En el portentoso reinado de los Reyes Católicos, irguiéronse hombres de enorme valía, que el fino instinto y la profunda penetración de Doña Isabel supo descubrir para brillo de la Monarquía y grandeza de España. Y, entre ellos, elde mayor alteza por sus perfecciones y santidad, fue el religioso franciscano Fray Francisco Jiménez de Cisneros, que consagrado a la oración y al estudio, al ayuno y penitencias, a los cincuenta y cinco años de vida rígida y oscura, salió de su celda para ser confesor, guía y consejero de la Reina; cargo de grave responsabilidad que aceptó a condición de seguir viviendo en el convento. Rico en virtudes morales y en atributos heroicos y políticos, y mezcla de penitente y conquistador, ciñó por devoción el cilicio y por patriotismo la Corona.
La humildad de Cisneros emparejó con la humildad de Doña Isabel. Fueron dos caracteres que se encontraron, dos voluntades que se fundieron, dos figuras colosales representativas del Imperio de la Raza. Él más que nadie estuvo a la altura de aquella mujer sin par, y más que nadie penetró en su pensamiento, y le siguió.
Fraile que, nacido para señorearse de príncipes y magnates, siempre se mantuvo siervo de Dios. Elevado a la Silla Metropolitana de Toledo, acepta el Arzobispado por obediencia, conminado por el Papa. Ocupa la más alta jerarquía eclesiástica de España, y dispone de las pingües rentas de la Sede Primada. Y, sin embargo, va a pie, come frugalmente, duerme sobre una tabla en el suelo y no se despoja del hábito de San Francisco. Menester fue que el Pontífice le obligara a salir de su humildad v estrechez para decoro y esplendor de su alta dignidad. Obedeció. Compró litera, engalanó su palacio, afirmó criados y les dio librea; pero no
hizo uso de ello y continuó viviendo como anacoreta.
El mismo rigor que se aplicaba a sí mismo, desplegó también en la reforma del clero: que del relajamiento general no se habían librado los eclesiásticos. Ante su férrea voluntad, aunque revestida de correctos modales y de moderada expresión, no contaban los obstáculos. Por eso, siempre triunfaba de sus enemigos, sobrados de ambición y faltos de virtud; porque contrapesaba la severidad con la benevolencia en sus reformas.
Las Letras, las Ciencias y las Artes deben a Cisneros las dos obras culturales más grandes de aquellos tiempos; obras que por sí solas bastarían para inmortalizar su nombre: una, la creación de la Universidad de Alcalá, a cuyas aulas acudieron pronto más de siete mil estudiantes, y en la que lograron culminación los ideales humanísticos de su siglo; otra, como coronación de este magnífico centro del saber español, la publicación de la «Biblia Políglota Complutense», esfuerzo calificado de «milagro»; como no lo hiciera hasta entonces pueblo ninguno, y que quedó para testimonio de lo que fuera nuestra cultura.
Pero no acaba aquí la gloria del Gran Cisneros; que para otras hazañas y otros cargos altísimos Dios le tenía reservado. Un día empuña las riendas del gobierno de Castilla, a la muerte de Don Felipe el Hermoso, y la rige hasta la vuelta de Don Fernando el Católico de tierras de Italia. Otro día se ve investido con la Púrpura Cardenalicia, y el Colegio de los Príncipes de la Iglesia luce sus mejores galas.
Más tarde, fiel al pensamiento de Doña Isabel la Católica, inspirada en los proyectos afanosos de Fernando el Santo, concibe, prepara, dirige y ejecuta la conquista del Norte de África. Y aquel humildísimo franciscano, a quien «el humo de la pólvora en la guerra le olía tan bien como el humo del incienso en el altar», se trueca en valeroso guerrero de genial estrategia y recibe, las llaves de laciudad de Orán, que conquista para enarbolar sobre sus almenas nuestro estandarte y sobre nuestro estandarte la cruz.
Este feliz comienzo de nuestra gesta en Africa enardeció a los españoles, que al frente de Pedro Navarro, inventor de la ingeniería militar y compañero del Gran capitán en Italia triunfaron en batallas, ganaron tierras y convirtieron en españolas las ciudades de Bujía, Argel, Tremecén, Túnez y Trípoli: que el ímpetu irrefrenable de la Raza hizo del Mediterráneo un lago de nuestro Imperio.
Cuando frisaba en los ochenta años, ocupó de nuevo la Regencia del Reino el Cardenal Cisneros, a la muerte de don Fernando el Católico, en espera de la llegada del Príncipe Don Carlos de Gante, que había de ceñirla Corona en nombre de su madre Doña Juana la Loca. El cetro de Castilla se apretaba otra vez en manos del anciano Cardenal. Creyéndolo débil, quisieron los nobles recordar su antigua preponderancia con merma de la autoridad real, y tuvieron la osadía de pedirle que mostrase los poderes de su mando. Y es fama que desde un balcón de su palacio, señalando unos cañones que había colocado en la plazuela de la Paja de Madrid les dijo: «Estos son mis poderes».
Desplegó Cisneros sus energías y talentos en el engrandecimiento de España y en la recta administración. Acalló a los nobles, sofocó sublevaciones de ciudades, disminuyó los tributos, redujo los gastos, enriqueció el Tesoro y mantuvo amistad con las naciones.
Puesto en camino Cisneros para visitar al Príncipe Don Carlos, que había desembarcado en Villaviciosa de Asturias y se dirigía a Valladolid, el 8 de noviembre de 1517, sorprendió la muerte en Roa a aquel varón justo, reverenciado como santo por sus contemporáneos, que fue honor de la Religión, lustre de las Letras, gloria de las Armas y sostén de la Monarquía.
Finalmente, aquel hombre insigne, gran amigo de los estudiantes, a los que tanto amaba y defendía, nos legó una insuperable lección de historia en la talla de los sillares bajos del coro Catedral de Toledo, con la representación de los sucesos y lances de la guerra de Granada, para memoria de la epopeya que puso término glorioso a laReconquista, y como homenaje de acción de gracias al Todopoderoso. Significaba la Patria alabando y bendiciendo al Reyde los reyes y al Señor de los que dominan; verdadera fórmula de nuestra restauración y regeneración: DIOS Y PATRIA; conjunción santa de la que nació aquella España nueva y remozada.
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
Uno de nuestros antepasados de evocación más oportuna sería el cardenal Cisneros. Luys Santamarina hizo la prueba, resiguiendo las huellas de aquella formidable voluntad, tan de acuerdo con un mundo que daba la vuelta de la edad media a la moderna, y tan sugestiva para nosotros. Leyendo “Cisneros” (1933) la biografía que escribió, con acento clásico y diablesco, Luys Santamarina, alternamos con un Cisneros de carne y hueso, lleno de virtudes y defectos españolísimos, pero entre los que aquéllas deciden magníficamente la personalidad del que podríamos llamar príncipe de los políticos ibéricos.
Sería tentador un paralelo entre un Cisneros y un Loyola. El eclesiástico encaja dentro de lo puramente político, con atisbos singulares como el de la expansión al África; el santo soldado, en cambio, deja el arnés, abre un continente sin fronteras geográficas y emprende una formidable colonización del espíritu.
Y es curioso que toda la modernidad que se inaugura con la venida de Carlos V, se desvíe de los atisbos cisnerianos.
España coloniza orbes, mantiene, desangrándose, pabellones de un imperio ideal. La lección de Cisneros no estriba sólo en su intuición política en un tiempo en que ejercía mayor atractivo sobre las imaginaciones la nueva tierra de Catay y de Cipango, allá de los mares desconocidos, que la misteriosa región africana de Preste Juan.
Cisneros nos enseña que, aunque no abunden las arenas auríferas en el continente vecino, que aunque Oran no sea el Potosí, la situación geográfica de la península hace imprescindible poner- los ojos de la diplomacia sobre el litoral marroquí.
Pero el ejemplo de Cisneros estriba esencialmente en su actitud, en su conducta personal. Si fue menester de toda la argucia de la reina para que aceptase la silla toledana, una vez aceptada la dignidad, la entendió como responsabilidad, antes que como encumbramiento, y sí fue duro para con su cuerpo, aplicó una austeridad equivalente a todos los negocios en que intervino como verdadero rey.
Santamarina nos lo presenta «ceñinegro, tostado por soles, rajado con las nieves y envuelto en el pardo sayal, con el pergeño de un almohade desde la planta del pie hasta el cénit de la cabeza».
En su mixto atuendo, es extraña paradoja viviente de tiempos divorciados, de tiempos en transición: sayal y púrpura, casco y píleo, espada y estola. Algo difícil de tomar en una sola pieza para hombres que han llegado a deslindar las jurisdicciones espirituales y temporales, pero que atrae irresistiblemente como todo aquello en que late la huella de un temple firme, de un verdadero carácter.
Cisneros es todavía una encarnación integral del medioevo, pero es el Colón que nos señala el continente interior de la patria. Durante siglos, se repartieron nuestro destino el hombre insuficiente y el hombre excesivo: en la compleja unidad, en la compacta representación que vemos en Cisneros, se halla la norma de algo necesario para España en estos tiempos en que ya se disuelve, no tal o cual imperio, sino el concepto mismo del imperialismo. Fue el emperador quien le arrumbó. Lo inexorable de la vida le resucita.
Nunca se había hablado como ahora de la necesidad de un estilo político. Prescindiendo de la trascendencia o del error de las ideas y prejuicios de época, eso es ante todo Cisneros: estilo de político. Espejo de sobriedad y sentido de mando.
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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