El protagonismo del P. Claret sirve para ejemplificar sobre la realidad política de la "transición". Dada la consabida tendencia del articulista, señor Tarragó, a derivar hacia los principios del 18 de Julio, omito algunas partes intragables (que dan vergüenza ajena) en las que el sr Tarragó toma en serio y elucubra sobre los "juramentos" que hizo Juan Carlos, como la "solución" para España; cuando más bien aquello fue una tramoya, un colosal perjurio que a nadie sorprendió, ni entonces ni después.
Revista FUERZA NUEVA, nº 517, 4-Dic-1976
LA MONARQUÍA QUE NO PUEDE SER
Con San Antonio María Claret al fondo
San Antonio María Claret es una figura prolífica en elecciones, ejemplaridades, obras y actividades en favor de la Iglesia y de España. Él llena con su influencia espiritual todo el siglo XIX español. Sacerdote catalán, misionero por todos los rincones y confines de las diócesis catalanas, arzobispo de Santiago de Cuba, fue llamado a Madrid para convertirse en confesor de Isabel II. Toda la peripecia de San Antonio María Claret rebosa de actuaciones ingentes como son la fundación de congregaciones religiosas, el impulso de empresas tan colosales como la restauración de El Escorial, su intervención en la elección excelente de obispos, publicaciones de tirajes impresionantes de libros, opúsculos y hojas voladeras, y una asistencia de alto vuelo aconsejando personas insignes en todos los aspectos.
El aspecto más controvertido, crítico y difícil del padre Claret fue su presencia en la Corte como confesor de Isabel II, en un cargo que no le gustaba, por el ambiente y por contrariar su intenso deseo de dedicarse a la predicación. Fue la obediencia al Papa la que le sujetó. Se encontró en circunstancias realmente dramáticas. Para un prelado tan fiel al Papa, fue un embarazo tremendo el reconocimiento del reino de Italia, en 1865. Su regreso a Palacio costó entrevistas personales con Pío IX y su voluntad expresa. Y no es un secreto para nadie que la presencia del padre Claret en la familia real tuvo consecuencias satisfactorias y benéficas para sus personas. El padre Claret, a pesar de las calumnias con que le persiguió la masonería, se mantuvo siempre alejado de toda intervención política.
Monarquía que terminó mal
Todo esto viene a confirmar una tesis que nunca puede soslayarse. En los gobernantes, en los monarcas, no bastan las buenas costumbres privadas, sino que importan los aciertos en el sistema político apto para mantener el gobierno seguro de su pueblo. El padre Claret proporcionó luces y orientaciones para la vida familiar y privada de Isabel II y los suyos. Pero al no proyectarse la influencia de la doctrina católica en la vida nacional, manipulada por la masonería y los gobiernos liberales, la Monarquía terminado destronada y humillada.
Menéndez y Pelayo nos dice:
“La monarquía estaba moralmente muerta. Se había divorciado del pueblo católico y tenía enfrente a la revolución que ya no transigía. En las horas de peligro extremo apenas encontró defensores, y el pueblo católico la vio caer con indiferencia y sin lástima. Aquí conviene recordar aquellas palabras de Shakespeare, traídas tan a cuento por Aparisi: “Adiós, mujer de York, reina de los tristes destinos”.
El padre Claret presentía y estaba seguro de lo que venía: la Revolución del 68. En la obra “El confesor de Isabel II”, del padre Cristóbal Fernández, se nos dice sobre esta encrucijada:
“Según pasaban los meses, el padre Claret, contra las ilusiones de muchos, sentíase cada vez más firme en estas sus apreciaciones desconsoladoras, y precisaba mejor las calamidades de todo género que se cernían sobre la Patria, aunque lo atrevido de sus vaticinios estremeciese a tantos, demasiadamente candorosos o mal situados para ver o interpretar las realidades.
En el mes de agosto de 1861 escribía separadamente a dos distintos destinatarios esta misma frase:
“Actualmente están amenazando a España tres grandes calamidades: el comunismo, el protestantismo y la república, siendo de notar cómo para España, atendidas las circunstancias, la República era considerada por el padre Claret como una gran calamidad y también como un castigo”.
Ni un santo puede contra la monarquía liberal
Continúa el padre Fernández:
“El 4 de septiembre de 1867 moría en Biarritz O'Donnell y consiguientemente los acontecimientos se precipitaron, al pasarse a las bandas antidinásticas grandes contingentes del Partido Unionista, ahora capitaneado por el duque De la Torre, el general Serrano, años atrás tan distinguido y favorecido por la reina, y que en sus propias capitulaciones matrimoniales ponía esta cláusula: “Don Francisco de Serrano aporta tres millones de reales, que debe a la generosidad de la reina”; pero que ahora se aprestaba ingratamente a destronarla el general bonito. Pero aún iban más lejos las ingratitudes y las traiciones. Sin mencionar al infante don Enrique, hermano del rey y primo de la reina, que acaso por despecho más que por convicción figuraba entre los más avanzados políticos antidinásticos y conspiraba desde las logias de la masonería; ahí estaba el Duque de Montpensier, cuñado de la Reina, a la que debía su gran categoría en España como infante, el ser caballero del Toisón de Oro y capitán general de los Ejércitos, aunque no hubiese memoria de que hubiese mandado todavía cuatro soldados en España, pero que pareciéndole todo poco, todavía aspiraba a la Corona y conspiraba y cooperaba con los conspiradores, a quienes entregó tres millones de pesetas para el triunfo de la Revolución; a quienes agasajaba y atendía en su bello feudo de Sevilla cuando eran desterrados por el Gobierno”.
La familia real veraneaba en San Sebastián, tranquilamente. Sólo el padre Claret aconsejaba la vuelta a Madrid para tomar las riendas de la situación. Los reformistas, los moderados, los prudentes, los equilibrados, pudieron más sobre el ánimo de doña Isabel II. El resultado ya se conoce. La conspiración de Serrano y Prim triunfo tras la derrota de Alcolea. Isabel II se encontró sola, sin ningún cortesano, camino del destierro. “Pensé que tenía más arraigo en este país”, decía Isabel II. Es el final de la monarquía liberal, partitocrática, constitucional, apoyada en el sufragio universal y amparadora de todos los partidos políticos, sin poner obstáculos a las actividades de la masonería. Ni un santo, como Antonio María Claret, pudo apuntalar aquella Monarquía. Una cosa es hacer bien a unas personas y otra salvar una nación. Y ni un santo puede salvar a España, maniatada por la Monarquía liberal.
El espectáculo se repitió el 14 de abril 1931. Se cumplía la sentencia de Mella:
“La monarquía queda reducida a mera ficción y simbolismo, por añadidura, inútil y costosa, si deja de ser tradicional; es decir, si no se apoya en la tradición y en la unidad de creencias en que ésta se levanta”.
El “mea culpa” de los monárquicos liberales
Proclamada la segunda República en España, la mayoría de los sedicentes monárquicos constitucionales se pasaron con armas y bagajes al nuevo régimen. Los Sánchez Sierra, Bergamín, Burgos y Mazo, Ossorio y Gallardo, Alba Bonifaz y Alcalá Zamora, entre otros, forman esta galería. Pero los que mantuvieran la llama monárquica del antiguo liberalismo dinástico entonces, proclamaron la necesidad de rectificar desde sus raíces el concepto y la sustancia de la monarquía.
En el diario “La Época” se escribía en 16 de junio de 1934:
“Restauración, no; instauración, sí…. No queremos restaurar la Monarquía volviéndola a poner exactamente en el estado que tenía el 12 de abril de 1931…”
En 21 de junio de 1934, “La Época” insistía:
“Al hablar de Monarquía no hacemos alarde de un lealismo personalista, ni de una cuestión previa. La Monarquía, para nosotros, es un contenido doctrinal, social, histórico y político, como la República para los de la acera de enfrente es también un contenido revolucionario, laico y antisocial. Creemos que, en la hipótesis de triunfar los monárquicos, antes de que se instaure la Monarquía, habría de correr un período de transición. Durante él habrían de trazarse las líneas fundamentales del nuevo Estado y convocarse unas Cortes que representaran con toda autenticidad a la nación española, y estas Cortes habrían de fijar -de acuerdo con nuestra historia y con las necesidades de los tiempos- las leyes y preceptos fundamentales que, siguiendo tradición inveterada, el rey ha de jurar y conservar. Si, llegado el caso, el que por herencia hubiese de ser rey se negarse a jurar esas leyes y preceptos, perdería sus derechos y se haría un nuevo llamamiento”.
En “La Época” del mismo 16 de junio de 1934, se estampaba lo siguiente:
“No podemos pensar restaurar la Monarquía liberal y democrática caída el 14 de abril, ni tampoco la absoluta de Carlos III y Fernando VII… Al propugnar la instauración de una Monarquía nueva, no lo hacemos con el pensamiento de halagar intereses personales ni somos arrastrados por impulsos del corazón, sino en cumplimiento de nuestras convicciones basadas el pensamiento y la experiencia… Mando de uno transmitido hereditariamente; consejos técnicos en torno al rey; Cortes corporativas en que se refleje la organización corporativa de la sociedad; continuidad en la gestión; responsabilidad en los actos de Gobierno; competencia… Tales son las características de la Monarquía nueva que deseamos ver instaurada en España”.
El Alzamiento del 18 de julio de 1936 fue la rebeldía santa de España para subsistir y resucitar. Franco encarnó la voluntad del pueblo español, heroicamente enfrentado contra el liberalismo y el comunismo. Franco afirmaba:
“Nos alzamos el 18 de julio por una España mejor; nos levantamos contra la decadencia para contener aquella ola desatada de ambiciones, aquella lucha de clases aniquiladora de todos los valores, destructora de todos los tesoros espirituales y materiales del pueblo español, al que venía hundiendo en el fango. y la miseria” (18-VIII- 54).
El mismo Franco había exclamado:
“Abominamos de los partidos políticos, porque habían reducido a España a su más simple expresión tras un siglo de luchas incruentas de unos contra otros” (14-XII- 52).
El Ejército nacional, los Tercios de requetés, las banderas de Falange, lucharon por esos ideales enunciados por Franco. Pero “no se consiguió formar una unidad alfonsina, por más que se abrió el alistamiento, no faltaron los medios y se puso gran empeño en conseguirlo” como registra Luis Ortiz Estrada, en “Alfonso XIII, artífice de la II República española”.
La monarquía que quería Franco
Franco en la hora de estructurar el estado y coronarlo con la Monarquía, tuvo muy presente lo que había dicho un político juanista tan destacado como Pedro Sainz Rodríguez:
“Tenemos que hacer la unión con nuestros hermanos los tradicionalistas, que aportan a este bloque nacional una historia impoluta y limpia de responsabilidades. en el fracaso en España. Porque ahora es cuando miramos las guerras civiles con la perspectiva histórica que a todos nos ha dado la revolución. Tenemos que ver que así como las guerras de la independencia de América nos parecen guerras civiles que no nos ofenden, las guerras civiles del siglo XIX fueron la primera batalla generosa y sangrienta de la contrarrevolución española”.
Por esto, Franco elaboró, con el plebiscito mayoritario del pueblo español, todo el engranaje de las Leyes Fundamentales hasta la Ley de Sucesión, que en 22 de julio de 1969 se concretó en la figura de su sucesor como Rey de España en el entonces Príncipe don Juan Carlos de Borbón. Franco Paladinamente, afirmó:
“En este orden creo necesario recordaros que el Reino que nosotros, con el asentimiento de la Nación, hemos establecido, nada debe al pasado; nace de aquel acto decisivo del 18 de julio, que constituye un hecho histórico trascendente que no admite pactos, ni condiciones. La forma política del Estado Nacional, establecida en el principio 7º. de nuestro Movimiento, refrendada unánimemente por los españoles, es la Monarquía tradicional, católica, social y representativa... Se trata pues de una instauración, y no de una restauración (22-VII-69).
(...)
Un sistema natural
Ni San Antonio María Claret, con sus dotes privilegiadas y vaticinios sobrenaturales, pudo salvar la Monarquía liberal. Isabel II conoció el destierro. También San Antonio María Claret. Isabel II, como consecuencia de su gobierno erróneo, decadente y liberal. El padre Claret, como purificación y mérito en su vida de santo. Pero el gobierno de los pueblos necesita la lucidez de su sistema propio y natural. Y si san Antonio María Claret no pudo ser el salvavidas de la monarquía liberal de Isabel II, tampoco don Juan de Borbón puede prestar mejor servicio a la Monarquía encarnada por don Juan Carlos que adecuar toda su actuación a lo que el Rey libremente se comprometió a cumplir y velar (...)
De otra suerte, España sufriría lo que Franco había previsto: “una revolución comunista como la que vencimos en el 39”. Y los síntomas que sufrimos actualmente auguran más un porvenir siniestro que la continuidad del realismo, del progreso y del avance que España ha gozado con Francisco Franco Bahamonde.
(...)
Jaime TARRAGÓ
Última edición por ALACRAN; 25/11/2021 a las 15:33
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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