Fuente: ¿Qué Pasa?, 18 de Septiembre de 1971, páginas 10 – 11.
La dialéctica del Régimen y las etapas del Carlismo evolutivo
Por FRANCISCO CANALS VIDAL, Catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona
Hace algunas semanas, Zortzigarrentzale aludía («Así hemos visto Montejurra», ¿QUÉ PASA?, 17 de julio de 1971) al problema de la colaboración del carlismo en la política del régimen, tal como se planteó hacia 1957.
«Poco tiempo antes –escribe–, D. Javier había destituido a Fal Conde y a varios Jefes regionales. Una carta a Zamanillo a principios de 1957 y un manifiesto a finales del mismo año advierten a los carlistas que han de prepararse a participar en las tareas de gobierno. A quien esto escribe la pareció absurda tal postura. ¡Colaborar precisamente cuando claramente se veía que marchaba la solución a la que al fin hemos llegado! Mejor dicho, no nos pareció absurda: nos confirmó en nuestra vieja sospecha de que D. Javier actuaba de acuerdo con D. Juan desde que fue designado Regente».
La hipótesis formulada por el perspicaz articulista resultaría congruente con las ideas que tenían en 1933 «los Príncipes de Parma», que, según afirmó el Rey Alfonso Carlos en carta a D. Lorenzo Sáez (8 de febrero de 1933), «declararon que ellos no aceptan mi sucesión, porque se atienen a la ley sálica y no quieren ser usurpadores».
Me parece además que esta hipótesis podría resultar sugerente para reflexionar sobre el sentido total de una política que se ha desplegado a lo largo de un tercio de siglo en etapas sucesivas, diversas y no «tradicionalmente» coherentes.
• Hablo de coherencia «tradicional» como criterio de discernimiento frente al nuevo lenguaje que supone que la permanencia de los valores exige «evolucionar constantemente», y afirma esta evolución como una necesidad «si queremos presentar un carlismo posible».
Mi convicción es que, en una perspectiva realista e histórica, el carlismo es defensa permanente y tarea de reconquista de principios y valores acordes con la sana filosofía perenne y el siempre vigente sentido común.
Un carlismo no tradicionalista es un hecho sin sentido. Sólo un contagio hegeliano, derivado de las modas vigentes, podría oscurecer este punto.
• Si lo constituyente y originario del régimen fue la Cruzada tradicional, nacional y religiosa, del 18 de julio, se deben distinguir, evidentemente, de ella no sólo las diversas inflexiones de la administración y de la política, sino incluso lo que podríamos llamar el contenido, también evolutivo y diverso, de lo constituido a partir de aquella raíz constituyente.
En este orden de cosas puede ahora una reflexión histórica atenta advertir tres etapas cronológicamente sucesivas, aunque, claro está, también interpenetradas entre sí por gradual evolución y por el juego y equilibrio de sutiles coaliciones:
En una primera etapa, «el Estado es un instrumento totalitario». En lo internacional se da la «no beligerancia», con inclinación favorable al eje antimarxista y antidemocrático.
Una segunda etapa es de «constitución de España en Reino» y de lenta y cautelosa «desfalangistización». En lo exterior, superado el bloqueo diplomático por el anticomunismo y la guerra fría, se caracteriza por la alianza con Norteamérica y el Concordato con la Iglesia.
La etapa tercera y actual es de desarrollo económico y tecnocracia positivista, de europeísmo y «apertura». En su contenido real: de clausura del régimen por un Gobierno homogéneo de oposición.
En un lenguaje concreto y popular se habría dicho que los hombres de la situación fueron sucesivamente: los falangistas, los propagandistas católicos, los «del Opus Dei».
• Resulta curioso hoy leer el Decreto de Unificación. Allí se habla de lo que aporta cada uno de los dos elementos a unificar: el tradicionalismo, lo permanente heredado de la historia de España; el falangismo: propagandas con un estilo nuevo y la modernidad política conexa con la inquietud por lo social.
En aquellos años prestigiosos intelectuales buscaban la modernidad en lo que entonces era moderno, como han tenido que aclarar después para justificar desde su evolución posterior sus actitudes de aquella etapa.
El tradicionalismo carlista, como recordaba hace pocos días Rafael Gambra, tuvo que resistir a la moda, al estilo nuevo y a los vientos de la historia, que, según creían ver algunos, tendían hacia el imperio alemán de los mil años.
Los carlistas eran acusados de «anglófilos» o «aliadófilos». Compartían la acusación con los juanistas. En los enfrentamientos políticos, el tener adversarios comunes y ser objeto de hostilidades y denuncias análogas, causa inevitablemente cierto paralelismo.
Anglofilia y antifalangismo liberal de D. Juan de Borbón. Anglofilia y antifalangismo tradicionalista de D. Manuel Fal Conde. «Resistencia» antinazi de D. Javier de Borbón. En los años de la segunda guerra mundial se tuvieron enemigos comunes y amigos comunes. (Ejemplo ilustre de amigo común: el Cardenal Segura).
Aunque D. Javier no se mostró ante la Unificación tan intransigente, al parecer, como los tradicionalistas españoles adversos a ella, las posiciones se endurecieron y aclararon durante los años de la segunda guerra mundial.
Considerando en conjunto la etapa totalitaria y germanófila del régimen, se puede decir que en ella la actitud de D. Javier de Borbón, sintonizada o paralela con la de los dirigentes de la Comunión y la mayoría de los carlistas, fue de resistencia e independencia.
• Una reflexión entre paréntesis: podría pensarse que un acuerdo entre D. Javier y D. Juan hubiese constituido para el régimen un peligro grave, especialmente al cambiar el aspecto militar de los acontecimientos con el desembarco en el Norte de África.
Pero la reacción natural, antibritánica y antifrancesa del patriotismo español y la germanofilia tradicionalista que había expresado un Vázquez de Mella tal vez hubieran sido utilizadas entonces para dar fuerza a un sector carlista más abierto al falangismo y heredero de la exigencia antialfonsina de El Cruzado Español. El carlo-octavismo, en el juego de las fuerzas políticas, tenía probablemente reservado este papel.
• No hay que hacer especiales esfuerzos para definir como colaboracionismo la nueva actitud de la Comunión ante la etapa simbolizada en lo interno por la Ley de Sucesión, y en lo externo, por el Concordato y la alianza con los Estados Unidos.
La política está definida en el manifiesto de D. Javier de Borbón de 12 de diciembre de 1957.
Hay que recordar que pocas semanas antes, el 1 de octubre de aquel mismo año, había declarado al director de la Agencia Efe el propio Jefe del Estado: A la Unificación «mostró su adhesión espontánea, en carta que entonces me dirigió, el Príncipe D. Javier de Borbón, albacea y depositario de la voluntad del último de los monarcas carlistas, considerando con ello terminada su misión».
Decía en el citado manifiesto de 12 de diciembre D. Javier de Borbón:
«Después de iniciado el Movimiento, con tan decisiva participación de los requetés, pude ofrecer al ejército en la persona de su Generalísimo aquellos tercios… Con ello pude confiadamente considerar terminada esta parte de mi misión de orden puramente militar, sin que por esto dejara de ayudar por todos los medios al triunfo de la Cruzada».
«Concluida la Guerra de Liberación, especiales circunstancias determinaron la política de una primera etapa, sin carácter institucional monárquico. El general Franco ha anunciado el comienzo de un nuevo periodo preparatorio de la estructura definitiva del régimen, mediante la instauración de la gloriosa y secular Monarquía Tradicional. Esta Monarquía, con sus principios defendidos siempre por la dinastía carlista, de la cual soy el heredero de los deberes aun antes que de los derechos, es la llamada a asegurar la continuidad del proceso político y social abierto el 18 de julio»-
«Si el carlismo tuvo razón para aportar los requetés a la guerra, ¿quién puede negarle ahora el derecho o desconocer su deber de ocupar el puesto que le corresponde en esa tarea trascendental?...».
«Debemos, por tanto, aprestarnos con todo el entusiasmo a desarrollar la labor política que exige esta nueva etapa… Para esta tarea, la Comunión Tradicionalista recoge el llamamiento hecho a la nación por el Jefe del Estado…».
«Yo espero de vosotros, mis fieles y queridos carlistas, que contribuiréis con todo esfuerzo a tan alta y decisiva empresa, unidos y obedientes a las órdenes de las autoridades de la Comunión, en quienes tengo depositada mi confianza».
• Conforme a esto fueron los actos de Montejurra durante más de una década. Acorde con aquella política era el que se plantease el problema de la nacionalidad española de los príncipes, situándose en los supuestos de la Ley de Sucesión. En coherencia plena con el manifiesto de 1957 está la aceptación del referéndum sobre la Ley Orgánica en 1966.
Me parece obvio el juicio de los carlistas que calificaron aquellas actitudes como formal abdicación y renuncia a las responsabilidades de una soberanía legítima, que se afirmaba aceptar desde 1952.
Por aquellos años, quien ha sido después designado como sucesor aparecía reiteradamente en puestos en donde no se vio nunca al Príncipe de Asturias en Montejurra.
Por aquellos años, y por si faltase claridad en los planteamientos, se calificó de príncipe francés a D. Javier y se declaró que su candidatura al trono español no representaba sino «la especulación de un diminuto grupo de integristas».
Pero con una paciencia que recuerda la que San Pablo reprendía en los fieles de Corinto –«soportáis a quien os domina, a quien se apodera de lo vuestro, a quien os defrauda, a quien se engríe y os hiere en el rostro»– y una esperanza contra toda esperanza, cual la de Abraham, pero sin base en promesas divinas ni humanas, integristas eminentes confiaban que la instauración de la Monarquía Tradicional por el régimen llevaría al trono a la Casa de Borbón Parma como heredera de la legitimidad carlista.
• La colaboración, bajo la jefatura de D. José María Valiente, corresponde a la etapa del régimen que va por la atenuación del falangismo al Movimiento, y que, bajo formas [falangistas], todavía se caracteriza sustancialmente por el predominio del propagandismo católico.
Aquel colaboracionismo y adhesión a la tarea de institucionalizar la Monarquía Tradicional en el cuadro de las leyes fundamentales del régimen ha tenido un resultado, previsible, «juancarlista».
Pero por esto mismo no ofrece un estricto paralelismo con la política del Conde de Barcelona, por lo menos en su vertiente «oficial», orientada, a pesar de la presencia en España de su hijo Juan Carlos, en un sentido de «legitimismo» dinástico y de discontinuidad y ruptura pluralista y democrática respecto del régimen.
Los nuevos tradicionalistas no carlistas que estuvieron con Valiente en Montejurra, en los años ya inmediatos a la expulsión de los Príncipes de Borbón Parma representan un mundo político bien diverso al que se expresaba en los artículos de Anson o de Areilza en el diario «ABC».
Ideológicamente, el carlismo colaboracionista estaba más a la derecha que el juanismo.
• La situación actual del carlismo, gradualmente preparada a lo largo de aquellos años y marcada por dramáticos desenlaces, tiene que ser calificada evidentemente como etapa de oposición «democrática».
El lenguaje «carlista» habla ahora de revolución social. De acción política en consonancia con los tiempos y «con el sentir de una iglesia atenta a las realidades sociales y dispuesta a la conquista de las almas por el camino del diálogo y la apertura».
Habla de «los fueros de los sindicatos y de los partidos políticos», de «federación de repúblicas sociales españolas». De los «pactos que se formulan en los Estados republicanos de los países».
El carlismo se define a sí mismo como un partido líder, en el que el Rey desempeña también necesariamente un papel de liderazgo político, ejercido bajo su alta responsabilidad por un Príncipe «incómodo», «moderno» y «cristiano».
Ya no se habla, naturalmente, de la Cruzada, del 18 de julio, del «Movimiento», que fueron alegados durante muchos años como títulos de colaboración con el régimen.
Y en lo referente al primer lema de la bandera carlista, se dice ahora, con cómoda adaptación a los vientos de la historia, que un Estado confesional es, después del Concilio, un Estado no cristiano.
• Esta actitud de oposición democrática que desborda una apertura a la izquierda y se integra en una política de frente popular, coincide ciertamente con las más radicales coaliciones izquierdistas emprendidas por el juanismo. Se comprenden, precisamente por esto, sus amplias coincidencias con la oposición situada, la ejercida por sectores que están o habían estado presentes en la Administración del Régimen.
Pero todavía cabe reconocer que sería impensable e inesperado encontrar, en los ambientes de este neocarlismo democrático y socialista, algunos gestos de reacción patriótica como los expresados, frente a campañas internacionales antiespañolas, por don Manuel Aznar en La Vanguardia o por algunos artículos del propio ABC.
Ideológicamente, el neocarlismo de oposición parece querer situarse más a la izquierda que el juanismo.
• Apunto rápidamente unas sugerencias:
Una política que, después de haber sido menos intransigente con el falangismo que la del tradicionalismo carlista, viene a coincidir con éste en la resistencia a la etapa totalitaria; que es colaboracionista del Régimen, ya aliado con Norteamérica y en régimen de Concordato con la Iglesia, aunque todavía formalmente falangista; y que pasa a ser de oposición en la etapa de «Gobierno de oposición» neocapitalista y tecnocrático y de oposición cristiana progresista posconciliar; una política así podría ser entendida unitariamente desde la personalidad del único hombre que ha asumido, sincera y abiertamente, la responsabilidad de todas sus inconexas fases.
Respetuosamente tenemos que preguntarnos sobre lo que no es y lo que es D. Javier de Borbón.
Don Javier de Borbón no parece ser un carlista español. De haberlo sido hubiera asumido sin inconsecuencias constitutivas y esenciales las responsabilidades que declaró aceptar en 1936 y en 1952.
Don Javier de Borbón no parecer ser, por su doctrina y mentalidad, un tradicionalista. Si lo fuese no podría haber dirigido nunca al pueblo carlista una Declaración como la de Valcarlos, de 6 de diciembre de 1970.
Don Javier de Borbón no es demócrata «antifascista», en el sentido en que le juzgaron desenfocadamente algunos. De haberlo sido no hubiese apoyado la Cruzada del 18 de julio, ni tal vez hubiese transigido, durante la segunda etapa del régimen, con sectores de falangismo atenuado y abierto a la Monarquía de las Leyes Fundamentales.
Don Javier de Borbón no es ideológicamente un liberal ni, respecto a la política española, un «juanista». De haberlo sido no hubiese mantenido actitudes de adhesión al régimen establecido, ni de apoyo a Carlos Hugo como Príncipe de Asturias, naturalmente muy mal recibidas por los liberales juanistas.
Don Francisco Javier, hombre religioso, sincera y profundamente católico, me parece (reflexionando sobre las cosas dichas y las que paso en silencio, referentes a los que han ejercido la más alta autoridad de la Tierra) políticamente un «ultramontano».
Pero no un ultramontano intransigente, no un integrista. Aunque sienta estima y simpatía por el espíritu y la obra de los Veuillot y los Nocedal, y por los movimientos seglares contemporáneos que perseveran en aquella línea. Y aunque tal vez a través de aquella estima pudiesen acercarle al carlismo figuras eminentes del tradicionalismo ultramontano e integrista español.
Recuerdo siempre la impresión de sorpresa que me produjeron sus palabras en un Manifiesto dado a conocer en Montserrat, en un acto carlista nacional que presidía don Manuel Fal Conde, por los años de transición de la primera a la segunda etapa.
Don Javier, entonces todavía como Regente de la Comunión, afirmaba que ésta, aunque con la ventaja de un mayor arraigo en la Tradición nacional, era comparable, en su ortodoxia y fidelidad a la doctrina católica, a «los partidos llamados católicos o centristas».
Ultramontano no intransigente, es un «vaticanista». Su visión del mundo político contemporáneo no es la de ABC. Es la de Ecclesia y de Ya.
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