Desatinadas contradicciones del “ciudadano de orden” don Claudio Sánchez Albornoz haciendo apología de la revolucionaria y criminal II República en su obra “Testamento Histórico Político” (1976) . ¿Quizá, acaso, en base a sus convicciones y amistades masónicas?, concluirá el articulista.


Revista FUERZA NUEVA, nº 506, 18-Sept-1976

DON CLAUDIO Y LA REPÚBLICA

(Un “Testamento histórico-político” sin codicilo)

Comentarios al libro “MI TESTAMENTO histórico-político” del académico Sánchez-Albornoz

¡Qué buena persona es este don Claudio! ¡Qué gran trabajador! ¡Qué cumplido español, en sus virtudes y defectos!... Estas exclamaciones nos van brotando al pasar las páginas de su “Testamento histórico-político”. Testamento: por escrito en expectativa de ultimidad, en sazón de despedida del mundo y de sus disputas. Histórico: por resumir sus tesis sobre el significado de la historia de España. Político: por extractar en la “re Pública”. Nunca mejor empleada la expresión latina, porque don Claudio intervino en la “re Pública” durante aquella república -la segunda, hasta ahora-, que se implantó, del modo estrafalario que todos sabemos, un martes abrileño de 1931. (...)

Se trata de ver la segunda República española a través del cristal albornociano. Y se trata de comentar esa imagen, complementándola con la obtenida a través de nuestro particular cristal.

LOS “PALEORREPUBLICANOS”

¿Cómo fue la segunda República? ¿Qué clima moral -al decir de Sánchez-Albornoz- dominaba en la gran mayoría de los republicanos? Ese “clima moral” era el clima masónico. Yo no invento nada. Pueden ustedes consultar la página 38 del “Testamento”. Allí dice: “Los viejos republicanos eran masones y rabiosamente anticlericales y no supieron liberarse del peso muerto de su devoción a los ideales de la primera República. Consideraban el régimen como su propiedad privada y nos miraban con recelo a los neorrepublicanos que estábamos libres de sus prejuicios, de sus filias y sus fobias; a neorrepublicanos entre los que figuraban Ortega, Unamuno, Miguel Maura y Marañon”.

Es lástima que Sánchez-Albornoz no complete esta tan prestigiosa como breve lista con la de los “paleorrepublicanos” iniciados en la “luz” del “Gran Oriente”. Remediemos la omisión, a fin de que los lectores jóvenes, que no conocieron aquellos ajetreados tiempos, sepan a qué atenerse. Los “viejos republicanos”, tan imprecisamente aludidos por don Claudio en ese texto eran, entre otros de menor entidad: Lerroux, Martínez Barrio, Azaña, Fernando de los Ríos, Alvaro de Albornoz, Giral, Casares Quiroga, Portela Valladares, Marcelino Domingo, Jiménez de Asúa, ramón Franco, Rodolfo Llopis, Salazar Alonso, Augusto Barcia, Eduardo Ortega y Gasset, Pedro Rico, el general López Ochoa, Francisco Maciá, Luis Companys... La mayoría de los diputados a las Constituyentes eran adeptos de la “Gran Fraternidad Universal”. Por tanto no extrañará que la Constitución de la República que aquellas Cortes redactaron recogiese la casi totalidad de las directrices trazadas “ad hoc” por la Gran Logia española en su asamblea celebrada en Madrid los días 23, 24 y 25 de mayo de 1931.

Nos hemos entretenido en cotejar ambos documentos y podemos afirmarlo. No miente, pues, Sánchez-Albornoz al especificar el “clima moral” de la República. Los hechos, además, lo corroboran: quema de iglesias y conventos, ante la total inhibición de la fuerza pública, secularización de la enseñanza, implantación del divorcio, expulsión de los jesuitas... Don Claudio les llama “anticlericales”, pero en verdad ese adjetivo es eufemístico y masonoide. Los masones “regulares” suelen atribuirse el “anticlericalismo” pero no la “irreligiosidad”. Sin embargo, la intervención de los “hermanos” en la política ha traspasado siempre el anticlericalismo para llegar al anticatolicismo abiertamente. Eso cantan los hechos, pese a que no lo quiera reconocer el buenísimo don Claudio, empeñado en autodefinirse como “español, demócrata, liberal, católico y socializante” (página 16). El “clima moral” imperante en la segunda República -reflejo exacto del de la primera y del de toda la tradición liberal y progresista del XIX- no es otro que el que se respira entre mandiles y malletes, entre escuadras y compases, el que el “libre y aceptado masón” Voltaire proponía a sus amigos mediante aquella elocuente consigna con que terminaba todas sus cartas: “Aplastad a la Infame”. Y bien sabido es que tan injurioso epíteto lo reservaba para Nuestra Santa Madre la Iglesia.

POCO OBJETIVO

Don Claudio se considera ecuánime, imparcial, equidistante, como buen historiador: “Debo reconocer, para ser justo, que el feroz anticlericalismo de la masonería no era sino el reverso del no menos feroz clericalismo tradicional” (pág. 39). La sed de justicia de don Claudio, su justificación de una ferocidad en razón de la otra, nos resulta, por cierto, poco objetiva y menos respetuosa hacia la Historia. Desconoce con ese equilibrio de ferocidades -según él, gratuitas-, uno de los procesos más esenciales del acontecer histórico de los últimos tres siglos: el enfrentamiento al poderío espiritual de la Iglesia, Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana, de otro poder espiritual que aspira a someterla y a anularla: el de la Francmasonería Universal, de raíz británica y de ramificaciones plurinacionales. Es asombroso que, al pretender enjuiciar lo sucedido en nuestro suelo y protagonizado por nuestra gente, intente explicarlo aisladamente, con independencia del devenir histórico mundial. ¿Puede hacerse así la Historia, maestro Sánchez-Albornoz? ¿No sería más riguroso -y más claro y convincente- ver los episodios de nuestra historia nacional insertos en el más amplio fluir de las corrientes que se agitan en todos los vértices de la llamada civilización occidental?

Por no hacerlo así, la parte política de su “Testamento” se expone a no trascender de lo anecdótico, a no llegar a lo categorial. Ferocidad, sí. Por ambas partes, sí. Pero ¿por qué? ¿No le parece que la ferocidad es inseparable del combate? Había ferocidad por que había pugnacidad, porque había dos líneas de batalla en que los combatientes aspiraban a destruir la fortaleza adversaria para imponer la propia. Las pretendidas ecuanimidad y tolerancia de las naciones que se nos suelen poner como modelos no son posibles más que porque en ellas la fortaleza masónico-liberal ha derrotado y sometido a la fortaleza católico tradicional. La coexistencia pacífica se ha conseguido al precio de la pérdida de la batalla. Pero perder una batalla -se ha repetido muchas veces- no es perder la guerra. Y la guerra seguía, en el 31, teniendo entonces como escenario a España. ¿Por qué no iba a ser feroz si era guerra?

Pero don Claudio no lo ve así. No ve -y esto es grave por ser él un hombre totalmente entregado al trabajo historiográfico- que la radical confrontación que hace crisis en la España de la segunda República constituye una de las decisivas “batallas metafísicas” a que se refiere otro escritor actual. Muestra de esta ceguera de Sánchez-Albornoz: “La República tenía mil problemas mucho más graves y mucho más urgentes que el celoso y sañudo anticlericalismo. La reforma agraria, por ejemplo, y el problema regional. Los dos eran archividriosos y requerían un tacto y un inteligente actuar para centrar la República en medio de las dos fuerzas ideológicas de España, izquierda y derecha, sin cuya legal colaboración el régimen estaba llamado al fracaso” (pág. 39).

Permítame que le contradiga. Por muy importantes que fueran -y que siguen siendo- la reforma agraria y los separatismos, había -y hay- otro asunto mucho más trascendente: el del sesgo último que iba a tomar la vida española, optando entre la metafísica teocéntrica, cuyo emblema es la cruz, o la metafísica antropocéntrica, cuyo símbolo es la estrella de cinco puntas -pintada de blanco en la rama liberalista; pintada de rojo, en la socialista. Metafísicas ambas que vienen a ser las versiones hodiernas de las dos ciudades descritas por San Agustín: la de Dios y la del Hombre.

Sí, el régimen republicano estaba llamado al fracaso, desde el principio, dado que necesitaba -usted lo dice- de “la legal colaboración de las dos fuerzas ideológicas” que luchaban en la vieja Hispania. Pero es que si colaboraban dejaban de ser fuerzas... Lo que usted -y todo centrista como usted- necesita para hacer posible el cumplimiento de su sueño es que las fuerzas impulsadas por una recia fe... abandonen esa fe, que es su razón de ser; o sea, que dejen simplemente de existir por las buenas, a fin de dejarse reemplazar por la no-fuerza centrista, consistente en la no-fe en algo, en el escepticismo total, en el dejar lo que más importa al albur del sufragio “universal” e inorgánico. Usted -buen centrista- estima que podría haber habido una “colaboración legal” entre los que consideraban “infame” a la Iglesia y los que denunciaban como “diabólica” a la Logia, entre los que quieren el reino aquí y ahora y los que lo esperan allá y en lo eterno. Mas eso es un imposible histórico y metafísico, mientras cada una de esas dos fuerzas permanezca fiel a sí misma. De esa imposibilidad surgió el fracaso de la República. (...)
continúa