"Me urgía reconocer y agradecer ante toda la Iglesia vuestro pasado evangelizador. Era un acto de justicia cristiana e histórica" (10 de octubre de 1984 en Zaragoza).


"España aportó al Nuevo Mundo los principios del Derecho de Gentes (...) y puso en vigor un conjunto de leyes con las que la Corona Castellana trató de responder al sincero deseo de la Reina Isabel 1 de Castilla de que sus hijos, los Indios ..... fueran reconocidos y tratados como seres humanos con la dignidad de hijos de Dios" (8 de noviembre de 1992, ante el embajador de España ante la Santa Sede).


S.S. Juan Pablo II


¿Por qué la Iglesia de Valladolid desea que Isabel La Católica sea canonizada? Notas de su biografía

Muchos de los historiadores actuales tropiezan con un obstáculo, a veces insuperable, para comprender la vida y la obra de Isabel I de Castilla, porque las referencias a la fe, la moral y la piedad cristiana inundan de tal modo todos sus actos que los tornan inasequibles para el orden de valores en que hoy nos movemos. En otras ocasiones, confunden santidad con falta de imperfecciones e incluso con fallos y pecados. Pero lo cierto es que, en un mundo, como el del siglo XV, en el que se busca como meta la fama que perdura, ella trató de alcanzarla mediante el "saneamiento de su conciencia" cumpliendo lo que entendía que era voluntad de Dios y de su Iglesia. Por otro lado, la impronta que en España, y más aún en América, ha dejado tan singular actitud es, sin duda, la herencia concreta: la parte más numerosa del Pueblo Católico, al dirigirse a Dios, habla en español.

Desde su primera juventud aprendió Isabel de sus maestros, frailes y algún obispo, que el cumplimiento del deber, en obediencia a las leyes morales, debía anteponerse a cualquier otra consideración. Y cuando las circunstancias la colocaron en la difícil coyuntura de reclamar la sucesión de la corona, aplicó estos criterios. Por ejemplo, cuando los nobles que rechazaron la idea de que Enrique IV pudiera legar el trono a quien no reconocían como infanta, quisieron proclamar reina a Isabel, tras la muerte de su hermano Alfonso, ella se negó. No porque admitiera que su sobrina Juana pudiera ser la heredera legítima, sino porque sus convicciones le impedían incurrir en los errores que ella trataba de corregir.

La Monarquía era para ella una forma para la gobernación de los Estados de tal naturaleza que se basaba íntegramente en el respeto a la ley, a las legítimas leyes heredadas y a las constituciones propias del reino. Y, por encima de todo, sometida a los principios de la ley divina, de modo que no pueda ser defendida con mentira o injusticia. Cuando quisieron imponerla un marido, Isabel mostró energía sobrehumana para casarse con Fernando, no por razones románticas, sino por su convencimiento de que esta unión de ambas coronas sería lo mejor para la comunidad cristiana que formaban los dos reinos.

En medio de la disolución de costumbres de los nobles de la época, fue una mujer austera; por virtud “nunca bebió vino, sino agua”, y fue de tal castidad que sorprendía a cuantos la conocieron. Transformó su Corte en "la más limpia de Europa". Yello no impidió que acogiese y cuidase a numerosos hijos ilegítimos, incluso a los de su propio marido, o a los de la reina Juana, mujer de Enrique IV, y hasta a los hijos sacrílegos del Cardenal Mendoza, persona ejemplar, pero después de una juventud inconsciente.

Fue mujer de consejo y mujer prudente. Escuchaba antes de resolver ningún asunto. Sus consejeros son personas de mucha valía: Fray Hernando de Talavera, los cardenales Mendoza y Cisneros, Gutiérrez de Cárdenas, Gonzalo Chacón, el converso Andrés Cabrera y el judío Abraham Señero. Estableció en su Corte "escuelas" para la formación humana y cristiana de sus hijos y de un numeroso grupo de damas, caballeros y criados, con maestros de la categoría de Pedro Mártir de Anglería.

Era austera, templada y prudente. Sobre todo, destacaba en la piedad y en la justicia. Un examen minucioso de las sentencias de esta mujer culta que se nos han conservado, y que son abundantísimas, sorprende precisamente por su imparcialidad. Igual absuelve a un plebeyo como condena a un noble, por ejemplo al Almirante Enríquez, primo del Rey, que fue desterrado. También supo esta virtud Cristóbal Colón, cuando quiso reducir a esclavitud a sus súbditos.

Otro aspecto importante de la vida cristiana: la devoción y vivencia de la Eucaristía Isabel la vivió con intensidad. No le importa incluso escribir a los obispos del Reino, de su propia pluma, una carta en la que expone la situación de cierto descuido que existe en la atención del Tabernáculo y en la renovación de las sagradas especies, porque “es cosa del servicio de Dios e que todo cristiano debe procurar”. La relación de las limosnas que hacía ocupa hoy gruesos volúmenes, sabiendo que prohibió a sus limosneros que nadie supiera tal relación e incluso que la quemara, cosa que no hizo, por lo que no hace mucho tiempo se descubrieron en Simancas tales documentos.

La fe religiosa, como aglutinante de los pueblos, era una de las más esenciales preocupaciones de los gobernantes del siglo XV. La sociedad de entonces compartía, sin discutirla, esta doctrina. Pero en no pocos reyes había una gran diferencia entre lo que teóricamente se afirmaba y su conducta práctica. La Reina Isabel se empeña en hacer de la doctrina realidad. Está convencida de que éste es su deber. Yhace de su vida un empeño continuado en el servicio de Dios y de su Iglesia. Para ella el restablecimiento de la unidad religiosa en su reino requería dos empresas: liberar el Reino de Granada de los musulmanes, y depurar la Cristiandad de influencias religiosas ajenas. No hacía mas que obedecer la voluntad de la Iglesia que pedía a los reyes que vigilasen cuidadosamente las desviaciones doctrinales, y tenía procedimientos para subvencionar la guerra contra el Islam.

No se podría hoy defender en el siglo XXI la intervención de la Iglesia en tales asuntos; pero ésa era la práctica aceptada en aquellos tiempos. La publicación de importantes documentos nos revela hoy una evidencia para muchos ignorada: siendo grande el rigor con que se procedió, la Inquisición, por ejemplo, fue mucho menos cruel que otros tribunales y los casos de ejecución de reos en España fueron mucho menores que en Inglaterra, tanto de católicos como de protestantes.

Este tema de "la unidad religiosa" era norma universal que más tarde Martín Lutero definiría con el principio cuius regio eius religio, reconociendo al príncipe soberano el derecho de imponer su religión a sus súbditos. Isabel, por el contrario -cuius religio eius regio-, tuvo el empeño de acomodarse en su gobierno a la religión cristiana, reconocida por el pueblo como la única y verdadera y adaptar las leyes a los principios morales del cristianismo, y su conducta a la obediencia del Sumo Pontífice.

No fue muy pacífico el reino que heredó Isabel. Pero tenía ella como meta para sus reinos la paz y, como medio para conseguirla, el perdón de los vencidos. Es éste uno de los capítulos más luminosos de su biografia y perfectamente demostrado en la abundante documentación del Archivo de Simancas y de las Casas nobiliarias.

Perdona al Duque de Arévalo y al conde de Plasencia, que habían despojado a su madre de su señorío de Arévalo. Perdonó al arzobispo Carrillo, que puso sus gentes y sus fortalezas al servicio del rey de Portugal para entrar en Castilla en 1478. Ese mismo año firma la paz con Francia. Y poco después, en un encuentro singular con la infanta Isabel de Portugal, al que asisten "ellas dos solas", se sientan las bases para una paz duradera con el país vecino. Y no duda en que su propia hija, "la señora infante doña Isabel aya de ser puesta en tercería" en garantía de esta paz.

Y cuando Carlos VIII de Francia, incumpliendo sus pactos, invade la frontera cátalo aragonesa y el rey Fernando, su esposo, se dispone a enviar un numeroso ejército, “1a preocupación de la Reina era mayor por los franceses que pudieran perecer a manos de los nuestros, que por sus propios soldados", asegura Pedro Mártir de Anglería. Y "recorrió monasterios de religiosos y religiosas" en petición de oraciones para que no se derramase sangre de cristianos. Y "pasó aquel día en oración y ayuno riguroso, de rodillas, con todas las damas y doncellas que tenía en palacio". Ciertamente no hubo batalla: los franceses se retiraron.

Como sabemos, la reforma de la Iglesia era un sentido deseo por todos los pueblos europeos de la cristiandad de entonces. En España este deseo fue hecho realidad gracias a los buenos oficios de la Reina. Con sólo el derecho de “suplicación" consiguió Isabel que aquellos Papas del Renacimiento y, especialmente de Alejandro VI -buena paradoja- un plantel de arzobispos y obispos de una gran talla en virtud y celo pastoral, cuyo prototipo es Fray Hernando de Talavera, su confesor y Prior del Monasterio Jerónimo de Prado en Valladolid. Y no se conformó con suplicar a la Santa Sede. También se resistió a ella cuando pretendían nombrar obispos o abades que no reuniesen las condiciones exigidas para su ministerio. Así evitó que César Borgia fuera arzobispo de Sevilla, en contra de los deseos de la curia romana.

Ahí está el Concilio Nacional de Sevilla de 1479, que comenzó la reforma, gracias al empeño de la Reina en el fomento de las Órdenes religiosas, el restablecimiento de la disciplina entre los clérigos y el cuidado de la moral pública, de la que ella quiso siempre dar ejemplo. El Profesor García Oro, OFM, gran conocedor del tema, asegura que 'la valoración de la empresa reformadora, en su conjunto, lleva indefectiblemente a apreciar en su justo valor el alma y la religiosidad de Isabel, que se definen, a través de este empeño y estos esfuerzos, como acendradamente espirituales y eclesiales". Parece como si, con esta reforma, hubiera querido poner a punto la Iglesia española para acometer con renovada energía la futura empresa de la evangelización del mundo que estaba por descubrirse.

Sin quitar a Colón nada de la gloria que le corresponde, no puede olvidarse el papel muy importante, y hasta esencial, que jugó Isabel. Sin ella, Colón habría seguido con sus ilusiones y fantasías de encontrar un camino más corto para la India del Gran Khan y América no hubiera sido descubierta por Castilla.

No se encontró un camino más fácil, sino un continente desconocido que hay que evangelizar. Esa empresa la vio rápidamente la Reina. Ya en el segundo viaje van un Delegado Apostólico y cuatro misioneros. En el de 1502, quince misioneros y seis indios ya bautizados, como intérpretes. Isabel pone los cimientos firmes de la obra evangelizadora del continente nuevo por su empeño, decisión y apoyo financiero. La impronta civilizadora es exclusivamente suya. La Reina no pensó en conquistas, sino en extender la fe católica a aquellas tierras. Por eso siguió los pasos de la colonización con solicitud verdaderamente maternal. En las instrucciones dadas a Colón para los tres viajes, la principal preocupación de Isabel versa sobre el trato de los indios y se suceden disposiciones regias favorables a los naturales de las tierras descubiertas, regulando su vida, sus costumbres, su religión, su instrucción, su contratación para el trabajo y su retribución.

En la gesta española en América hubo defectos, y no pocos, como en toda obra humana, pero el resultado está ahí: un Continente incorporado a la civilización cristiana en el que, a los cinco siglos, se asienta casi la mitad del catolicismo mundial. En el tema de la libertad de los indios y la prohibición de la esclavitud, la Reina Católica superó la doctrina de su tiempo y las disposiciones pontificias, anticipándose en siglos a las ideas contra la esclavitud.

No sabemos la veracidad de la frase que se atribuye a la Reina "¿Quién es Don Cristóbal Colón para hacer esclavos a mis súbditos?". Pero sorprende que cuando todos piensan que la esclavitud es algo normal y perfectamente lícito como derecho de conquista, la clarividencia de Isabel duda de ello. Cuarenta años antes que se abrieran camino las ideas de Fray Antonio de Montesinos o de Bartolomé de las Casas o del P. Vitoria, Isabel toma drásticas medidas ante la venta de esclavos que han traído de La Isabela.

Cinco años tardaron los sabios teólogos y canonistas en contestar si "con buena conciencia se pueden vender”. A la Reina le sobraron cuatro días para tomar la sabia decisión de suspender la autorización de la venta de los indios. Por cédula de 16 de abril de 1495 (la autorización se había dado el día 12), la Reina ordena buscarlos y entregarlos a Pedro de Torres para que los devuelva a su Isla. Y manda que se abone de su propio peculio todos los gastos del rescate. Es, posiblemente, el primer acto de reconocimiento público del respeto debido a la persona humana sólo por ser tal.

No es suficiente el derecho a la libertad. La Reina llega más lejos en sus deseos y mandatos y ordena a los gobernadores (diciembre de 1503) que "apremiéis a los indios a que traten y conversen con los cristianos... y trabajen en sus edificios... y en facer granjerías y mantenimientos... y fagáis pagar a cada uno el día que trabaje el jornal y mantenimientos... que vos pareciere que debieren haber...”.

Estas ideas y otras muchas de una práctica avanzada de concepción social y de un exquisito sentido del equilibrio y de la justicia serán después refrendadas en sus dos últimos documentos, el Testamento y el Codicilo, en los que ordena a sus sucesores la continuación de esta obra en la que ella había volcado toda su conciencia de mujer católica, piadosa y humana, con una religiosidad clarividente y sincera.

El verano de 1504 la Reina está gravemente enferma en Medina del Campo. Desde septiembre ya no firma ningún documento de gobierno, pero cercana la muerte, cuando no se engaña, dicta su Testamento y se dedica a "descargar su conciencia". Es escrupulosa hasta el menor detalle. Encarga a Fray Hernando de Talavera y a otros de los suyos que investiguen en todo el reino, villa por villa, convento por convento, obispado por obispado, si quedan todavía “descargos por facer" o deudas por liquidar o reclamaciones por atender.

El 12 de octubre dicta el Testamento a Gaspar de Gricio, hermano de Beatriz Galindo. Es un código cristiano de gobierno. Pocas semanas después, el 23 de noviembre, redacta el Codicilo. En ambos están muy presentes sus intenciones sobre América y sus buenos deseos para con los indios: "Al tiempo que nos fueron concedidas por la Sancta Sede Apostólica las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal yntención fue... de procurar de ynducir a traer a los pueblos dellas, e les convertir a nuestra sancta fe católica, e enviar... prelados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosos de Dios para instruir los vecinos e moradoras dellas en la fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia devida...”

Tres días después, el 26 de noviembre, moría en la paz del Señor. Su esposo Fernando escribiría “que había tornado su reino por otro mejor", y Mártir de Anglería dirá: "Se me cae la mano de dolor... Exhaló la Reina su espíritu, aquella su alma grande, insigne excelente en sus obras. El mundo se queda sin la mejor de sus prendas"

El problema de la expulsión de los judíos

¿Cómo una mujer asi expulsó a los judíos? ¿Qué me dice usted de la Inquisición? ¿Santa una mujer racista y xenófoba? El tema daría para varias sesiones como este Acto Académico y no se agotaría. Voy a valerme aquí de los estudios del profesor Luis Suárez, cuya obra Documentos acerca de la expulsión de los judíos, Valladolid, 1964, en opinión del P. Tarsicio de Azcona, ha conseguido cambiar el estado de la cuestión. Lógicamente utilizaré y someramente las conclusiones. El tema está bien tratado en Tarsicio de Azcona, Isabel La Católica BAC, Madrid 1993, tercera edición actualizada, p. 775-809. Interesante es la obra de Jean Dumont, La “incomparable" Isabel la Católica, Madrid, Encuentro, 1993, p.113-133.

No tratamos aquí de defender o justificar, dice el profesor L. Suárez, una decisión tomada, sino encuadrarla dentro de las coordenadas de tiempo y de espacio, a fin de entenderla. Es erróneo emitir juicios desde nuestra actual manera de pensar, que, sin duda, será duramente juzgada por las generaciones futuras.

Desde que en 1235, obedeciendo a denuncias formuladas por conversos ante el Papa y los padres dominicos, la Universidad de París declaró que el Talmud era versión peligrosa para el cristianismo, ya que desviaba la lectura del AT, en toda la cristiandad europea se había aceptado un principio: el judaísmo rabínico era un mal y una tergiversación que, en cuanto tales, dañaban a la fe cristiana. ¿Qué hacer?... una gran hoguera para quemar talmudes se encendió en París. Pero esto no bastaba, a juicio de sus contemporáneos.

Había dos alternativas, que ya expuso Ramón Lull, colocándolas en orden correlativo: o una gran catequesis para convencer a los judíos que aceptasen el Bautismo reconociendo en Jesús al Mesías, o, después, expulsión de aquellos que se empeñasen en permanecer en el peligroso error. Los judíos no eran en ningún reino europeo súbditos, sino huéspedes que se regían no por la leyes del país sino por aquellas disposiciones que los monarcas les otorgaban. Esta era la disposición legal.

Eduardo I de Inglaterra, 1239-1307, uno de los grandes monarcas de este país, fue el primero en decretar la expulsión. Siguió a ella Francia, Nápoles, Austria y la mayor parte de los principados alemanes, obligando a los judíos a emigrar hacia el este, de modo que en el siglo XIV España se convirtió en una especie de refugio extremo; aquí había disposiciones que permitían "tolerar y sufrir" la presencia de los judíos. Ello no obsta para que a lo largo de esta centuria los sentimientos antijudíos en las masas populares fueran creciendo; costaba mucho a los reyes y a la nobleza, defenderlos.

Para reyes y nobles los judíos eran, sin embargo, un instrumento de utilidad por sus conocimientos y el impuesto, cabeza de pecho, que pagaban, pero en medios eclesiásticos iba cundiendo la idea de presionar mediante catequesis a fin de lograr conversiones. Aquí empieza el problema de los conversos a la fuerza. ¿Cuántos conversos querían ser buenos cristianos y cuántos, subrepticiamente, rechazaban la fe que les fuera impuesta? Fueron precisamente los conversos quienes pidieron a Enrique IV que se hiciera una investigación judicial eficiente. El Papa Pío II le concedió la bula que introducía la Inquisición en España. Los conversos, que con él colaboraban, estaban satisfechos: al fin se vería que eran pocos los recalcitran*tes y cuantos operaban como cristianos.

Todo esto muestra que el problema político-religioso en que se enmarca la cuestión judía es mucho más complejo de como se plantea muchas veces. Conceptos como "tolerancia" o "democracia", todavía recién descubiertos, no eran el principal valor del siglo XV; frente a ellos y como valor absoluto, se erguía la ortodoxia, de forma que nadie sabía muy bien cuándo la ortodoxia era política y cuándo la política era ortodoxia. El crimen de herejía era equiparado en toda Europa al de alta traición. Y esto era patrimonio de cristianos, pero también imperaba en el sector árabe y en el judío.

Fernando e Isabel fueron herederos de esta pesada carga. Nada nuevo aportaron sino es la solución de un problema que pesaba socialmente ya desde siglos anteriores y que sumía a la Península en un estado de permanente guerra civil. Puede decirse, sí, que en ella la comunidad judía gozaba de una protección a veces excesiva (así la veía el pueblo no judío), por parte de los soberanos. Las leyes del momento no debían serles desfavorables, cuando a ellas apelan los mismos judíos en muchos momentos. Y aunque dañe a muchos oídos, un sereno análisis del contexto social que provocó la expulsión, tendría mucho que decir a favor de la actitud no sólo justa, sino hasta protectora especialmente de Isabel: es una tónica repetida en la vida de la Reina y que dice mucho a favor de su “candidatura a los altares", pues ella se inclinaba, protegía siempre al más débil.

En 1487 los judíos españoles escribían a los de Roma ponderando la fortuna que tenían al vivir bajo el gobierno de soberanos justos y caritativos y dirigidos por un Rabino mayor tan bueno como Abraham Señero. Azcona llega a afirmar que no es hiperbólico decir que la comunidad judía formaba un fuerte estado dentro de otro estado y que, con seguridad, en ningún país europeo había conseguido un margen de libertad semejante para organizarse y para intervenir en su vida pública.

Pero el Código de las Siete Partidas de Alfonso X (VIII, tít. 24, ley 1) afirma "La razón porque la eglesia, et los emperadores, et los reyes, et los otros príncipes sufrieron a los judíos entre los cristianos es esta: porque ellos viviesen como en cativerio para siempre e fuese remembraça a los homes que ellos vienen del linaje de aquellos que crucificaron a nuestro Señor Jesu Cristo". Daña a nuestros oídos la ley que antecede, pero es esta misma fuerza de contraste la que nos puede hacer colegir la dificultad para entender la mentalidad y la situación sociológica de hace quinientos años. La situación legal, pues, de los judíos en Castilla, como en los demás países de Europa, es la de extranjeros tolerados, sin derecho de ciudadanía según constaba en el Código de las Siete Partidas, única ley que regía la Castilla de entonces.

No se olvide que en el momento de llevar a ejecución el famoso decreto de expulsión de marzo de 1492, los monarcas debieron sentir preocupación por los matices de injusticia que llevaba consigo. Por eso tomaron cuatro decisiones. Dieron un plazo que luego se amplió, para que pudieran preparar la salida. Reconocieron la propiedad plena sobre sus bienes, incluyendo los comunes y las deudas, consecuencia de los préstamos. Hicieron gestiones para intentar convencerles de que recibiesen el Bautismo y no se fuesen. Y, por último, una disposición garantizaba el judío expulso, si retornaba para bautizarse y ser cristiano, que recobrase todos los bienes que antes tenía, pagando por ellos únicamente el precio mismo que recibiera.

Podemos, probablemente, hablar de un error, pero ése fue cometido por la mayoría de los europeos. La Universidad de París se reunió para enviar a los monarcas españoles su felicitación y el Papa Alejandro VI organizó en Roma una fiesta en la que no faltó la corrida de unos toros.

La grandeza interior de esta mujer, su fe arraigada, sus virtudes cristianas y sus dotes de gobierno que siempre ejerció sin olvidar su identidad católica, siguen siendo desconocidas para el gran público, y desgraciadamente para los católicos españoles. El gran Fray Hernando de Talavera, que tan bien la conoció, por tantos coloquios sustanciosos con Isabel, que permanecen siempre velados como secretos de confesión, si puede, sin embargo, suplir nuestra ignorancia acerca de la valía de la Reina Católica. El sabio y ascético fraile Jerónimo le dedica elogios inesperados en tan sobrio varón:

Adornada con siete dones del Espíritu Santo, brilló sobre todas la mujeres de nuestro tiempo. No hubo efectivamente en nuestra época una mujer como ella en toda la tierra ni en la expresión y belleza de su rostro ni en la prudencia de sus palabras, sin juzgar lo que dentro se esconde. Hermosa ciertamente de cara, pero mucho más hermosa por su fe, esperanza, caridad y todo género de virtudes.