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Tema: Bicentenario de Donoso Cortés

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    Respuesta: Bicentenario de Donoso Cortés

    Capítulo V

    Continuación del mismo asunto


    El más consecuente de los socialistas modernos, desde el punto de vista de la cuestión que venimos ventilando, me parece ser Roberto Owen, cuando rompiendo en abierta y cínica rebelión contra todas las religiones, depositarias de los dogmas religiosos y morales, negó de un golpe el deber, negando no sólo la responsabilidad colectiva, que constituye el dogma de la solidaridad, sino también la responsabilidad individual, que descansa en el dogma del libre albedrío del hombre. Negado el libre albedrío, Roberto Owen niega la transmisión de la culpa y la culpa misma. Hasta aquí no puede dudarse sino que hay lógica y consecuencia en todas estas deducciones; pero donde comienza la contradicción y la extravagancia es cuando Owen, negada la culpa y el libre albedrío, afirma y distingue el bien y el mal moral, y cuando, afirmando y distinguiendo estas cosas, niega la pena, que es su consecuencia necesaria.
    El hombre, según Roberto Owen, obra en consecuencia de convicciones invencibles. Esas convicciones le vienen, por una parte, de su organización especial, y por otra, de las circunstancias que le rodean; y como él no es autor ni de aquella organización ni de esas circunstancias, síguese de aquí que así las primeras como las segundas obran en él fatal y necesariamente. Todo esto es lógico y consecuente; pero por lo mismo es ilógico, contradictorio y absurdo afirmar el bien y el mal cuando se niega la libertad humana. El absurdo llega hasta lo inconcebible y lo monstruoso cuando nuestro autor intenta fundar una sociedad y un gobierno en esta yuxtaposición de seres irresponsables. La idea del gobierno y la idea de la sociedad son correlativas a la de la libertad humana. Negada la una, procede la negación de las otras juntamente; y cuando no se niegan o se afirman todas a la vez, no se hace otra cosa sino afirmar y negar la misma cosa a un mismo tiempo. Yo no sé si hay en los anales humanos testimonio más insigne de ceguedad, de inconsecuencia y de locura que el que Owen da de sí cuando, después de haber negado la responsabilidad y la libertad individual, no satisfecho con la extravagancia de afirmar la sociedad y el gobierno, pasa todavía más adelante, y da consigo en la extravagancia inconcebible de recomendar la benevolencia, la justicia y el amor a los que, no siendo ni responsables ni libres, ni pueden amar ni pueden ser justos ni benevolentes.
    Los límites que me he impuesto a mí propio al emprender esta obra me impiden pasar aquí tan adelante como fuera menester por el anchísimo campo de las contradicciones socialistas. Las expuestas bastan y aun sobran para dejar puesto fuera de toda duda el hecho incontrovertible de que el socialismo, desde cualquier punto de vista que se le considere, es una torpe contradicción, y que de sus escuelas contradictorias ninguna otra cosa puede salir sino el caos.
    Su contradicción es tan palpable, que no nos será difícil ponerla de bulto y como de relieve aun en aquellos puntos en los que parece que todos estos sectarios andan unidos y conformes. Si hay alguna negación que les sea común, esta es ciertamente la negación de la solidaridad familiar o nobiliaria. Llegados aquí todos los doctores revolucionarios y socialistas, alzan la voz para negar esa mancomunidad de glorias y de infortunios, de méritos y de deméritos que el género humano ha reconocido como un hecho entre los ascendientes y sus descendientes en todas las edades. Pues bien: esos mismos revolucionarios y socialistas afirman de sí en la práctica, sin saberlo, aquello mismo que vienen negando de los otros en la teórica. Cuando la revolución francesa, sangrienta y desmelenada, puso debajo de sus pies todas las glorias nacionales; cuando, embriagada con sus triunfos, creyó estar cierta de su definitiva victoria, se apoderó de ella no sé qué orgullo aristocrático y de raza, que estaba en directa oposición con todos sus dogmas. Entonces fue cuando los revolucionarios más insignes, dándose en espectáculo a las gentes como los antiguos barones feudales, comenzaron a mostrarse escrupulosos y remisos en dar a los extraños carta de naturalización en su nobilísima familia. Mis lectores recordarán aquella pregunta famosa dirigida por los doctores de la nueva ley a los que se presentaban a ellos vestidos con el blanco ropaje de la candidatura: «¿Qué crimen habéis cometido?». ¡Desventurado aquel que no había cometido ninguno, porque jamás vería abiertas para él las puertas del Capitolio, en donde relampagueaban con tremenda majestad los semidioses revolucionarios! El género humano había instituido la nobleza de la virtud; la revolución dejó instituida la del crimen.
    Cuando después de la revolución de febrero hemos visto a socialistas y republicanos dividirse en categorías, separadas unas de otras por abismos formidables; cuando los unos, con el titulo de republicanos de la víspera, han derramado el escarnio y el baldón sobre los otros que no habían sido republicanos sino del día siguiente; cuando, más afortunados y, por consiguiente, más altivos que todos los demás, se han levantado algunos diciendo: «Toda la arrogancia es nuestra, porque el republicanismo es en nosotros familiar y nos viene con la sangre», ¿qué viene a ser esto sino proclamar, en pleno republicanismo, todas las preocupaciones nobiliarias?
    Examinad bien una después de otra todas sus escuelas; todas y cada una de por sí pugnan por constituirse en una familia y por buscar el ascendiente más noble. En este grupo familiar, el ascendiente es Saint-Simon el nobilísimo; en aquel, Fourier el ilustre; en el otro, Babeuf el patriota; en todos hay un jefe común, un patrimonio común, una gloria común, un encargo común; y todos los grupos y todas las familias, unidas entre sí por una estrecha solidaridad, buscan en las edades pasadas alguna personalidad tan noble, tan alta, tan excelsa, que pueda servirlas a todas de vínculo y de centro. Los unos ponen los ojos en Platón, personificación gloriosa de la sabiduría antigua; los más, levantando su loca ambición hasta la altura de una blasfemia, los ponen en el Redentor del género humano; quizá le olvidaran por desvalido y por pobre, le desdeñaran por humilde; pero en su insolente orgullo no olvidan que, humilde, y pobre, y desvalido, era Rey y sentía correr por sus venas la nobilísima sangre de los reyes. Por lo que hace a M. Proudhon, tipo perfecto del orgullo socialista, el cual es a su vez el tipo perfecto del orgullo humano, remontándose a edades más escondidas en alas de su soberbia, sube en busca de sus ascendientes hasta aquellos tiempos vecinos de la creación en que florecieron entre los hebreos las instituciones mosaicas. En ocasión más oportuna demostraré cumplidamente que, por lo que hace a M. Proudhon, su nobleza es tan antigua y su estirpe tan ilustre, que para encontrar su cepa es necesario subir más todavía, hasta llegar a unos tiempos puestos fuera del ancho círculo de la Historia y a unos seres, en lo perfectísimos y altísimos, incomparablemente superiores a los hombres. Por ahora basta para mi propósito dejar aquí consignado que las escuelas socialistas están condenadas a la contradicción y al absurdo de una manera irrevocable; que cada uno de sus principios es contradictorio del que le procede y del que le sigue; que su conducta es la condenación completa de todas sus teorías, y que sus teorías son la condenación radical de su conducta.
    Sólo nos falta ahora formarnos una idea aproximada de lo que sería el edificio socialista sin esas faltas de proporción que le afean y que le ponen fuera de todo género regular de arquitectura. Visto lo que es el socialismo actual en sus dogmas contradictorios, no parece fuera de propósito que examinemos aquí brevemente lo que ha de ser el socialismo venidero cuando, por la virtud misteriosa que reside en toda teoría, vaya perdiendo con la duración lo que hay en él de contradictorio y de inconsecuente. El método aquí consiste en aceptar por punto de partida cualquiera de las proposiciones afirmadas en común por todas las escuelas y sacar de ella, una en pos de otra, las consecuencias que contiene.
    La negación fundamental del socialismo es la negación del pecado, esa gran afirmación que es como el centro de las afirmaciones católicas. Esta negación lleva consigo por vía de consecuencia una serie de negaciones, relativas unas al ser divino, otras al ser humano y otras al ser social. Recorrer toda esa serie sería cosa imposible y ajena, además, de nuestro propósito; lo que nos cumple solamente es señalar las más fundamentales entre esas negaciones.
    Los socialistas niegan el pecado y la posibilidad del pecado juntamente. Negado el hecho y la posibilidad del hecho, procede la negación de la libertad humana, que no se concibe sin el pecado o, por lo menos, sin la potestad en la naturaleza humana de convertirse de inocente en pecadora. Negada la libertad, queda negada la responsabilidad del hombre. La negación de la responsabilidad lleva consigo la negación de la pena; negada ésta, procede, por una parte, la negación del gobierno divino, y por otra, la de los gobiernos humanos. Luego, por lo que hace a la cuestión del gobierno, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
    Negada la responsabilidad individual, queda negada la responsabilidad en común: lo que se niega del individuo no puede afirmarse de la especie, lo cual significa que no existe la responsabilidad humana; y como quiera que no puede afirmarse de algunos lo que por una parte se niega de cada uno de por sí y por otra de todos, síguese de aquí que, una vez negada la responsabilidad del individuo y la de la especie, procede negar la responsabilidad de todas las asociaciones. Esto significa que no hay responsabilidad social, ni responsabilidad política, ni responsabilidad doméstica. Luego, por lo que hace a la cuestión de la responsabilidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
    Negada la responsabilidad individual, la doméstica, la política y la humana, procede la negación de la solidaridad en el individuo, en la familia, en el Estado y en la especie, como quiera que la solidaridad ninguna otra cosa significa sino la responsabilidad en común. Luego, por lo que hace a la solidaridad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
    Negada la solidaridad en el nombre, en la familia, en el Estado y en la especie, es forzoso negar la unidad en la especie, en el Estado, en la familia y en el hombre, como quiera que la identidad entre la solidaridad y la unidad es tan completa, que lo que es uno no puede concebirse sino como siendo solidario, ni lo que es solidario sino como siendo uno. Luego, por lo que hace a la cuestión de la unidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
    Negada la unidad con una negación absoluta, proceden las negaciones siguientes: la de la humanidad, la de la sociedad, la de la familia y la del hombre. En efecto: ninguna cosa existe sino con la condición de ser una, y por lo mismo no puede afirmarse que la familia, la sociedad y la humanidad existen sino con la condición de afirmar la unidad doméstica, la política y la humana; negadas estas tres unidades, procede la negación de esas tres cosas. Afirmar su existencia y negar su unidad es contradecirse en los términos. Cada una de esas cosas ha de ser una o no ha de ser de ninguna manera; luego, si no son unas, no existen; su nombre mismo es absurdo, porque es un nombre que ni representa ni designa cosa ninguna.
    Por lo que hace al hombre individual, procede su negación de diferente manera. El hombre individual es el único que puede existir hasta cierto punto sin ser uno y sin ser solidario; lo que se niega negando su unidad y solidaridad es que en los diferentes momentos de su vida sea una misma persona. Si no hay un vínculo de unión entre los tiempos pasados y los presentes y entre los presentes y los futuros, lo que se sigue de aquí es que el hombre no existe sino en el momento presente; pero en esta suposición es claro que su existencia es más bien fenomenal que real. Si no vivo en lo pasado, porque pasó y porque no hay unidad entre lo presente y lo pasado; si no vivo en lo futuro, porque lo futuro no es y porque cuando sea ya no será lo presente; si no vivo sino en lo presente, y lo presente no existe, porque cuando se va a afirmar su existencia ya ha pasado, resulta de aquí que mi existencia es mas bien teórica que práctica, porque en realidad, si no existo en todos los tiempos, no existo en tiempo ninguno. Yo no concibo el tiempo sino en sus tres formas reunidas, y no puedo concebirle cuando las separo. ¿Qué es lo pasado sino una cosa que no es ya? ¿Qué es lo futuro sino una cosa que no existe todavía? ¿Y quién detiene a lo presente el tiempo necesario para afirmarle después de haber salido de lo futuro y antes de convertirse en lo pasado? Luego afirmar la existencia del hombre, negada la unidad de los tiempos, no viene a ser otra cosa sino darle la existencia especulativa del punto matemático. Luego la negación del pecado va a parar al nihilismo, así en cuanto a la existencia de la humanidad, de la sociedad y de la familia, como en cuanto a la existencia del hombre. Luego todas las doctrinas socialistas, o para hablar con más exactitud, todas las racionalistas, van a parar forzosamente al nihilismo; y ninguna cosa hay más natural y más lógica, si bien se mira, sino que, no habiendo sino la nada fuera de Dios, los que se separan de Dios vayan a parar a la nada.
    Esto supuesto, yo estoy autorizado para acusar al socialismo presente de timido y de contradictorio. Negar el Dios trino y uno, para afirmar otro Dios; negar la humanidad bajo un aspecto, para venir a afirmarla desde otro punto de vista; negar la sociedad con cierta forma, para venir a afirmarla después con formas diferentes; negar la familia por un lado, para afirmarla por otro; negar al hombre de cierta manera, para venir después a afirmarle de una manera o diferente o contraria, todo esto es entrar por la senda de tímidas, contradictorias y cobardes transacciones. El socialismo presente es todavía un semicatolicismo, y nada más. Si los límites de esta obra me lo permitieran, no me sería difícil demostrar que en el más avanzado de sus doctores hay un número mayor de afirmaciones católicas que de negaciones socialistas, lo cual da por resultado un catolicismo absurdo y un socialismo contradictorio. Todo lo que sea afirmar un Dios es ir a caer en las manos del Dios de los católicos; todo lo que sea afirmar la humanidad es ir a parar a la humanidad una y solidaria del dogma cristiano; todo lo que sea afirmar la sociedad es ir a dar consigo, más tarde o más temprano, en la afirmación católica sobre las instituciones sociales; todo lo que sea afirmar la familia es ponerse en el caso de afirmar después, de uno o de otro modo, todo lo que el catolicismo afirma y todo lo que el socialismo niega; por último, todo lo que sea afirmar al hombre de cualquiera manera, se resuelve en definitiva en la afirmación de Adán, el hombre del Génesis. El catolicismo es a la manera de aquellos formidables cilindros por donde no pasa la parte sin que después pase el todo. Por ese cilindro formidable pasará, sin dejar rastro de sí, si no muda de rumbo, el socialismo con todos sus pontífices y con todos sus doctores.
    M. Proudhon, que no suele ser ridículo, es ridículo, sin embargo, cuando, formulando la negación del gobierno como la última de todas las negaciones, va pidiendo a las gentes en ademán cuasi augusto la primera de todas las palabras socialistas, por la sublimidad de su audacia. Los socialistas en presencia de los católicos son como los griegos en presencia de los sacerdotes del Oriente: niños que parecen hombres. La negación de todo gobierno, lejos de ser la última de las negaciones posibles, no es sino una negación preliminar que los nihilistas futuros relegarán en el libro de sus prolegómenos. No pasando de ahí, M. Proudhon pasará, como los demás, por el cilindro católico; por ahí pasa todo, menos la nada; es necesario, pues, o afirmar la nada o pasar con todas sus negaciones o con todas sus afirmaciones, con toda su alma y con todo su cuerpo por ese cilindro. Mientras que M. Proudhon no tome su partido valerosamente, me autoriza para que le acuse ante los racionalistas futuros como sospechoso de catolicismo latente y de moderantismo disfrazado. Los socialistas que no prefieren llamarse sus herederos, se llaman a sí propios la antítesis del catolicismo. El catolicismo no es una tesis, y no siéndolo, no puede ser combatido por una antítesis. Es una síntesis que lo abarca todo, que lo contiene todo y que lo explica todo, lo cual no puede ser, no diré vencida, pero ni combatida siquiera, sino por una síntesis de la misma especie, que a su manera abarque, contenga y explique todas las cosas. En la síntesis católica caben anchamente todas las tesis y todas las antítesis humanas. Ella lo trae y lo condensa todo en sí con la fuerza invencible de una virtud incomunicable. Los que piensan que están fuera del catolicismo, están en él, porque él es como la atmósfera de las inteligencias; los socialistas, como los demás, después de esfuerzos gigantescos para separarse de él, ninguna otra cosa han conseguido sino ser unos malos católicos.



    Capítulo VI

    Dogmas correlativos al de la solidaridad: los sacrificios sangrientos. Teorías de las Escuelas Racionalistas acerca de la pena de muerte


    Así como el socialismo es un compuesto incoherente de tesis y de antítesis que se contradicen y se destruyen, la gran síntesis católica resuelve todas las cosas en la unidad, poniendo en todas ellas su soberana armonía. De sus dogmas puede afirmarse que, sin dejar de ser varios, son uno sólo. De tal manera se resuelven los que anteceden en los que le siguen, y los que le siguen en los que le anteceden, que no puede averiguarse nunca cuál es el primero y cuál es el último en el gran círculo divino. Esa virtud que todos tienen de penetrarse los unos a los otros en lo más íntimo de sus esencias, hace que ninguno pueda ser afirmado o negado de por sí, debiendo ser todos afirmados o negados juntamente; y como en sus afirmaciones dogmáticas están apuradas todas las afirmaciones posibles, de aquí procede que contra el catolicismo no se da afirmación de ninguna especie ni negación que sea particular; contra su prodigiosa síntesis no cabe sino una negación absoluta. Ahora bien: Dios, que está de manifiesto en la palabra católica, ha dispuesto las cosas de tal modo, que esa suprema negación, lógicamente necesaria para hacer contraste a la palabra divina, sea de todo punto imposible, como quiera que para negarlo todo es necesario comenzar por negarse a sí mismo, y que el que se niega a sí mismo no puede pasar adelante ni negar después cosa ninguna. Síguese de aquí que la palabra católica, siendo invencible, es eterna; desde el primer día de la creación viene dilatándose en los espacios y resonando en los tiempos con una fuerza inmensa de dilatación y con una fuerza infinita de resonancia; su soberana virtud no se ha amenguado todavía, y cuando cesen los tiempos de correr y se recojan los espacios, esa palabra seguirá resonando eternamente en las eternas alturas. Todo este bajo mundo va pasando: los hombres con sus ciencias, que no son sino ignorancia; los imperios con sus glorias, que no son sino humo; sólo está quieta y en su ser esa palabra resonante, afirmándolo todo con una sola afirmación, que es siempre idéntica a sí misma. El dogma de la solidaridad, confundiéndose con el de la unidad, constituye con él un solo dogma; considerado en sí, se resuelve en dos que, como el de la solidaridad y el de la unidad, son uno mismo en la esencia y dos en sus manifestaciones. La solidaridad y la unidad de todos los hombres entre sí lleva consigo la idea de una responsabilidad en común, y esta responsabilidad supone a su vez que los méritos y los crímenes de los unos pueden dañar y aprovechar a los otros. Cuando el daño es el que se comunica, el dogma conserva su nombre genérico de solidaridad, y le cambia por el de reversibilidad cuando lo que se comunica es el provecho. Así se dice que todos pecamos en Adán, porque todos somos con él solidarios, y que todos fuimos hechos salvos por Jesucristo, porque sus méritos nos son reversibles. Como se ve, la diferencia aquí está en los nombres solamente, y en nada altera la identidad de la cosa significada. Lo mismo sucede con los dogmas de la imputación y de la sustitución; los dos no son otra cosa sino aquellos dogmas mismos considerados en sus aplicaciones. En virtud del dogma de la imputación padecemos todos la pena de Adán, y por el de la sustitución padeció el Señor por todos nosotros. Pero, como se ve aquí, no se trata sino de un dogma sustancialmente. El principio en virtud del cual fuimos todos hechos salvos en el Señor es idéntico a aquel por el cual fuimos todos en Adán culpables y penados. Ese principio de solidaridad con el que se explican los dos grandes misterios de nuestra redención y de la transmisión de la culpa, es a su vez explicado por esa misma transmisión y por la redención humana. Sin la solidaridad no podéis ni concebir siquiera una humanidad prevaricadora y redimida; y por otro lado es evidente que si la humanidad no ha sido ni redimida por Jesucristo ni prevaricadora en Adán, no puede ser concebida como siendo una y solidaria.
    Como por este dogma, junto con el de la prevaricación adámica, se nos revela la verdadera naturaleza del hombre, no ha permitido Dios que cayera de todo punto en el olvido de las gentes. Esto sirve para explicar por qué todos los pueblos del mundo vienen dando de él clarísimos testimonios y por qué esos testimonios están consignados con una consignación elocuentísima en la historia. No hay pueblo tan civilizado ni tribu tan inculta que no haya creído estas cosas: que los pecados de algunos pueden atraer las iras de Dios sobre las cabezas de todos y que todos pueden ser hechos salvos de la pena y de la culpa transmitida por el ofrecimiento de una víctima en perfectísimo holocausto. Por los pecados de Adán condena Dios al género humano, y le salva por los méritos de su amantísimo Hijo. Noé, inspirado por Dios, condena en Canaán a toda su raza; Dios bendice en Abrahán, y luego en Isaac, y luego en Jacob, a toda la raza hebrea. Unas veces salva a hijos culpables por los méritos de sus ascendientes, otras castiga hasta en su última generación los pecados de ascendientes culpables; y ninguna de estas cosas, que la razón tiene por increíbles, ha causado ni extrañeza ni repugnancia al género humano, que las ha creído con una fe firmísima y robusta. Edipo es pecador, y los dioses derraman sobre Tebas la copa de su enojo; Edipo es asunto de la cólera divina, y los beneficios de su expiación son reversibles a Tebas. En el día más grande y solemne de la creación, cuando el mismo Dios hecho hombre iba a proclamar con su muerte la verdad de todos estos dogmas, quiso que antes fueran proclamados y confesados por el mismo pueblo deicida, el cual, clamando con un clamor sobrenatural y con bramido siniestro, dejó caer estos tremendos vocablos: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». No parece sino que Dios permitió que se condensaran aquí juntamente los tiempos y los dogmas: en un mismo día el mismo pueblo, dándole muerte, imputa a uno y castiga en él los pecados de todos, y pide la aplicación del mismo dogma a sí propio, declarando a sus hijos solidarios de sus pecados. En ese mismo día en que eso se proclama por todo un pueblo, el mismo Dios proclama el mismo dogma haciéndose solidario del hombre, y el de la reversibilidad pidiendo al Padre, en premio de su dolor, el perdón de sus enemigos, y el de la sustitución muriendo por ellos, y el de la redención, consecuencia de todos los otros, siendo el pecador redimido, porque el sustituto que en virtud del dogma de la solidaridad padeció muerte, en virtud del de la reversibilidad fue aceptado.
    Todos esos dogmas, proclamados en un mismo día por un pueblo y por un Dios y cumplidos, después de ser proclamados, en la persona de un Dios y en las generaciones de un pueblo, vienen proclamándose y cumpliéndose, aunque imperfectamente, desde el principio del mundo, y fueron simbolizados en una institución antes de ser cumplidos en una persona.
    La institución que los simboliza es la de los sacrificios sangrientos. Esa institución misteriosa y, humanamente hablando, inconcebible, es un hecho tan universal y constante, que existe en todos los pueblos y en todas las regiones. De manera que entre las instituciones socia les, la más universal es cabalmente la más inconcebible y la que parece más absurda; siendo cosa digna de notarse aquí que esa universalidad es un atributo común a la institución en que aquellos dogmas están simbolizados, a la persona en que fueron cumplidos y a los mismos dogmas que fueron simbolizados en aquella institución y cumplidos en aquella persona. La imaginación misma no alcanza a fingir ni otros dogmas, ni otra persona, ni otra institución más universales. Aquellos dogmas contienen todas las leyes por las que se gobiernan las cosas humanas; aquella persona contiene a la Divinidad y a la humanidad juntas en uno, y aquella institución es, por un lado, conmemorativa de lo que aquellos dogmas contienen de universal; por otro, simbólica de aquella persona única en quien está la universalidad por excelencia, mientras que por otra parte, considerada en sí misma, se dilata hasta los remates del mundo y vence los términos de la Historia.
    Abel es el primer hombre que ofreció a Dios un sacrificio sangriento después de la gran tragedia paradisíaca, y ese sacrificio, por lo que tenía de sangriento, fue acepto a los ojos de Dios, que apartó de sí con enojo el de Caín, consistente en frutos de la tierra. Y lo que aquí hay de singular y de misterioso es que el que derrama la sangre en sacrificio expiatorio toma odio a la sangre y muere por no derramar la del mismo que le mata, mientras que el que rehúsa derramarla como signo de expiación se aficiona a ella hasta el punto de derramar la sangre de su hermano. ¿En qué consiste que, derramada de un modo, quita las manchas, y, derramada del otro modo, las pone? ¿En qué consiste que la derraman todos, aunque de diferente manera?
    Desde aquella primera efusión de sangre, la sangre no dejó de correr, y no corrió nunca sin condenar a unos y sin purificar a otros, conservando siempre entera su virtud condenatoria y su virtud purificante. Todos los hombres que vinieron después de Abel el justo y de Caín el fratricida, se acercaron más o menos a uno de esos dos tipos de aquellas dos ciudades que se gobiernan por leyes contrarias y por gobernadores diferentes, por nombre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, las cuales no son contrarias entre sí porque en una se derrame sangre y en otra no, sino porque en la una la derrama el amor y en la otra la venganza, la una es ofrecida al hombre y en la otra a Dios en sacrificio expiatorio y en aceptable holocausto.
    El género humano, en el que no ha dejado de soplar de todo punto el viento de las tradiciones bíblicas, ha creído siempre, con una fe invencible, estas tres cosas: que es fuerza que la sangre sea derramada; que, derramada de un modo, purifica, y de otro, enloquece. De estas verdades da clarísimos testimonios toda la Historia, llena con la relación de historias crueles, de conquistas sangrientas, de trastornos y asolamientos de ciudades famosas, de muertes atrocísimas, de víctimas puras puestas en altares humeantes, de hermanos levantados contra hermanos, y ricos contra pobres, y padres contra hijos, siendo la tierra toda a manera de lago que ni los vientos orean ni seca el sol con sus inmensos ardores. No las atestiguan con menos claridad los sacrificios sangrientos ofrecidos a Dios en todos los altares levantados en la tierra, y, por último, la legislación de todos los pueblos, por la que el que quita la vida ajena está excomulgado y pierde la suya, saliendo de la comunión de los vivientes. En la tragedia de Orestes pone Eurípides en boca de Apolo estas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya; su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra, manchada con la multitud de los delitos». Por donde se ve que el poeta, eco a un tiempo mismo de las tradiciones populares y de las tradiciones humanas, da a la sangre una secreta virtud de purificación que está en ella de una manera escondida por una causa misteriosa.
    Descansando el sacrificio en la suposición de la existencia de esa causa y de aquella virtud, es claro que la sangre ha debido adquirir esta virtud bajo el imperio de aquella causa, en una época anterior a la de los sacrificios sangrientos; y como estos sacrificios vienen instituidos desde el tiempo de Abel, es una cosa puesta fuera de toda duda que la causa y la virtud de que tratamos son anteriores a Abel y contemporáneas de un gran suceso paradisíaco, en donde esa virtud y su causa han de tener principio necesariamente. Ese gran suceso es la prevaricación adámica. Culpable la carne en Adán, y en la carne de Adán la carne de toda la especie, para que la pena tuviese proporción con la culpa, era menester que cayera en la carne como en la culpa misma; de aquí la necesidad de la efusión perpetua de la sangre humana. A la culpa de Adán se había seguido, sin embargo, la promesa de un redentor, y esa promesa, poniendo al Redentor en lugar del culpable, fue poderosa para suspender la sentencia condenatoria hasta que el que había de venir fuera venido. Esto sirve para explicar por qué Abel, depositario por Adán a un mismo tiempo de la sentencia condenatoria y de la suspensión hasta que fuera llegado el sustituto que había de padecer la pena por el culpable, instituyó el único sacrificio que podía ser acepto a los ojos de Dios: el sacrificio conmemorativo y simbólico.
    El sacrificio de Abel fue tan perfecto, que contuvo en sí por una manera prodigiosa todos los dogmas católicos; por lo que tuvo de sacrificio en general, fue un acto de reconocimiento y de adoración hacia el Dios omnipotente y soberano; por lo que tuvo de sacrificio sangriento, fue la proclamación del dogma de la prevaricación adámica y del de la libertad del prevaricador, que sin el libre albedrío no hubiera sido culpable, y del de la transmisión de la culpa y de la pena, sin la cual sólo Adán hubiera debido darse en sacrificio, y del de la solidaridad, sin el cual no hubiera tenido Abel el pecado por herencia. Al propio tiempo fue con respecto a Dios el reconocimiento de su justicia y del cuidado que tiene de las cosas humanas. Considerado desde el punto de vista de las víctimas ofrecidas al Señor, fue a un tiempo mismo una conmemoración de la promesa que acompañó a la pena del verdadero culpable; y de la reversibilidad, en virtud de la cual los penados por la culpa de Adán habían de ser hechos salvos por los méritos de otro; y de la sustitución, en virtud de la cual uno que había de venir se había de ofrecer en sacrificio por todo el género humano; por último, consistiendo las víctimas en corderos primogénitos y sin mancha, el sacrificio de Abel fue simbólico del sacrificio verdadero, en el cual aquel Cordero mansísimo y purísimo, Hijo único del Padre, se había de ofrecer en santísimo holocausto por los delitos del mundo. De esta manera el catolicismo todo, que explica y contiene todas las cosas, por un milagro de condensación, está explicado y contenido en el primer sacrificio sangriento ofrecido a Dios por un hombre. ¿Qué virtud es esa que está en una dilatación y con una condensación infinita? ¿Qué cosas son esas que en su inmensa variedad caben todas en un símbolo? ¿Y qué símbolo es ese tan comprensivo y perfecto que contiene tantas y tales cosas? Tan altas consonancias y armonías, perfecciones tan soberanas y hermosas, están de tal manera sobre el hombre, que se adelantan, no sólo a todo lo que entendemos, sino también a todo lo que deseamos y a todo lo que fingimos.
    Pasando la tradición de padres a hijos, vino a suceder que fue borrándose y oscureciéndose poco a poco en la memoria y en el entendimiento de los hombres. Dios no permitió en su infinita sabiduría que dejaran de resonar de todo punto en la tierra aquellos grandes ecos de las tradiciones bíblicas; pero en medio del tumulto de los pueblos, precipitados los unos sobre los otros, y todos a los pies de los ídolos, esos ecos fueron alterándose y debilitándose hasta perder su magnífica resonancia y convertirse en sonidos vagos, intermitentes y confusos. Entonces fue cuando de la idea vaga de una culpa primitiva, radicada en la sangre, sacaron los hombres la consecuencia de que era necesario ofrecer a Dios en sacrificio la sangre misma del hombre. El sacrificio dejó de ser simbólico para ser real, y como quiera que en la intención divina no estaba dar eficacia y virtud sino al sacrificio del Redentor solamente, de aquí fue que los sacrificios humanos carecieron de virtud y de eficacia. Aun así y todo, aquellos sacrificios imperfectos e ineficaces contenían en sí virtualmente, por un lado, el dogma del pecado original, el de su transmisión y el de la solidaridad, y por otro, el de la reversibilidad y el de la sustitución, aunque no acertaron a simbolizar ni la sustitución verdadera ni el verdadero sustituto.
    Cuando los antiguos buscaban una víctima limpia de toda mancha e inocente y la conducían al altar ceñida de flores para que con su muerte aplacara la cólera divina, satisfaciendo la deuda del pueblo, acertaban en mucho y erraban en algo. Acertaban en afirmar que la justicia divina debía ser aplacada, que no podía serlo sino por el derramamiento de sangre, que uno podía satisfacer la deuda de todos, que la víctima redentora había de ser inocente. En todas estas cosas acertaban, como quiera que todas ellas no son otra cosa sino la afirmación implícita de los grandes dogmas católicos. El error estuvo exclusivamente en creer que podía haber un hombre inocente y justificado, hasta tal punto y de tal manera que pudiera ser ofrecido eficazmente en sacrificio por los pecados del pueblo, en calidad de víctima redentora. Este solo error, este solo olvido de un dogma católico convirtió al mundo en un lago de sangre; a falta de otros, hubiera bastado por sí solo para impedir el advenimiento de toda civilización verdadera. La barbarie, y la barbarie feroz y sangrienta, es la consecuencia legítima, necesaria, del olvido de cualquier dogma cristiano.
    El error que acabo de señalar no lo era sino en un solo concepto y desde cierto punto de vista: la sangre del hombre no puede ser expiatoria del pecado original, que es el pecado de la especie, el pecado humano por excelencia; puede ser y es, sin embargo, expiatoria de ciertos pecados individuales, de donde se sigue no sólo la legitimidad, sino también la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. La universalidad de su institución atestigua la universalidad de la creencia del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada de cierto modo y en su virtud expiatoria cuando de ese modo se derrama. Sine sanguine non fit remissio (Hebr 9,22). Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano. En dondequiera que la pena de muerte ha sido abolida, la sociedad ha destilado sangre por todos sus poros. A su supresión en la Sajonia Real se siguió aquella grande y encarnizada batalla de mayo, que puso al Estado en trance de muerte, hasta el punto de verse en el caso de acudir para su remedio a una intervención extranjera. El solo principio de su supresión, proclamado en Francfort en nombre de la patria común, puso las cosas alemanas en mayor desorden y desconcierto que ningún otro período de su turbulentísima historia. A su supresión por el Gobierno provisional de la República francesa se siguieron aquellas tremendas jornadas de junio, que vivirán eternamente con todo su horror en la memoria de los hombres; a aquéllas hubieran seguido otras con pavorosa y rápida sucesión si una víctima santa y acepta no se hubiera puesto entre las iras de Dios y los delitos de aquel Gobierno culpable y de aquella ciudad pecadora. Hasta dónde pudo llegar la virtud de aquella sangre augusta e inocente, nadie lo sabrá decir y nadie lo sabe; empero, humanamente hablando, puede afirmarse sin temor de ser desmentido por los hechos, que la sangre volverá a correr en vena abundosa, por lo menos hasta que la Francia entre otra vez bajo la jurisdicción de aquella ley providencial que ningún pueblo desechó jamás impunemente.
    No pondré término a este capítulo sin hacer aquí una reflexión que me parece de la mayor importancia: si tales efectos ha producido la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos, ¿hasta dónde llegarían sus estragos si la supresión se extendiera a los delitos comunes? Ahora bien: si hay para mí una cosa evidente, es que la supresión de la una lleva consigo la supresión de la otra en un tiempo más o menos lejano, así como me parece cosa puesta fuera de toda duda que, suprimida la pena de muerte en ambos conceptos, procede la supresión de toda penalidad humana. Suprimir la pena mayor en los delitos que atacan la seguridad del Estado, y con ella la de los individuos que le componen, y conservarla en los delitos que se perpetran contra los particulares solamente, me parece una inconsecuencia monstruosa, que no puede resistir por largo tiempo a la evolución lógica y consecuente de los acontecimientos humanos. Por otra parte, suprimir como excesiva la pena de muerte en unos y en otros viene a ser lo mismo que suprimir todo género de penalidad para los delitos inferiores, como quiera que, una vez aplicada a los primeros una pena que no sea la de muerte, cualquiera otra que se aplique a los segundos ha de faltar a las reglas de la buena proporción y ha de ser combatida como opresiva e injusta.
    Si la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos se funda en la negación del delito político, y si esta negación se saca de la falibilidad del Estado en estas materias, es claro que todo el sistema de penalidad viene al suelo, porque la falibilidad en las cosas políticas supone la falibilidad en todas las cosas morales, y la falibilidad en las unas y en las otras lleva consigo la incompetencia radical del Estado para calificar ninguna acción humana de delito. Ahora bien: como esa falibilidad es un hecho, síguese de ahí que en esta materia de la penalidad todos los gobiernos son incompetentes, porque todos son falibles.
    Sólo puede acusar de delito el que puede acusar de pecado, y sólo puede imponer penas por el uno el que puede imponerlas por el otro. Los gobiernos no son competentes para imponer una pena al hombre sino en calidad de delegados de Dios, ni la ley humana tiene fuerza sino cuando es el comentario de la ley divina. La negación de Dios y de su ley por parte de los gobiernos viene a ser la negación de sí propios. Negar la ley divina y afirmar la humana, afirmar el delito y negar el pecado, negar a Dios y afirmar un gobierno cualquiera, es afirmar aquello mismo que se niega y negar aquello mismo que se afirma, es caer en una contradicción palpable y evidente. Entonces sucede que comienza a soplar el cierzo de las revoluciones, el cual no tarda mucho en restaurar el imperio de la lógica, que preside a la evolución de los sucesos, suprimiendo con una afirmación absoluta e inexorable o con una negación absoluta y perentoria las contradicciones humanas.
    El ateísmo de la ley y del Estado, o lo que en definitiva viene a ser lo mismo, expresado de una manera diferente, la secularización completa del Estado y de la ley, es teoría que no se compone bien con la de la penalidad, viniendo la una del hombre en su estado de apartamiento de Dios y la otra de Dios en su estado de unión con el hombre.
    No parece sino que los gobiernos conocen por medio de un instinto infalible que sólo en nombre de Dios pueden ser justos y fuertes. Así sucede que, cuando comienzan a secularizarse o apartarse de Dios, luego al punto aflojan en la penalidad, como si sintieran que se les disminuye su derecho. Las teorías laxas de los criminalistas modernos son contemporáneas de la decadencia religiosa, y su predominio en los códigos es contemporáneo de la secularización completa de las potestades políticas. Desde entonces acá el criminal se ha ido transformando a nuestros ojos lentamente, hasta el punto de parecer a los hijos objeto de lástima el mismo que era asunto de horror para sus padres. El que ayer era llamado criminal, hoy pierde su nombre en el de excéntrico o en el de loco. Los racionalistas modernos llaman al crimen desventura. ¡Día vendrá en que el gobierno pase a los desventurados, y entonces no habrá otro crimen sino la inocencia! A las teorías sobre la penalidad de las monarquías absolutas en sus tiempos decadentes se siguieron las de las escuelas liberales, que trajeron las cosas al punto y trance en que hoy las vemos; tras las escuelas liberales vienen las socialistas con su teoría de las insurrecciones santas y de los delitos heroicos; ni serán éstas las últimas, porque allá en los lejanos horizontes comienzan a despuntar nuevas y más sangrientas auroras. El nuevo evangelio del mundo se está escribiendo quizá en un presidio. El mundo no tendrá sino lo que merece cuando sea evangelizado por los nuevos apóstoles.
    Los mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión; está en que cabalmente en el punto y hora en que la ilusión llegara a ser creída de todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras y la tarea se transformaría en infierno. En este oscuro y bajo suelo, el hombre no puede aspirar a una ventura imposible sin ser tan desventurado que pierda la poca dicha que alcanza.



    Capítulo VII

    Recapitulación. Ineficacia de todas las soluciones propuestas. Necesidad de una solución más alta


    Hasta aquí hemos visto de qué manera la libertad del hombre y la del ángel, con la facultad de escoger entre el bien y el mal, que constituye su imperfección y su peligro, era una cosa no sólo justificada, sino también conveniente. Vimos también cómo del ejercicio de esa libertad constituida salió el mal con el pecado, el cual alteró profundísimamente el orden puesto por Dios en todas las cosas y la manera convenientísima de ser de todas las criaturas. Pasando más adelante, después de habernos dado cuenta de los desórdenes de la creación, nos propusimos demostrar y demostramos, a nuestro entender cumplidamente, que así como al ángel y al hombre, dotados del libre albedrío, les fue dada la tremenda potestad de sacar el mal del bien y de inficionar todas las cosas, el uno con su rebelión el otro con su desobediencia y ambos con su pecado, Dios, para hacer contraste a esa libertad perturbadora, se reservó la potestad de sacar el bien del mal y el orden del desorden, usando de ella larga y convenientemente, hasta el punto de poner las cosas en un ser más concertado y perfecto que el que hubieran alcanzado sin los ángeles rebeldes y sin los hombres pecadores. No siendo posible evitar el mal sin suprimir la libertad angélica y la humana, que eran un gran bien, Dios, en su infinita sabiduría, hizo de modo que el mal, sin ser suprimido, fue transformado hasta el punto de servir, en su mano omnipotente, de instrumento de mayores conveniencias y de más altas perfecciones.
    Para demostrar lo que a nuestro propósito cumplía, observamos que el fin general de las cosas era manifestar todas a su manera las perfecciones altísimas de Dios y ser como centellas de su hermosura y magníficos reflejos de su gloria. Consideradas desde el punto de vista de este fin universal, no nos fue difícil demostrar que de la obediencia humana y de la rebelión angélica se siguieron bienes incomparables, y que así la una como la otra sirvieron para que las criaturas, que antes reflejaban solamente la divina bondad y la divina magnificencia, reflejaran también toda la sublimidad de su misericordia y toda la grandeza de su justicia. El orden no fue universal y absoluto sino cuando las criaturas tuvieron en sí todos estos espléndidos reflejos.
    De los problemas relativos al orden universal de las cosas pasamos a los que se refieren al orden general de las cosas humanas; discurriendo por este anchísimo campo, vimos propagarse el mal en la humanidad con el pecado; allí vimos de qué manera la humanidad estuvo en Adán y cómo la especie fue en el individuo pecadora. Así como el pecado, considerado en sí mismo, fue poderoso para turbar el orden del universo, lo fue también y con mayor razón para poner en desorden todas las cosas humanas. Para la inteligencia de lo que antes dijimos y de lo que diremos después, conviene advertir aquí que, así como el fin universal de las cosas es manifestar las perfecciones divinas, el fin particular del hombre es conservar su unión con Dios, lugar de su alegría y su descanso; el pecado desordenó las cosas humanas, apartando al hombre de esa unión, que constituye su fin especial, y desde ese momento el problema, por lo que hace a la humanidad, consiste en averiguar de qué manera el mal puede ser vencido en sus efectos y en su causa: en sus efectos, es decir, en la corrupción del individuo y de la especie con todas sus consecuencias; en su causa, es decir, en el pecado.
    Dios, que es simplicísimo en sus obras porque es perfectísimo en su esencia, vence al mal en su causa y en sus efectos por la secreta virtud de una sola transformación; pero ésta tan radical y portentosa, que por ella todo lo que era mal se muda en bien, y todo lo que era imperfección, en perfección soberana. Hasta aquí hemos venido exponiendo la manera y forma con que Dios transforma en instrumentos del bien los efectos mismos del mal y del pecado. Procediendo todos ellos de una corrupción primitiva del individuo y de la especie, no son otra cosa en la especie ni en el individuo, considerados en sí, sino una desgracia lamentable; quien dice desgracia, dice efecto necesario; y si la causa de donde el efecto se sigue es de aquellas que obran de una manera constante, quien dice desgracia, tanto quiere decir como desgracia, por su naturaleza, invencible. Imponiendo la desgracia como una pena, Dios hizo posible su transformación por medio de su aceptación voluntaria por parte del hombre. Cuando el hombre, ayudado de Dios, aceptó heroicamente como una pena justa su desgracia, su desgracia no cambió de naturaleza, considerada en sí misma, lo cual sería imposible de todo punto; pero adquirió una nueva y extraña virtud: la virtud expiatoria y purificante. Conservando siempre su invencible identidad, produce efectos que naturalmente no están en ella, siempre que se combina de una manera sobrenatural con la aceptación voluntaria. Esta doctrina consoladora y sublime nos viene a un tiempo mismo de Dios, de la razón y de la Historia, constituyendo una verdad racional, histórica y dogmática.
    El dogma de la transmisión de la culpa y de la pena y el de la acción purificante de la última, siendo libremente aceptada, nos llevó como por la mano al examen de las leyes orgánicas de la humanidad, por las cuales se explican cumplidamente todas sus evoluciones históricas y todos sus movimientos. El conjunto de esas leyes constituye el orden humano, y de tal manera le constituye, que no puede ser ni imaginado de otra manera.
    Después de haber expuesto las soluciones católicas sobre estos problemas altísimos y temerosos, de los cuales unos son relativos al orden universal y otros al orden humano, propusimos las soluciones inventadas por la escuela liberal y por los socialistas modernos, y demostramos, por una parte, las sublimes armonías y consonancias de los dogmas católicos, y por la otra, las extravagantes contradicciones de las escuelas racionalistas. La impotencia radical de la razón para hallar la solución conveniente de estos problemas fundamentales sirve para explicar la incoherencia y la contradicción que se observan en las soluciones humanas, y esas contradicciones incoherentes sirven a su vez para demostrar la imposibilidad absoluta en que está el hombre, abandonado a sí mismo, de remontarse con sus propias alas a aquellas encumbradas y serenas alturas en donde puso Dios las leyes secretísimas de todas las cosas. De este examen, hasta cierto punto prolijo, si se atiende a los estrechos límites de esta obra, resulta demostrado hasta la evidencia: lo primero, que toda negación de un dogma católico lleva consigo la negación de todos los otros dogmas, y al revés, que la afirmación de uno sólo lleva consigo la afirmación de todos los dogmas católicos; lo cual es una demostración invencible de que el catolicismo es una inmensa síntesis, puesta fuera de las leyes del espacio y del tiempo; lo segundo, que ninguna escuela racionalista niega todos los dogmas católicos a la vez; de donde se sigue que todas están condenadas a la inconsecuencia y al absurdo; y lo tercero, que no es posible salir del absurdo y de la inconsecuencia sin aceptar todas las afirmaciones católicas con una aceptación absoluta o negarlas todas con una aceptación tan radical que vaya a parar al nihilismo.
    Por último, después de haber examinado cada uno de por sí aquellos dogmas que se refieren al orden universal y al orden humano, consideramos su armonioso y magnífico conjunto en la institución de los sacrificios sangrientos, la cual trae su origen de aquella primera edad que siguió inmediatamente a la gran catástrofe paradisíaca. Allí vimos que esa institución misteriosa es, por un lado, la conmemoración de aquella gran tragedia y de la promesa de un redentor, hecha por Dios a nuestros primeros padres; por otro, la encarnación de los dogmas de la solidaridad, de la reversibilidad, de la imputación y de la sustitución, y, por último, el símbolo perfectísimo del sacrificio futuro, tal como le habíamos de ver realizado en la plenitud de los tiempos. Puestas en olvido entre las gentes las tradiciones bíblicas, el mundo olvidó el significado propio de aquella institución religiosa, que vino corrompiéndose por todas partes; por su corrupción se explica la institución universal de los sacrificios humanos, los cuales dan testimonio a la verdad de la tradición, si bien se apartan de ella en aquellos puntos en que había caído en olvido de las gentes. Con este motivo expusimos el grande error y la grande enseñanza que están juntos en esa institución, que a primera vista parece inexplicable por lo que tiene de profundamente misteriosa. Su grande error está en atribuir al hombre la virtud expiatoria del que le había de sustituir cuando se hubieran cumplido los tiempos, según la voz de las antiguas profecías y de las antiguas tradiciones; su grande enseñanza está en atribuir a la sangre derramada en cierta forma la virtud de aplacar en cierto modo y hasta cierto punto la cólera divina. Por el encadenamiento y la conexión de estas deducciones fuimos a parar al examen de la pena de muerte, universalmente instituida en toda la tierra como una profesión de fe de la virtud que está en la sangre, hecha en todos los tiempos por todo el género humano. Con este motivo interrogamos a las escuelas racionalistas sobre esta materia escabrosa, y en este punto, como en todos los demás, sus respuestas y sus soluciones nos parecieron contradictorias y absurdas. Llevándolas de contradicción en contradicción, las pusimos en el caso de escoger entre la aceptación de la pena de muerte para los delitos políticos como para los comunes o la negación radical y absoluta a un tiempo mismo del delito y de la pena.
    Llegados a este punto de la discusión, sólo nos falta, para ponerla un término dichoso, acercarnos con santo terror y con muda y extática reverencia al misterio de los misterios, al sacrificio de los sacrificios, al dogma de los dogmas. Hasta aquí hemos visto, por una parte, las maravillas del orden divino; por otra, la armonía del orden universal, y por último, la altísima conveniencia del orden humano; ahora nos cumple subir a cumbre más alta, a la que domina y señorea todas las cumbres católicas. Allí está asentado en toda su majestad, misericordiosa a un mismo tiempo y tremenda, terribilísima y mansísima, Aquel que había de venir, y que vino, y que viniendo lo trajo todo a sí, y lo unió en sí con fortísima y amorosísima lazada. Él es la solución de todos los problemas, el asunto de todas las profecías, el figurado en todas las figuras, el fin de todos los dogmas, la confluencia del orden divino, del universal y del humano; la llave de todos los secretos, la luz de todos los enigmas, el prometido por Dios, el deseado de los patriarcas, el aguardado de las gentes, el Padre de todos los afligidos, el reverenciado de los coros de las naciones y de los coros angélicos, alfa y omega de todas las cosas.
    El orden universal está en que todo se ordene armoniosamente para aquel fin supremo que impuso Dios a la universalidad de las cosas. El supremo fin de las cosas consiste en la manifestación exterior de las divinas perfecciones. Todas las criaturas cantan la bondad, la magnificencia y la omnipotencia de Dios. Los justificados ensalzan su misericordia, los réprobos su justicia. ¿Cuál criatura, entre las criadas, celebra su amor de una manera tan especial como los réprobos su justicia y los justificados su misericordia? Y siendo esto así, ¿no se echa de ver claramente la altísima conveniencia de que en el universo, formado para manifestar las divinas perfecciones, se levantara una voz universal ensalzando el divino amor, ese último toque de las perfecciones divinas?
    El orden humano está en la unión del hombre con Dios; esa unión no puede realizarse, en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento, sin un esfuerzo gigantesco para levantarnos hasta Él. Pero ¿quién pide esfuerzo al que es débil, y quién manda levantarse y subir hasta la cumbre altísima de un monte al que está caído en el valle y lleva sobre sus hombros el peso de su pecado? Sé que la aceptación heroica y voluntaria de mi dolor y de mi cruz me levantaría sobre mí mismo. Pero ¿cómo he de amar lo que naturalmente aborrezco y cómo he de aborrecer lo que naturalmente amo, y esto voluntariamente? Me mandan amar a Dios, y siento discurrir por mis venas el amor corrosivo de mi carne. Me mandan andar, y estoy reducido a prisiones. Con mi pecado no puedo merecer, y no puedo apartarme del pecado, que me tiene asido, si no me lo quitan. Ninguno puede quitármelo si no tiene hacia mí un infinito amor, anterior a todo merecimiento, y nadie me ama con ese amor infinito. Soy el ludibrio de Dios y la fábula del universo; en vano discurriré por todo el cerco de la tierra, que adondequiera que vaya irá conmigo mi desventura, y en vano pondré los ojos en ese cielo de metal, que jamás hirió mi frente con un rayo de esperanza.
    Si todo esto es así, es claro que el edificio católico, que venimos levantando laboriosamente, viene al suelo, falto de aquella espléndida cúpula que le había de servir de remate y de áncora. Nueva torre de Babel, levantada por el orgullo y fabricada sobre arenas frágiles y movedizas, será juguete del temporal y escarnio de los vientos; el orden humano, el orden universal, no son otra cosa sino palabras resonantes; y todos aquellos temerosos problemas que traen a la humanidad pensativa y contristada, quedan en pie y envueltos en su oscuridad invencible a pesar del vano aparato de las soluciones católicas; mejor trabadas entre sí que las soluciones de las escuelas racionalistas, su trabazón no es tan perfecta, sin embargo, que pueda resistir al empuje de la razón humana. Si el catolicismo no dice más, ni enseña más, ni contiene más que lo que va dicho, contenido y enseñado en aquellas soluciones, el catolicismo no es más que un sistema filosófico, que, siendo más acabado que los sistemas anteriores, según todas las probabilidades, será menos perfecto que los sistemas futuros. Aun hoy día puede acusársele ya de impotencia notoria para resolver los grandes problemas que se refieren a Dios, al universo y al hombre; Dios no es perfecto si no ama de una manera infinita; el orden no existe en el universo si no hay en él nada que manifieste ese amor; y en cuanto al hombre, el desorden en que está puesto es tan invencible que no puede salvarse no siendo amado infinitamente.
    Y no se diga que Dios es infinitamente bueno e infinitamente misericordioso y que el amor ya supuesto y como escondido en su infinita bondad y en su infinita misericordia, porque el amor es de por sí cosa tan principal, que, cuando existe, a todas las otras las domina y señorea. El amor no es contenido, es continente; se declara, no se esconde; tal es su condición, que no pueda estar en ninguna parte sin que parezca que está solo y que todo lo avasalla; él lleva de suyo no ordenarse a ningún fin y ordenar a sí todas las cosas. El que ama, si ama bien, ha de parecer que enloquece; y para ser infinito el amor, ha de parecer una infinita locura.
    Hay una voz que está en mi corazón y que es mi mismo corazón, que está en mí y que es yo mismo, y que me dice: «Sí quieres conocer al verdadero Dios, mira al que te ama hasta enloquecer por ti y al que te ayuda a que le ames hasta enloquecer por Él, y ése es el Dios verdadero; porque en Dios está la bienaventuranza, y la bienaventuranza no es otra cosa sino amar, y padecer desmayos de amor, y estar desmayado así perpetuamente». Nadie me llame así si no me ama, porque no responderé a su llamamiento. Mas si la voz que escucho es voz de amor: «Heme aquí», diré al punto, y seguiré a mi amado sin preguntarle ni adónde va ni a qué parte me lleva, porque adondequiera que me lleve y adondequiera que vaya hemos de estar él y yo y nuestro amor; y nuestro amor, él y yo somos el cielo. Yo quisiera amar así, y sé que no puedo amar así y que no tengo a quien amar de esta manera, y aun por eso me deshago y me atormento en un cerco sin salida. ¿Quién me sacará de este cerco que me ahoga y me dará alas como de paloma para discurrir por otras regiones y para subir a otras alturas?



    Capítulo VIII

    De la encarnación del hijo de Dios y de la redención del género humano


    De dos problemas dijimos que estaban por resolver para que pudiera constituirse de todo punto así el orden universal como el humano. Dios sacó el bien de la prevaricación primitiva, la cual le sirvió de ocasión para manifestar dos de sus más grandes perfecciones: su infinita justicia y su infinita misericordia. No era esto bastante, sin embargo; convenía, además, para que en las cosas de la creación, y especialmente en las humanas, hubiera aquel orden y concierto que atestiguan la presencia de. Dios en todas sus obras, que el pecado mismo de la prevaricación fuera borrado de todo punto, como quiera que, cualquiera que fuese el bien que Dios sacara de él, quedando subsistente, quedaba en pie, y como desafiando a todo el divino poder, el mal por excelencia. Por otra parte, nada conviene más a la misericordia infinita de Dios sino ayudar con mano a un mismo tiempo potentísima y clementísima la invencible flaqueza del hombre, para que de tal manera se levantara sobre su miserable condición, que pudieran transformarse en instrumento de su propia salvación las consecuencias de su pecado. Borrar el pecado y fortificar al pecador hasta el punto que pudiera levantarse libre y meritoriamente estando caído, éste es el gran problema que es necesario resolver, aun después de resueltos todos los otros, si el catolicismo ha de ser otra cosa que uno de los muchos sistemas laboriosamente imperfectos que vienen dando testimonio de la profunda y radical impotencia de la razón humana.
    El catolicismo resuelve estos dos grandes problemas por el más alto e inefable e incomprensible y glorioso de todos sus misterios: en ese altísimo misterio están juntas todas las divinas perfecciones. En él está Dios con su espantable omnipotencia, con su perfecta sabiduría, con su maravillosa bondad, con su terribilísima justicia, con su altísima misericordia y, sobre todo, con aquel inefable amor que domina y señorea todas sus otras perfecciones, el cual manda con imperio, a un tiempo mismo, a su misericordia ser misericordiosa, a su justicia ser justa, a su bondad ser buena, a su sabiduría ser sabia y a su omnipotencia ser omnipotente. Porque Dios no es ni omnipotencia, ni sabiduría, ni bondad, ni justicia, ni misericordia. Dios es amor, y nada más que amor; pero ese amor es de suyo omnipotente, sapientísimo, buenísimo, justísimo y misericordiosísimo.
    El amor fue el que mandó a su misericordia dar al hombre prevaricador y caído la esperanza, con aquella divina promesa de un futuro redentor, que vendría al mundo para tomar en sí y para vencer al pecado. El amor fue el que le prometió en el paraíso, el que le envió a la tierra y el que vino: el amor fue el que tomó carne humana, y vivió vida de hombre mortal, y murió muerte de cruz, y resucitó después en su carne y en su gloria. En el amor y por el amor somos salvados todos los que somos pecadores.
    El gloriosísimo misterio de la encarnación del Hijo de Dios es el único titulo de nobleza que tiene el género humano. Lejos de causarme maravilla el desprecio que los racionalistas modernos muestran hacia el hombre, si hay alguna cosa que ni alcanzo a explicar ni puedo concebir, es la atentada prudencia y la tímida mesura con que proceden en este negocio. Tomando al hombre despeñado ya por su culpa de aquel primitivo estado en que le puso Dios, de justicia original y de gracia santificante; examinado por dentro en su constitución orgánica, imperfectísima y contradictoria, y cuando se consideran la ceguedad de su entendimiento, la flaqueza de su voluntad, los torpes arrebatos de su carne, el ardor de sus concupiscencias y la perversidad de sus inclinaciones, no acierto a concebir ni explicar esa parsimonia de vilipendios y esa mesura en los desdenes. Si Dios no ha tomado la naturaleza humana; si, tomándola en sí, no la ha levantado hasta sí, y si, levantándola hasta sí, no ha dejado en ella un rastro luminoso de su nobleza divina, es fuerza confesar que para expresar la vileza humana faltan vocablos en los idiomas de las gentes. Yo de mí sé decir que si mi Dios no hubiera tomado carne en las entrañas de una mujer, y si no hubiera muerto en una cruz por todo el linaje humano, el reptil que piso con mis pies sería a mis ojos menos despreciable que el hombre. Aun así y todo, el punto de fe que más abruma con su peso a mi razón es ese de la nobleza y dignidad de la especie humana, dignidad y nobleza que quiero entender y no entiendo, y que quiero alcanzar y no alcanzo. En vano, aparto los ojos, llenos de espanto y de horror, de los anales del crimen, para ponerlos en esferas más altas y en regiones más serenas. En vano traigo a mi memoria aquellas levantadas virtudes de los que el mundo llama héroes, y de que están llenas las historias, porque mi conciencia levanta su voz y me dice que todas esas heroicas virtudes se resuelven en vicios heroicos, los cuales se resuelven a su vez en un orgullo ciego o en una ambición insensata. El género humano aparece a mi vista como una inmensa muchedumbre puesta a los pies de sus héroes, que son sus ídolos, y los héroes como ídolos que se adoran a sí propios. Para creer yo en la nobleza de esas estúpidas muchedumbres ha sido necesario que Dios me la revele. Ninguno puede negar esa revelación y afirmar su propia nobleza. ¿De dónde sabe que es noble, si Dios no se lo ha dicho? Una cosa excede mi razón y me confunde: que haya quien piense que se necesita una fe menos robusta para creer en el incomprensible misterio de la dignidad humana que para creer en el misterio adorable de un Dios hecho hombre, por la virtud del Espíritu Santo, en las entrañas de una virgen. Esto prueba que el hombre vive siempre sujeto a la fe, y que cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo.
    La encarnación del Hijo de Dios fue convenientísima, no solamente en calidad de manifestación soberana de su infinito amor, en el cual está la perfección, si puede decirse así, de las divinas perfecciones, sino también en virtud de otras profundas y altísimas consecuencias. El orden supremo de las cosas no puede concebirse si las cosas todas no se resuelven en la unidad absoluta. Ahora bien: sin aquel prodigioso misterio, la creación era doble y el universo un dualismo, símbolo de un antagonismo perpetuo, contradictorio del orden. De un lado estaba Dios, tesis universal, y de otro las criaturas, su universal antítesis. El orden supremo exigía una síntesis tan poderosa y tan ancha que bastara a conciliar por medio de la unión la tesis y la antítesis del Criador y las criaturas. Que ésta es una de las leyes fundamentales del orden universal se ve claro cuando se considera que ese mismo misterio, que en Dios nos causa maravilla, sin admirarnos está patente en el hombre. El hombre, considerado desde este punto de vista, no es otra cosa sino una síntesis, compuesta de una esencia incorpórea, que es la tesis, y de una antítesis, que es su sustancia corpórea. El mismo ser que, considerado como un compuesto de espíritu y de materia, es una síntesis, no es más que una antítesis que es necesario reducir a la unidad por medio de una síntesis superior, juntamente con la tesis que le contradice, cuando se le considera en calidad de criatura. La ley de la reducción de la variedad en la unidad, o lo que es lo mismo, de todas las tesis con sus antítesis en una síntesis suprema, es una ley visible e indeclinable. La dificultad aquí está sólo en hallar esa suprema síntesis. Estando de un lado Dios y de otro todas las cosas criadas, es una cosa evidente que aquí la síntesis conciliadora no puede buscarse fuera de estos términos, fuera de los cuales no hay nada que se pueda imaginar, siendo como son universales y absolutos. La síntesis, pues, había de encontrarse en las criaturas o en Dios, en la antítesis o en la tesis o bien en una y en otra simultánea o sucesivamente.
    Si el hombre hubiera permanecido quieto en aquel estado excelente y en aquella condición nobilísima en que fue puesto por Dios, la variedad hubiera ido a perderse en la unidad, y la antítesis creada se hubiera unido con la tesis creadora en una suprema síntesis por la deificación del hombre. A esta deificación futura fue dispuesto por Dios cuando le adornó con la justicia original y con la gracia santificante. El hombre, en uso de su libertad soberana, se despojó de aquella gracia y renunció a aquella justicia, y despojándose de la una y renunciando a la otra, puso impedimento a la divina voluntad, renunciando a su deificación voluntariamente. Empero, la libertad humana, que es poderosa para impedir el cumplimiento de la voluntad de Dios en lo que tiene de relativo, no lo es para impedir la realización de esa misma voluntad en lo que tiene de absoluto. La reducción de la variedad en la unidad, eso era lo que había de absoluto en la voluntad divina; la reducción por medio exclusivo de la deificación del hombre, eso es lo que había en ella de relativo y contingente; lo cual quiere decir que Dios quiso el fin con una voluntad absoluta y el medio de alcanzar ese fin con una voluntad relativa; y en esto, como en todo, resplandece la sabiduría de Dios con un resplandor inefable. En efecto: sin lo que había en su voluntad de absoluto, Dios no hubiera sido soberano, y sin lo que había de relativo en ella, no hubiera sido posible la libertad humana; por el contrario, por lo que en su voluntad hubo a un tiempo mismo de absoluto y relativo, de contingente y de necesario, pudieron coexistir y coexistieron la soberanía de Dios y la libertad del hombre. En calidad de soberano, Dios decretó aquello que había de ser; en calidad de libre, el hombre determinó que aquello que había de ser no sería de cierta manera.
    Entonces sucedió que el orden universal, querido por Dios con una voluntad absoluta, hubo de realizarse por la humanización inmediata de Dios, no pudiendo realizarse por la deificación inmediata del hombre, la cual fue de todo punto imposible, primero con una imposibilidad relativa a causa de su voluntad y después con una imposibilidad absoluta a causa de su pecado.
    Ya en otra ocasión me propuse demostrar, y demostraré cumplidamente, cuán grande es el alcance y la universalidad de las soluciones divinas, las cuales, al revés de lo que se observa en las humanas, no suprimen un obstáculo para ir a dar en otro mayor, ni resuelven una dificultad para caer en otra más grande, ni esclarecen un problema desde un punto de vista para dejarle más oscuro que antes mirándole por otro lado, sino que, por el contrario, suprimen de una vez todos los obstáculos, resuelven a un tiempo mismo todas las dificultades y esclarecen todos los problemas de un solo golpe, con un esclarecimiento simplicísimo. Y esto que se observa en todas las divinas soluciones se observa más particularmente todavía en esta que tratamos, relativa al misterio adorable de la encarnación del Hijo de Dios; porque al propio tiempo que fue el medio soberano de reducirlo todo a la unidad, condición divina del orden en el universo, fue también un medio maravilloso de restaurar el orden en la humanidad caída. La imposibilidad radical en que quedó el hombre de volver por sí solo a la amistad y gracia de Dios, después del pecado, está confesada por aquellos mismos que niegan el catolicismo en la mayor parte de sus dogmas. M. Proudhon, el hombre más docto de las escuelas socialistas, no vacila en afirmar que, supuesto el pecado, la redención del hombre por los méritos y trabajos de Dios era de todo punto necesaria, como quiera que el hombre pecador no podía ser de otra manera redimido. Por lo que hace a los católicos, no vamos tan allá, afirmando solamente que esta manera de redención, sin ser necesaria ni la única posible, es, sin embargo, adorable y convenientísima.
    Por aquí se ve que Dios se dio traza para vencer con una misma industria así el obstáculo que se oponía a la realización del orden universal como el que impedía el orden humano. Haciéndose hombre sin dejar de ser Dios, unió sintéticamente a Dios y al hombre, y como en el hombre estaban ya sintéticamente unidas la esencia espiritual y la sustancia corpórea, resultó de aquí que Dios hecho hombre reunió en sí, por una altísima manera, por un lado las sustancias corpóreas y las esencias espirituales y por otro al Criador de todo con todas sus criaturas. Al propio tiempo, padeciendo y muriendo voluntariamente por el hombre, echó sobre sí, quitándoselo a él, aquel pecado primitivo por el cual padeció corrupción y fue condenado a muerte en Adán toda su raza.
    Desde cualquier punto de vista que se considere este gran misterio, ofrece, al que se para y le mira, las mismas maravillosas conveniencias. Si todo el linaje humano padeció condenación en Adán, nada más razonable y conveniente sino que todo él se salvara en otro Adán más perfecto; habiendo sido condenados como lo fuimos por la ley de la solidaridad, que fue ley de justicia, nada más razonable y conveniente sino que fuéramos hechos salvos por la ley de la reversibilidad, que es una ley de misericordia. El padecer por los pecados de un representante no hubiera sido cosa justa y conveniente si no nos hubiera sido dado el merecer por los méritos de un sustituto. Nada más ajustado a la ley de razón sino que, siéndonos imputables los pecados de aquél, los méritos de éste nos sean reversibles. Y con esto se responde a los que llenos de arrogante soberbia mueven la lengua contra Dios por la condenación con que fuimos condenados todos en la cabeza de nuestros primeros padres; porque aun suponiendo, por vía de argumentación, que en nuestros primeros padres no hubiéramos sido todos pecadores, ¿con cuál derecho se queja de haber sido condenado en un representante el que ha sido hecho salvo por un sustituto? Volverse contra Dios por la ley de los pecados imputables, sin acordarse de aquella otra que la completa y explica, por la cual los méritos ajenos nos son reversibles, es grande temeridad porque es insigne mala fe o torpe ignorancia, y en todo caso calificada locura.
    Restablecido el orden en el universo por la unión de todas las cosas en Dios, y el orden en la humanidad en cuanto estaba impedido por el pecado, sólo falta, para restablecer el segundo completamente, por una parte poner el hombre en estado de levantarse sobre sí mismo hasta el punto de aceptar las tribulaciones con una aceptación voluntaria, y por otra dar a esa aceptación una virtud meritoria. A ambas cosas ocurrió Dios con este divino misterio, en sus consecuencias fecundísimo y en sí mismo admirable. La sangre preciosísima derramada en el Calvario no sólo borró nuestra culpa y satisfizo nuestra pena, sino que por su inestimable valor nos puso, siendonos aplicada, en estado de merecer galardones; por ella se nos dieron dos gracias juntamente: la que consiste en aceptar la tribulación y aquella en virtud de la cual la aceptación, alegremente aceptada en el Señor y por el Señor, adquiere una virtud meritoria. En esto consiste la suma de la religión católica: en creer con firmísima fe que naturalmente nada podemos y que lo podemos todo en aquel y por aquel que nos fortifica. Todos los otros dogmas sin éste son puras abstracciones, desnudas de toda virtud y eficacia. El Dios católico no es un Dios abstracto ni un Dios muerto; es un Dios vivo y personal, que obra perpetuamente fuera de nosotros y en nosotros, que, al mismo tiempo que está en nosotros contenido, nos circunda y nos contiene. El misterio que nos mereció la gracia, sin la cual andamos como perdidos y en tinieblas, es el misterio por excelencia; todos los otros son adorables, encumbrados y altísimos; este sólo es el encumbrado, porque sobre él no hay ninguna cumbre; el altísimo, porque sobre él no hay ninguna altura, y porque sobre él no hay nada digno de adoración, el adorable.
    El día eternamente alegre y eternamente lloroso en que el Hijo de Dios hecho hombre fue puesto en una cruz, todas las cosas a la vez entraron en orden, y en ese orden divino la cruz se levantó sobre todas las cosas criadas. De ellas, unas manifestaban la bondad de Dios, otras su misericordia, otras su justicia. Sólo la cruz fue el símbolo de su amor y la prenda de su gracia. Por ella confesaron los confesores, y fueron castas las virgenes, y vivieron vida angélica los padres del yermo, y fueron los mártires testigos firmes que pusieron sus vidas al cuchillo con varonil y constantísimo semblante. Del sacrificio de la cruz procedieran aquellas portentosas energías con que los flacos asombraron a los fuertes, con que los proscritos y desarmados subieron al Capitolio, con que unos pobres pescadores vencieron al mundo. Por la cruz alcanzan victoria todos los que vencen, y esfuerzo todos los que combaten, y misericordia todos los que la piden, y amparo todos los desamparados, y alegría todos los tristes, y consuelo todos los que lloran. Desde que se levantó la cruz en los aires, no hay hombre ninguno que no pueda vivir en el cielo, aun antes de dejar en la tierra sus mortales despojos; porque si aun vive aquí por la tribulación, está ya allí por la esperanza.



    Capítulo IX

    Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro


    Este es aquel único sacrificio de inestimable valor a que se refieren como a su fin todos los otros de que hacen mérito las historias y las fábulas de todas las gentes. Este es aquel que querían significar, así el pueblo judío como los pueblos gentiles, en sus sangrientos holocaustos, y que figuró Abel de una manera cumplida y aceptable cuando ofreció a Dios los primogénitos y más limpios entre todos sus corderos. El verdadero altar había de ser una cruz, y la verdadera víctima un Dios, y el verdadero sacerdote ese mismo Dios, a un mismo tiempo Dios y hombre, pontífice augusto, sacerdote perpetuo, víctima perpetua y santa, el cual vino a cumplir en la plenitud de los tiempos lo que prometió a Adán en los tiempos paradisíacos, fiel cumplidor de su promesa y guardador de su palabra, porque, así como no amenaza en vano, no promete tampoco vanamente. Amenazó al hombre libre con el desheredamiento, y desheredó al hombre libre y culpable; le prometió luego un redentor, y vino él mismo a redimirle.
    Con su presencia se esclarecen todos los misterios, se explican todos los dogmas y se cumplen todas las leyes. Para que se cumpla la de la solidaridad, toma en sí todos los dolores humanos; para que la de la reversibilidad se cumpla, derrama por el mundo en copioso raudal todas las gracias divinas, alcanzadas con su pasión y con su muerte. Dios en Él se hace hombre de una manera tan perfecta, que sobre Él vienen impetuosas todas las iras de Dios; y el hombre se hace en Él tan perfecto y tan divino, que en Él caen sobre el hombre todas las divinas misericordias como en lluvia delgada y apacible. Para que el dolor fuera santísimo, padeciendo santificó el dolor, y para que su aceptación fuera meritoria, le aceptó con una aceptación voluntaria. ¿Quién sería fuerte para ofrecer a Dios su voluntad en holocausto si Él no hubiera hecho entera dejación de la suya para hacer la de su santísimo Padre? ¿Quién hubiera podido subir hasta la cumbre de la humildad si el pacientísimo y humildísimo Cordero no hubiera subido antes por secretos caminos a esa asperrima cumbre? ¿Y quién, remontando aún más su vuelo, hubiera podido encumbrar montes bravos sobre montes bravos, hasta llegar al altísimo del divino amor, si Él no los hubiera encumbrado todos, uno por uno, dejando enrojecidas sus laderas con la púrpura de su sangre y dando a sus zarzas en despojos sus blanquísimos y purísimos vellones, afrenta de la nieve? ¿Quién sino Él hubiera podido enseñar a los hombre que al otro lado de esas abruptas y gigantescas montañas, con sus cumbres al cielo y sus valles al abismo, caen praderas alegres y tendidas donde son benignos los aires, puros los cielos, mansas y limpias las aguas, suavísimos todos los rumores, verdes todos los campos, inefables todas las armonías, perpetuas todas las frescuras; donde la vida es verdadera vida que nunca acaba, y el placer verdadero placer que nunca cesa, y el amor verdadero amor que nunca se extingue; donde hay perpetuo descanso sin ocio, reposo perpetuo sin fatiga, y donde se confunden por una altísima manera lo que tiene de dulce la posesión y lo que hay de bello en la esperanza?
    El Hijo de Dios, hecho hombre y puesto por el hombre en una cruz, es a un mismo tiempo la realización de todas las cosas perfectas, representadas en todos los símbolos y figuradas en todas las figuras, y la figura y el símbolo universal de todas las perfecciones. El Hijo de Dios hecho hombre, así como es Dios y hombre a un tiempo mismo, es la idealidad y la realidad juntas en uno. La razón natural nos dice, y la experiencia diaria nos enseña, que el hombre no puede llegar en ningún arte ni en ninguna cosa a aquella perfección relativa a que le es dado subir, si no tiene delante de los ojos un modelo acabado de una perfección más alta. Para que el pueblo de Atenas adquiriera aquel instinto admirable para descubrir con una mirada simplicísima lo que en las obras del ingenio había de literariamente bello o de artísticamente sublime y lo que había de bellamente heroico en las acciones humanas, fue de todo punto necesario que tuviera siempre delante de sus ojos las estatuas de sus prodigiosos artistas, los versos de sus sublimes poetas y las acciones heroicas de sus grandes capitanes. El pueblo de Atenas, tal como fue, supone necesariamente sus artistas, sus poetas y sus capitanes, tales como habían sido; y éstos a su vez no llegaron a tan atrevidas alturas sin poner los ojos en alturas más eminentes. Todos los capitanes griegos alcanzaron donde alcanzaron porque pusieron los ojos en Aquiles, puesto en la cumbre altísima de la gloria. Todos aquellos grandes artistas y aquellos eminentísimos poetas no fueron grandes y eminentes sino porque tenían puestos los ojos en la Iliada y en la Odisea, tipos inmortales de la belleza artística y literaria. Los unos y los otros no hubieran existido jamás sin poner la vista en Homero, magnífica personificación de la Grecia artística, literaria y heroica.
    Esta ley en virtud de la cual todo lo que hay en las muchedumbres está de una manera más perfecta en una aristocracia, y de una manera incomparablemente más perfecta y más alta en una persona, es tan universal, que puede ser considerada en razón como ley de la Historia. Esta ley está sujeta a su vez a ciertas condiciones indeclinables como ella misma y necesarias. Así, por ejemplo, es condición indeclinable de todas esas personificaciones heroicas que pertenezcan a un tiempo mismo a la asociación especial que personifican y a otra general y superior a la que en ellas viene personificada. Aquiles, Alejandro, César, Napoleón, así como Homero, Virgilio y Dante, son todos a un tiempo mismo ciudadanos de dos ciudades diferentes, de las cuales una es local y otra general, una es inferior y otra superior; en la superior viven juntos con cierta manera de igualdad, en la inferior domina cada uno de ellos con un imperio absoluto; en la superior son ciudadanos, en la inferior emperadores. Esa ciudad superior, en la que todos tienen un derecho igual de ciudadanía, se llama la humanidad, y la inferior, en que imperan, se llama aquí París, allí Atenas y allá Roma.
    Ahora bien: así como los pueblos, esas ciudades inferiores se condensan en una persona en la cual están como de relieve y de una manera especial sus perfecciones y virtudes, de la misma manera fue cosa convenientísima que esa ley universal de la personificación tipica se cumpliera con respecto a aquella ciudad superior que lleva por nombre el género humano. Las excelencias de esta ciudad, excelente sobre todas, llevaban consigo la conveniencia de una personificación superior a las demás personificaciones, así como ella misma era superior a todas las otras ciudades, y debía ser, por tanto, altísima, excelentísima y perfectísima. Ni bastaba esto sólo, porque, para que se cumpliera la ley en todos sus puntos, era conveniente que la persona en quien se condensara la humanidad reuniera en su unidad personal dos naturalezas diferentes: por la una había de ser hombre y por la otra había de ser Dios, porque Dios sólo es superior al hombre. Y no se diga que para el cumplimiento de esta ley hubiera bastado la encarnación de un ángel, como quiera que considerando el hombre como compuesto de un alma espiritual y de una sustancia corpórea, participa a un tiempo mismo de la naturaleza física y de la angélica, siendo como la confluencia de todas las cosas creadas. Esto supuesto, es evidente que la persona que había de condensar así la naturaleza humana había de condensar en sí toda la creación; de donde se sigue que siendo, en cuanto hombre, todo lo creado, había de ser Dios para ser al mismo tiempo otra cosa. Por último, para que la ley que venimos exponiendo se cumpliera del todo, era menester que la misma persona que en la ciudad inferior dominaba con imperio fuera como ciudadano y nada más en la ciudad más perfecta; por eso el Dios hecho hombre es único en el imperio de todas las cosas creadas, mientras que en el tabernáculo habitado por la divina esencia es la persona del Hijo, en todo igual a la persona del Padre y a la del Espíritu Santo.
    Grande sería el error de los que creyeran que tengo por invencible esta argumentación y por perfectas estas analogías. Suponer que el hombre puede ver claro en estos hondos misterios es insigne ceguedad, y el solo propósito de apartar los velos divinos que los cubren me parece necia arrogancia, desatino y locura. No hay rayo de luz tan poderoso que baste a iluminar lo que Dios escondió en el impenetrable tabernáculo que está defendido por las divinas tinieblas. Mi propósito aquí es solamente demostrar, con una demostración vigorosa, que lejos de ser increíble lo que Dios nos manda creer, es no sólo creíble, sino también razonable. Yo creo que la demostración puede llevarse hasta los límites de la evidencia, siempre que se reduzca a poner en claro esta verdad: que todo el que deja la fe va a parar el absurdo y que las tinieblas divinas son menos oscuras que las tinieblas humanas. No hay dogma ni misterio católico que no reúna en sí estas dos condiciones necesarias para que sea razonable una creencia, conviene a saber: la primera, explicarlo todo satisfactoriamente siendo aceptados; la segunda, ser ellos mismos explicables y comprensibles hasta cierto punto. No hay hombre ninguno de sana razón y de recta voluntad que no se dé a sí mismo el testimonio, por una parte, de su impotencia radical para llegar por sí hasta el descubrimiento de las verdades reveladas, y por otra, de su maravillosa aptitud para explicar todas esas verdades de una manera relativamente satisfactoria. Esto serviría para demostrar que la razón no ha sido dada al hombre para descubrir la verdad, sino para explicársela a sí mismo cuando se la muestran y para verla cuando se la ponen delante. Tan grande es su miseria, y su indigencia intelectual tan lamentable, que hoy día es y no está cierto todavía de la primera cosa que hubiera debido averiguar, si en el plan divino hubiera entrado que pudiera averiguar por sí alguna cosa. Dígaseme, si no, si hay algún hombre que haya llegado a averiguar con certeza qué cosa es su razón, para qué la tiene, de qué le sirve y hasta dónde alcanza; y como veo, por una parte, que ésta es la letra A de este alfabeto, y por otra que van ya corriendo seis mil años desde que comenzó a balbucirla, sin que haya acertado a pronunciarla, me creo autorizado para afirmar que ese alfabeto no ha sido hecho para ser deletreado por el hombre, ni el hombre para deletrear en ese alfabeto.
    Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que era cosa excelentísima y convenientísima que la humanidad entera tuviera delante un modelo universal de universal e infinita perfección, así como las varias asociaciones políticas han tenido siempre uno, de donde han sacado, como de su fuente, aquellas dotes y excelencias especiales en que se han aventajado a las demás en los períodos gloriosos de su historia. A falta de otras razones, ésta bastaría por sí sola para explicar el gran misterio que tratamos, como quiera que sólo Dios podía servir de acabado ejemplar y de modelo perfectísimo a todas las gentes y naciones. Su presencia entre los hombres, su doctrina maravillosa, su vida santísima, sus tribulaciones sin cuento, su pasión, llena de ignominia y oprobios, y su cruelísima muerte, que todo lo acaba y lo corona, son las únicas cosas que pueden explicar la altura prodigiosa a que subió el nivel de las virtudes humanas. En las sociedades que caen al otro lado de la cruz hubo héroes; en la gran sociedad católica ha habido santos; y los héroes paganos son a los santos del catolicismo, guardada la debida proporción y con las reservas convenientes, lo que las varias personificaciones de los pueblos a la personificación absoluta de la humanidad en la persona de un Dios hecho hombre por el amor de los hombres. Entre esas varias personificaciones y esta personificación absoluta hay una distancia infinita; entre los héroes y los santos, una distancia inconmensurable; ninguna cosa más natural sino que, siendo infinita la primera, fuera inconmensurable la segunda.
    Eran los héroes hombres que con la ayuda de una pasión carnal, elevada hasta su última potencia, obraban cosas extraordinarias. Los santos son hombres que, habiendo dado de mano a todas las pasiones carnales, ponen el constantísimo pecho, exentos de toda ayuda carnal, a la impetuosa corriente de todos los dolores. Los héroes, poniendo en una exaltación febril todas sus fuerzas propias, acometían con ellas a los que les hacían oposición y contraste. Los santos comenzaron siempre por hacer dejación de sus propias fuerzas, y, estando así desamparados y desnudos, entraron en batalla a un mismo tiempo consigo mismos y con todas las potencias humanas e infernales. Proponíanse los héroes alcanzar gloria y muy alta, claro renombre entre las gentes. Mirando los santos como cosa de menos valer el vano decir de las generaciones humanas, pusieron en olvido el cuidado de su nombre y de su gloria, y, dejada a un lado, como cosa vil, su propia voluntad, lo pusieron todo y se pusieron a sí mismos en manos de Dios, teniendo por cosa gloriosísima y excelentísima tomar la librea de siervos suyos. Eso fueron los héroes y eso fueron los santos; a unos y otros les salió al revés de lo que pensaban, porque los héroes, que pensaron henchir la tierra, cuan grande es, con la gloria de su nombre, han caído en profundísimo olvido entre las muchedumbres, mientras que los santos, que sólo ponían los ojos en el cielo, son honrados y reverenciados aquí abajo por pueblos, emperadores, pontífices y reyes. ¡Cuán grande es Dios en sus obras y cuán maravilloso en sus designios! Piensa el hombre que él es el que va, y es Dios el que le lleva. Piensa que va a dar a un valle, y sin saber cómo se encuentra en un monte. Este piensa que gana la gloria, y cae en el olvido; aquél busca en el olvido refugio y descanso, y se halla de súbito como ensordecido con el clamor de las gentes que cantan su gloria. Todo lo sacrificaron los unos a su nombre, y nadie se llama como ellos; su nombre acabó con ellos mismos. Sus nombres fueron la primera cosa que pusieron los otros como ofrenda en el altar de su sacrificio, y esto hasta el punto de borrarlos de su propia memoria. Pues bien: esos nombres, que ellos olvidaron y escarnecieron, van pasando de padres a hijos y de generación en generación como una gloriosísima reliquia y una riquísima herencia. No hay católico ninguno que no se llame como un santo. Así se cumple todos los días aquella divina palabra que anunció la humillación de los soberbios y la exaltación de los humildes.
    Así como entre Dios hecho hombre y los reyes de la humana inteligencia hay una distancia infinita, y entre los héroes y los santos una distancia inconmensurable, entre las muchedumbres católicas y las gentiles y entre los que capitanean y guían a las unas y a las otras hay una inmensa distancia, como quiera que todas las copias se ordenan a sus modelos. La divinidad con su presencia produce la santidad; la santidad de los más eminentes es a su vez causa, por un lado, de la virtud de los medianos, y por otro, del buen sentido de los menores. Por eso se observa que no hay pueblo ninguno que no tenga buen sentido, siendo católico, ni gentil que tenga lo que se llama el buen sentido, es decir, aquella sana razón que ve cada cosa como es en sí y en su propio lugar con una simple mirada. Lo cual no causará maravilla al que considere que, siendo el catolicismo el orden absoluto, la verdad infinita y la perfección suma, sólo en él y por él se ven las cosas en sus esencias íntimas, y en el lugar que ocupan, y en la importancia que tienen, y en la maravillosa ordenación en que vienen ordenadas. Sin el catolicismo no hay buen sentido en los menores, ni virtud en los medianos, ni santidad en los eminentes, porque el buen sentido, la virtud y la santidad en la tierra suponen un Dios hecho hombre, ocupado en enseñar la santidad a las almas heroicas, la virtud a las firmes, y en enderezar la razón de las descaminadas muchedumbres envueltas en tinieblas y sombras de muerte.
    Ese maestro divino es aquel ordenador universal que sirve de centro a todas las cosas; por esta razón, por cualquier lado que se le mire y por cualquier aspecto que se le considere, se le ve siempre en el centro. Considerado como Dios y como hombre a un tiempo mismo, es aquel punto céntrico en que se juntan en uno la esencia criadora y las sustancias creadas. Considerado solamente como Dios, Hijo de Dios, es la segunda persona, es decir, el centro de las tres personas divinas. Considerado solamente como hombre, es aquel punto central en que se condensa con misteriosa condensación la naturaleza humana. Considerado como Redentor, es aquella persona central sobre la cual vienen a un tiempo mismo todas las divinas gracias y todos los divinos rigores. La redención es la gran síntesis en la que se concilian y se juntan la divina justicia y la divina misericordia. Considerado a un tiempo mismo como Señor de cielos y tierra, y como nacido en un pesebre, y viviendo vida desnuda, y padeciendo muerte de cruz, es aquel punto central en que se juntan para conciliarse en una síntesis superior todas las tesis y todas las antítesis, en su perpetua contradicción y en su variedad infinita. Él es el indigentísimo y el opulentísimo, el siervo y el rey, el esclavo y el señor; está desnudo y vestido con vestiduras resplandecientes, obedece a los hombres y manda a los astros; no tiene pan para aplacar su hambre ni agua para templar su sed, y manda a las rocas que revienten y a los panes que se multipliquen para que viva el pueblo y para que tengan hartura las muchedumbres. Los hombres le afrentan y los serafines le adoran; en un mismo instante, obedientísimo y potentísimo, muere porque le mandan morir, y manda al velo del templo que se rompa, a los sepulcros que se abran, a los muertos que resuciten, al buen ladrón que le siga, a la naturaleza toda que pierda el sentido y al sol que encoja sus rayos. Viene en medio de los tiempos, anda en medio de sus discípulos, nace en el punto central de dos grandes mares y de tres inmensos continentes. Es ciudadano de una nación que guarda el justo medio entre las del todo independientes y las del todo sujetas; se llama a sí propio el camino, y todo camino es centro; se llama la verdad y la verdad ocupa el medio de las cosas; es la vida, y la vida, que es lo presente, es el medio entre lo pasado y lo futuro; pasa su vida entre los aplausos y los vituperios y muere entre dos ladrones.
    Y por eso fue a un tiempo mismo escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Los unos y los otros tenían naturalmente una idea de la tesis divina y de la antítesis humana; pensaban, empero, y en esto, humanamente hablando, no iban fuera del camino, que esa tesis y esa antítesis eran inconciliables y de todo punto contradictorias; el entendimiento humano no podía levantarse hasta su conciliación por medio de una síntesis suprema. El mundo había visto siempre ricos y pobres, pero no podía concebir como posible la unión en una persona de la indigencia mayor y de la opulencia suma. Pero eso mismo que parece absurdo a la razón, parece a esa misma razón convenientísimo cuando la persona en que esas cosas se juntan es una persona divina, la cual o no había de ser ni había de venir o había de ser y había de venir de esa manera. Su venida fue la señal de la conciliación universal de todas las cosas y de la paz universal entre todos los hombres: los pobres y los ricos, los humildes y los potentes, los venturosos y los atribulados, todos fueron unos en Él, y, sólo en Él fueron unos, porque sólo Él era a un mismo tiempo opulentísimo e indigentísimo, potentísimo y humildísimo, venturosísimo y atribuladísimo. Esta es aquella fraternidad pacífica que Él enseñó a los que abrieron sus entendimientos y sus oídos a su divina palabra. Esta es aquella fraternidad evangélica que vienen predicando unos después de otros, con perpetua e incansable predicación, todos los doctores católicos. Negad a Nuestro Señor Jesucristo, y luego al punto comienzan los bandos y las parcialidades, y los grandes tumultos, y las soberbias rebeliones, y las vociferaciones siniestras, y las discordias insensatas, y los rencores implacables, y las guerras sin término, y las sangrientas batallas. Los pobres alzan pendones contra los ricos, contra los venturosos los escasos de ventura, las aristocracias contra los reyes, las muchedumbres contra las aristocracias, y unas con otras, como dos inmensos océanos que se juntan en la boca del abismo, las alteradas y bárbaras muchedumbres.
    La verdadera humanidad no está en ningún hombre: estuvo en el Hijo de Dios, y allí es donde se nos revela el secreto de su naturaleza contradictoria, porque por un lado es altísima y excelentísima y por otro es la suma de toda indignidad y de toda bajeza. Por un lado es tan excelente, que Dios la tomó por suya, uniéndola con el Verbo; tan alta, que fue desde el principio, y antes de que viniera, prometida por Dios, adorada por los patriarcas en silencio, denunciada a voces por los profetas, revelada al mundo hasta por sus falsos oráculos y figurada en todos los sacrificios y en todas las figuras. Un ángel se la anuncio a una virgen, y el Espíritu Santo la formó por su propia virtud en sus virginales entrañas, y Dios entró en ella y la unió a sí perpetuamente, y unidad perpetuamente a Dios aquella humanidad sacratísima fue celebrada en su nacimiento por los ángeles, publicada por las estrellas, visitada por los pastores, adorada por los Reyes, y cuando Dios, junto con esta humanidad, quiso ser bautizado, se abrieron las bóvedas del cielo, y se vio venir sobre Él al Espíritu Santo en figura de paloma, y sonó en las encumbradas alturas aquella gran voz que decía: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me agradé siempre». Y luego, cuando comenzó a predicar, tales maravillas obró, sanando a los dolientes, consolando a los afligidos, resucitando a los muertos, mandando con imperio a los vientos y a los mares, descubriendo las cosas escondidas y anunciando las venideras, que causó espanto y puso en admiración a los cielos y a la tierra, a los ángeles y a los hombres. Ni pararon aquí aquellos prodigios, porque aquella humanidad fue vista de todos, hoy muerta y tres días después gloriosa y resucitada, vencedora del tiempo y de la muerte, y hendiendo calladamente los aires se la vio subir a lo alto como a una divina aurora.
    Y esta misma humanidad, por un lado gloriosísima, era, por otro, ejemplar de toda bajeza, como predestinada por Dios, sin ser ella pecadora, a padecer por la sustitución la pena del pecado. Por eso camina tan abatido por el mundo aquel en cuyo rostro divino se miran los ángeles; por eso está tan pesaroso y tan triste aquel en cuyos ojos toman los cielos su alegría; por eso anda por este bajo suelo desnudo aquel que en las divinas cumbres viste un manto arrebolado de estrellas; por eso anda, como si fuera pecador, entre los pecadores, siendo el santo de los santos; aquí conversa con el blasfemo, allí platica con la adúltera, más allá discurre con el avaro. A Judas da un ósculo de paz y a un ladrón le ofrece su paraíso, y cuando conversa con los pecadores, lo hace con tanto amor, que las lágrimas se cuajan en sus ojos. Este hombre debe ser gran entendedor de dolores, cuando así se apiada de los doloridos, y gran sabedor de padeceres, cuando así se apiada de los miserables. En cuanto baña el sol y en cuanto se dilata la tierra no hubo hombre ninguno puesto en tan grande orfandad y en tan grande desamparo. Un pueblo entero le maldice; de sus discípulos uno le vende, otro le niega y los otros le abandonan; ni tiene agua para humedecer sus labios, ni pan para aquietar su hambre, ni almohada para reclinar su frente. Ninguna agonía hubo igual a la agonía que padeció en el huerto, porque todos sus poros manaron sangre; su rostro fue luego herido con bofetadas; sus carnes, cubiertas con una púrpura de escarnio, y su frente coronada con una punzante corona; cargó con su propia cruz, y se derribó en el suelo muchas veces, y subió la ladera del Gólgota seguido de delirantes muchedumbres que iban llenando los aires de vociferaciones siniestras. Cuando fue puesto en lo alto, creció su abandono a punto que su mismo Padre apartó sus ojos de Él, y los ángeles que le servían, por no verle, se cubrieron con sus alas temerosos y turbados; hasta la parte superior de su alma dejó a su humanidad en aquel trance de su muerte, permaneciendo a todo indiferente y serena. Y las turbas, meneando la cabeza, le decían: «Si eres el Hijo de Dios, desciende de esa cruz».
    ¿Cómo creer, sin una especial gracia de Dios, en la divinidad del que está puesto en aquel trance y estado? ¿Cómo no habían de ser entonces tenidas sus palabras por escándalo y locura? Y, sin embargo, aquel hombre, puesto allí en tan grande desamparo y en mortal agonía, sujetó el mundo a su ley, ganándole como por asalto con el esfuerzo de unos pobres pescadores, como Él desamparados de todos, peregrinos en la tierra y miserables. Por Él mudaron los hombres sus vidas, por Él dejaron sus haciendas, por su amor tomaron su cruz, y salieron de las ciudades, y poblaron los desiertos, y dieron de mano a todos los placeres, y creyeron en la fuerza santificante del dolor, y vivieron vida limpia y espiritual, y dieron a sus carnes castigos atroces, trayéndola siempre sujeta; y a más de esto, creyeron con firmísima fe, poco después de su muerte, cosas estupendas e increíbles, porque creyeron que aquel que había sido crucificado era Hijo único de Dios, y Dios; que había sido concebido en el seno de una virgen por obra del Espíritu Santo; que era Señor de cielos y tierra el mismo que había nacido en un pesebre y había sido envuelto en humildísimos pañales; que muerto ya, bajó al infierno y se llevó consigo las almas limpias y puras de los antiguos patriarcas; que tomó después su propio cuerpo, y le sacó glorioso del sepulcro, y se le llevó por los aires, transfigurado ya y resplandeciente; que la mujer que le había llevado en sus entrañas era, al mismo tiempo que Madre amorosa, inmaculada Virgen, que fue arrebatada por los ángeles al cielo, que fue aclamada allí por las falanges angélicas y por edicto soberano Reina de la creación. Madre de los desamparados, intercesora de los justos, abogada de los pecadores, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo; que todas las cosas visibles son de menos valer y dignas sólo de menosprecio al lado de las secretas e invisibles; que no hay otro bien sino el que está en padecer trabajos, y en aceptar dolores, y en arrastrar angustias, y en vivir en perpetua tribulación y congoja, ni otro mal sino el placer y el pecado; que el agua del bautismo purifica, que la confesión de la culpa levanta, que el pan y el vino se convierten en Dios, que Dios está en nosotros, y fuera de nosotros en todas partes, que tiene contados todos los cabellos de nuestra cabeza; que ninguno nace sin su ordenación, y que no cae ninguno sin su permiso o sin su mandato; que si el hombre piensa su pensamiento, Él es el que se lo pone delante; que si su voluntad se inclina, Él es el que la mueve: que El es el que le fortifica cuando se esfuerza, y que tropieza y cae si llega a faltarle su ayuda; que los muertos resucitan y vienen a Juicio; que hay cielo y hay infierno, penas eternas y gloria perdurable; que todo esto había de ser creído por el mundo, contra el poder todo del mundo, y que esta maravillosa doctrina se había de abrir paso invencible contra la voluntad y a pesar del gran poderío de príncipes, reyes y emperadores; que por ella habían de dar su sangre y padecer tormentos falanges infinitas de confesores ilustres, de doctores insignes, de vírgenes delicadas y púdicas y de mártires gloriosos; que la locura del Calvario había de ser tan contagiosa, que había de enloquecer a las gentes en cuanto mira el sol y en cuanto alcanza todo el orbe de la tierra.
    Todas estas cosas increíbles fueron creídas por los hombres cuando tuvo fin aquella gran tragedia de las tres horas que se representó en el Gólgota, con miedo del sol,y con temblor de la tierra en todos sus miembros. Así tuvo cumplido efecto aquella palabra que pronunció Dios por Oseas, diciendo: In funiculis Adam trabam eos, in vinculis charitatis (c.11 v.4). Los hombres han caído en esa celada del amor que les tendió el Hijo del Dios vivo blanda y amorosamente. El hombre es de tal condición, que se rebela contra la omnipotencia, se alza contra la justicia y resiste a la misericordia; pero cae en dulcísimo desmayo y como penetrado en amor hasta en la médula de sus huesos si por ventura oye la voz dolorida y lastimera de aquel que muere por él y que muriendo le ama. ¿Por qué me persigues? Esta es aquella voz, temerosa a un tiempo mismo y amante, que suena de continuo en los oídos de los pecadores; y ese acento de queja dulcísima, amorosa y suave, es el que va derecho al alma, y la transforma, y la muda, y la convierte toda a Dios, y la obliga a buscarle por los poblados y por los desiertos, por los montes bravos y por las tierras llanas, por los campos agostados y por los vergeles. Aquella voz es la que enciende al alma en el casto amor del esposo y la que la lleva como enloquecida y desalada en seguimiento de sus embriagantes perfumes, como la sed lleva al ciervo a los hermosos manantiales de aguas vivas. Dios vino al mundo para poner fuego a la tierra, y la tierra comenzó a humear y luego a arder por todos sus cuatro costados, y de día en día se han ido dilatanto por todas las regiones las llamas poderosas de esos divinos incendios. El amor explica lo inexplicable, y el hombre cree por el amor lo que parece increíble y obra lo que parecía imposible de obrarse, porque con el amor todo es hacedero y todo es llano.
    Cuando aquellos de los apóstoles que vieron al Señor antes de padecer transfigurado y vestido de blanquísimas vestiduras, más resplandecientes que el sol y más blancas y puras que el ampo de la nieve, dijeron, como extáticos y absortos: «Quedémonos aquí», aun no tenían idea del divino amor ni de sus inefables deleites; por eso, el gran Apóstol, maestro ya en este gran arte del amor, dijo después: «Sólo una cosa quiero entender, que es Jesucristo, y ése, crucificado»; que fue tanto como decir: «Quiero saberlo todo, y para saberlo todo, quiero saber a Jesucristo solamente, porque sólo en Él están juntos todos los saberes y unidas entre sí todas las cosas». Y añadió después: Y ése, crucificado; y no dijo: y ése, transfigurado y glorioso, porque poco importa conocerle en su omnipotencia, asistiendo con el pensamiento a la obra maravillosa de la creación universal, ni basta conocerle en su gloria, cuando está su faz resplandeciendo con una luz increada y cuando las potestades del cielo se derriban absortas ante el acatamiento divino; ni satisface del todo verle pronunciar los fallos de su justicia inapelables, rodeado de ángeles y serafines, ni el alma queda del todo satisfecha cuando asiste a las altas maravillas de su infinita misericordia. El Apóstol, con una sed que nada aplaca, y con un hambre sin hartura, y con un deseo invencible, quiere más, y pide más, y lleva más alto el atrevido pensamiento, porque no se contenta sino con saber a Cristo crucificado, es decir, como él desea más ser sabido, de la manera más alta y excelente que la razón puede concebir, y la imaginación imaginar, y desear el más altivo y levantado deseo, porque eso es conocerle en el acto de su amor incomprensible e infinito. Eso es lo que quiere significar el Apóstol cuando dice: «Ninguna cosa quiero saber sino a Jesucristo, y ése, crucificado».
    A ése sólo quisieron saber los pocos bienaventurados que tomaron su cruz y fueron poniendo el pie atentamente en donde vieron el rastro sangriento y glorioso de sus pisadas. A ése sólo quisieron saber aquellos padres del yermo que convirtieron los desiertos desnudos en pensiles del paraíso. A ése sólo quisieron saber aquellas vírgenes castas, milagro de fortaleza, que, puestas todas las concupiscencias a sus pies, le tomaron por esposo y le consagraron sus limpios y virginales pensamientos. A ése sólo quisieron saber todos los que, convertidos en fuentes sus ojos, han recibido las tribulaciones con alegría de corazón y se han encumbrado con pie firme en el áspero monte de la penitencia.
    Entre las maravillas de la creación, el alma en caridad es la más maravillosamente admirable, no sólo porque su estado es el más subido y excelente que en este bajo suelo se puede entender, sino también porque ella va declarando a voces los prodigios obrados por el amor divino, el cual no fue sólo poderoso para borrar nuestro pecado, y con él el desorden y la causa de todo desorden, sino también para inclinarnos a desear libremente aquella misma deificación que desechamos antes y para hacer que pudiéramos conseguir aquello que deseamos, aceptando la ayuda de la gracia que merecimos en el Señor y por el Señor, cuando para merecérnosla y para que la mereciéramos derramó su sangre en el Calvario. Todas estas cosas significan aquellas palabras memorables que Jesucristo pronunció al tiempo de expirar, cuando dijo: Todo se ha consumado. Que fue tanto como decir: «Acabé con el amor lo que no pude ni con mi justicia, ni con mi misericordia, ni con mi sabiduría, ni con mi omnipotencia, porque borré el pecado, que hacía sombra a la Majestad divina y a la belleza humana, y saqué a la humanidad de su vergonzoso cautiverio, y di al hombre la potestad que con la culpa había perdido de salvarse. Ya puede bajar mi espíritu a fortificar al hombre, a embellecer al hombre, a deificar al hombre, porque le he atraído a mí y le he unido a mí con potentísima y amorosísima lazada».
    Cuando aquella palabra memorable fue pronunciada por el Hijo de Dios al expirar en la cruz, todas las cosas quedaron maravillosamente ordenadas y ordenadamente perfectas.







    Conclusión

    Cada uno de los dogmas contenidos así en este libro como en el anterior es una ley del mundo moral; cada una de esas leyes es de suyo incontrastable y perpetua; todas juntas componen el código de las leyes constitutivas del orden moral en la humanidad y en el universo, las cuales, unidas a las físicas a que están sujetas las materiales, forman la ley suprema del orden, por la que se rigen y gobiernan todas las cosas criadas.
    De tal manera y hasta tal punto es necesario que todas las cosas estén en un orden perfectísimo, que el hombre, desordenándolo todo, no puede concebir el desorden; por eso no hay ninguna revolución que, al derribar por el suelo las instituciones antiguas, no las derribe en calidad de absurdas y de perturbadoras, y que, al sustituirlas con otras de invención individual, no afirme de ellas que constituyen un orden excelente. Esta es la significación de aquella frase consagrada entre los revolucionarios de todos los tiempos, cuando llaman a la perturbación, que santifican un nuevo orden de cosas. Hasta M. Proudhon, el más atrevido de todos, no defiende su anarquía sino en calidad de expresión racional del orden perfecto, es decir, absoluto.
    De la necesidad perpetua del orden se sigue la necesidad perpetua de las leyes, así físicas como morales, que le constituyen, por esa razón, todas ellas fueron creadas y proclamadas solemnemente por Dios desde el principio de los tiempos. Al sacar al mundo de la nada, al formar al hombre del barro de la tierra, al sacar a la mujer de su costado, al constituir la primera familia, quiso Dios declarar de una vez para siempre las leyes físicas y morales que constituyen el orden en la Humanidad y en el universo, sustrayéndolas de la jurisdicción del hombre y poniéndolas fuera del alcance de sus locas especulaciones y de sus vanos antojos. Hasta los dogmas de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención del género humano, que no habían de ser cumplidos sino en la plenitud de los tiempos, fueron revelados por Dios en la edad paradisíaca, cuando hizo a nuestros primeros padres aquella misericordiosa promesa con que vino a templar el rigor de su justicia.
    El mundo ha negado esas leyes vanamente; aspirando a rescatarse de su yugo por su negación, ninguna otra cosa ha conseguido sino hacer su yugo más pesado por medio de las catástrofes, las cuales se proporcionan siempre a las negaciones, siendo esta misma ley de proporción una de las constitutivas del orden.
    Libre y extendido campo dejó Dios a las opiniones humanas; anchos fueron los dominios que sujetó al imperio y al libre albedrío del hombre, a quien fue dado señorearse del mar y de la tierra, rebelarse contra su Criador, mover guerra a los cielos, entrar en tratos y alianzas con los espíritus infernales, ensordecer al mundo con el rumor de las batallas, abrasar las ciudades con incendios y discordias, estremecerlas con las tremendas sacudidas de las revoluciones, cerrar el entendimiento a la verdad y los ojos a la luz y abrir el entendimiento al error y complacerse en las tinieblas; fundar imperios y asolarlos, levantar y allanar repúblicas, cansarse de repúblicas, imperios y monarquías; dejar aquello que quiso, volver a lo que dejó, afirmarlo todo, hasta lo absurdo; negarlo todo, hasta la evidencia; decir: No hay Dios y Soy Dios; proclamarse independiente de todas las potestades, y adorar al astro que le ilumina, al tirano que le oprime, al reptil que se arrastra por el suelo, al huracán que viene rebramando, al rayo que cae, al nublado que le lleva, a la nube que pasa.
    Todo esto y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas estas cosas le fueron dadas, los astros cursan perpetuamente y con perpetua cadencia en giros concertados, y las estaciones se mueven unas en pos de otras en armoniosos círculos, sin alcanzarse y sin confundirse jamás; y la tierra se vista hoy de hierbas, de árboles y de mieses, como lo hizo siempre desde que recibió de lo alto la virtud de fructificar; y todas las cosas físicas cumplen hoy, como cumplieron ayer y como cumplirán mañana, los divinos mandamientos, moviéndose en perpetua paz y concordia, sin traspasar un punto las leyes de su potentísimo Hacedor, que con mano soberana concierta sus pasos, refrena sus ímpetus y da rienda a su curso.
    Todo aquello y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas aquellas cosas le fueron dadas, no pudo tanto que a su pecado no siguiera el castigo, y a su delito la pena, y a su primera transgresión la muerte, y la condenación a su endurecimiento, y a su libertad la justicia, y a su arrepentimiento la misericordia, y a los escándalos la reparación, y a las rebeldías las catástrofes.
    Al hombre le ha sido dado poner a sus pies la sociedad desgarrada con sus discordias, echar por tierra los muros más firmes, entrar a saco las ciudades más opulentas, derribar con estrépito los imperios más extendidos y nombrados, hundir en espantosa ruina las civilizaciones más altas, envolviendo sus resplandores en la densa nube de la barbarie. Lo que no le ha sido dado es suspender por un solo día, por una sola hora, por un solo instante, el cumplimiento infalible de las leyes fundamentales del mundo físico y del moral, constitutivas del orden en la humanidad y en el universo; lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre, que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por la de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.


    Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes



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    Respuesta: Bicentenario de Donoso Cortés

    Donoso Cortés
    Santiago Galindo Herrero
    Temas españoles, nº 26
    Publicaciones españolas
    Madrid 1953, 2ª ed. 1956 • 30 + IV páginas
    Primeros años
    El político liberal
    La transformación de Donoso
    El «Ensayo»
    En la cumbre política y religiosa

    «Yo represento la tradición, por la cual son lo que son las naciones
    en toda la dilatación de los siglos. Si mi voz tiene alguna autoridad, no es,
    señores, porque es la mía: la tiene porque es la voz de nuestros padres.»
    Juan Donoso Cortés

    Primeros años

    Extremadura soportaba en 1809 enérgicamente, resistiendo hasta el límite, la presión del ejército napoleónico. Pero sus ciudades iban cayendo en manos del enemigo. El 28 de marzo fue ocupado Medellín. La población civil, carente de medios de defensa; huía ante la proximidad de los gabachos. La familia Donoso Cortés, vecina de Don Benito, no fue ajena a estos sinsabores, agravados por el hecho de que la madre se encontraba muy próxima a dar a luz; tanto, que no pudo dar término a su viaje, y el 6 de mayo de 1809 le nacía un varón. Las circunstancias extraordinarias de este alumbramiento, la zozobra anhelante de los campesinos extremeños que buscaban refugio frente al invasor de su patria, habían de estar presentes durante el resto de su vida en el recién nacido, a quien la madre ofrendó a Nuestra Señora de la Salud, muy venerada en la parroquia en que se le bautizó. Al neófito le fueron impuestos los nombres de Juan Francisco María de la Salud.
    El lugar exacto del nacimiento es origen de controversias. Lo cierto es que nació fuera de Don Benito y que fue bautizado en la parroquia más próxima al alumbramiento: la de Valle de la Serena.
    Los Donoso Cortés eran, y son, una familia de muy alto y antiguo abolengo, descendientes del conquistador de Méjico, Hernán Cortés, originarios, al parecer, de Aragón y establecidos en Extremadura desde hace varias generaciones. El padre del futuro marqués de Valdegamas era abogado, labrador y ganadero acomodado, lo que le permitía una amplia movilidad económica. Por esto se permitió el lujo de llevar a Don Benito un maestro que enseñara las primeras letras a sus hijos. Juan, a los once años, sabía ya algo de latín, y convenientemente aleccionado por el padre se trasladó a Salamanca para proseguir sus estudios. Esto era en el año 1820, el del pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan, lo que indudablemente hace suponer que la vieja Universidad, ya acusada con anterioridad de doctrinas liberales, sería un foco de estas enseñanzas.
    El bagaje espiritual que Juan llevaba a Salamanca provenía, principalmente, [4] de los desvelos de su madre, quien le inspiró una dulce y recia devoción por la Santísima Virgen, que fue, sin duda, una de las bases más seguras para el desarrollo del proceso de lo que él ha llamado su conversión.
    No puede decirse que a la altura de su vida en que nos encontramos fuera ya un agudo lector de textos filosóficos, pero sí cabe señalar su afición a los temas históricos. La pluma acompañaba siempre sus lecturas, y en un cuaderno anotaba las impresiones y conclusiones a que llegaba.
    Hemos de suponer que los juegos ocuparían gran parte de su tiempo, para lo cual contaba con una buena colección de hermanos –Pedro, Manuel, Francisco, María Josefa, Antonio, Ramón, Elena, María Manuela y Eusebio–, que habrían de ayudarle en sus travesuras, pues él era el mayor.
    * * *
    En la Universidad de Salamanca permaneció Juan tan sólo un año. Cursó elementos de Aritmética, Álgebra y Geometría, y poca pudo ser la influencia filosófica que, por tanto, ejercieron sobre él los profesores salmantinos, seguidores entonces del sensualismo y utilitarismo, tan en boga, aun cuando sí es posible que despertaran en el joven Donoso el deseo de conocer las obras de estos autores.
    Terminado el curso, sus padres decidieron trasladarlo a Cáceres, al Colegio de San Pedro, sin duda para tenerlo más cerca. Este centro de enseñanza se fundó entonces con la categoría de Universidad Provincial. Allí cursó los dos últimos años exigidos para poder estudiar Jurisprudencia.
    El verano de 1823 Donoso lo pasa en Cabeza de Buey, y allí conoce a Quintana, precisado a refugiarse después de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, que acabó con el régimen liberal. La amistad entre ambos fue pronto profunda, de tal forma que el viejo político dotó de cartas de recomendación a Donoso, en las que hizo grandes elogios de su joven amigo. Esta amistad es una influencia preciosa en la primera formación política de Donoso, pues fueron varios los veranos en que Quintana desplegó ante él todas sus ilusiones constitucionales. En octubre de 1823 se traslada Juan a Sevilla, donde, después de justificar que tiene aprobada la Filosofía Moral, es admitido al segundo curso de Jurisprudencia, cuando contaba únicamente catorce años de edad.
    Sevilla ejerció sobre Juan el embrujo de su clima. Hizo versos, escribió dramas que jamás se estrenaron, asistió a tertulias y cenáculos literarios, tuvo sus primeras ilusiones amorosas... Gabino Tejado comenta así esta época de Donoso. «Nuestro filósofo se trocó entonces en Bucólico Batilo, que tuvo su correspondiente Dorila a quien consagrar enamoradas endechas.» De los amigos sevillanos de Donoso recordamos a Pacheco, Gallardo, Sotelo, Cívico, Ulloa y J. Claro.
    Estos años de Sevilla fueron definitivos en la formación del carácter del futuro marqués de Valdegamas.
    * * *
    Terminados sus estudios de Jurisprudencia, Donoso marcha a Madrid con recomendaciones para diversos amigos de la familia que habitan en la Corte y lleno de ilusiones y de esperanzas. Inmediatamente de llegar se puso en contacto con los grupos literarios, y algún dinero debió de costarle, pues pronto pide a su [5] padre aumento de la cantidad que le tenía asignada. En una de estas tertulias debió de conocer a Nicomedes Pastor Díaz, de quien se hizo íntimo amigo. Trató a Larra, pues fue a su entierro, y allí conoció a José Zorrilla, que leyó una poesía sobre la tumba de «Fígaro». Desde entonces el vallisoletano concurrió a las reuniones de la casa que Donoso tenía en la calle de Atocha.
    Fundó revistas literarias, frecuentó Redacciones de periódicos políticos, intrigó, se movió y consiguió ser conocido. Pero en otoño de 1828 el Colegio de Cáceres, del que había sido alumno, le llama para ser profesor del mismo, y le pide que haga el discurso de inauguración. En la conferencia hizo un recorrido histórico por las distintas culturas, comenzando con la caída del Imperio Romano, para seguir por la invasión de los bárbaros, el espíritu de las Cruzadas y entonar un encendido canto al siglo XVIII, del que dice que ha recogido en un solo punto todas las fuerzas que el espíritu humano ha podido adquirir. La contextura del discurso da clara idea de que fue preparado con todo cuidado y de que se había preocupado por tener en cuenta a los grandes creadores de sistemas filosóficos. El racionalismo preside todas sus tesis, y Tejado descubre en él un «eclecticismo propio».
    Durante la ceremonia inaugural del curso en Cáceres conoció a Teresa Carrasco, quien sintió inmediata admiración por aquel joven de mirada enérgica y segura que triunfaba con el discurso. De aquí partió una amistad sincera que terminó pronto –Donoso obraba con vehemencia cuando estaba convencido de la bondad de una causa– en boda. A principios de 1830 contrajeron matrimonio los dos jóvenes.
    En los dos años siguientes a la boda Donoso trabajó como abogado junto a su padre. De esta época aparecen redactadas por él dos exposiciones a Fernando VII. Hacia 1832 volvió de nuevo a la Corte. El 13 de octubre de este año, con objeto de hacerse notar, escribe una Memoria, sobre la situación actual de España, que es una alabanza de las dotes de Fernando VII y un duro ataque a los partidarios del infante don Carlos. El primer punto en que se apoya Donoso para su labor política puede resumirse en estas líneas: defensa del trono de Isabel, adhesión a los principios liberales con un sentido conservador y burgués, que le hará formar en la etapa siguiente en el grupo moderado, al que se adscribe resueltamente. La Memoria tuvo una feliz acogida en la prensa. Federico Suárez Verdeguer afirma que «el mayor servicio que podía haber recibido el liberalismo español en 1832 lo prestó Donoso Cortés con su Memoria sobre la Monarquía».
    * * *
    Donoso consiguió con su trabajo el efecto apetecido. fue nombrado funcionario de la Secretaría de Estado y despacho de Gracia y Justicia, y un año más tarde –1834– obtiene su primer ascenso. Continúa su colaboración en periódicos y revistas, y por entonces publica sus Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estada político y social de Europa, desde la Revolución de julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza. En el prólogo, escrito después de las terribles matanzas de frailes en Madrid el 17 de julio de 1834, y bastante después de la obra, se nota el gran efecto que en su ánimo hizo este sangriento hecho. Pero después de recusar a los impulsores de los desmanes, y hacer un canto a la religión, inexplicablemente, colaboró con [6] Mendizábal, que, si no mató físicamente a los frailes, destruyó sus casas y les secularizó, pretendiendo así darles muerte moral.
    En las Consideraciones hace la apología de la pequeña Isabel y ataca durísimamente al pretendiente don Carlos. Se muestra constitucionalista, admirador de la Constitución de 1812, sin que le ofusque su brillo, apreciando sus defectos sin exagerar sus errores. «Mi corazón no simpatiza jamás con los que la desprecian, pero mi conciencia no me permite quemar incienso en sus altares.» Se muestra partidario del gobierno por la inteligencia, principio que ha de conservar por mucho tiempo. «La razón nos dicta y la Historia nos enseña que sólo en nombre de la inteligencia se puede dominar, porque sólo a ella pertenece el dominio absoluto de las sociedades.» No aparece muy clara su idea de la legitimidad. Rechaza que la unión de muchos hombres con sus votos pueda hacer un rey, pero basa la legitimidad en el ejercicio, en la relación de los actos del soberano con la justicia. Termina las Consideraciones haciendo un llamamiento a las Cortes que van a reunirse para que obren con discreción y procuren salvar el «divorcio» entre la libertad y el orden. Suárez Verdeguer ha encontrado en esta obra como objetivos principales: defender el trono, consolidar la libertad, sofocar la anarquía. La influencia de los doctrinarios franceses se ve clara a lo largo de este escrito, como en el que nos hemos de ocupar a continuación.
    El Gobierno, tras la matanza de frailes, el alzamiento de los militares liberales en enero de 1835 y las medidas contra las Órdenes religiosas recién iniciadas, creyó oportuno asegurar, sobre bases más sólidas que aquellas en que se, apoyaba, el débil trono de la niña Isabel, y así proclamó el Estatuto Real, obra esencialmente de Martínez de la Rosa, y envió agentes a las distintas regiones españolas para lograr adhesiones a la causa de María Cristina. Donoso marchó a Extremadura, y debió de obtener un éxito sobresaliente, ya que se le premió dándole la categoría de funcionario más antiguo y una condecoración.
    El folleto La Ley Electoral, considerada en su base y en sus relaciones con el espíritu de nuestras instituciones fue comentado por Pastor Díaz muy favorablemente, pues vino en el momento más preciso para hacer triunfar la tesis de la elección directa sobre la indirecta, que contaba con muchos partidarios. El espíritu que alienta esta producción donosiana hace decir a Suárez Verdeguer: «Es el momento en que Donoso está caído, el punto más bajo de la evolución.» En realidad, continúa defendiendo al Gobierno de la inteligencia como único capaz de constituir y mantener unidas a las sociedades. El triunfo de la inteligencia se lo atribuye a Lutero: «Él secularizó a la inteligencia, que, una vez emancipada, debía dominar como señora.» Esta obra fue completada por la Revolución francesa. Si el Gobierno pertenece a la inteligencia, han de gobernar los más inteligentes, es decir, las aristocracias legítimas. Lo interesante: ya no es, pues, el origen del Poder, sino las manos que lo ejercen, y por ellas se legitima. A través de las breves páginas del escrito se nos muestra un Donoso racionalista. También triunfa con esta nueva obra, y es nombrado jefe de Sección por Gómez Becerra, y más tarde –el 8 de mayo de 1836–, secretario del Gabinete de la Presidencia del Gobierno, que por aquel entonces ostentaba [7] Mendizábal, el reformador del panorama religioso español, y al caer éste, dimite de sus cargos. Sobre esta colaboración, como ya hemos dicho, no hay una explicación lógica que hacerse, y nada puede justificarla.
    Donoso, pese a su gran labor política, no perdió afición a las tertulias literarias, y en 16 de noviembre de 1835 asiste a una reunión para reorganizar el Ateneo y obtiene votos para ser nombrado secretario. Después fue uno de los más asiduos concurrentes.
    Ocurre entonces en la vida íntima de Donoso un suceso excepcional que va a imprimir carácter a su existencia. A poco de morir la hija única de su matrimonio, muere la esposa en el verano de 1835. Él será ya, por siempre, un gran solitario. En los momentos difíciles no tiene el consuelo que le ayude a soportar los duros trances; en los felices no encuentra con quién compartir sus éxitos. Pero quizá a esto debamos el Donoso que vamos a buscar, porque su soledad le llevó a la meditación, y allí, escudriñando en las profundidades de su conciencia, con la gracia de Dios, encontró la verdad, a la que había consagrado su vida. No era hombre dado a proclamar sus sentimientos íntimos, pero Veuillot, íntimo amigo del marqués de Valdegamas, nos habla de que la imagen de Teresa no se separó un momento de él y la conservó siempre un fiel recuerdo, hasta el punto de que en París a todas las niñas de quien, muchas veces por motivos de caridad o apostolado, fue padrino les impuso el nombre querido de su esposa. Desde la muerte de Teresa, Donoso no conoció el amor de otra mujer. El proclamar esto es uno de los mejores homenajes a este hombre de alma exquisita.

    El político liberal



    En 1836 Donoso alcanza un puesto codiciado para que su voz se oyera en el país: es elegido diputado a Cortes por la provincia de Badajoz. En las colecciones de periódicos de la época, especialmente en El Correo Nacional, donde se dan amplias referencias de las sesiones del Congreso de Diputados, aparece el nombre de Donoso frecuentemente. Sus intervenciones, si no muy numerosas, son las suficientes para hacer que su nombre sea conocido.
    La actuación periodística de Donoso es ahora mucho mayor. fue redactor de La Abeja (1834-36), El Porvenir (1837), El Correo Nacional (1838), El Piloto (1839), y colaboró en la Revista de Madrid, El Heraldo (1842), El Tiempo (1846), El Faro (1847), El País (1849), La Época (1849) y La Coalición, de Badajoz.
    El hecho más importante de su actuación pública fue el Curso de Derecho Público, que dio por encargo del Ateneo de Madrid en su salón de actos, y que desarrolló del 22 de noviembre de 1836 al 21 de febrero de 1837. Estas lecciones han sido desigualmente juzgadas, y generalmente mal. Joaquín Costa, sin embargo, llega a decir que son el más importante tratado técnico político desde Suárez. La obra fue duramente criticada por El Eco del Comercio, donde llegó a llamarse a Donoso «Guizotín». Para nosotros la importancia de las lecciones reside en que marcan un punto interesante en el itinerario de la transformación ideológica de Donoso. Comienza señalando un conflicto –que también encarnaba en él– representado por la autonomía de la razón, como principio social armonizador, y el de la libertad, como destructor de la [8] armonía social. «Las inteligencias –la razón– se atraen. Las libertades se excluyen. La ley de las primeras es la fusión y la armonía; la ley de los segundos, la divergencia y el combate. Este dualismo del hombre es el misterio de la Naturaleza y el problema de la sociedad.» Para superar el dualismo se precisa de una cohesión –el Gobierno–, que no es otra cosa que «la sociedad misma en acción». Aquí aparece la idea, bien moderna, del Estado como movimiento. La acción del Gobierno tiene un límite que no puede traspasar, y cuando lo hace se convierte en despotismo. Importante es su exposición acerca de la soberanía; hay dos soberanías: la del derecho y la de hecho; la primera reside en la razón absoluta; la segunda, en la razón limitada, que es un reflejo de la anterior, y la poseen los distintos miembros de la sociedad con arreglo a sus distintas capacidades. Los representantes del pueblo son los más capaces en teoría, según cree Donoso, por lo que el Gobierno debe ser representativo. En las lecciones hay atisbo de algo que le obsesiona durante toda su vida, y es que tanto la revolución como la dictadura son necesidades transitorias de la vida política.
    En 1837 publicó el folleto titulado Principios constitucionales aplicados al principio de Ley fundamental presentado a las Cortes por la Comisión nombrada al efecto. Se ha querido ver en este trabajo la primera iniciativa para el cambio ideológico de Donoso. Critica la clásica división de poderes diciendo que es un absurdo, pues siempre domina el más fuerte. Afirma la necesidad de reforzar el poder del Monarca –la Familia Real es la depositaria de la inteligencia que le han legado los siglos– y afirma que «cuando la persona que se sienta en el trono está despojada de él –el Poder–, esa persona es un súbdito con diadema». Las Cortes son «una institución sublime, sólo inferior en importancia al trono», pera no son Poder. Concibe aquí la sociedad organizada jerárquicamente, en cuya cima coloca al Monarca. Piensa que además de la Cámara popular debe haber otra elegida por el Monarca, sin intervención popular. Termina con esta advertencia: «Representantes del pueblo: No desarméis al trono delante de la democracia, ni al Poder delante de las facciones, porque ahora más que nunca es débil el Poder, es fuerte el pueblo.»
    Se nota un largo camino recorrido desde las Lecciones de Derecho político, y no digamos nada de las Consideraciones sobre la diplomacia, hasta este folleto. Donoso ha sentido vacilar ya sus convicciones con las duras experiencias a que la realidad de su tiempo le ha sometido, y al contraponer sus creencias a los hechos se ve precisado a avanzar insensiblemente hacia puntos por él ignorados. Poco después, en julio de 1838, publica en El Correo Nacional, con el título «Polémica con el doctor Rossi y juicio crítico acerca de los doctrinarios», un artículo, en el que muestra su distanciamiento de los antiguos maestros franceses, a los que dice que fueron aptos para gobernar en una época de transición, por faltarles el «dogma filosófico, político, y social que la sociedad buscaba, pero que cayeron por no saber darle la seguridad ideológica apetecida».
    Merecen mención otros dos escritos de esta misma época: España desde 1834 y De la Monarquía absoluta en España, donde sigue avanzando en su mutación ideológica. [9]
    Esta variación en la postura ideológica de Donoso le acerca a los círculos más próximos a María Cristina, ante la hostilidad de los progresistas capitaneados por Espartero. El 13 de enero de 1840 es nombrado nuevamente jefe de Sección del Ministerio de Gracia y Justicia y obtiene acta como diputado por Cádiz. El 17 de julio de 1839 marcha a Francia, después de obtener permiso en su cargo administrativo. Bien había observado el panorama político. El 12 de octubre la reina gobernadora resigna la Regencia, y el 17 embarca en Valencia para Marsella. Allí debió de encontrar a Donoso, quien le redactó el Manifiesto que dirigió a la nación española. La relación entre Donoso y la reina fue constante en el exilio, y de ella nació una leal devoción que nuestro hombre profesó siempre –si bien los últimos años de su vida se amenguó mucho– a la última esposa de Fernando VII, y que ésta le devolvía en una gran confianza y afecto. Así, le propuso para formar parte de un Consejo de tutela de las infantas Isabel y Luisa Fernanda, aun cuando el Gobierno no le admitió y nombró tutor único a Agustín Argüelles. Después de una entrevista en Lyon entre el caballero extremeño y María Cristina, ésta le envió a Madrid con el fin de conseguir un acuerdo con Espartero, nombrado regente del Reino, sobre la cuestión de la tutela, misión en la que fracasó. Donoso, tras publicar en los periódicos de la Corte un artículo en el que defendía los regios derechos, regresó nuevamente a París, y tomó amplio contacto con los círculos artísticos y literarios. El Instituto Histórico de París le incorporó a su seno como miembro del mismo. No hay datos concretos para explicar sus relaciones durante esta época con los elementos de la escuela tradicionalista francesa, pero se nota que los había leído en sus Cartas al Heraldo y que alguno de ellos, concretamente De Maistre, le había impresionado. Sus consideraciones sobre la guerra, el sacrificio y el dolor, como elementos purificadores, estuvieron siempre presentes en Donoso. «Que entró dentro de la sociedad francesa y no estuvo apartado de ella, como afirma Schramm, lo prueba el que en sus escritos hace desfilar a todos los personajes más representativos de la Francia de entonces.»
    Noticias, aunque bien escasas, sobre las actividades políticas del futuro marqués de Valdegamas en París nos dicen que actuó como secretario de la propia María Cristina e intervino, por encargo de la reina, en la pacificación de la lucha surgida en el destierro entre los elementos militares y civiles, sobre todo después del fracasado intento de raptar a las infantas del Palacio de Oriente. Participó en la llamada Orden Militar Española, fundada en la capital francesa como sociedad secreta para trabajar confidencialmente en la tarea de hacer caer a Espartero, a quien apoyaban sus «ayacuchos», y al que el país veía con disgusto ante el secuestro, más o menos evidente, en que tenía a la futura reina Isabel. En estas actividades antiesparteristas trabó Donoso amistad con el general Narváez, «el espadón de Loja», cuya figura había de tener tan extraordinaria importancia en el futuro.
    Tras la famosa «Salve» de Olózaga en el Parlamento y el abandono del país por Espartero, con el triunfo de la sublevación de Narváez, Donoso regresa a España en octubre de 1843, y reanuda sus tertulias en el Parnasillo, a las que acudían Pastor Díaz, Pacheco, Zorrilla y Campoamor. [10]
    A poco de regresar a Madrid, Donoso fue nombrado diputado a Cortes por Badajoz y, como en legislaturas anteriores, fue un asiduo concurrente a las sesiones del Parlamento. Su primera intervención de importancia política fue al defender la proclamación de la mayoría de edad de Isabel II un año antes de lo que disponían las leyes. Se le aclamó reina de España el 8 de noviembre de 1843.
    Con la nueva reina, su madre, María Cristina, se comunicaba por medio de Donoso. Las cartas eran enseñadas a Isabel, y como no convenía que se guardaran en Palacio, las conservaba el propio Donoso. En reconocimiento de su lealtad, el 30 de marzo de 1844 fue nombrado secretario particular de S. M. Isabel II, «con ejercicio de decreto», conforme a los deseos expresados por su madre. María Cristina le encargó, además, de todo lo relativo al testamento de Fernando VII, y en 12 de septiembre de 1846 se le nombró curador ad litem de la infanta Luisa Fernanda, y en octubre de 1845, consejero de Administración de Su Majestad.
    Siguiendo esta verdadera lluvia de mercedes, Donoso fue nombrado representante de Isabel II «en comisión especial y con el carácter de ministro plenipotenciario» cerca de S. M., viuda en París, con el sueldo de 100.000 reales anuales para invitarle a regresar a Madrid; pero como esto llevaba anejo el complicado problema del matrimonio de la viuda de Fernando VII, fue uno de los que más trabajaron para que se concediera a su nuevo esposo, don Fernando Muñoz, hijo del estanquero de Tarancón, el ducado de Riansares. Salvando los inconvenientes y reparos que al regreso de María Cristina ponían Francia e Inglaterra, el 28 de febrero pasó la ex reina la frontera, y el 12 de marzo fue recibida en Valencia, de donde años antes había partido, con un discurso de Donoso Cortés, que por entonces recibió la gran cruz de Isabel la Católica. En 1 de octubre de 1845 se le nombró también gentilhombre de Cámara, con ejercicio.
    Nuevamente fue elegido diputado por Badajoz, y se le designó para formar parte, como secretario, de la Comisión de Reforma Constitucional. Redactó el informe y defendió el proyecto en la Cámara. Por este hecho concreto, Donoso rompió la relación íntima que hasta entonces le había ligado al grupo moderado, que entonces se llamaba «puritano». La reforma significaba tanto como un paso más hacia el orden, era como un avance por el mismo camino por el que él marchaba personalmente. Dos eran sus puntos principales: dar un estado de solidez y garantía a las relaciones de la Iglesia y el Estado, y ante la proximidad del casamiento de la reina y su hermana, heredera del trono, darles una más amplia libertad en cuanto a la elección de esposo; así, se adoptó el acuerdo de que las Cortes debían ser enteradas simplemente sobre el proyectado enlace. Otro punto de amplia discusión, que defendió Donoso con gran apasionamiento, fue el de la elección de senadores del Reino, que atribuyó solamente al monarca, para establecer «entre el Senado y el Congreso la diversidad que procede de su origen». El dictamen sobre la Reforma, atribuido por todos los autores íntegramente a Donoso, y publicado hasta ahora como suyo en todas las ediciones de sus Obras, comienza con una tajante afirmación, que indica bien a las claras su contenido: «La Reforma cuenta por adversarios a los que no reconocen a las Cortes, con el rey, la potestad de hacer en las Constituciones políticas [11] aquellas mudanzas y correcciones que aconsejan a veces la variedad de los tiempos y el bien del Estado.» La fórmula de «las Cortes con el rey», tan tradicional en nuestro derecho público, es el reconocimiento expreso del valor de las instituciones seculares. «Las Cortes con el rey son la fuente de las cosas legítimas.» A pesar de ello sigue condenando la fundamentación de la soberanía, tanto en el cielo como en la voluntad del pueblo.
    En el discurso, de forma tajante, rompe ya toda relación con el partido moderado. Lafuente dice que «en 1842 estaba Donoso sediento de afirmaciones y muy enojado contra las negociaciones y las dudas». fue esto, sin duda, lo que le llevó a esta situación con los puritanos, a los que acusa de no haber valorado debidamente los elementos políticos netamente españoles, entregándose, por el contrario, a ideas extrañas. Habla con calor de su idea de la Monarquía. «España, señores, ha sido siempre una Monarquía: esa Monarquía en toda la prolongación de los tiempos, ha sido una Monarquía democrática. ¡La Monarquía! Ved ahí para nosotros la realidad política. ¡El catolicismo! Ved ahí para nosotros, para todos, pero especialmente para nosotros, la verdad religiosa.» El alma inquieta de Donoso ha alcanzado ya una verdad, una verdad en la que empieza a encontrar descanso y sosiego. Pero le interesa que su idea de la democracia no se confunda. «Cuando yo hablo de la Monarquía democrática, el Gobierno democrático, no hablo de la Monarquía de las turbas. La Monarquía democrática –ésa es su definición en aquel momento– es aquella en que prevalecen los intereses comunes sobre los intereses privilegiados, los intereses generales sobre los intereses aristocráticos. Esta es la Monarquía democrática.» La Historia le diría a Donoso que no hay más democracia posible que la de las turbas, en cuanto se admite el principio de contar con esa misma masa, a la que él oponía su veto.
    La vida parlamentaria del político extremeño llegó a ser en estos años mucho más intensa que lo había sido hasta entonces. Su voz se dejó oír a menudo en las Cortes, y se valoraron en más sus intervenciones, que llegaron a escucharse con sensación por la influencia que ejercía en la Cámara. A pesar de todo, Donoso continuó siendo un solitario. «O bien porque le faltaron ciertas prendas de carácter, o bien porque su talento práctico no valiera tanto como su talento especulativo, dado que no sea absurda esta distinción de talento, o bien porque las circunstancias entran por mucho en el encumbramiento y buen éxito de los nombres, Donoso Cortés, aunque llegó a formar secta, escuela o semiescuela, de la que fue jefe, jamás fue, ni capitaneó siquiera, no ya un partido político activo y militante, pero ni siquiera una pequeña facción.»
    Otro discurso de importancia en esta época es el que pronunció el 15 de enero de 1845, referente a la dotación de culto y clero, cuando se discutía el proyecto del Gobierno de Narváez. En él expone, de acuerdo con las ideas de De Maistre, su opinión de que las revoluciones son obra de los designios de la Providencia, y aporta un importante cambio de sus ideas anteriores. «La autoridad pública, considerada en general, considerada en abstracto, viene de Dios; en su nombre se ejerce la doméstica del padre; en su nombre, la religiosa de los sacerdotes; en su nombre, la política de los gobernantes de los pueblos, y el Estado, me encuentro autorizado [12] para decirlo lógicamente, debe ser tan religioso como el hombre.» Afirma que la suprema religiosidad del Estado consiste en reconocer a la Iglesia, y que siendo las dos sociedades de naturaleza distinta, esta independencia puede conservarse sin esfuerzo. Propone que se haga el clero propietario de renta perpetua del Estado, como medio seguro de atender a su subsistencia y consagrar su independencia. Por primera vez, y única, Donoso levantó la bandera de la necesidad de constituir un partido político nacional que acabe con las diferencias de grupos y banderías. «La cuestión ésta consiste en hallar un terreno bastante alto, bastante desembarazado para que en él pueda evolucionar libremente un partido nacional que ahogue la voz de todos los otros partidos.» Los partidos deben unirse en lo que para él constituye la verdad española, y han de ser «muy liberales, muy populares, muy monárquicos, muy religiosos». Se echa de ver, fácilmente, cómo lo mejor del discurso es la idea que en él alienta, pues difícilmente el liberalismo, esencialmente diversificador, puede unir, y Donoso prosigue haciéndolo base de su sistema.
    El discurso sobre los regios enlaces de Isabel II y Luisa Fernanda, del que ya hemos hablado anteriormente, valió a Donoso ser nombrado vizconde del Valle y marqués de Valdegamas, con grandeza de España, así como que el Gobierno francés le hiciera gran oficial de la Legión de Honor. No faltaban quienes le viesen con desdén o sobrecejo bogar tan prósperamente en las olas agitadas del desdén cortesano; y aun de sus amigos sinceros solía de cuando en cuando, en el seno de la mutua confianza, desprenderse una chispa de ingenio, cuando no un manifiesto reproche por aquel aluvión de blasones que se iban acumulando para decorar un nombre, que sin ellos ciertamente era ya bastante ilustre. Donoso, a quien ni las ingeniosidades ni los reproches en este asunto ofendían jamás, tenía para todos una respuesta que él mismo, en tono familiar, formulaba así cierto día, dirigiéndose a uno de sus amigos verdaderos: «Diga usted: si usted fuera un rabioso demócrata, y para ganar voluntades necesitara frecuentar encrucijadas tabernas, ¿qué traje usaría usted? ¿No le sería más conveniente ir con chaqueta al hombro, garrote en mano y colorado gorro frigio? Pues aplique usted el cuento, amigo mío, todo lo que mis ideas tienen que hacer en el mundo, se hace principalmente en los palacios, ¿qué traje quiere usted que me ponga sino el que usan los palaciegos?»
    El ciclo de la actuación parlamentaria de Donoso durante esta temporada se cierra con su intervención acerca de las relaciones de España con el extranjero, al discutirse en las Cortes el proyecto de contestación al discurso de la reina. Su primera afirmación es tajante: «España no ha tenido desde mucho tiempo acá una política exterior propiamente dicha.» Para él hay tres países en la época de su intervención parlamentaría que la tienen: Inglaterra, que quiere a todo trance conservar sus mercados y crear otros nuevos; Rusia, que aspira a conservar sus conquistas y prepararse para ampliarlas; Estados Unidos de América del Norte, con el deseo de lograr que el principio de libertad de los mares sea reconocido, y su voluntad de asegurar y convencer que América es para los americanos, y que Europa no tiene derecho a intervenir en los asuntos del Nuevo Continente. De los demás países, Italia está para él bajo el protectorado de Austria; [13] Bélgica, bajo el protectorado de Europa; los pueblos alemanes, bajo el influjo de la Confederación, y la Confederación recibe los impulsos de Berlín y Viena, y éstos están sometidos a la influencia de Rusia. Francia no tiene política exterior aun cuando la busca, y España ni la tiene ni la busca.
    Habló también en este discurso de las relaciones de España con Francia y Portugal. Cree que la nación vecina ha buscado nuestra amistad cuando se ha encontrado débil, y, sin embargo, nos ha menospreciado al sentirse poderosa. Nuestro punto de fricción con los franceses lo encuentra en África. Pero en realidad Francia no puede hacer nada en este continente sin nosotros, ya que si geográficamente somos una barrera entre los dos, cultural, política y religiosamente, nuestras ideas, aun cuando europeas, están influidas de su proximidad al África. «Francia no puede acudir a la asimilación; ¿qué le resta? Acudir al exterminio; pero para el exterminio, prescindiendo de que no es arma puesta al servicio de las naciones civilizadas, prescindiendo de que no civiliza a los exterminados y barbariza a los exterminadores, es necesario contar con la alianza del tiempo.» Pero Donoso ve que Francia no tiene tiempo, pues sus ejércitos de África habrá de llevarlos con el tiempo a defender las fronteras del Rhin. España no ha sabido sacar partido de las desventajas de Francia en África, porque nadie se ha planteado seriamente nuestra misión en este Continente, y, sin embargo, «el interés permanente de España es o su dominación en África, o impedir la dominación exclusiva de cualquiera otra nación. Digo que es nuestro interés permanente porque no es de partido; es español. No pasa con los meses ni con los años; es interés que se prolonga con los siglos».
    A Inglaterra la juzga duramente, como en otros de sus trabajos. «La Inglaterra, señores, no aspira a la posesión material del globo. La Inglaterra se contenta con considerar al globo como si fuera un inmenso campo de batalla y ocupar las posiciones más ventajosas, las posiciones estratégicas, como si dijéramos, los puntos fortificados; es el sistema de Inglaterra. Esto no quiere decir que Inglaterra aspira a la posesión material de la Península. La Inglaterra, señores, se contenta con tener en la Península dos magníficas posiciones: una, en la boca del Estrecho; otra, en las costas del Océano: Gibraltar y Lisboa. Ahora bien, señores, de esto resulta que la Inglaterra está más cerca de nosotros que la Francia. Si la Francia está en nuestras fronteras, la Inglaterra está en nuestro territorio; si la Francia está a nuestras puertas, la Inglaterra está en nuestra casa; lo que tenemos que temer nosotros de Inglaterra, lo que Inglaterra está realizando va, si puede decirse así, es el rompimiento de nuestra unidad territorial.» «La dominación exclusiva de la Inglaterra en Portugal es nuestro oprobio. La nación no puede consentirla, la nación no lo consentirá; no lo consentirá, señores, porque la potencia que sea señora de Portugal es tutora de España, y el pueblo español, caído y todo como está, postrado en el suelo como lo vemos, conserva todavía, señores, suficiente dignidad viril para no consentir caer bajo la perpetua tutela como la mujer romana.»
    Donoso sigue ascendiendo a la carrera en el camino de su evolución política, acompañada de una profunda transformación religiosa. Su espíritu se halla en [14] marcha, la gracia del Señor le ha tocado el alma. Sólo hacen falta los acontecimientos precisos que le disparen hacia lo alto.

    La transformación de Donoso



    El primer signo de esta transformación es su comentario sobre las reformas de Pío IX, a los que ya hicimos referencia. Es hijo sumiso de la Iglesia, y como tal, no encuentra sino justificaciones para la actuación del Papa.
    Pero ahora se producen hechos importantes que van a mover su alma. El camino de su mutación se inicia, como él mismo confiesa, según el testimonio del conde de Bois-le-Comte con la amistad de un hombre que le ejemplariza con su conducta, que le dijo basaba únicamente en su condición de católico. Quiso imitar desde ese día a aquel santo varón, y la fe religiosa que estaba aletargada en lo más íntimo de su ser, ayudada por un movimiento de la Gracia, comenzó a despertarse y a formar parte viva de su estructura mental y de la conducta del joven político. Que nunca dejó de ser católico lo prueba el hilo de sus escritos y discursos que hemos seguido hasta ahora, aunque en muchas ocasiones su fogosidad y su pasión dejasen en segundo término su sentido religioso. La expresión exacta sería decir que el catolicismo estaba presente en su vida, pero no con una vigencia real y plena. Esto se desprende de la carta del mismo Donoso a Blanche-Raffin, tan traída y llevaba por cuantos se han ocupado de su vida: «Yo siempre fui creyente en lo íntimo de mi alma; pero mi fe era estéril, porque ni gobernaba mi pensamiento, ni inspiraba mis discursos, ni guiaba mis amores...» La remoción del tesoro de la fe católica que se produce en su vida al contacto con el hombre bueno le hace sentir el deseo de asirse a verdades absolutas, de no andar más entre vacilaciones. En estos años de lucha y de zozobra interior se producen simultáneamente otros dos hechos decisivos en su evolución. En 1817 muere su hermano más querido, Pedro, hombre afiliado al partido carlista, de profunda religiosidad, y su muerte edificó de tal suerte a Juan, que por esto, y también por su contacto directo con la muerte en una época de profunda lucha interior, se sometió completamente al espíritu que alentaba dentro de él. En su carta al marqués de Raffin de 21 de julio de 1849 lo confiesa sinceramente: «Tuve un hermano a quien vi vivir y morir, y que vivió una vida de ángel y murió como los ángeles morirían si muriesen. Desde entonces juré amar y adorar, y amo y adoro... –iba a decir lo que no se puede decir–, con ternura infinita, al Dios de mi hermano. Dos años van ya recorridos de aquella tremenda desgracia... Vea usted aquí, amigo mío, la historia íntima y secreta de mi conversión... Como usted ve, aquí no ha tenido influencia ninguna ni el talento ni la razón; con mi talento flaco y con mi razón enferma, antes que la verdadera fe me hubiera llegado la muerte. El misterio (porque toda conversión es un misterio) es un misterio de ternura. No le amaba, y Dios ha querido que le ame, y le amo; y porque le amo, estoy convertido.» Bien claro se deduce de estas líneas que Donoso percibió el golpe de la Gracia llamando a su corazón, y su alma –llena de ternura, dice él– se entregó por completo.
    Hasta hoy día el que con más cuidado y éxito ha estudiado el proceso de [15] transformación de Donoso ha sido Suárez Verdeguer en su trabajo Evolución Política de Donoso Cortés. Para él es preciso separar cuidadosamente los dos aspectos de su conversión: el intelectual y el religioso, y aunque el método es justo, no cabe dejar de consignar que es preciso andar apoyado en sus avances en un campo para comprender los logrados en el otro. Para su mutación política es preciso tener en cuenta los graves sucesos revolucionarios que se producen en toda Europa, excepto en Inglaterra y en España, en el año 1848, y que le intiman a entrar por un camino en el que la transformación de su ideología política es ya completa. No olvidemos tampoco en este punto que su hermano Pedro era, como hemos dicho, carlista. Schramm considera importantísima en toda la evolución de Donoso su posición política.
    La nueva posición de Donoso acrecienta su soledad, y ahora ya, por su gran influencia política, va a ser atacado duramente, incluso por su amigos de antes, que le ven triunfar, aun a pesar de su rígida e inflexible ideología. En unas coplas epigramáticas le llaman «mártir plenipotenciario, ex diputado y marqués», y le dieron el apodo ridículo de «Quiquiriquí».
    Desde aquel momento, excepto su intervención en la desavenencia entre los regios esposos –de la que Natalio Rivas ha hablado–, no actúa en la concreta y pequeña política diaria, apegada a las circunstancias del momento. Él mismo se considera despegado de la tierra: «Yo estoy cansadísimo y fatigadísimo de todo; como, por otra parte, tengo la seguridad de que, todo se lo ha de llevar el diablo, no sería extraño que me metiera en mi casa para ver desde el interior de nuestra provincia cómo fracasa la nave; esto de luchar y luchar sin esperanzas es duro.» Lo dice en 20 de julio de 1851, y poco más tarde afirma: «No puedo menos de felicitar a usted por su propósito de separarse de la política activa. Este es también mi propósito, y a él arreglo ya mi conducta. Las cosas de la religión me ocupan exclusivamente.»
    Ha sido el propio Donoso quien ha señalado con su misma pluma la transición de una de sus épocas a la otra. En la Colección escogida de sus escritos, que se publicó poco antes de la revolución del 48, dice: «El autor de los escritos que componen esta colección no la publica porque ponga en ella su vanidad, ni porque la estime en mucho; la publica sólo para dar muestra de deferencia a sus amigos, que deseaban hace tiempo ver reunidos los escritos que sobre materias graves he improvisado en cuestiones críticas o solemnes. Resuelto, por otra parte, de hoy más en nuevos derroteros y rumbos en las ciencias sociales y políticas, ha creído que esta colección podría servir para señalar a un tiempo mismo el término de una época importantísima de su vida y el principio de otra que no ha de ser menos importante.» Esta es una prueba más de que, contra lo que opina Sehramm, no fue la revolución del 48 lo que influyó decisivamente en su conversión. Si no cabe menospreciar la reacción que ello supone en su ánimo, no cabe darle una importancia excepcional. «La revolución de febrero –dice Tejado– no es la única ni la principal siquiera de las explicaciones naturales del ardor con que se arrojó en los estudios teológicos, embebiendo su alma en los arrobamientos del misticismo. Lo que hizo esa revolución fue confirmar sus creencias, exaltar por la doctrina que se [16] había apoderado de su espíritu y dotarla de sin igual pujanza para combatir los que con harta razón juzgaba consecuencias desastrosas de sus doctrinas opuestas.»
    Confirmaciones de este cambio es que al ser llamado a la Real Academia Española se dedica al estudio de la Biblia, y su discurso de ingreso en la Corporación –16 de abril de 1848– versó precisamente sobre la Sagrada Escritura.
    De esta época son los más conocidos discursos de Donoso: el llamado «sobre la Dictadura», pronunciado el 4 de enero de 1849, y el que versa «sobre Europa» –30 de enero de 1850–, en los que el camino de su evolución política está ya noblemente, alcanzado. Las dos oraciones parlamentarias han recorrido ayer el mundo, y vuelven a recorrerlo hoy, llenando de asombro y admiración. No siempre las interpretaciones son justas ni desinteresadas, pero la fuerza de su contenido queda patente con la juventud permanente de sus argumentos.
    La reciente publicación en España del libro de Carl Schmitt Interpretación europea de Donoso Cortés ha hecho surgir una polémica sobre la verdadera idea de la Dictadura de Valdegamas. Las ideas claras, sin retorcimiento ninguno, son en este punto fáciles de percibir. Se trata de un discurso pronunciado en plena situación anormal de España, rodeada por una Europa en la que la revolución ha hecho presa. La única posibilidad en aquellos momentos está representada por el general Narváez, quien, con la fuerza que le da su grado militar, es el único que puede mantener el orden. Los progresistas le atacan en el Parlamento por la suspensión de garantías constitucionales que consiguió Donoso, que se da cuenta exacta de la situación, defiende al duque de Valencia, partiendo de que más que las leyes importa la sociedad para quien están hechas. «El principio de su señoría –el progresista Cortina–, bien analizado su discurso, es el siguiente: en política interior, la legalidad: todo por la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas las circunstancias, la legalidad en todas las ocasiones; y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo: la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad; la sociedad siempre, la sociedad en todas sus circunstancias, la sociedad en todas ocasiones. Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura. Señores, esta palabra tremenda (qué tremenda es, aunque no tanto como la palabra revolución, que es la más tremenda de todas); digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos conocen; este hombre no ha sido, por cierto, de la madera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla.» «... Digo, señores, que la dictadura, en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un Gobierno legítimo, es un Gobierno bueno, es un Gobierno provechoso, como cualquier otro Gobierno; es un Gobierno racional, que puede defenderse, en la teoría, como puede defenderse en la práctica.» Para explicar más su idea, Donoso acude a un símil. Dice que el cuerpo social, al igual que el cuerpo humano, debe concentrar todo el poder para luchar contra las fuerzas invasoras del mal, cuando el mal se concentra en asociaciones políticas para [17] agrupar sus posibilidades contra el Gobierno.
    Se atreve luego a decir que así como Dios ha impreso unas leyes a la Naturaleza, que comparándolas con el orden político pudiéramos llamar constitucionales, así también las suspende algunas veces, quebrantándolas con el hecho sobrenatural o milagroso, que se corresponde en lo político con el hecho extraordinario de la dictadura. Para él «la cuestión, reducida a sus verdaderos términos, no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena; la cuestión consiste en averiguar sí han llegado o pasado para España estas circunstancias». Repasa los acontecimientos revolucionarios a lo largo del año 48, y dice: «La cuestión no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es ésta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa. Se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal, y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble.»
    Donoso habla luego de la necesidad en que se encuentra la sociedad de una mayor represión política cuando falta la fe religiosa, y estudia esta necesidad a lo largo de la Historia. La única solución que entrevé Donoso es la vuelta al espíritu religioso, pero no lo cree posible ni probable en los pueblos colectivamente, aun cuando lo espera en los hombres.
    El genio profético de Donoso, del que tanto se ha hablado, lo explica él así: «Para anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me hasta considerar el conjunto pavoroso de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista verdadero: desde las alturas católicas.» Por eso él enjuicia las revoluciones como hechos providenciales que Dios envía a los pueblos. «Yo he admirado aquí –en España– y allí –fuera de ella– la lamentable ligereza con que se trata de la causa honda de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los Gobiernos. Cuando las catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa providencial, porque, señores, no otros son los caracteres que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres.» Las revoluciones no las hacen los pueblos esclavos y hambrientos. Son enfermedades de los pueblos ricos y de los pueblos libres; «el germen de las revoluciones está en los deseos sobreexcitados de las muchedumbres, por los tribunos que la explotan y se benefician. Y seréis como los ricos; ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias. Y seréis como los nobles; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones nobiliarias contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera de dioses; ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último impío, ésa es la fórmula de todas las revoluciones».
    Para comprender en todo su valor este estudio sobre la dictadura sería preciso traer aquí, inmediatamente, posiciones personales y textos posteriores que [18] aclaran y completan esta idea de Donoso, interpretada según la conveniencia del instante por cada uno, olvidándose de las circunstancias en que se habló, y de hechos lejanos que aclaran el total significado de la teoría donosiana.
    Además de atender al Parlamento, presidió Donoso en 1948 el Ateneo de Madrid y el 6 de marzo de 1849 llegó a Berlín como embajador de España, con 200.000 reales de sueldo, puesto del que regresó hacia el mes de noviembre del mismo año con permiso de tres meses como enfermo, después ampliado, por justificar que le sentaba mal el clima de la capital de Prusia, según dice en la solicitud de permiso. Antes de marchar a Berlín pintó Madrazo su célebre retraso. A su paso por París visitó a Veuillot, y aunque no se sabe si antes tuvieron relación, de aquí salió una sincera y honda amistad, como lo prueba, por ejemplo, la carta que Donoso escribió al periodista francés desde Don Benito, donde fue a descansar, en la que el extremeño desgrana toda su espiritualidad y delicadeza de alma ante el paisaje que le vio nacer.
    De 26 de mayo de 1849 es una carta del marqués de Valdegamas a Montalembert, escrita en Berlín. En ella insiste sobre sus tesis acerca de diversos puntos teológicos y políticos. «La civilización católica enseña que la naturaleza humana está enferma y caída; caída y enferma de una manera radical en su esencia y en todos los elementos que la constituyen. Estando enfermo el entendimiento humano, no puede inventar la verdad ni descubrirla, sino verla cuando se la ponen delante; estando enferma la voluntad, no puede querer el bien ni obrarle, sino ayudada, y no lo será sino estando sujeta y reprimida. Siendo esto así, es cosa clara que la libertad de discusión conduce necesariamente al error, como la libertad de acción conduce necesariamente al mal. La razón humana no puede ver la verdad si no se la muestra una autoridad infalible y enseñante; la voluntad humana no puede querer el bien ni obrarle si no está reprimida por el temor de Dios. Cuando la voluntad se emancipa de Dios y la razón de la Iglesia, el error y el mal reinan sin contrapeso en el mundo.» Plantea también el problema del bien y del mal, afirmando que el triunfo sobre el mal es una cosa reservada a Dios. Insiste ante Montalembert en su propia situación personal: «En esta especie de confesión general que hago en presencia de usted debo declarar aquí ingenuamente que mis ideas religiosas y políticas de hoy no se parecen a mis ideas políticas y religiosas de otro tiempo. Mi conversión a los buenos principios se debe, en primer lugar, a la misericordia divina, y después, al estudio profundo de las revoluciones... Las revoluciones son, desde cierto aspecto y hasta cierto punto, buenas como las herejías, porque confirman en la fe y la esclarecen.»
    Desde Berlín escribió también diversos despachos oficiales, publicados por Tejado como «Cartas a un amigo»; en ellas estudia la situación general de Prusia, Austria y la Confederación germánica, relacionándolas con Europa.
    A su vuelta a Madrid, Donoso pronunció en el Parlamento otro de los discursos que han alcanzado renombre universal. Es el llamado Discurso sobre Europa (30 de enero de 1850), que es una ojeada genial sobre la entonces actualidad europea –con la que ha tomado contacto directo– y una previsión certera del [19] desarrollo de los acontecimientos. Combate en primer lugar a quienes creen que el avance socialista puede detenerse únicamente con medidas económicas. «El socialismo es hijo de la economía política, como el viborezno es hijo de la víbora, que, nacido apenas, devora a su propia madre. Entrad en estas cuestiones económicas, ponedlas en primer término, y yo os anuncio que antes de dos años tendréis todas las cuestiones socialistas en el Parlamento y en las calles. ¿Se quiere combatir al socialismo? Al socialismo no se le combate; y esta opinión, de que antes se hubieran reído los espíritus fuertes, no causa ya risa en la Europa ni en el mundo: si se quiere combatir al socialismo, es preciso acudir a aquella religión que enseña la caridad a los ricos; a los pobres, la paciencia: que enseña a los pobres a ser resignados y a los ricos a ser misericordiosos.» Habla luego de la importancia lograda por el socialismo y la debilidad de Europa para combatirlo. Dice que el socialismo tiene tres grandes teatros: Francia, donde están los discípulos; Italia, donde están los «seides», y Alemania, donde están los pontífices. La sociedad no sabe actuar frente a este nuevo hecho, y todo anuncia la confusión y el cataclismo. Donoso tiene aquí uno de sus momentos más elocuentemente catastróficos. «Todo anuncia, todo, para el hombre que tiene buena razón, buen sentido e ingenio penetrante, todo anuncia, señores, una crisis próxima y funesta; todo anuncia un cataclismo como no lo han visto los hombres. Y si no, señores, pensad en estos síntomas que no se presentan nunca, y, sobre todo, que no se presentan nunca reunidos, sin que detrás vengan pavorosas catástrofes. Hoy día, señores, en Europa todos los caminos conducen a la perdición. Unos se pierden por ceder, otros se pierden por resistir. Donde la debilidad ha de ser la muerte, allí hay príncipes débiles; donde la ambición ha de causar la ruina, allí hay príncipes ambiciosos; donde el talento mismo, señores, ha de ser causa de perdición, allí pone Dios príncipes entendidos.» Pero el mal de Europa, que muchos achacan a los Gobiernos, es muy otro. Para Donoso está en que los gobernados han llegado a ser ingobernables; en que ha desaparecido por completo la idea de la autoridad divina y de la autoridad humana. Refiere luego sus afirmaciones concretas al caso de Francia, donde la República subsiste, sin que se encuentre un solo republicano, porque para él la República es la forma necesaria de Gobierno en los pueblos que son ingobernables.
    Para fundamentar su teoría de las relaciones entre lo religioso y lo político, habla de dos fases históricas de la sociedad: una afirmativa y otra negativa. La afirmativa contiene estos tres enunciados positivos en el orden religioso: primera, existe un Dios, y ese Dios está en todas las partes; segunda, ese Dios personal que está en todas partes reina en el cielo y en la tierra; este Dios, que reina en el cielo y en la tierra, gobierna absolutamente las cosas divinas y humanas. A estas tres afirmaciones religiosas corresponden las tres afirmaciones del orden político: «Hay un rey que está en todas partes por medio de sus agentes; ese rey que está en todas las partes reina sobre sus súbditos; y ese rey que reina sobre sus súbditos gobierna a sus súbditos. De modo que la afirmación política no es más que una consecuencia de la afirmación religiosa.» Con estas tres afirmaciones concluye para Donoso el período de la civilización, [20] del progreso y del catolicismo. En el segundo período, negativo y de barbarie, se gradúan estas tres negaciones: Primera, Dios existe, Dios reina; pero está tan alto, que no puede gobernar las cosas humanas. A esta negación corresponde la de los constitucionales progresivos: «El rey existe, el rey reina; pero no gobierna.» La segunda negación religiosa es de orden panteísta: «Dios existe, pero no tiene existencia personal; Dios no es persona, y como no es persona, ni gobierna ni reina; Dios es todo lo que vemos, es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve; Dios es la Humanidad.» La negación correspondiente es la republicana: «El poder existe; pero el poder no es persona, ni reina ni gobierna; el poder es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve, luego es la muchedumbre, luego no hay más medio de gobierno que el sufragio universal, ni más gobierno que la república.» Progresando en el orden de las negaciones religiosas, viene la tercera, la del ateo: «Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, ni es muchedumbre; no existe», a la que se corresponde la negación política representada en aquel momento en que escribe Donoso por Proudhon, que dice llanamente: «No hay Gobierno.»
    Dice Donoso que Europa camina por la segunda de las negaciones, y marcha decididamente hacia la tercera. Considera el peligro de Rusia, y cree que no puede atacar en aquel momento, pues ha perdido la influencia que ejercía sobre Austria y Prusia por el torrente revolucionario, que les ha hecho variar de postura. Rusia, en caso de guerra, tendría que luchar contra toda Europa, a lo que no debe estar dispuesta. Véase aquí por qué la Prusia rehuye la guerra, y véase aquí por qué la Inglaterra quiere la guerra; y la guerra hubiera estallado si no hubiera sido por la debilidad crónica de la Francia, que no quiso seguir en esto a la Inglaterra; si no hubiese sido por la prudencia austriaca y si no hubiese sido por la sagacísima prudencia de la diplomacia rusa. Sin embrago, Donoso opina que Rusia hará la guerra al Occidente cuando haya conseguido sus propósitos. Necesita, primero, que la revolución, después de haber disuelto la sociedad, disuelva los ejércitos permanentes; segundo, que el socialismo, despojando a los propietarios, extinga el patriotismo, porque un propietario despojado no es patriota, no puede serlo; cuando la cuestión viene planteada de esta manera angustiosa y congojosa, no hay patriotismo en el hombre; tercera, el acabamiento de la empresa de la confederación poderosa de todos los pueblos esclavos bajo la influencia y protectorado de la Rusia. Las naciones esclavonas cuentan, señores, con 80 millones de habitantes. Ahora bien, cuando en Europa no haya ejércitos permanentes, habiendo sido disueltos por la revolución; cuando en la Europa no haya patriotismo, habiéndose extinguido por las revoluciones socialistas; cuando en el Oriente de Europa se haya verificado la confederación de los pueblos esclavones; cuando en el Occidente no haya más que dos grandes ejércitos: el ejército de los despojados y el ejército de los despojadores, entonces, señores, sonará en el reloj de los tiempos la hora de Rusia; entonces la Rusia podrá pasearse tranquila, arma al brazo, por nuestra patria.» El castigo en este momento de Rusia, Donoso lo ve más contra Inglaterra que contra otra cualquier nación. Pero de este contacto de Rusia con la civilización occidental puede venirle su [21] descomposición, pues actuará en sus venas como un veneno.
    Inglaterra, sin embargo, es la menos expuesta a las revoluciones. «Yo creo –profetiza– más fácil una revolución en San Petersburgo que en Londres.» Y el tiempo le dio la razón. Pero para que Gran Bretaña pueda cumplir su misión le falta ser católica, tener formas e instituciones católicas. Francia para nada cuenta con respecto a este problema en el ánimo de Donoso, pues ya no es una nación; «es el club central de la Europa».
    Expresa su opinión de que, al fin de cuentas, los Gobiernos absolutos son los más baratos para la sociedad, y que las economías que pretendan hacerse en el presupuesto nacional, como han de hacerse a costa del Ejército, resultarán carísimas, pues la civilización está defendida en este momento sólo por las armas.
    Al pedir la votación en favor del presupuesto de defensa se dirige especialmente a las derechas, recelosas de la autoridad: «Y vosotros, señores de la oposición conservadora, yo os lo pido: mirad también por vuestro porvenir; mirad, señores, por el porvenir de vuestro partido. Juntos hemos combatido siempre; combatamos juntos todavía. Vuestro divorcio es sacrilegio; la patria os pedirá cuenta de él en el día de sus grandes infortunios. Ese día quizá no está lejos; el que no lo vea posible, padece una ceguedad incurable. Si sois belicosos, si queréis combatir aquí, guardad para ese día vuestras armas. No precipitéis, no precipitéis los conflictos. Señores, ¿no le basta a cada hora su pena, a cada día su congoja y a cada mes su trabajo? Cuando llegue ese día de la tribulación, la congoja será tanta, que llamaremos hermanos hasta aquellos que son nuestros adversarios políticos; entonces os arrepentiréis, aunque tarde tal vez, de haber llamado enemigos a los que son vuestros hermanos.»
    Este discurso corrió por toda Europa, y hasta Metternich hizo llegar sus elogios al joven pensador español. La fuerza oratoria de esta oración es tanta, que por sí solo hubiera bastado para hacer conocer en todo el Continente el nombre de Juan Donoso Cortés.
    El «Ensayo»
    Poco después Donoso publicaba un trabajo de gran extensión, que había tardado algún tiempo en preparar. La obra fue terminada el 7 de agosto de 1850, pero hasta el año siguiente no se dio a conocer al público. La versión francesa fue hecha por Luis Veuillot, director de L'Univers, gran amigo del autor. Aquí se hacen notar a cada paso los estudios teológicos seguidos por Donoso, y el cambio seguro y definitivo de su orientación política y religiosa.
    El Ensayo está dividido en tres libros. En el primero trata de las relaciones de la teología y la política, de la sociedad y el catolicismo y del triunfo de la Iglesia católica sobre la sociedad. El libro segundo comienza con una referencia a la libertad humana y sus consecuencias; trata del principio del bien y del mal, de la armonización de la Providencia divina y del libre albedrío, y de las soluciones que para estos problemas han encontrado, falsamente, las escuelas Liberal y socialista. El tercer libro está dedicado a analizar la solidaridad humana la transmisión de la culpa, la acción purificante del dolor; los errores liberales y socialistas a este respecto, y del máximo sacrificio, el de la encarnación del Hijo de Dios y la [22] redención del género humano. Al frente de la edición colocó Donoso esta advertencia, que no impidió las más duras críticas: «Esta obra ha sido examinada en su parte dogmática por uno de los teólogos de más renombre de París, que pertenece a la gloriosa escuela de los Benedictinos de Solesmes. El autor se ha conformado en la redacción definitiva de su obra con todas sus observaciones.»
    La iniciación del Ensayo es harto conocida por haber sido reproducida más de una vez por muchos que no conocen del importante estudio sino esta frase: «M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología.» Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas.» Hace ver luego cómo todas las sociedades de todos los tiempos han tenido un sentido religioso, que ha sido reconocido por Rousseau y Voltaire. Pero las sociedades que han abandonado el culto de Dios por la idolatría del ingenio son pasto de las revoluciones, porque en pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos. Analiza genialmente esta idea, relacionándola con la política, y dice: «En los pueblos orientales como en las Repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las Repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la Historia. La teología católica dio vida, pues, a un nuevo orden político. «Por el Catolicismo entró el orden en el hombre, y por el hombre, en las sociedades humanas.» «El orden pasó del mundo religioso al mundo moral, y del mundo moral al orden político. El Dios católico, criador y sustentador de todas las cosas, las sujetó al gobierno de su providencia, y las gobernó por sus vicarios.» «El Catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santificando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de dominación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones.» Dios dejó a la sociedad para que le indicara el verdadero camino y le enseñara la solución de sus problemas a la Iglesia, su mística ciudad.
    La potestad humana está por debajo de la religiosa en este señalamiento del camino y diferenciación del bien y del mal, y de esa impotencia de la autoridad seglar para designar los errores ha nacido el principio de libertad de discusión, principio general de las constituciones modernas, que se funda en el hecho cierto de que no son infalibles los Gobiernos, y en el falso de la infalibilidad de la discusión. Es falsa esa infalibilidad, porque no puede nacer de la discusión si no está antes en los que discuten y en los que gobiernan, y no puede estar en ellos sino a condición de que la naturaleza humana no sea errónea. Por otra parte, si la naturaleza humana es infalible, la verdad está en todos los hombres independientemente de que estén reunidos o no, y si la verdad está en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones serán idénticas, y si son idénticas, la discusión [23] es absurda. En el caso de que se afirme que la razón humana está enferma y es falible, no puede estar nunca cierto de la verdad por esa misma falibilidad, y esta incertidumbre está en todos los hombres, juntos o aislados, por lo que sus afirmaciones han de ser inciertas, y si son inciertas, la discusión sigue siendo absurda.
    La solución católica a este respecto es la siguiente: «El hombre viene de Dios, y el pecado, del hombre; la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusiones.» Pero el hombre fue redimido, por donde salió de la esclavitud del pecado, y de aquí que pueda convertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medio de su santificación, con el buen uso de su libertad, ennoblecida y restaurada. «Para este fin instituyó Dios su Iglesia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante: por eso es infalible, y por eso no está sujeta a la muerte.» Su existencia en la tierra está puesta como medio de ayuda para el hombre. «Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma.» De aquí la fecunda intolerancia de la Iglesia que ha salvado al mundo del caos, mientras las sociedades escépticas y discutidoras se han perdido vanamente. «La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda como Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y de las ideas, en virtud de lo cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta Ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad, la ciencia.»
    Habla más tarde del profundo ejemplo de solidaridad y organización de la sociedad católica, en la que todo hombre pertenece a un grupo social, enlazado jerárquicamente a otros, hasta concluir en el Sumo Pontífice, cabeza visible de la Iglesia. Esta ordenación se hace en virtud del precepto divino del amor. El Hijo de Dios encarnado triunfó sobre el mundo solamente en virtud de medios sobrenaturales; «la razón fue vencida por la fe, y la naturaleza por la gracia». La Iglesia triunfó en el mundo en virtud, también, del medio sobrenatural de la gracia.
    Es de considerar cómo Dios manifiesta su voluntad en el mundo por medios prodigiosos, de los cuales a los diarios llamamos naturaleza, y a los intermitentes, milagrosos. La Providencia «viene a ser una gracia general, en virtud de la cual Dios mantiene en su ser y gobierna según su consejo todo lo que existe; así como la gracia viene a ser a manera de una providencia especial, con la que Dios tiene cuidado del hombre. El dogma de la providencia y de la gracia nos revelan la existencia de un mundo sobrenatural, en donde residen sustancialmente la razón y las causas de todo lo que vemos». La fuerza natural de la gracia se comunica perpetuamente a los fieles por medio de los sacramentos.
    Este primer libro, cuyo análisis hemos acabado, lo llama Donoso «Del catolicismo», y el segundo, «Problemas y soluciones relativos al orden en general.» Enlaza en su comienzo con el final del [24] anterior: «Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre; fuera de la Providencia divina no hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella Providencia constituye la trama variada y rica de la Historia.»
    Insiste Donoso en unas consideraciones sobre la libertad humana, en virtud de la cual puede resistir el hombre a quien le dio tal libertad, y no sólo resistirle, sino vencerle; pero este vencimiento lleva consigo la muerte del vencedor. En dejarse vencer tiene el hombre su galardón; en vencer, su castigo. El libre albedrío no consiste en la facultad de escoger el bien y el mal, que incitan al hombre por igual. Si fuera así, el hombre sería menos libre, en cuanto fuera más perfecto, pues su libertad de elección quedaría disminuida por una tendencia mayor e irresistible hacia el bien, lo que amenguaría su libertad. Por tanto, entre la libertad de elección por el bien o el mal y la perfección humana –que ha de tender al bien– hay «contradicción patente, incompatibilidad absoluta». De donde se deduce que el hombre libre no puede ser perfecto sino renunciando a su libertad, ni puede conservar su libertad sino renunciando a su perfección. Si la noción que se tiene de la libertad fuera la exacta, Dios no sería libre, porque habría de estar sometido a las solicitaciones del bien y del mal, lo que es absurdo.
    El error está, pues, en suponer que la libertad consiste en la facultad de escoger, cuando reside en la de querer, que supone la facultad de entender. De donde la libertad perfecta consistirá en entender y querer perfectamente, «y como sólo Dios entiende y quiere con toda perfección se sigue de aquí, por una ilación forzosa, que sólo Dios es perfectamente libre». El hombre es libre porque tiene entendimiento y voluntad, pero no es perfectamente libre, porque no está dotado de un entendimiento y voluntad perfectos e infinitos. No entiende cuanto hay que entender, y está sujeto al error... «De donde se sigue que la imperfección de su libertad consiste en la facultad que tiene de seguir el mal y abrazar el error; es decir, que la imperfección de la libertad humana consiste cabalmente en aquella facultad de escoger, en que consiste, según la opinión vulgar, su perfección absoluta». Al ser creado en el Paraíso terrenal el hombre entendía el bien, y porque lo entendía, lo quería, abrazándolo libremente por ese claro juicio que tenía para distinguirlo. Entre su libertad y la de Dios había una diferencia de limitación, pues la del Señor no podía perderse ni padecer menoscabo, y la del hombre, sí. El pecado original nubló su entendimiento y dejó intacta su voluntad. La libertad humana enfermó gravísimamente, como está hoy. La relación del hombre por Dios Encarnado supone la concesión a cada hombre de «la gracia que es suficiente para mover la voluntad con blandura», es decir, la claridad de entendimiento límite para emitir juicios ciertos en las solicitaciones del bien y del mal. Pero ha de cooperar el hombre para que la gracia meramente suficiente se torne en eficaz. «Todos los esfuerzos del hombre, deben dirigirse, pues, a dejar en ocio esa facultad, ayudado de la gracia, hasta perderla del todo, si esto fuera posible, con el perpetuo desuso. Sólo el que la pierde entiende el bien, quiere el bien y lo ejecuta; y sólo el que, esto hace es perfectamente libre, y sólo el que es libre es perfecto, y sólo el que es perfecto es [25] dichoso; por eso ningún dichoso la tiene: ni Dios, ni sus santos, ni los coros de sus ángeles.» Destruye a continuación Donoso las objeciones de distintos errores sobre este dogma de la libertad humana. Ataca también el principio maniqueo del dios del bien y del mal, y del que hace al hombre principio del bien contra un dios principio del mal. Dios creó al hombre exento de mal, pero no lo hizo dotado de todo el bien, porque en este caso lo hubiera hecho Dios. La imperfección en la bondad del hombre está en la posibilidad de escoger entre el bien y el mal, de la que hizo mal uso apartándose de la verdad, por lo que dejó de entenderla, pero siguió entendiendo y obrando; el término de su entendimiento fue el error, el de su obrar el mal; en suma, el pecado que niega a Dios que es el bien absoluto. El hombre se entronizó entonces a sí mismo como centro de la creación. «Su naturaleza se convirtió de soberanamente armónica en profundamente antitésica.» «En el sistema católico el mal existe, pero existe con una existencia modal; no existe esencialmente.» No hay un principio del bien y del mal cuando en toda rivalidad entre ello la victoria será siempre y definitivamente de Dios, que es el Bien Absoluto, como ya hemos dicho. Se extiende luego en consideraciones sobre los efectos del pecado, causa del desorden del mundo.
    Pero Dios consintió esto porque está en Él variar el mal en bien y el desorden en orden, de tal forma que el hombre que se separa de Dios por su pecado ha de estar bajo Su influencia por la aplicación de la justicia. «La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir en Dios, que es el centro; y en huir de dentro, que es Dios, para ir a dar con Dios, que es la circunferencia. Nadie, empero, es poderoso para dilatarse más que la circunferencia, ni para recogerse más que el centro.» «Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su término, la criatura escoge la senda.»
    Analiza estos problemas en las escuelas liberales y socialistas, para decirnos que los liberales, en su desprecio de la teología desconocen la relación entre las cuestiones políticas y sociales con las religiosas. Creen éstos que el mal es una pura cuestión de gobierno, y que un gobierno es malo cuando no es legítimo. Son legítimos para ellos los gobiernos sometidos al dominio de la razón, como afirman que el gobierno de la razón divina es el encarnado por el que está sometido a las leyes naturales a que están sometidas desde el principio las cosas materiales. Dice que esto es así, aunque cause extrañeza, porque la escuela liberal no es atea en sus dogmas, sino en sus consecuencias. Es deísta, aun sin saberlo, y de aquí parte su teoría constituyente del pueblo. La escuela liberal, «impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada a ir, sin saberlo, a dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico, a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo. El supremo interés de esta escuela está en que no llegue el día de las negaciones [26] radicales ni de las afirmaciones soberanas; y para que, no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo, como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo acaba por no saber a qué atenerse y por preguntarse a sí propio si la verdad y el error, lo injusto y lo justo, lo torpe y lo honesto, son cosas contrarias entre sí o si son una misma cosa mirada desde puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure, es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, la discusión perpetua contradice la naturaleza humana, siendo como es enemigo de las obras. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente, y volcando en el polvo las cátedras de los solistas.» Poniendo en relación la escuela liberal con la socialista, ve a favor de ésta que toma sus decisiones de una forma perentoria y decisiva, sin dilación alguna. Pero el socialismo, que tiene su teología, es detractor, porque sigue una teología satánica. El triunfo definitivo será de la escuela católica, por ser a un mismo tiempo teológica y divina. La crítica liberal termina con estas palabras: «La escuela liberal, enemiga a un mismo tiempo de las tinieblas y de la luz, ha escogido para sí no sé qué escrúpulo incierto entre las regiones luminosas y las opuestas, entre las sombras eternas y las divinas auroras. Puesta en esa región sin nombre, ha acometido la empresa de gobernar sin pueblo y sin Dios; empresa extravagante e imposible; sus días están contados, porque por un punto del horizonte asoma Dios y por otro asoma el pueblo. Nadie sabrá decir dónde está el tremendo día de la batalla y cuándo el campo todo está lleno con las falanges católicas y las falanges socialistas.»
    Los socialistas creen que el mal está en la sociedad, y por eso hablan de la necesidad de una reforma social. Cuando la transformación por ellos preconizada se haya realizado, entonces la tierra disfrutará de una edad de oro, y el mal habrá desaparecido de la tierra. Donoso rebate estos argumentos con la siguiente tesis: El mal está en la sociedad de forma esencial o accidental. Si está de forma esencial, no puede extirparse de ella; si lo está de forma accidental, hay que estudiar las causas y orígenes del mal y la forma en que el hombre va a redimir a la sociedad. Se diferencia el socialismo del catolicismo en que la redención social es en su obra humana y no divina. La razón humana en el socialismo es bien arriesgada, pues atribuye al hombre empresas de trascendencia sobrenatural, además de que si el hombre, componente de la sociedad, está enfermo, difícilmente podrá sanarse a sí mismo.
    El tercer libro del Ensayo lo dedica Donoso a estudiar los «Problemas y soluciones relativas al orden en la Humanidad». Comienza resaltando el desorden producido por el primer pecado, cuya culpa se transmite a todas las generaciones que han sido, son y serán. La explicación de esta transmisión la ve Donoso asemejándola a la transmisión que en el orden moral y en el físico se produce con algunas enfermedades por corrupción radical de la naturaleza. La creación de la primera pareja hace que su posteridad, después de haber nublado su entendimiento con la culpa, lleve también ese estigma de la obnubilación de la inteligencia. Tomando [27] ideas aprendidas de De Maistre, Donoso valora luego el dolor, producido especialmente por la culpa, que es el compañero infatigable del hombre a lo largo de toda su peregrinación terrena. El dolor iguala a los hombres, pues todos padecen; el dolor nos hace despojamos de nuestras ambiciones y vanidades; el dolor apaga el incendio de las pasiones; todos mejoran su espíritu con el dolor. «Por el contrario, el que deja los dolores por los deleites, luego al punto comienza a descender con un progreso a un mismo tiempo rápido y continuo.» La aceptación voluntaria del dolor es uno de los ejercicios más sublimes que hace aumentar las virtudes. Habla luego del dogma de la solidaridad, admitido a lo largo de los tiempos. El liberalismo niega la solidaridad religiosa al negar la transmisión de la culpa, y niega la solidaridad política al proclamar normas que la excluyen. El socialismo más lógico en llegar al término de estas negaciones, afirma que la negación de la solidaridad lleva consigo la negación de la culpa y la pena, y en el orden político niega la Monarquía hereditaria, niega la solidaridad de la familia y de la propiedad. Así, pues, el liberalismo no ha hecho más que sentar las premisas en las que luego se ha basado el socialismo. Las dos escuelas no se distinguen por las ideas, sino por el arrojo, y la victoria correspondería a la más arrojada. «Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuerzo, contra la escuela liberal, que, una vez negada la solidaridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional, ni la monárquica, y que, al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacional la institución de la Monarquía, y en el derecho público internacional, las diferencias constitutivas de los pueblos.» De este sentido de la solidaridad humana y de la valoración del dolor, como expiación del mal, pasa a explicar el sentido de los derramamientos de sangre con el valor aplacatorio del ofrecimiento de la víctima. La sangre del hombre no podía ser expiatoria de la culpa original, que es culpa de la especie, el pecado humano por excelencia. Por eso fue preciso el Sacrificio del Gólgota. «Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano.» El dolor, el derramamiento de sangre, cumple su fin necesario; por eso, los «mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre.»
    Termina el Ensayo con una recapitulación general de doctrina, y dice: «El orden humano está en la unión del hombre con Dios: esa unión no puede realizarse en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento sin esfuerzo gigantesco para levantarnos hasta él.» La encarnación del Hijo de Dios fue el gran acto de amor para acercarse a las criaturas. El hombre debe usar de la razón en su descubrimiento y unión con la Verdad, no para descubrir sus misterios, sino para explicársela y verla. Y en definitiva, como decía antes, de una forma u otra siempre se encuentra con Dios. Así termina el libro con estas palabras: «Lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por el de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.»
    El Ensayo mereció encendidos elogios, [28] pero también duras críticas por parte de quienes se sentían atacados por su liberalismo. Una oportuna carta de Pío IX hizo ver cómo no había heterodoxia alguna en el escrito y cuánta era la estima en que el Santo Padre tenía a Donoso.
    En la cumbre política y religiosa
    Hace por este tiempo un discurso en el Parlamento –el de 30 de diciembre de 1850–, en el que Donoso, al fijar su posición frente al Ministerio Narváez, el de los poderes extraordinarios, aclara más algunos puntos sobre su idea de la dictadura. En primer lugar, afirma que su apoyo al Ministerio ha sido por exclusión, pues era el que más podía acercarse a sus doctrinas, aun cuando no eran las suyas. El responsable máximo de la triste situación del país cree que es el Gobierno, no lo es la revolución, que revolucionando hace su oficio; no lo son otros Gobiernos que han actuado bajo la presión revolucionaria; pero el Gobierno de Narváez sí que es responsable, porque ha sido «el dueño absoluto y soberano de sus propias acciones». El Ministerio funda toda su gloria en la conservación del orden material, pero esto no es bastante, pues el «orden verdadero consiste en que se proclamen, se sustenten, se defiendan los verdaderos principios políticos, los verdaderos principios sociales». Luego afirma que la corrupción llena las capas todas del Gobierno y a sus representantes en las provincias. El Ministerio, «es culpable hasta cierto punto, porque alienta esta corrupción con la impunidad en que deja a sus agentes, y además es culpable por su silencio». Afirma que la responsabilidad del Gobierno es mayor, por haber usado de un poder omnipotente. «Es necesario que si quiere la dictadura, la proclame y la pida, porque la dictadura, en circunstancias dadas, es un Gobierno bueno, es un Gobierno excelente, es un Gobierno aceptable; pero, señores, que se pida, que se proclame, porque si no estaremos entre dos Gobiernos a la vez; tendremos un Gobierno de hecho, que será la dictadura, y otro de derecho, que será la libertad; situación, señores, la más intolerable de todas, porque la libertad, en vez de servir de escudo, sirve entonces, de celada.» Este discurso acabó con el Gobierno de Narváez, a pesar del optimismo de Martínez de la Rosa, que formaba parte de él, por la votación de la Cámara.
    De entonces es también –26 de noviembre de 1851– una carta que dirigió a la reina madre, doña María Cristina, en la que el embajador de España en Francia señala los males de la sociedad contemporánea: «Las clases menesterosas, señora, no se levantan hoy contra las acomodadas sino porque las acomodadas se han resfriado en la caridad para con las menesterosas. Si los ricos no hubieran perdido, la virtud de la caridad, Dios no hubiera permitido que los pobres hubieran perdido la virtud de la paciencia.»
    Son ya los últimos años de la vida del marqués de Valdegamas, embajador de España en París, Gran Cruz de Isabel la Católica y de Carlos III y Caballero Oficial de la Legión de Honor, que, mientras reparte sus bienes a los pobres, no tiene más que una camisa, que lleva remendada. «La piedad de Donoso Cortés –dice Veuillot– no cesó un punto de aumentarse y echar raíces cada vez más hondas hasta el último día de su vida. [29] Discurría acerca de su fe como un hombre de genio; la practicaba como un niño, sin solemnidad, sin miramiento alguno, sin vacilar ni aun en la apariencia en cumplir los preceptos de Dios y de la Iglesia, sin sombra alguna de desconfianza de las divinas promesas. En esto no había diferencia entre Donoso y el más humilde y fervoroso aldeano de España.» He aquí un ejemplo que cita el mismo escritor francés: «Habiendo sabido que en Agenteuil se conservaba un vestido de Nuestro Señor, quiso ir allí para alcanzar de la misericordia de Dios la salud de uno de sus hermanos que estaba enfermo. Esto fue a fines de otoño de 1851: llovía a cántaros, pero él fue todo el camino a pie. Yo tuve la dicha de ir con él. Como le dijera que nunca imaginé que un español sufriera tanto tiempo el irse mojando, respondióme, sonriendo graciosamente, que todavía había menester de otra lluvia para lavarse de sus pecados
    Agotado físicamente, llegó para Donoso la hora de su muerte, aquejado de una dolencia de corazón. Sus últimos días fueron de un gran fervor católico; tanto, que impresionó vivamente a sor Bon-Secours, que fue quien le cuidó. A las cuatro y media de la tarde del día 3 de mayo de 1853 sintió tal opresión en el pecho que pidió un sacerdote. fue avisado el párroco de San Felipe de Roule, que le asistió en último trance. La extremaunción le fue administrada en presencia de los embajadores de Austria y Prusia. La monjita le pidió que se acordara de ella cuando estuviera en presencia de Dios, según le había prometido, y Donoso insistió en que no se olvidaría. Jamás –decía la sor– pasan cinco minutos sin pensar en Dios; y cuando habla, sus palabras penetran en el corazón como flechas.» A las cinco y treinta y cinco minutos de la tarde expiró a consecuencia de pericarditis aguda, según el dictamen médico del doctor Cruveilhier, en el Palacio de la Embajada de España, rue de Corcelles, 29. Ha muerto sin agonía y sin ningún dolor aparente; un ligero suspiro fue la señal que indicó la entrega de su alma al Divino Creador, dice el parte oficial por su sustituto en París, señor Quiñones de León. Tenía entonces el marqués de Valdegamas cuarenta y cuatro años de edad, menos tres días.
    Las exequias se celebraron a las doce del día 7 de mayo en la parroquia de Saint-Philippe-du-Roule, y el duelo fue presidido por el encargado de Negocios de España y el Nuncio de Su Santidad en París. Las cintas de la fúnebre carroza eran llevadas por el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, el embajador de Inglaterra y los ministros de Suecia y Noruega y de Dinamarca. Asistió todo el Cuerpo diplomático acreditado ante la Corte imperial de Napoleón III, los ministros de su Gobierno y gran número de personas, entre las que, por razón de amistad, citaremos al conde Montalembert, Guizot y el general Narváez. El Emperador estuvo representado por uno de sus ayudantes de campo, y le fueron rendidos honores militares. Se le enterró provisionalmente en la bóveda de la iglesia de San Felipe, en París. El 10 de octubre del mismo año 1853 se trasladaron sus restos a Madrid, y fueron encontrados en 1899, por encargo del marqués de Pidal, en la cripta de la parroquia de Nuestra Señora del Buen Consejo, de Madrid. Es errónea, pues, la afirmación de Schramm de que los restos de Donoso no fueron trasladados a Madrid hasta 1900. [30] Hoy reposan en el cementerio de la Colegiata de San Isidro de la capital de España.
    Las últimas palabras que escribió en su vida fueron dedicadas a la esposa y a los hijos de su hermano Pedro, para quien en su testamento tuvo este recuerdo: «Su vida y su muerte han sido asunto perpetuo de mis lágrimas, que aun hoy mismo estoy consagrado a su memoria y aun así no le pago: su prodigiosa virtud obró mi conversión después de la Gracia Divina, y después de la misericordia de Dios, sus encendidas oraciones me abrirán la puerta del cielo.»
    Todos los periódicos dedicaron encendidos elogios al ilustre desaparecido en plena potencia creadora. Hasta sus enemigos reconocieron el valor de sus escritos. Los trabajos de Edmund Schramm y Carl Schmitt en las primeras decenas de este siglo contribuyeron a avivar la memoria de Donoso, así como a poner de relieve la actualidad de sus escritos. La escuela tradicionalista española le contó siempre, junto a Balmes, Nocedal, Aparisi y Guijarro, Vázquez de Mella... como uno de sus más ilustres pensadores. Si Donoso no fue carlista, aunque quizá hubiera terminado en ese campo, sí era un tradicionalista concorde con el pensamiento clásico español, y por eso no es aventurado hacerle figurar junto a los nombres citados. Todas las empresas restauradoras del pensamiento español en los últimos años lo han tenido como indudable guía. Bela Menczer decía en un reciente trabajo: «Toda ley racional de expansión y progreso conduce al aniquilamiento, a no ser por 'la intervención personal, soberana y directa' de la Gracia. Con la filosofía de la Historia resumida en esta fórmula, Donoso Cortés ocupa un puesto central en la historia del renacimiento católico, que comenzó como réplica a la Revolución francesa», y Rafael Calvo Serer afirma que «las ideas donosianas han contribuido a impulsar la historia española en el camino de superación de la revolución moderna como no lo ha hecho ningún otro país». Gran número de tesis doctorales de Italia, Alemania, Austria y Suiza, principalmente, dedicadas al pensador español acreditan el inmenso valor de la obra de Donoso Cortés como armas recias y potentes para la lucha en que está empeñado el mundo.
    Primeros añosEl político liberalLa transformación de Donoso
    El «Ensayo»En la cumbre política y religiosa
    "QUE IMPORTA EL PASADO, SI EL PRESENTE DE ARREPENTIMIENTO, FORJA UN FUTURO DE ORGULLO"

  3. #23
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    Re: Respuesta: Bicentenario de Donoso Cortés

    Juan Donoso Cortés: Carta al Cardenal Fornari.



    Eminentísimo señor:


    Antes de someter a la alta penetración de vuestra emi*nencia las breves indicaciones que se sirvió pedirme por su carta de mayo último, me parece conveniente señalar aquí los límites que yo mis*mo me he impuesto en la redacción de estas indicacio*nes.
    Entre los errores contem*poráneos no hay ninguno que no se resuelva en una here*jía; y entre las herejías con*temporáneas no hay ninguna que no se resuelva en otra, condenada de antiguo por la Iglesia. En los errores pa*sados, la Iglesia ha condenado los errores presentes y los errores futuros. Idénticos en*tre sí cuando se les considera desde el punto de vista de su naturaleza y de su origen, los errores ofrecen, sin em*bargo, el espectáculo de una variedad portentosa cuando se les considera desde el punto de vista de sus aplicaciones.
    Por lo que hace al siglo en que estamos no hay sino mi*rarle para conocer que lo que lo hace tristemente famoso entre todos los siglos no es precisamente la arrogancia en proclamar teóricamente sus herejías y sus errores, sino más bien la audacia satánica que pone en la aplicación a la sociedad presente, de las herejías y de los errores en que cayeron los siglos pasados.
    Hubo un tiempo en que la razón humana, compla*ciéndose en locas especula*ciones, se mostraba satisfecha de sí cuando había logrado oponer una negación a una afirmación en las esferas intelectuales; un error a una verdad en las ideas metafísi*cas; una herejía a un dogma en las esferas religiosas. Hoy día esa misma razón no que*da satisfecha si no desciende a las esferas políticas y so*ciales, para conturbarlo todo, haciendo salir, como por en*canto, de cada error un con*flicto, de cada herejía una revolución, y una catástrofe gigantesca de cada una de sus soberbias negaciones.
    El árbol del error parece llegado hoy a su madurez pro*videncial; plantado por la primera generación de auda*ces heresiarcas, regado des*pués por otras y otras gene*raciones, se vistió de hojas en tiempos de nuestros abue*los, de flores en tiempos de nuestros padres, y hoy está, delante de nosotros y al alcance de nuestra mano, cargado de frutos. Sus frutos deben ser malditos con una maldición especial, como lo fueron en los tiempos antiguos las flores con que se perfumó, las hojas que le cu*brieron, y el tronco que las sostuvo y los hombres plan*taron.
    Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una, re*lativa a Dios, y otra, relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hom*bre, que sea concebido en pecado. Su orgullo ha dicho al hombre de estos tiempos dos cosas, y ambas se las ha creído: que no tiene lunar y que no necesita de Dios; que es fuerte y que es hermoso; por eso le vemos engreído con su poder y enamorado de su hermosura.
    Supuesta la negación del pecado, se niega, entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal sea una vida de expiación y que el mundo en que se pasa esta vida debe ser una valle de lágrimas; que la luz de la razón sea flaca y vacilante; que la voluntad del hombre esté enferma; que el placer nos haya sido dado en calidad de tentación, para que nos libremos de su atractivo; que el dolor sea un bien, acepta*do por un motivo sobrenatu*ral, con una aceptación vo*luntaria; que el tiempo nos haya sido dado para nuestra santificación; que el hombre necesite ser santificado.
    Supuestas estas negaciones se afirman, entre otras mu*chas, las cosas siguientes: que la vida temporal nos ha sido dada para elevarnos por nues*tros propios esfuerzos, y por medio de un progreso indefi*nido, a las más altas perfec*ciones; que el lugar en que esta vida se pasa puede y debe ser radicalmente trans*formada por el hombre; que siendo sana la razón del hom*bre no hay verdad ninguna a que no pueda alcanzar; y que no es verdad aquella a que su razón no alcanza; que no hay otro mal sino aquel que la razón entiende que es mal, ni otro pecado que aquel que la razón nos dice que es pe*cado; es decir, que no hay otro mal ni otro pecado sino el mal y el pecado filosófico; que siendo recta de suyo, no necesita ser rectificada la voluntad del hombre; que de*bemos huir el dolor y buscar el placer; que el tiempo nos ha sido dado para gozar del tiempo, y que el hombre es bueno y sano de suyo.
    Estas negaciones y estas afirmaciones con respecto al hombre conducen a otras ne*gaciones y a otras afirmacio*nes análogas con respecto a Dios. En la suposición de que el hombre no ha caído proce*de negar, y se niega, que el hombre haya sido restaurado. En la suposición de que el hombre no haya sido restau*rado procede negar, y se nie*ga, el misterio de la Reden*ción y el de la Encarnación, el dogma de la personalidad exterior del Verbo y el Verbo mismo. Supuesta la integridad natural de la voluntad huma*na, por una parte, y no reco*nociendo, por otra, la existen*cia de otro mal y de otro pecado sino del mal y del pecado filosófico, procede ne*gar, y se niega, la acción santificadora de Dios sobre el hombre, y con ella el dog*ma de la personalidad del Espíritu Santo. De todas es*tas negaciones resulta la ne*gación del dogma soberano de la Santísima Trinidad, piedra angular de nuestra fe y fun*damento de todos los dogmas católicos.
    De aquí nace y aquí tiene su origen un vasto sistema de naturalismo, que es la contra*dicción radical, universal, ab*soluta de todas nuestras cre*encias. Los católicos creemos y profesamos que el hombre pecador está perpetuamente necesitado de socorro y que Dios le otorga ese socorro perpetuamente por medio de una asistencia sobrenatural, obra maravillosa de su infini*to amor y de su misericordia infinita. Para nosotros, lo so*brenatural es la atmósfera de lo natural; es decir, aque*llo que, sin hacerse sentir, lo envuelve a un mismo tiem*po y lo sustenta.
    Entre Dios y el hombre ha*bía un abismo insondable: el Hijo de Dios se hizo hombre; y juntas en El ambas natura*lezas, el abismo fue colmado. Es menester ver, cómo los hombres andan perdidos y ciegos por este laberinto de la Historia, que van constru*yendo las generaciones huma*nas sin que ninguna sepa decir ni cuál es su estructura, ni dónde está su entrada, ni cuál es su salida.
    Todo este vasto y esplén*dido sistema de sobrenaturalismo, clave universal y uni*versal explicación de las cosas humanas, está negado implí*cita y explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del hombre, y los que esto afirman hoy no son algunos filósofos solamente, son los gobernadores de los pueblos, las clases influyentes de la sociedad y aun la so*ciedad misma, envenenada con el veneno de esta here*jía perturbadora.
    Aquí está la explicación de todo lo que vemos y de todo lo que tocamos, a cuyo esta*do hemos venido a parar por esta serie de argumentos. Si la luz de nuestra razón no ha sido obscurecida, esa luz es bastante, sin el auxilio de la fe, para descubrir la ver*dad. Si la fe no es necesaria la razón es soberana e independiente. Los progresos de la verdad dependen de los progresos de la razón; los pro*gresos de la razón dependen de su ejercicio; su ejercicio consiste en la discusión; por eso la discusión es la verda*dera ley fundamental de las sociedades modernas y el único crisol en donde se se*paran, después de fundidas, las verdades de los errores. En este principio tienen su origen la libertad de impren*ta, la inviolabilidad de la tri*buna y la soberanía real de las asambleas deliberantes. Si la voluntad del hombre no está enferma, le basta el atractivo del bien para seguir el bien sin el auxilio sobrena*tural de la gracia; si el hom*bre no necesita de ese auxi*lio, tampoco necesita de los sacramentos que se lo dan ni de las oraciones que se lo procuran; si la oración no es necesaria, es ociosa; si es ociosa, es ociosa e inútil la vida contemplativa; si la vida contemplativa es ociosa e inútil, lo son la mayor parte de las comunidades religiosas. Esto sirve para explicar por qué en donde quiera que han penetrado estas ideas han si*do extinguidas aquellas comu*nidades. Si el hombre no ne*cesita de sacramentos, no necesita tampoco de quien se los administre; y si no nece*sita de Dios, tampoco nece*sita de mediadores. De aquí el desprecio o la proscripción del sacerdocio, en donde esas ideas han echado raíces. El desprecio del sacerdote se resuelve en todas partes en el desprecio a la Iglesia, y el desprecio de la Iglesia es igual al desprecio de Dios en todas partes.
    Negada la acción de Dios sobre el hombre y abierto otra vez (en cuanto esto es posible) entre el Criador y su criatura un abismo inson*dable, luego al punto la so*ciedad se aparta instintiva*mente de la Iglesia a esa misma distancia; por eso, allí donde Dios está relegado en el cielo, la Iglesia está rele*gada en el santuario; y, al revés, allí donde el hombre vive sujeto al dominio de Dios, se sujeta también natu*ral e instintivamente al do*minio de su Iglesia. Los siglos todos atestiguan esta verdad, y lo mismo la testimonian el presente que los pasados.
    Descartado así todo lo que es sobrenatural y convertida la religión en un vago deís*mo, el hombre que no nece*sita de la Iglesia, escondida en su santuario, ni de Dios, atado a su cielo como Encé*lado a su roca, convierte sus ojos hacia la tierra y se con*sagra exclusivamente al culto de los intereses materiales. Esta es la época de los sis*temas utilitarios, de las gran*des expansiones del comercio, de las fiebres de la industria, de las insolencias de los ricos y de las impaciencias de los pobres. Este estado de rique*za material y de indigencia religiosa es seguido siempre de una de aquellas catástro*fes gigantescas que la tradi*ción y la historia graban per*petuamente en la memoria de los hombres. Para conjurarlas se reúnen en consejo los pru*dentes y los hábiles; el hura*cán, que viene rebramando, pone en súbita dispersión a su consejo y se los lleva jun*tamente con sus conjuros.
    Consiste esto en que es im*posible de toda imposibilidad impedir la invasión de las re*voluciones y el advenimiento de las tiranías, cuyo adveni*miento y cuya invasión son una misma cosa; como que ambas se resuelven en la dominación de la fuerza, cuan*do se ha relegado a la Igle*sia en el santuario y a Dios en el cielo. El intento de llenar el gran vacío que en la sociedad deja su ausencia con cierta manera de distri*bución artificial y equilibrada de los Poderes públicos, es loca presunción e intento vano; semejante al de aquel que en la ausencia de los es*píritus vitales quisiera repro*ducir a fuerza de industria, y por medios puramente me*cánicos, los fenómenos de la vida. Por lo mismo que ni la Iglesia ni Dios son una forma, no hay forma ninguna que pueda ocupar el gran vacío que dejan cuando se retiran de las sociedades humanas. Y al revés, no hay manera nin*guna de gobernación que sea esencialmente peligrosa cuan*do Dios y su Iglesia se mue*ven libremente, si por otro lado les son amigas las cos*tumbres y favorables los tiem*pos.
    De donde se sigue no sólo que el catolicismo no es ami*go de las tiranías ni de las revoluciones, sino que sólo él las ha negado; no sólo que no es enemigo de la li*bertad, sino que sólo él ha descubierto en esa misma ne*gación la índole propia de la libertad verdadera.
    Otros hay que persuadidos por un lado, de la necesidad en que está el mundo, para no perecer, del auxilio de nuestra santa religión y de nuestra Iglesia santa, pero pesarosos, por otro lado, de someterse a su yugo, que si es suave para la humildad es gravísimo para el orgullo humano, buscan su salida en una transacción, aceptando de la religión y de la Iglesia ciertas cosas y desechando otras que estiman exageradas. Estos tales son tanto más pe*ligrosos cuanto que toman cierto semblante de impar*cialidad propio para engañar y seducir a las gentes; con esto se hacen jueces del cam*po, obligan a comparecer delante de sí al error y a la verdad, y con falsa modera*ción buscan entre los dos no sé qué medio imposible. La verdad, esto es cierto, suele encontrarse y se encuentra en medio de los errores; pero entre la verdad y el error no hay medio ninguno; entre esos dos polos contrarios no hay nada sino un inmenso va*cío; tan lejos está de la ver*dad el que se pone en el va*cío como el que se pone en el error; en la verdad no está sino el que se abraza con ella.
    Supuesta la inmaculada con*cepción del hombre, y con ella la belleza integral de la naturaleza humana, algunos se han preguntado a sí propios: ¿por qué, si nuestra razón es luminosa y nuestra voluntad recta y excelente, nuestras pasiones que están en noso*tros como nuestra voluntad y nuestra razón, no han de ser excelentísimas? Otros se preguntan: ¿por qué, si la discusión es buena como me*dio de llegar a la verdad, ha de haber cosas substraídas a su jurisdicción soberana?. Otros no atinan con la razón de por qué, en los anteriores supuestos, la libertad de pen*sar, de querer y de obrar no ha de ser absoluta. Los dados a las controversias religiosas se proponen la cuestión que consiste en averiguar por qué, si Dios no es bueno en la sociedad, se le consiente en el cielo, y por qué si la Iglesia no sirve para nada se la ha de consentir en el santuario. Otros se preguntan por qué siendo indefinido el progreso hacia el bien no se ha de acometer la hazaña de levan*tar los goces a la altura de las concupiscencias y de tro*car este valle lacrimoso en un jardín de deleites.
    Hay todavía, aunque la co*sa parezca imposible, un error que, no siendo ni con mucho tan detestable, considerado en sí es, sin embargo, más trascendental por sus conse*cuencias que todos estos: el error de los que creen que éstos no nacen necesaria e inevitablemente de los otros. Si la sociedad no sale pron*tamente de este error, y si saliendo de él no condena a los unos como consecuencia, y a los otros como premisa, con una condenación radical y soberana, la sociedad, hu*manamente hablando, está per*dida.
    Por lo que hace al comu*nismo, me parece evidente su procedencia de las herejías panteísta y de todas las otras con ellas emparentadas. Cuan*do todo es Dios y Dios es todo, Dios es, sobre todo, de*mocracia y muchedumbre; los individuos, átomos divididos y nada más, salen del todo, que perpetuamente los engendra, para volver al todo, que perpetuamente lo absorbe. En este sistema, lo que no es el todo no es Dios, aunque participe de la divinidad; y lo que no es Dios, no es nada, porque nada hay fuera de Dios, que es todo. De aquí ese soberbio desprecio de los co*munistas por el hombre y esa negación insolente de la li*bertad humana. De aquí esas aspiraciones inmensas a una dominación universal por me*dio de La futura demagogia, que ha de extenderse por medio de todos los continen*tes, y ha de tocar a los úl*timos confines de la tierra. De aquí esa furia insensata con que se propone confundir y triturar todas las familias, todas las clases, todos los pueblos, todas las razas de las gentes en el gran mortero de sus trituraciones. De ese obscurísimo y sangrientísimo caos debe salir un día el Dios único, vencedor de todo lo que es vario; el Dios uni*versal, vencedor de todo lo que es particular; el Dios eterno, sin principio ni fin, vencedor de todo lo que nace y pasa; ese Dios es la dema*gogia, la anunciada por los últimos profetas, el único sol del futuro firmamento, la que ha de venir traída por la tempestad, coronada de rayos y servida por los huracanes. Ese es el verdadero todo, Dios verdadero, armado con un solo atributo, la omnipo*tencia, y vencedor de las tres grandes debilidades del Dios católico: la bondad, el amor y la misericordia. ¿Quién no reconocerá en ese Dios a Luz*bel, dios del orgullo?
    Cuando se consideran aten*tamente estas abominables doctrinas es imposible no echar de ver en ellas el sig*no misterioso, pero visible, que los errores han de lle*var en los tiempos apocalíp*ticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formida*bles, no me sería difícil apo*yar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio de*magógico, regido por un ple*beyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado.
    El primer error religioso, en estos últimos tiempos, fue el principio de la inde*pendencia y de la soberanía de la razón humana; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar la soberanía de la inteligencia; por eso la soberanía de la inteligencia ha sido el funda*mento universal del Derecho público en las sociedades combatidas por las primeras revoluciones. En él tienen su origen las Monarquías par*lamentarias, con su censo electoral, su división de Po*deres, su imprenta libre y su tribuna inviolable.
    El segundo error es relati*vo a la voluntad, y consiste, por lo que hace al orden re*ligioso, en afirmar que la voluntad, recta de suyo, no necesita para inclinarse al bien del llamamiento ni del impulso de la gracia; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que no habiendo voluntad que no sea recta, no debe haber nin*guna que sea dirigida y que no sea directora. En este principio se funda el sufragio universal y en él tiene su ori*gen el sistema republicano.
    El tercer error se refiere a los apetitos, y consiste en afirmar, por lo que hace al orden religioso, que supuesta la inmaculada concepción del hombre, sus apetitos son ex*celentes; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que los Gobiernos to*dos deben ordenarse a un solo fin: a la satisfacción de to*das las concupiscencias; en este principio están fundados todos los sistemas socialistas y demagógicos, que pugnan hoy por la dominación y que, si*guiendo las cosas su curso natural por la pendiente que llevan, la alcanzarían más adelante.
    De esta manera la pertur*badora herejía, que consiste, por un lado, en negar el pe*cado original, y por otro, en negar que el hombre está necesitado de una dirección divina, conduce primero a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la afirmación de la soberanía de la voluntad, y, por último, a la afirmación de la sobera*nía de las pasiones; es decir, a tres soberanías perturbado*ras.
    No hay como saber lo que se afirma o se niega de Dios en las regiones religiosas pa*ra saber lo que se afirma o se niega del Gobierno en las regiones políticas; cuando en las primeras prevalece un vago deísmo, se afirma de Dios que reina sobre todo lo criado y se niega que lo go*bierne. En estos casos preva*lece en las regiones políticas la máxima parlamentaria de que el rey reina y no gobier*na.
    Cuando se niega la existen*cia de Dios se niega todo del Gobierno, hasta la existencia. En estas épocas de maldición surgen y se propagan con es*pantable rapidez las ideas anárquicas de las escuelas socialistas.
    Por último, cuando la idea de la divinidad y la de la creación se confunden hasta el punto de afirmar que las cosas criadas son Dios, y que Dios es la universalidad de las cosas criadas, entonces el comunismo prevalece en las regiones políticas, como el panteísmo en las religiosas; y Dios, cansado de sufrir, en*trega al hombre a la merced de abyectos y abominables ti*ranos.
    La teoría de la igualdad entre la Iglesia y el Estado da ocasión a los más templa*dos regalistas para proclamar como de la naturaleza laical lo que es de naturaleza mixta, y como de naturaleza mixta, lo que es de naturaleza ecle*siástica, siéndoles forzoso acu*dir a estas usurpaciones para componer con ellas la dote o el patrimonio que el Es*tado aporta a esta sociedad igualitaria. En este sistema, casi todos los puntos son controvertibles, y todo lo que es controvertible, se resuelve por avenencias y concordias; en él es de Derecho común el pase de las bulas y de los breves apostólicos, así como la vigilancia, la inspec*ción y la censura, ejercida sobre la Iglesia en nombre del Estado.
    La teoría que consiste en afirmar que la Iglesia nada tiene que ver con el Estado da ocasión a la escuela re*volucionaria para proclamar la separación absoluta entre el Estado y la Iglesia; y, como consecuencia forzosa de esta separación, el principio de que la manutención del clero y la conservación del culto debe correr por cuenta exclusiva de los fieles.
    Por lo dicho se ve que estos errores no son sino la reproducción de los que vimos ya en otras esferas; como quiera que a las mismas afir*maciones y negaciones erró*neas a que da lugar la coe*xistencia de la Iglesia y del Estado da lugar, en el orden político, la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública; en el orden moral, la coexistencia del libre albedrío y la gra*cia; en el intelectual, la coe*xistencia de la razón y de la fe; en el histórico, la coe*xistencia de la Providencia divina y de la libertad hu*mana; y en las más altas es*feras de la especulación, con la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la coexistencia de dos mundos.
    Todos estos errores, en su naturaleza idénticos, aunque en sus aplicaciones varios, producen por lo funestos los mismos resultados en todas sus aplicaciones. Cuando se aplican a la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública producen la guerra, la anarquía y las re*voluciones en el Estado; cuan*do tienen por objeto el libre albedrío y la gracia, producen primero la división y la gue*rra interior, después la exal*tación anárquica del libre al*bedrío y luego la tiranía de las concupiscencias en el pecho del hombre. Cuando se aplican a la razón y a la fe, producen primero la guerra entre las dos, después el des*orden, la anarquía y el vér*tigo en las regiones de la inteligencia humana. Cuando se aplican a la inteligencia del hombre y a la Providencia de Dios, producen todas las catástrofes de que están sem*brados los campos de la His*toria. Cuando se aplican, por último, a la coexistencia del orden natural y del sobrena*tural, la anarquía, la confu*sión y la guerra se dilatan por todas las esferas y están en todas las regiones.
    Por lo dicho se ve que en el último análisis y en el úl*timo resultado todos estos errores, en su variedad casi infinita, se resuelven en uno solo, el cual consiste en haber desconocido o falseado el or*den jerárquico, inmutable de suyo, que Dios ha puesto en las cosas. Ese orden consiste en la superioridad jerárquica de todo lo que es sobrenatural sobre todo lo que es natural, y, por consiguiente, en la su*perioridad jerárquica de la fe sobre la razón, de la gra*cia sobre el libre albedrío, de la Providencia divina sobre la libertad humana y de la Igle*sia sobre el Estado; y, para decirlo todo de una vez y en una sola frase, en la superio*ridad de Dios sobre el hombre.
    El derecho reclamado por la fe de alumbrar a la razón y de guiarla no es una usur*pación es una prerrogativa conforme a su naturaleza ex*celente; y al revés, la prerro*gativa proclamada por la razón de señalar a la fe sus límites y sus dominios, no es un derecho, sino una preten*sión ambiciosa, que no está conforme con su naturaleza inferior y subordinada. La su*misión a las inspiraciones secretas de la gracia es con*forme al orden universal, por*que no es otra cosa sino la sumisión a las solicitaciones divinas y a los divinos llama*mientos; y al revés, su des*precio, su negación, o la rebeldía contra ella constitu*yen al libre albedrío en un estado interior de indigencia y en un estado exterior de rebelión contra el Espíritu Santo. El señorío absoluto de Dios sobre los grandes acontecimientos históricos que El obra y que El permite es su prerrogativa incomunicable, como quiera que la Historia es como el espejo en que Dios mira exteriormente sus designios; y al revés, la pre*tensión del hombre cuando afirma que él hace los acon*tecimientos y que él teje la trama maravillosa de la His*toria, es una pretensión in*sostenible, como quiera que él no hace otra cosa sino tejer por sí solo la trama de aquellas de sus acciones que son contrarias a los divinos mandamientos y ayudar a tejer la trama de aquellas otras que son conformes a la volun*tad divina. La superioridad de la Iglesia sobre las socie*dades civiles es una cosa con*forme a la recta razón, la cual nos enseña que lo sobre*natural es sobre lo natural y lo divino sobre lo humano; y al revés, toda aspiración por parte del Estado a ab*sorber la Iglesia, o a sepa*rarse de la Iglesia, o a prevalecer sobre la Iglesia o a igualarse con la Iglesia, es una aspiración anárquica, pre*ñada de catástrofes y provo*cadora de conflictos.
    De la restauración de estos principios eternos del orden religioso, del político y del social depende exclusivamen*te la salvación de las socie*dades humana. Estos princi*pios, empero, no pueden ser restaurados sino por quien los conoce, y nadie los cono*ce sino la Iglesia católica; su derecho de enseñar a to*das las gentes, que le viene de su fundador y maestro, no se funda sólo en ese ori*gen divino, sino que está jus*tificado también por aquel principio de la recta razón, según el cual toca aprender al que ignora y enseñar al que más sabe.
    La cuestión de la enseñan*za, agitada en estos últimos tiempos entre los universita*rios y los católicos franceses, no ha sido planteada por los últimos en sus verdaderos tér*minos, y la Iglesia universal no puede aceptarla en los tér*minos en que viene planteán*dose. Supuesta, por un lado, la libertad de cultos, y su*puestas, por otro, las circuns*tancias especialísimas de la nación francesa, es cosa cla*ra a todas luces que los ca*tólicos franceses no están en estado de reclamar otra cosa para la Iglesia sino la liber*tad que es aquí derecho co*mún, y que por serlo podía servir a la verdad católica de amparo y de refugio. El principio, empero, de la libertad de la enseñanza, considerado en sí mismo, y hecha abstracción de las cir*cunstancias especiales en que ha sido proclamado, es un principio falso y de imposi*ble aceptación para la Iglesia católica. La libertad de la enseñanza no puede ser acep*tada por ella sin ponerse en abierta contradicción con todas sus doctrinas. En efec*to, proclamar que la enseñan*za debe ser libre no viene a ser otra cosa sino procla*mar que no hay una verdad ya conocida que deba ser en*señada, y que la verdad es cosa que no se ha encontrado y que se busca por medio de la discusión amplia de todas las opiniones; proclamar que la enseñanza debe ser libre es proclamar que la verdad y el error tienen derechos iguales. Ahora bien: la Iglesia profesa, por un lado, el prin*cipio de que la verdad existe sin necesidad de buscarla, y por otro, el principio de que el error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la verdad está en posesión del derecho absoluto. La Iglesia, pues, sin dejar de aceptar la libertad, allí donde otra cosa es de todo punto imposible, no pue*de recibirla como término de sus deseos, ni saludarla como el único blanco de sus aspi*raciones.
    Tales son las indicaciones que creo de mi deber hacer sobre los más perniciosos en*tre los errores contemporá*neos; de su imparcial examen resultan, a mi entender, de*mostradas estas dos cosas: la primera, que todos los errores tienen un mismo origen y un mismo centro; la segunda, que considerados en su centro y en su origen, todos son reli*giosos. Tan cierto es, que la negación de uno solo de los atributos divinos lleva el des*orden a todas las esferas y pone en trance de muerte a las sociedades humanas.
    Si yo tuviera la dicha de que estas indicaciones no pa*recieran a vuestra eminen*tísima enteramente ociosas, me atrevería a rogarle que las pusiera a los pies de Su Santidad, juntamente con el rendido homenaje de pro*fundísima veneración y de altísimo respeto que profeso como católico hacia su sa*grada persona, hacia sus jui*cios infalibles y hacia sus fallos inapelables.


    Dios guarde a vuestra emi*nentísima muchos años.


    París, 19 de junio de 1852.

    —Eminentísimo señor.

    — Besa la mano de vuestra eminen*tísima su atento seguro ser*vidor,


    Juan Donoso Cortés, El marqués de Valdegamas, p. 613-630 de Obras Completas de Donoso Cortés. Tomo II.

    STAT VERITAS
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    INGLATERRA CONTRA EUROPA: PERSPECTIVA DE DONOSO CORTÉS


    EN LAS CONSIDERACIONES DE JUAN DONOSO CORTÉS


    Manuel Fernández Espinosa

    DONOSO CORTÉS, UN PENSADOR ESPAÑOL PARA EUROPA


    Juan Donoso Cortés (conocido en la Europa de su tiempo como el Marqués de Valdegamas) es uno de los pensadores españoles más universales. Su influencia europea se hizo sentir ya en los mismos días de su vida terrenal y, póstumamente, su obra siguió siendo objeto del estudio exhaustivo y la atención de eminentes personalidades europeas. Como diplomático, Donoso Cortés entabló relaciones de cordialísima amistad con otros colegas suyos de las embajadas europeas. Citemos algunos nombres, como el de Peter Barón von Meyendorff (1796-1863), embajador del Zar, al que Donoso Cortés conoció en Berlín; Meyendorff afirmaba en correspondencia epistolar que el "Discurso sobre la situación general de Europa" del Marqués de Valdegamas había sido leído por el mismo Zar (también se sabe que lo leyeron Federico Guillermo IV de Prusia y Napoleón III). En Viena, el gran estadista Clemente von Metternich (1773-1859) honró con su admiración a Donoso Cortés y, entre los prusianos, el gran amigo de Donoso Cortés fue el polaco Athanasius Conde de Raczynski (1788-1874), embajador de Prusia en Madrid desde 1848 a 1852, con quien se carteaba y cuyas cartas constituyen el cañamazo de este artículo.

    Más tarde, en el siglo XX y en el campo académico, Donoso Cortés continuaría siendo el foco de atención de alemanes como el hispanista Edmund Schramm (1902-1975) que contribuyó como pocos a poner en valor la obra donosiana, a partir de su ensayo "Donoso Cortés, Leben und Werk eines spanischen Antiliberalen" (publicado en Hamburgo por el Ibero-Amerikanisches Institut, año 1935). El ensayo de Schramm es una pieza de obligada lectura, pero con antelación a Schramm nuestro pensador extremeño había captado el interés de Carl Schmitt (1888-1985) que ya en fecha tan temparana como el año 1922 había dedicado uno de sus primeros artículos (y no sería el último, por cierto) a Donoso Cortés. Puede decirse que Donoso Cortés es una de las constantes del pensamiento de Carl Schmitt. Aunque Oswald Spengler no lo cita expresamente, muchos de los pensamientos más resonantes de Spengler se encuentran esbozados en los escritos de Donoso Cortés. Valga esta somera aproximación para llamar la atención sobre la influencia que el pensamiento donosiano ejerció sobre Europa, cuestión apenas estudiada a fondo y sobre la cual el socialista Luis Araquistáin (1886-1959) pareció tantear algo con su artículo "Donoso Cortés y su resonancia en Europa" (1953), aunque desatinando mucho; hacemos bien en suponer que Araquistáin erraba por sus prejuicios ideológicos y el contexto en que escribía. Sin embargo, lo que aquí queremos explanar es harina de otro costal. Como indica el título: queremos aproximar al lector a la percepción que Donoso Cortés tenía de la política inglesa, tan determinante para el devenir de España, Europa e Iberoamérica.


    SU ENFOQUE CATÓLICO


    Para abordar nuestro tema, hemos de tener en cuenta que por mucho que Juan Donoso Cortés figure -a efectos de clasificación- en el elenco de autores tradicionalistas españoles, la cuestión no es tan fácil de despachar si atendemos a la evolución de su pensamiento. Donoso Cortés no fue nunca, por ejemplo, carlista, sino que permaneció siempre leal a la línea ilegítima del Trono: la regente María Cristina y su hija Isabel. Otros le ponen la etiqueta de "doctrinario", pero aunque en sus inicios como autor pudiera entreverarse un cierto doctrinarismo, sin embargo bien pronto se alejó de esas posiciones por entenderlas como componendas y tachándolas de "eclécticas", mientras sostenía fuertes polémicas con doctrinarios como Pellegrino Rossi (1787-1848). Al término de su vida incorporó en su pensamiento elementos propios del tradicionalismo francés, con especial mención de Louis Vizconde de Bonald (1754-1840), Hugues-Félicité Robert de Lamennais (1782-1854) o Joseph Conde de Maistre (1753-1821). Podemos decir que Juan Donoso Cortés -al margen de las influencias que le vinieran de aquí o allí- constituye en todo caso el de un pensador católico español (a la manera de Jaime Balmes) y, por católico coherente, antiliberal.

    La evolución del pensamiento de Donoso Cortés está indisolublemente unida a los avatares de su vida personal (que siempre reservó celosamente, confiando algo de ella tan solo a los contados amigos en la correspondencia epistolar) y, por supuesto, dicha evolución de pensamiento sería imposible de comprender prescindiendo de su circunstancia histórica. El punto de inflexión del pensamiento de Donoso Cortés (que coincide con su madurez filosófica) lo marca la fecha 1848, con las revoluciones ("primavera de los pueblos", se le llamó) que sacudieron Europa.

    Donoso Cortés había sido muy crítico en su primera etapa con la Santa Alianza (y en especial, con el principio de intervención) y, como afirma D. Luis Sánchez Agesta: "...a través del prisma del doctrinarismo, ve la reconstrucción de Europa como un triunfo de las clases que con su inteligencia crean riqueza y cultura y son expresión de las nuevas naciones: las clases medias" (1). Para Donoso Cortés el intervencionismo de la Santa Alianza se convirtió en cuestión de patriotismo herido, por eso reprochaba en 1834 que: "El emperador de Rusia, que en 1812 había reconocido como legítima la Constitución de Cádiz, en 1820 la consideraba como la obra del crimen [...] Así, un tirano extranjero condenaba a una nación independiente y libre al suicidio y a la ignominia o a una muerte segura en una contienda desigual" (2). Es el principio de la intervención lo que reprobaba Donoso Cortés en esas fechas. En cambio, ya en 1834, Donoso Cortés parece columbrar el jaque que Gran Bretaña había dado a España en 1820, para arrebatarle la España de Ultramar, provocando la revolución (tanto en la España peninsular como en la americana) y, aunque enemigo de la intervención de la Santa Alianza, Donoso Cortés escribía: "La Inglaterra desaprobó también [la intervención recomendada por el Zar de Rusia en España para frenar el pronunciamiento de Riego], porque su sistema no es vencer por medio de la victoria, sino por medio de la desorganización, a los Estados a quienes asesta sus tiros". No obstante, a pesar de ello, Donoso Cortés no puede sufrir la injerencia extranjera en los asuntos de España y, en aquellas fechas, para él parece que la Constitución de 1812 todavía es considerada como algo propio y, por eso mismo, cualquier intento de inmiscuirse en nuestros asuntos era considerado por Donoso Cortés como una intolerable invasión, incluso en el supuesto de venir a suprimir una ley de muy dudosa legitimidad como aquella Constitución lo era.


    INGLATERRA, LA EMISORA DE LA REVOLUCIÓN CONTINENTAL


    Sin embargo, con el tiempo, Donoso Cortés comprobará que la radicalización del liberalismo (revolución larvada y silenciosa) en toda Europa, su consecuente recrudescencia, darán a luz posturas cada vez más abiertamente revolucionarias que ponen en peligro la misma existencia de la civilización. Por eso mismo, para la introducción que hace el mismo Donoso Cortés a los dos volúmenes de sus obras escogidas (y publicadas en el turbulento año de 1848), podía escribir nuestro insigne extremeño: "Resuelto a seguir de hoy más nuevos derroteros y rumbos en las ciencias sociales y políticas, ha creído [el autor; se refiere a sí mismo] que esta Colección podía servir para señalar a un tiempo mismo el término de una época importantísima de su vida y el principio de otra, que no ha de ser menos importante". A partir de 1848 es cuando podemos decir que tenemos al Donoso Cortés más genuino, sin la candidez juvenil que confundía el patriotismo con la Constitución gaditana de 1812.

    Los cambios que afectan al escenario europeo provocarán que Donoso Cortés, cuando joven tan crítico con la Santa Alianza (y, particularmente, tan acerbo para con el Zar de Rusia), entienda que los grandes resortes del Orden en Europa son, a mediados del XIX: Rusia, Austria y Prusia. Y sobre la paz y el orden siente planear un nubarrón preñado de calamidades: Inglaterra. Por descontado que la aversión de Donoso Cortés por Inglaterra no obedece a fobias emocionales, sino que es fruto de un estudio de la historia y de la situación en que está instalado; surge por lo tanto de la reflexión ponderada. Donoso Cortés había expresado en enero de 1849 que: "yo quiero la alianza más íntima, la unión más completa entre la nación española y la nación inglesa, a quien admiro y respeto como la nación quizá más libre, más fuerte y más digna de serlo en la tierra" (3), pero lo que ya tenía muy claro es que Inglaterra ("o por mejor decir, por su Gobierno y sus agentes durante la última época") se ha echado en los brazos del más abominable error: "apoyar en todas partes a los partidos revolucionarios".

    La anglofobia donosiana es, por lo tanto, una aversión a la política inglesa fomentadora de revoluciones; no a Inglaterra como nación. Donde se pone más de manifiesto esta frontal hostilidad de Donoso Cortés frente a Inglaterra será en las cartas al Conde Raczynski, su corresponsal en Madrid; cartas que se escriben mientras que el Conde Raczynski era embajador en España y Donoso era su homólogo en Berlín y, más tarde, en París. La colección epistolar está presidida por un tremendo pesimismo sobre la situación europea y, concretamente, española, así como un tono de sincera amistad que franquea en confianza las inquietudes políticas de aquella hora entre un polaco al servicio de Prusia y un español. En cuanto a la percepción de Inglaterra como la gran enemiga del orden, el español y el prusiano están mutuamente de acuerdo. En carta desde Dresde (17 de septiembre de 1849), Donoso Cortés le dice a Raczynski: "Inglaterra, vos lo habéis dicho, es el mal; tenéis mil veces razón" (4). Son muchas las menciones que los dos amigos hacen sobre Lord Palmerston (1784-1865), pero Donoso Cortés reconoce que la política británica, fomentadora de revoluciones, no es algo que pueda simplemente personificarse en Lord Palmerston: "Es un error creer que Palmerston sea en su país el solo amigo de la revolución; los ingleses lo son tanto como él por su cualidad de ingleses; entre Palmerston y Aberdeen no hay otra diferencia que la forma; de modo que la política de Palmerston no ha sido una política personal, sino nacional, y los que piensen lo contrario son unos niños" (carta a Raczynski, París, 10 de enero de 1852). Ni la caída de Lord Palmerston despeja el peligro que solo pueden conjurar Rusia, Prusia y Austria, pues si estas -dice Donoso Cortés: "se dejan seducir por Inglaterra, que no es otra cosa que una personificación diabólica, estamos irremisiblemente perdidos".

    El peligro para la paz y el orden de Europa, comentado en sus cartas por el Conde Raczynski y el Marqués de Valdegamas es Inglaterra. Donoso Cortés lo apunta muchas veces: "El establecimiento de la influencia de los piratas es el signo precursor del mal que es más de temer" (París, 18 de febrero de 1852); los "piratas", es obvio, son los ingleses. Es por eso que, según confiesa: "He hecho contra Inglaterra el juramento de Aníbal... A mí, que una nación extienda sus fronteras o pierda una parte de su territorio, me importa poco; lo que me importa es que la revolución sea decapitada".


    En cuanto a su carrera política Donoso Cortés siempre fue bastante modesto en sus aspiraciones, incluso cuando sus amigos (como Raczynski) lo animaban a ambicionar más altos cargos, solía quitarse importancia, dándosela más a sus pronósticos. En París, llega a confesar su agotamiento: "Creo que acabaré por irme a esconder en lo interior de una provincia, donde nadie se ocupe de mí ni yo de nadie. En este mundo todo es vanidad" (París, 29 de mayo de 1851). Sin embargo, la amenaza revolucionaria que supone la política británica para la estabilidad continental es capaz de espolearle a desear un cargo más elevado, sincerándose con Raczynski:

    "Nunca he deseado tan vivamente como ahora ser ministro; si yo fuese ministro, España tomaría la iniciativa para fijar los términos de ese problema [se refiere a la confrontación entre Inglaterra y la Europa continental] e Inglaterra no olvidaría mi nombre. Sin embargo, en la esfera de mis funciones no dejo obrar a esta formidable potencia sin inquietarla; pero de esto no puedo hablar" (24 de febrero de 1852).

    Sin embargo, este deseo no pasó nunca de un desiderativo: "¿No es triste, ¡gran Dios!, ver el medio de salvarse la Patria, poder uno salvarla y tenerse que reducir a la inacción? No es otra, a la verdad, mi situación" (había escrito Donoso Cortés, meses antes: el 21 de diciembre de 1851). Es interesante el último tramo del pasaje de la carta del 24 de febrero de 1852, que hemos citado arriba: por lo que parece insinuar Donoso Cortés los servicios de inteligencia británicos tenían que tener al embajador español en el punto de mira: "pero de esto no pueblo hablar".

    Inglaterra venció: venció la Revolución. No sin ayuda de la banca Rothschild. Las intrigas financieras y políticas dieron paso a la Revolución. Donoso Cortés murió el 3 de mayo de 1853 en París. En la etapa final de su vida Donoso Cortés experimentó una profunda conversión religiosa. Confío al gran escritor católico francés, su amigo Louis Veuillot (1813-1883), que en su ánimo rumiaba "dejar el mundo, no ya para ir a meditar en algún lugar solitario, sino para entrar en una Orden religiosa. Todo lo tenía ya dispuesto -nos dice Veuillot- y su elección se había fijado en la Compañía de Jesús" (. La muerte le sorprendió antes, pero sin desatender sus ocupaciones diplomáticas, el pueblo de París pudo ver al embajador español dedicado a recorrer personalmente las casas de los barrios más miserables de París, para sentarse a la cabecera de los enfermos, mendigando el pan para los indigentes, despojándose de sus vestidos para darlos a los que no tenían abrigo, apadrinar a los hijos de los pobres, escuchar la Santa Misa en las iglesias más humildes de las barriadas más deprimidas. Un ataque al corazón le sorprendió en abril de 1853 y por un mes guardó cama, para fallecer cristianamente, diciendo: "Dios mío, criatura vuestra soy, Vos habéis dicho: ¡Yo atraeré a mí todas las cosas. Pues atraedme, recibidme!".

    Las mediocridades fueron la tónica general de los gabinetes de gobierno español durante todo el siglo XIX, mientras los hombres más lúcidos, como Donoso Cortés, eran apartados a las embajadas, lejos de la Corte, el Congreso y los órganos de decisión. Por eso España tuvo, gracias al liberalismo, el deplorable papel que tuvo. Sin embargo, en París, el embajador de España, el gran pensador que era leído por el Zar y los reyes de Europa, dio sus últimas lecciones, ya sin pronunciar grandilocuentes discursos, ni escribir ensayos monumentales, sino con la humilde entrega a los más desfavorecidos, como aquellos católicos españoles que se agrupaban alrededor de San Ignacio de Loyola, a la conquista del cielo, mientras Inglaterra obturaba el paso a nuestra conquista del mundo.

    Pero su obra -más valorada por los extraños, que por los propios- está ahí, para que volvamos a reemprender el camino del que tanto hace que nos hemos extraviado.



    LAS REFERENCIAS DE LOS TEXTOS DE JUAN DONOSO CORTÉS PROCEDEN TODAS TODAS DE LAS "OBRAS COMPLETAS DE DONOSO CORTÉS" (dos tomos), publicados por La Bac.

    (1) Luis Sánchez Agesta, "España al encuentro de Europa", La Bac.

    (2) Juan Donoso Cortés, "Consideraciones sobre la diplomacia".

    (3) Juan Donoso Cortés, "Discurso sobre la dictadura".

    (4) Juan Donoso Cortés, "Correspondencia con el conde Raczynski".

    (5) El testimonio de Louis Veuillot es citado por el P. Constantino Bayle (S. J.) en su introducción a las "Obras escogidas de Donoso Cortés", Editorial del Apostolado de la Prensa, Madrid, 1930.

    RAIGAMBRE
    Pious dio el Víctor.

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