenir, por respeto a la verdad, que fueron raros, tanto por parte de los carlistas como por parte de los liberales.
En ambos campos hubo fieras con rostros humanos que no retrocedieron delante de los crímenes más odiosos.
El partido carlista tuvo el famoso cura de Santa Cruz, jefe de una docena de hombres que no conocía otro castigo más que el de la pena de muerte.
Su dureza era comparable solamente con su resistencia física: no dormía más que dos horas diarias. Implacable con los liberales, fueran o no combatientes, que caían en sus manos, cerraba los oídos a todos sus clamores pidiendo misericordia.
Aquella ferocidad neroniana acabó por agotar la paciencia de don Carlos, cuyo temperamento, por el contrario, era dulce y magnánimo. Amonestó seriamente al cura guerrillero, y lo llamó a su Cuartel Real para someterlo a un Consejo de guerra. Claro está que el invitado se guardó bien de acudir al llamamiento, y don Carlos dictó un decreto declarándole rebelde y merecedor de la pena de muerte, enviando contra él en Guipúzcoa, que era su campo de operaciones predilecto, al general Lizárraga a la cabeza de una fuerte columna con orden de perseguirle, si era necesario, hasta en combinación con el adversario, y de no darse descanso hasta haberle capturado.
Larga fue la resistencia del rebelde.
Un día, viéndose cercado por todas partes, se arrojó a una charca de agua fétida, y permaneció sumido en ella veinticuatro horas consecutivas sin sacar fuera del agua más que la boca y la nariz para poder respirar.
El cerco se estrechó de tal manera, que todos sus partidarios le abandonaron, y trepando como un acróbata por senderos accesibles solamente a gamuzas y a cabras logró traspasar los Pirineos.
Desde entonces se perdió su pista y nadie oyó hablar más de él durante el resto de la guerra. Terminada ésta, don Carlos fué conducido por el gobierno francés hasta las costas de Inglaterra, donde concibió la idea de embarcarse para América.
Atravesando Londres un domingo, entró para oír misa en la iglesia de los capuchinos de Kensington. Uno de sus criados, llamado Lorenzo Arburu, que había hecho la guerra en la partida del cura de Santa Cruz, reconoció con asombro a su antiguo jefe en la persona del sacerdote que oficiaba, lo cual le conmovió mucho, pues, como todos los que habían servido a sus órdenes, sentía hacia él verdadera admiración. Comunicó su descubrimiento a don Carlos, quien al principio no le dió crédito.
—Lorenzo —le dijo—, te engañan tus ojos y tus deseos. Pero finalmente, cediendo a las apremiantes instancias de su criado, le permitió entrar en la sacristía para cerciorarse del hecho.
—Si es el mismo —añadió don Carlos—, tráemelo al hotel y dile que almorzará conmigo.
En efecto, era él. Con la emoción que se puede imaginar siguió al criado, y cuando se vió en presencia del Rey —a quien nunca había visto— cayó de rodillas y prorrumpió en lágrimas.
Golpeando el suelo con la frente, repetía sin cesar: — Perdón, Señor; perdón por todos mis crímenes; perdón por el descrédito que han podido atraer sobre nuestra santa Causa mis crueldades. Estaba loco, señor, de una locura patriótica, es verdad; pero que, como todas las locuras, me privaba de la razón. Dios me ha abierto, al fin, los ojos, y desde hoy, profundamente arrepentido, quiero consagrar el resto de mi vida a lavarme de mis faltas, practicando la caridad que tanto he desconocido.
Aquella fué la primera y la única entrevista entre don Carlos y su fogoso partidario.
Doce años más tarde, en su viaje a la América española, don Carlos tuvo que hacer escala el día de Pascua de Resurrección en Kingston, capital de la Jamaica. La ciudad estaba cubierta de colgaduras por la solemnidad del día, y a don Carlos le esperaba en el muelle una delegación de padres jesuitas pertenecientes a una importante misión establecida en aquella isla; delegación que le acompañó hasta la iglesia con gran pompa y con todos los honores rituales.
El transatlántico inglés en que don Carlos había tomado pasaje debía continuar su ruta aquella misma tarde, y el superior de los jesuítas, que nos acompañó hasta nuestros camarotes, le dijo a don Carlos:
—Cuánto sentimos no haber sabido antes que íbamos a ser honrados con esta visita. Tenemos entre nosotros al antiguo cura de Santa Cruz, un verdadero santo que edifica a todos los misioneros con sus virtudes y, sobre todo, con su humanidad y su evangélica dulzura. Es el ídolo de los indígenas, que se harían matar por él, y entre los cuales obtiene millares de conversiones. Nos ha dejado hace pocas semanas para continuar su apostolado en el interior de la isla, y un mensajero tardaría lo menos quince días en llegar hasta él. Nunca se consolará de haber perdido esta ocasión de besar la mano a su Rey, hacia el que profesa una admiración sin límites.
Mucho tiempo después, en vísperas de la guerra mundial, supe que el terrible guerrillero carlista, convertido en mansa paloma, continuaba su fecundo apostolado en las regiones más salvajes de América con un nombre fingido, pues el suyo le inspiraba horror.
Ver también:
Carlismo: ¿qué me recomendáis?
La cuestión Cabrera: Manifiesto de Dorregaray
Agustín Agualongo
Última edición por Rodrigo; 09/06/2013 a las 23:08
Militia est vita hominis super terram et sicut dies mercenarii dies ejus. (Job VII,1)
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