Guerra Civil y religión
"...la complicidad del clero con el terror militar y fascista fue absoluta y no necesitó del anticlericalismo para manifestarse..."
"¿Por qué, Señor, has tolerado esto?", se preguntaba recientemente el papa Benedicto XVI tras la visita al campo de concentración polaco de Auschwitz-Birkenau, el mayor complejo de exterminio construido por los nazis, donde se gaseó, desde marzo de 1942, a centenares de miles de hombres, mujeres y niños, la mayoría judíos.
La Iglesia católica española necesitaría hacerse la misma pregunta 70 años después del inicio de la Guerra Civil. Las imágenes de destrucción que ocasionó la violencia anticlerical en la zona republicana dieron la vuelta al mundo y generaron una corriente de simpatía a favor del bando franquista, mientras que la Iglesia amparó, silenció y ocultó la guerra de exterminio dirigida por los militares sublevados en nombre de la patria y de la religión. Después, feliz y gozosa con todos los privilegios que le proporcionó la dictadura de Franco, nunca quiso saber nada de las víctimas del otro lado y rodeó a sus mártires de una mitología y de un ritual que dura hasta la actualidad. Puede ser el momento de revisar todo eso y de dejar de conmemorar con ceremonias de beatificación y canonización un pasado que poco tuvo de heroico y glorioso.
En los pueblos y ciudades donde fracasó el golpe de Estado de julio de 1936, la Iglesia católica sufrió lo que Isidro Gomá, el primado de los obispos españoles, llamó el "furor satánico", un castigo de dimensiones ingentes, devastador. Quemar una iglesia o matar a un clérigo es lo primero que se hizo en muchos lugares tras la derrota de la sublevación. Más de 6.800 eclesiásticos, del clero regular y secular, fueron asesinados y una buena parte de las iglesias y santuarios fueron incendiados, saqueados o profanados, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente.
La Iglesia siempre ha querido demostrar la justicia de sus posiciones y actitudes a causa de ese anticlericalismo atroz. No fue ese "odio satánico", sin embargo, el que puso a la Iglesia y a los católicos al lado de los militares rebeldes. Reforzó, eso sí, su posición, pero no la originó. La Iglesia habló y actuó desde el primer disparo rebelde, se alineó sin rubor con el golpe militar, que celebró, con las masas católicas, como una liberación, pidió la adhesión a él frente al "laicismo-judío-masónico-soviético", una expresión ya utilizada entonces por el obispo de León José Álvarez Miranda y convirtió la Guerra Civil en una "cruzada religiosa".
Por otro lado, la complicidad del clero con el terror militar y fascista fue absoluta y no necesitó del anticlericalismo para manifestarse. Desde Gomá al cura que vivía en Zaragoza, Salamanca o Granada, todos conocían la masacre, oían los disparos, veían cómo se llevaban a la gente, les llegaban familiares de los presos o desaparecidos, desesperados, pidiendo ayuda y clemencia. Y salvo raras excepciones, la actitud más frecuente fue el silencio, voluntario o impuesto por los superiores, cuando no la acusación o delación. La violencia de los militares sublevados era legítima porque "no se hace en servicio de la anarquía, sino en beneficio del orden, la patria y la religión", declaró ya el 11 de agosto de 1936 Rigoberto Doménech, arzobispo de Zaragoza, cuando todavía no podía conocerse el alcance del anticlericalismo.
La persecución anticlerical convirtió a la Iglesia en víctima, la contagió de ese desprecio a los derechos humanos y del culto a la violencia que desencadenó el golpe de Estado y malogró cualquier atisbo de entendimiento entre los católicos más moderados y la República. Entró en juego la intransigencia más atroz. Y aunque la violencia anticlerical cesó muchísimo antes que la que el clero apadrinaba, la Iglesia, por arriba y por abajo, rechazó la mediación o cualquier salida a la guerra que no fuera la rendición incondicional de los "rojos", es decir, la misma que reclamaban todos los generales rebeldes con Franco a la cabeza. La mediación era "absurda", porque "transigir con el liberalismo democrático..., absolutamente marxista, sería traicionar a los mártires", manifestó en noviembre de 1938 Leopoldo Eijo Garay, obispo de la diócesis Madrid-Alcalá.
No se traicionó a los mártires porque la victoria del ejército de Franco fue tan incondicional y rotunda como la deseaba la Iglesia católica. La violencia institucionalizada y legalizada por el Nuevo Estado ejecutó a 50.000 personas en los 10 años siguientes, después de haber asesinado ya alrededor de 100.000 "rojos" durante la guerra. Pero la Iglesia no hizo ni un solo gesto a favor del perdón y la reconciliación. Más bien lo contrario. Una buena parte del clero se implicó sin reservas en la trama de informes, denuncias y delaciones que, siempre con el recuerdo de la "Cruzada", mantuvo vivo el funcionamiento cotidiano de ese sistema de terror.
Va a hacer 70 años del comienzo de la guerra y han transcurrido ya más de tres décadas desde la muerte de Franco. La Iglesia católica española pasó ya factura a los "rojos" y vencidos y consumó una larga y cruel venganza. Nada de ejemplar hay para ella en ese pasado. Sería un buen momento para hacer un gesto público, para pedir perdón por bendecir y apoyar aquella masacre de infieles y a la dictadura que de ella emergió. Puede seguir la Iglesia beatificando a sus "mártires de la Cruzada", pero las voces del pasado siempre le recordarán que, además de mártir, estuvo también con los verdugos. Mientras que muchos de esos mártires han sido ya beatificados y la jerarquía eclesiástica reclama que sean elevados a los altares muchísimos más, las familias de miles de republicanos asesinados sin registrar, que nunca tuvieron ni tumbas conocidas ni placas conmemorativas, andan todavía buscando sus restos. Es uno de los legados irresueltos que nos queda todavía de la Guerra Civil. La Iglesia, por un lado, y el Gobierno, por otro, tienen la palabra en este año de recuerdo y conmemoración.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.
Julian Casanova
El Pais
15 de junio de 2006
Los mártires de la persecución religiosa española, testigos de reconciliación
La publicación del decreto de martirio de siete sacerdotes catalanes y de una religiosa mallorquí asesinados durante la guerra civil española en plena persecución religiosa constituye un mensaje de reconciliación para España que busca superar los atentados del 11 de marzo, explica uno de los máximos expertos. Vicente Cárcel Ortí, especialista en relaciones Iglesia-Estado en el siglo XX en España, autor de libros como «Mártires españoles del siglo XX» (BAC), explica los motivos y revela detalles del martirio de los futuros beatos.
ROMA, miércoles, 28 abril 2004 (ZENIT.org)
El reconocimiento del martirio de José Tapies Sirvant y de seis compañeros mártires ha sorprendido pues su historia es muy poco conocida.
Cuando en 1946 fue abierto el proceso de José Tapies, los otros seis sacerdotes quedaron excluidos del mismo, si bien habían sido martirizados juntos. Pero, en 1992, el obispo de Urgel, movido por las instancias de los fieles, decidió abrir también el proceso de estos seis sacerdotes.
¿Quiénes eran estos sacerdotes?
Se llamaban Pascual Araguás, Silvestre Arnau, José Boher, Francisco Castells, Pedro Martret y Juan Perot. Todo ellos se dedicaban al ministerio pastoral. José Tapies, muy apreciado por todos los feligreses, cuando fue detenido, quiso deliberadamente entregarse vestido de sacerdote para mostrar su identidad. Cuando lo llevaban a la muerte, de pie en el camión, iba saludando a todos sin distinción hasta que, con un golpe, un miliciano le obligó a sentarse. Silvestre Arnau, formado en la Universidad Gregoriana y en el Colegio Español de Roma, era estudioso de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús. Se dedicaba a la formación de la Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña. Los otros eran párrocos muy queridos.
¿Cómo y por qué murieron?
Murieron por ser sacerdotes. Fueron paseados por Pobla de Segur en un camión acompañados de unos 50 milicianos, hasta el cementerio de Salas de Pallás. Vieron el martirio, además de los milicianos que participaron en el fusilamiento, un campesino que estaba trabajando allí cerca, el conductor del camión, un niño que seguía en bicicleta y un alfarero que los vio descender del camión y oyó los disparos.
Entonces, ¿hubo también mártires en Cataluña en esa época?
Esta región fue quizá la más castigada de España en cifras totales y proporcionales. Estos datos dan idea de lo que allí pasó bajo la responsabilidad de los Gobiernos de la República y de la Generalitat. Fueron martirizados los obispos Irurita, de Barceloma; Huix, de Lérida y Borrás, auxiliar de Tarragona. El Lérida mataron al 65,8% del clero diocesano (270 sacerdotes de 410); en Tortosa el 61,9% (316 de 510); en Tarragona el 32,4% (131 de 404); en Vich el 27,1% (177 de 652); en Barcelona el 22,3% (279 de 1.251); en Gerona el 20% (194 de 932); en Urgel el 20,1% (109 de 540) y en Solsona el 13,4% (60 de 445)
Son datos impresionantes...
Añado otro. El Cardenal Vidal, arzobispo de Tarragona, que salvó la vida gracias a un «conseller», se negó a regresar a Cataluña, a pesar de las insistencias de los republicanos, porque seguía la persecución religiosa: las cárceles estaban repletas de sacerdotes y católicos, por el simple hecho de serlo, y muchos de ellos fueron fusilados antes del final de la guerra. Después al cardenal no se le permitió volver a España por motivos políticos, pero esta es otra historia.
¿Por qué cree usted que su testimonio ha pasado casi inadvertido?
Quizá porque son sacerdotes diocesanos y no religiosos ya que los religiosos disponen, en general, de más personas y medios que las diócesis tanto para elaborar los procesos como para difundir las biografías. Lo demuestran los datos. De 2.584 frailes y monjas martirizados, han sido beatificados más de 300, mientras que de entre los 4.184 sacerdotes diocesanos, apenas unos 50 son ya beatos. Algo semejante ocurre con los seglares, pues de unos 3.000 martirizados por motivos religiosos apenas han sido beatificados medio centenar de laicos, todos ellos católicos muy comprometidos con la Iglesia.
En ocasiones se ha acusado a la Iglesia de abrir viejas heridas con las beatificaciones o canonizaciones de mártires de la guerra civil española.
Ante todo una precisión. Yo nunca los llamó «mártires de la guerra civil» sino de la persecución religiosa, que en España comenzó en 1934 con los «mártires de Turón», ya canonizados, y otros muchos asesinados durante la "Revolución comunista de Asturias".
http://www.fluvium.org/textos/iglesia/igl219.htm
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