... “SANGRE CALIENTE”
Prefiere nuestro ilustre historiador recurrir, como factor explicativo -entre otros- del fracaso republicano, a la opinión de que “los españoles tenemos la sangre más caliente que nuestros convecinos de Occidente” y de que, por consiguiente, “esa barbarie venía a cruzarse en el camino de la convivencia en paz dentro de la República” (pág. 40). Lo que llama “sangre caliente” y “barbarie” -y que es pasión límite por defender una determinada concepción básica del sentido de la vida- se ha manifestado en todas las latitudes, sin correlación alguna con el color de ojos, de cabellos o de piel, en cuanto ha sonado el clarín para la “batalla metafísica”. Los ejemplos son fáciles de encontrar (...)
Más interesante es destacar los resultados que dio de sí el caliente borbotón de sangre ibérica en el transcurso de la peripecia republicana. Productos de la “violencia ancestral”, son -según Albornoz- la sublevación del general Sanjurjo en el 32 y la de Largo Caballero en el 34 (pág. 40). Las dos sublevaciones son contra la legalidad republicana, pero don Claudio descuida precisar sus matices distintivos; la de Sanjurjo está motivada en el permanente quebrantamiento de la paz y de los derechos de las personas, por parte de las facciones enemigas del “orden burgués”, ante la pasividad de los gobernantes; la de Largo se “justifica” por la antidemocrática razón de que habían accedido al Gobierno -como miembros de la mayoría parlamentaria- algunos hombres de la CEDA, entre ellos Gil-Robles. O sea, y esto no lo dice Sánchez- Albornoz, la “sanjurjada” reclama que la República cumpla con su deber primario: salvaguardar los derechos ciudadanos; la revolución de Asturias -y la concomitante de Cataluña- exige que la República incumpla su deber de acatar la voluntad popular, expresada por el sufragio universal, directo y secreto. Sánchez- Albornoz, al reseñar ambas insurrecciones se olvida de estas esenciales discrepancias.
En cambio, las matiza con las consideraciones marginales de que, paradójicamente, Sanjurjo había sido factor muy importante en la proclamación de la República “porque como jefe de la Guardia Civil había ido a ofrecerse al todavía vacilante grupo de hombres que constituyeron el Gobierno provisional”, en tanto que Largo “había colaborado con la dictadura de Primo de Rivera”. Lo que no añade el maestro Albornoz es que, en ambas explosiones “ancestrales”, Franco fue disciplinado servidor del régimen republicano, al cual, no obstante, tenía profunda antipatía, como es bien sabido.
Nos importa recoger lo que considera don Claudio que fue “su problema de conciencia” ante la revolución de octubre del 34: el partido al que pertenecía -Acción Republicana, de Azaña- no se declaró hostil a ella, pero a él le parecía “equivocado e inoportuno el movimiento dirigido por Largo Caballero y le repugnaba lo ocurrido en Asturias” -voladura de la Cámara santa y de la Universidad de Oviedo-, al mismo tiempo que “su condición de castellano le movía a la cólera ante la declaración de la República catalana por la Generalidad” (pág. 44). Y confiesa, radicalmente pesimista: “La revolución de octubre acabó con la República”. Lo que significa, evidentemente, que la República había dejado de existir dos años antes de que Franco fuese nombrado Jefe del Nuevo Estado. Si lo que afirma Sánchez- Albornoz es cierto -y creo que lo es-, España careció durante dos largos y penosos años de un verdadero Estado rector. Y, por tanto, no puede acusarse a Franco, y a los españoles numerosísimos que le apoyaron, de haber destruido ese Estado inexistente. Así que al menos eso queda claro para Sánchez-Albornoz: que “la revolución de octubre hizo imposible la vida normal de la República” (pág. 46).
Y añade, aclaratorio: “En un campo suscitó un terror no sé si justificable pero auténtico. Y en el otro un fortísimo deseo de venganza por la dureza de la represión”. Vamos por partes, don Claudio: ¿cómo es que no sabe usted si el terror despertado en un campo era justificable? ¿Pues no acaba usted de confesar su repugnancia por lo ocurrido en Asturias -manifestación del implacable odio izquierdista a la tradición religiosa y cultural- y su cólera castellana ante lo sucedido en Cataluña -ruptura abierta de la secular unidad nacional? Entonces, ¿es que a usted le dejaba tan frío como un témpano el panorama que tan claramente anunciaban los acontecimientos de octubre? Sea sincero; justificable hasta lo máximo era, si no el terror, la alarma intensísima que cundió entonces entre los muchos españoles que todavía sentían amor por su Tradición y por su Patria. ¿A qué otro sangriento episodio había que esperar para sentirse de veras alarmado?
Y en cuanto a lo segundo, a lo de la “dureza de la represión”... ¿Es que no recuerda usted que Largo Caballero, el “Lenin” español, fue absuelto por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, en la causa seguida contra él por su intervención en los sucesos revolucionarios de octubre, el día 30 de noviembre de 1935? Es decir, ¿no recuerda que el máximo responsable de la revolución que a usted le planteó tan amargo problema de conciencia no pasó en prisión más que un año y un mes? ¿Tampoco recuerda el indulto que benefició a Pérez Farrás, militar -y masón- sublevado para desmembrar Cataluña de España? ¿No sabe que, en total, hubo veinte condenas a muerte, de las que se cumplieron dos? ¿Y es eso a lo que llama usted “dureza de la represión”? Si quiere saber lo que es represión dura frente a los que intentan asaltar el Poder mediante las armas en un Estado liberal, examine lo que ocurrió en los Estados Unidos al final de la Guerra de Secesión, o en Francia después de la Comuna, o en el Reino Unido frente a los fenianos.
No. La represión derechista de los sucesos de octubre del 34, si de algo pecó fue de benévola. La prueba es que un año más tarde, las izquierdas españolas organizaban sus mítines al grito desafiante -y tolerado- de “¡Somos los de octubre!” y ponían por todas partes las siglas de UHP, consigna que había servido de contraseña entre los mineros asturianos alzados contra el Gobierno. Tampoco es acertado interpretar la reacción izquierdista por un “fortísimo deseo de venganza”. La acción revolucionaria estaba fríamente planeada y tenía por objetivo el cumplimiento de la profecía de Lenin: “Yo afirmo, y la historia me dará la razón, que el segundo país con dictadura proletaria en Europa será ciertamente España”.
DECLARA, POR DOS VECES, FINIQUITADA LA REPÚBLICA
Por si fuera poco con la afirmación ya transcrita de que “la revolución de octubre acabó con la República”, Sánchez-Albornoz nos habla después (pág. 47) del otro “gravísimo error” que, según afirma, “hizo imposible la perduración de la República”. Ese otro error fue “la destitución anticonstitucional de don Niceto”, promovida por el Gobierno del Frente Popular presidido por Azaña. Fijémonos bien en que don Claudio declara finiquitada la República por dos veces, y las dos a manos de la conjunción republicano-socialista. Así queda paladinamente en claro que fueron los hombres de izquierdas los primeros en desacatar la Constitución por ellos mismos establecida. Da la impresión de que Sánchez-Albornoz piensa que esa Constitución fue promulgada sólo para que la respetasen las derechas, lo que no deja de ser una curiosa manera de entender la exigencia de respeto al marco constitucional.
Otro “drama de conciencia” de Don Claudio: “Ninguna vez he votado en el Parlamento más contra mi convicción y contra mi voluntad que al acordar la defenestración de son Niceto” (págs. 47 y 48). Esta contrita confesión nos hace saltar estupefactos a los ingenuos que creíamos que el sistema parlamentario y liberal es la única garantía del respeto a la libre voluntad del hombre. Así que un varón de la talla de don Claudio se ve “forzado” a votar contra lo que su razón clarísima le indica y a favor de una decisión que advierte sin duda alguna como un “gravísimo error” ... Pero entonces, ¿las decisiones del Parlamento no las toman sus miembros, elegidos libremente por la voluntad popular? (...) Para ese viaje nos sobran las alforjas de las elecciones.
¿”UNA SALIDA HONORABLE”?
No nos extraña que a raíz de ese mal trago, el rectísimo Sánchez-Albornoz decidiese dimitir de su cargo parlamentario, como lo hizo. Aunque aquí pierde una ocasión magnífica de quedar como un ángel impoluto, pues no justifica su decisión por el irresistible asco que le produjo el sistema político al que estaba sirviendo, sino en la convicción de “la inminencia de la crisis definitiva de la República” (pág. 48). Y nos confía con sinceridad: “Busqué una salida honorable del tráfago político y solicité -sí, solicité- la Embajada en Portugal”. Un castizo como él hubiera podido utilizar aquí, en vez de la expresión “una salida honorable”, el popular giro de “escurrir el bulto”. Ve que el horizonte se está poniendo negro y se va a buscar un “clima moral” más “benigno”. “Estaba tan avanzada la crisis social en España tras el triunfo del Frente Popular que más de una vez se me pasó por la mente la idea de llevarme a Portugal las alhajas familiares”.
Reparen en el delicado eufemismo: quiere decir que cuando subieron al Poder los frentepopulistas, no existía en España seguridad alguna para las vidas y las haciendas de los ciudadanos de la “República de trabajadores de todas clases”. Saqueos, incendios, asesinatos todos los días y en completa impunidad. Convocatorias sin tapujos “a la lucha final” contra “el burgués insaciable y cruel”, al que no hay que otorgar “paz ni cuartel”. Adiestramiento militar en plena calle de las juventudes marxistizadas. Llegada a Madrid de agitadores extranjeros -disfrazados de cantantes callejeros- con pretexto de asistir a la Olimpiada popular anunciada en Barcelona como réplica “proletaria” a la otra que aquel verano debía celebrarse en el Berlín nacionalsocialista... A tales extremos se estaba llegando que los “viejos republicanos”, los “hermanos masones”, sacerdotes máximos de la libertad democrática -no las derechas amenazadas en sus más queridos valores espirituales y materiales-, son los que lanzan la odiada palabra: dictadura. “El acuerdo político tomado en casa de Azaña, a propuesta de Giral, de ir a la dictadura republicana para restablecer el orden público y salvar las instituciones” (pág. 50). Pero, pese a tal acuerdo, el débil y derrotista Azaña no da el paso al frente y se resigna: “Ya estamos buenos para que nos fusilen”, dice una mañana de junio del 36, “tras haber oído a Moles, ministro de Gobernación, el relato de los desórdenes ocurridos durante cuarenta y ocho horas”. Y Sánchez-Albornoz, que presenciaba el diálogo, siente “cruel desilusión” al darse cuenta de que el presidente de la República renuncia a la lucha valerosa contra el caos, renuncia a salvarla República por el camino dictatorial que sus correligionarios veían como único viable, se inclina a ser víctima “del energumenismo que se palpaba sin esfuerzo en las masas republicanas”.
Al llegar aquí nos parece que el maestro Albornoz, el bueno de don Claudio, debiera razonar así: si Azaña no se atrevió a hacer uso del poder que legalmente había asumido, ese poder estaba de hecho vacante y, como lo exigía la defensa de los derechos de los ciudadanos, ese poder debía ser recogido por una mano firme y dictatorial.
Pues no, Don Claudio nos deja boquiabiertos tras habernos descrito lo que antecede, estampando la siguiente línea: “Dejaría incompleto el panorama de la hora si no estigmatizara la rebelión contra la República”. Pero ¿no habíamos quedado en que la República estaba muerta ya por dos veces a manos de los republicanos? ¿No hemos reconocido la avanzada crisis social que amenazaba los bienes de los ciudadanos pacíficos y que a él le incitaba a poner a salvo sus alhajas? ¿No nos hemos enterado de que el mismísimo presidente de la República se consideraba “bueno para el fusilamiento”? Entonces, ¿qué derecho tiene este buen don Claudio a estigmatizar a quienes, no teniendo fe desde un principio en el sistema republicano, habían aguantados sus errores y perjuicios durante cinco años y, no teniendo una confortable Embajada en el extranjero donde refugiarse, se sentían irremisiblemente “buenísimos para ser fusilados”? ¿Qué derecho tiene para estigmatizar a quienes no tuvieron miedo de aplicar lo que hasta los santones de la francmasonería estimaban “el último remedio”?
Y sin embargo, se permite afirmar: “para mí, España está por encima de todo” (página 51). No, don Claudio, perdone; para usted está por encima de todo su amor a los principios liberal masónicos. Usted milita en el bando de quienes -aferrados a sus ideas- sueltan la olímpica maldición: “¡Húndase el mundo con tal de que se salven los principios!”. Si de verdad tuviese usted a España por encima de todo, habría vuelto a ella hace muchos años, pues nadie se lo impedía, como nadie se lo impidió a Lerroux, a Miguel Maura y a tantos otros republicanos que aquí vinieron a terminar tranquilamente sus días. Si ese gran amor a España fuera cierto, habría reconocido noblemente, a su regreso, que el régimen nacido de la “rebelión contra la República” -que usted mismo, sin quererlo- nos ha mostrado que no fue sino contra el insoportable desorden de un régimen sin vigor y sin respeto por sus instituciones- ha hecho más por España que ningún otro de su historia, de la cual tanto sabe usted. Como también hubiera reconocido que, así como España -durante los ocho siglos de la Reconquista- ante la presión musulmana “fue la rodela de Europa”, ha vuelto a serlo en estos últimos cuarenta años ante la presión comunista.
DÍGALO DE UNA VEZ, DON CLAUDIO
Que el sentido de la obra de Franco -militar y política- es ése y no otro se trasluce en los reveladores párrafos de su “Testamento” que voy a transcribir. Está usted hablando de Azaña, su jefe y amigo, y nos dice de “lo angustioso de su cautiverio, tanto más insoportable cuanto más declinaba el campo republicano hacia el comunismo” y nos traslada lo que Azaña le dijo en Valencia: “La guerra está pérdida, pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos. Si nos dejaban” (pág. 55). Y luego resume usted por su cuenta: “Los demócratas liberales habíamos sido desplazados de la conducción de la República, que habría caído sin remedio -había caído ya en 1937- en manos de los secuaces de Moscú” (página 56). “Habría caído sin remedio” es una frase condicional que usted no concluye bien. Sin temor, don Claudio, concluya esa frase incompleta. Habría caído sin remedio... de no haberse producido la victoria de las armas de Franco.
Usted que dice que ama a España por encima de todo, usted que practica el rigor insobornable de la verdad histórica, usted que proclama que “no tiene de rojo más que la corbata”..., dígalo de una vez, proclame en un codicilo añadido a su “Testamento” el altísimo servicio prestado a la civilización cristiana por las huestes franquistas. ¿O es que teme -usted, caballero castellano sin miedo y sin tacha- que le retiren el saludo sus viejos amigos de la Logia de la calle Cangallo, en Buenos Aires?
A. PINILLOS
|
Marcadores