Capítulo V
Continuación del mismo asunto
El más consecuente de los socialistas modernos, desde el punto de vista de la cuestión que venimos ventilando, me parece ser Roberto Owen, cuando rompiendo en abierta y cínica rebelión contra todas las religiones, depositarias de los dogmas religiosos y morales, negó de un golpe el deber, negando no sólo la responsabilidad colectiva, que constituye el dogma de la solidaridad, sino también la responsabilidad individual, que descansa en el dogma del libre albedrío del hombre. Negado el libre albedrío, Roberto Owen niega la transmisión de la culpa y la culpa misma. Hasta aquí no puede dudarse sino que hay lógica y consecuencia en todas estas deducciones; pero donde comienza la contradicción y la extravagancia es cuando Owen, negada la culpa y el libre albedrío, afirma y distingue el bien y el mal moral, y cuando, afirmando y distinguiendo estas cosas, niega la pena, que es su consecuencia necesaria.
El hombre, según Roberto Owen, obra en consecuencia de convicciones invencibles. Esas convicciones le vienen, por una parte, de su organización especial, y por otra, de las circunstancias que le rodean; y como él no es autor ni de aquella organización ni de esas circunstancias, síguese de aquí que así las primeras como las segundas obran en él fatal y necesariamente. Todo esto es lógico y consecuente; pero por lo mismo es ilógico, contradictorio y absurdo afirmar el bien y el mal cuando se niega la libertad humana. El absurdo llega hasta lo inconcebible y lo monstruoso cuando nuestro autor intenta fundar una sociedad y un gobierno en esta yuxtaposición de seres irresponsables. La idea del gobierno y la idea de la sociedad son correlativas a la de la libertad humana. Negada la una, procede la negación de las otras juntamente; y cuando no se niegan o se afirman todas a la vez, no se hace otra cosa sino afirmar y negar la misma cosa a un mismo tiempo. Yo no sé si hay en los anales humanos testimonio más insigne de ceguedad, de inconsecuencia y de locura que el que Owen da de sí cuando, después de haber negado la responsabilidad y la libertad individual, no satisfecho con la extravagancia de afirmar la sociedad y el gobierno, pasa todavía más adelante, y da consigo en la extravagancia inconcebible de recomendar la benevolencia, la justicia y el amor a los que, no siendo ni responsables ni libres, ni pueden amar ni pueden ser justos ni benevolentes.
Los límites que me he impuesto a mí propio al emprender esta obra me impiden pasar aquí tan adelante como fuera menester por el anchísimo campo de las contradicciones socialistas. Las expuestas bastan y aun sobran para dejar puesto fuera de toda duda el hecho incontrovertible de que el socialismo, desde cualquier punto de vista que se le considere, es una torpe contradicción, y que de sus escuelas contradictorias ninguna otra cosa puede salir sino el caos.
Su contradicción es tan palpable, que no nos será difícil ponerla de bulto y como de relieve aun en aquellos puntos en los que parece que todos estos sectarios andan unidos y conformes. Si hay alguna negación que les sea común, esta es ciertamente la negación de la solidaridad familiar o nobiliaria. Llegados aquí todos los doctores revolucionarios y socialistas, alzan la voz para negar esa mancomunidad de glorias y de infortunios, de méritos y de deméritos que el género humano ha reconocido como un hecho entre los ascendientes y sus descendientes en todas las edades. Pues bien: esos mismos revolucionarios y socialistas afirman de sí en la práctica, sin saberlo, aquello mismo que vienen negando de los otros en la teórica. Cuando la revolución francesa, sangrienta y desmelenada, puso debajo de sus pies todas las glorias nacionales; cuando, embriagada con sus triunfos, creyó estar cierta de su definitiva victoria, se apoderó de ella no sé qué orgullo aristocrático y de raza, que estaba en directa oposición con todos sus dogmas. Entonces fue cuando los revolucionarios más insignes, dándose en espectáculo a las gentes como los antiguos barones feudales, comenzaron a mostrarse escrupulosos y remisos en dar a los extraños carta de naturalización en su nobilísima familia. Mis lectores recordarán aquella pregunta famosa dirigida por los doctores de la nueva ley a los que se presentaban a ellos vestidos con el blanco ropaje de la candidatura: «¿Qué crimen habéis cometido?». ¡Desventurado aquel que no había cometido ninguno, porque jamás vería abiertas para él las puertas del Capitolio, en donde relampagueaban con tremenda majestad los semidioses revolucionarios! El género humano había instituido la nobleza de la virtud; la revolución dejó instituida la del crimen.
Cuando después de la revolución de febrero hemos visto a socialistas y republicanos dividirse en categorías, separadas unas de otras por abismos formidables; cuando los unos, con el titulo de republicanos de la víspera, han derramado el escarnio y el baldón sobre los otros que no habían sido republicanos sino del día siguiente; cuando, más afortunados y, por consiguiente, más altivos que todos los demás, se han levantado algunos diciendo: «Toda la arrogancia es nuestra, porque el republicanismo es en nosotros familiar y nos viene con la sangre», ¿qué viene a ser esto sino proclamar, en pleno republicanismo, todas las preocupaciones nobiliarias?
Examinad bien una después de otra todas sus escuelas; todas y cada una de por sí pugnan por constituirse en una familia y por buscar el ascendiente más noble. En este grupo familiar, el ascendiente es Saint-Simon el nobilísimo; en aquel, Fourier el ilustre; en el otro, Babeuf el patriota; en todos hay un jefe común, un patrimonio común, una gloria común, un encargo común; y todos los grupos y todas las familias, unidas entre sí por una estrecha solidaridad, buscan en las edades pasadas alguna personalidad tan noble, tan alta, tan excelsa, que pueda servirlas a todas de vínculo y de centro. Los unos ponen los ojos en Platón, personificación gloriosa de la sabiduría antigua; los más, levantando su loca ambición hasta la altura de una blasfemia, los ponen en el Redentor del género humano; quizá le olvidaran por desvalido y por pobre, le desdeñaran por humilde; pero en su insolente orgullo no olvidan que, humilde, y pobre, y desvalido, era Rey y sentía correr por sus venas la nobilísima sangre de los reyes. Por lo que hace a M. Proudhon, tipo perfecto del orgullo socialista, el cual es a su vez el tipo perfecto del orgullo humano, remontándose a edades más escondidas en alas de su soberbia, sube en busca de sus ascendientes hasta aquellos tiempos vecinos de la creación en que florecieron entre los hebreos las instituciones mosaicas. En ocasión más oportuna demostraré cumplidamente que, por lo que hace a M. Proudhon, su nobleza es tan antigua y su estirpe tan ilustre, que para encontrar su cepa es necesario subir más todavía, hasta llegar a unos tiempos puestos fuera del ancho círculo de la Historia y a unos seres, en lo perfectísimos y altísimos, incomparablemente superiores a los hombres. Por ahora basta para mi propósito dejar aquí consignado que las escuelas socialistas están condenadas a la contradicción y al absurdo de una manera irrevocable; que cada uno de sus principios es contradictorio del que le procede y del que le sigue; que su conducta es la condenación completa de todas sus teorías, y que sus teorías son la condenación radical de su conducta.
Sólo nos falta ahora formarnos una idea aproximada de lo que sería el edificio socialista sin esas faltas de proporción que le afean y que le ponen fuera de todo género regular de arquitectura. Visto lo que es el socialismo actual en sus dogmas contradictorios, no parece fuera de propósito que examinemos aquí brevemente lo que ha de ser el socialismo venidero cuando, por la virtud misteriosa que reside en toda teoría, vaya perdiendo con la duración lo que hay en él de contradictorio y de inconsecuente. El método aquí consiste en aceptar por punto de partida cualquiera de las proposiciones afirmadas en común por todas las escuelas y sacar de ella, una en pos de otra, las consecuencias que contiene.
La negación fundamental del socialismo es la negación del pecado, esa gran afirmación que es como el centro de las afirmaciones católicas. Esta negación lleva consigo por vía de consecuencia una serie de negaciones, relativas unas al ser divino, otras al ser humano y otras al ser social. Recorrer toda esa serie sería cosa imposible y ajena, además, de nuestro propósito; lo que nos cumple solamente es señalar las más fundamentales entre esas negaciones.
Los socialistas niegan el pecado y la posibilidad del pecado juntamente. Negado el hecho y la posibilidad del hecho, procede la negación de la libertad humana, que no se concibe sin el pecado o, por lo menos, sin la potestad en la naturaleza humana de convertirse de inocente en pecadora. Negada la libertad, queda negada la responsabilidad del hombre. La negación de la responsabilidad lleva consigo la negación de la pena; negada ésta, procede, por una parte, la negación del gobierno divino, y por otra, la de los gobiernos humanos. Luego, por lo que hace a la cuestión del gobierno, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la responsabilidad individual, queda negada la responsabilidad en común: lo que se niega del individuo no puede afirmarse de la especie, lo cual significa que no existe la responsabilidad humana; y como quiera que no puede afirmarse de algunos lo que por una parte se niega de cada uno de por sí y por otra de todos, síguese de aquí que, una vez negada la responsabilidad del individuo y la de la especie, procede negar la responsabilidad de todas las asociaciones. Esto significa que no hay responsabilidad social, ni responsabilidad política, ni responsabilidad doméstica. Luego, por lo que hace a la cuestión de la responsabilidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la responsabilidad individual, la doméstica, la política y la humana, procede la negación de la solidaridad en el individuo, en la familia, en el Estado y en la especie, como quiera que la solidaridad ninguna otra cosa significa sino la responsabilidad en común. Luego, por lo que hace a la solidaridad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la solidaridad en el nombre, en la familia, en el Estado y en la especie, es forzoso negar la unidad en la especie, en el Estado, en la familia y en el hombre, como quiera que la identidad entre la solidaridad y la unidad es tan completa, que lo que es uno no puede concebirse sino como siendo solidario, ni lo que es solidario sino como siendo uno. Luego, por lo que hace a la cuestión de la unidad, la negación del pecado va a parar al nihilismo.
Negada la unidad con una negación absoluta, proceden las negaciones siguientes: la de la humanidad, la de la sociedad, la de la familia y la del hombre. En efecto: ninguna cosa existe sino con la condición de ser una, y por lo mismo no puede afirmarse que la familia, la sociedad y la humanidad existen sino con la condición de afirmar la unidad doméstica, la política y la humana; negadas estas tres unidades, procede la negación de esas tres cosas. Afirmar su existencia y negar su unidad es contradecirse en los términos. Cada una de esas cosas ha de ser una o no ha de ser de ninguna manera; luego, si no son unas, no existen; su nombre mismo es absurdo, porque es un nombre que ni representa ni designa cosa ninguna.
Por lo que hace al hombre individual, procede su negación de diferente manera. El hombre individual es el único que puede existir hasta cierto punto sin ser uno y sin ser solidario; lo que se niega negando su unidad y solidaridad es que en los diferentes momentos de su vida sea una misma persona. Si no hay un vínculo de unión entre los tiempos pasados y los presentes y entre los presentes y los futuros, lo que se sigue de aquí es que el hombre no existe sino en el momento presente; pero en esta suposición es claro que su existencia es más bien fenomenal que real. Si no vivo en lo pasado, porque pasó y porque no hay unidad entre lo presente y lo pasado; si no vivo en lo futuro, porque lo futuro no es y porque cuando sea ya no será lo presente; si no vivo sino en lo presente, y lo presente no existe, porque cuando se va a afirmar su existencia ya ha pasado, resulta de aquí que mi existencia es mas bien teórica que práctica, porque en realidad, si no existo en todos los tiempos, no existo en tiempo ninguno. Yo no concibo el tiempo sino en sus tres formas reunidas, y no puedo concebirle cuando las separo. ¿Qué es lo pasado sino una cosa que no es ya? ¿Qué es lo futuro sino una cosa que no existe todavía? ¿Y quién detiene a lo presente el tiempo necesario para afirmarle después de haber salido de lo futuro y antes de convertirse en lo pasado? Luego afirmar la existencia del hombre, negada la unidad de los tiempos, no viene a ser otra cosa sino darle la existencia especulativa del punto matemático. Luego la negación del pecado va a parar al nihilismo, así en cuanto a la existencia de la humanidad, de la sociedad y de la familia, como en cuanto a la existencia del hombre. Luego todas las doctrinas socialistas, o para hablar con más exactitud, todas las racionalistas, van a parar forzosamente al nihilismo; y ninguna cosa hay más natural y más lógica, si bien se mira, sino que, no habiendo sino la nada fuera de Dios, los que se separan de Dios vayan a parar a la nada.
Esto supuesto, yo estoy autorizado para acusar al socialismo presente de timido y de contradictorio. Negar el Dios trino y uno, para afirmar otro Dios; negar la humanidad bajo un aspecto, para venir a afirmarla desde otro punto de vista; negar la sociedad con cierta forma, para venir a afirmarla después con formas diferentes; negar la familia por un lado, para afirmarla por otro; negar al hombre de cierta manera, para venir después a afirmarle de una manera o diferente o contraria, todo esto es entrar por la senda de tímidas, contradictorias y cobardes transacciones. El socialismo presente es todavía un semicatolicismo, y nada más. Si los límites de esta obra me lo permitieran, no me sería difícil demostrar que en el más avanzado de sus doctores hay un número mayor de afirmaciones católicas que de negaciones socialistas, lo cual da por resultado un catolicismo absurdo y un socialismo contradictorio. Todo lo que sea afirmar un Dios es ir a caer en las manos del Dios de los católicos; todo lo que sea afirmar la humanidad es ir a parar a la humanidad una y solidaria del dogma cristiano; todo lo que sea afirmar la sociedad es ir a dar consigo, más tarde o más temprano, en la afirmación católica sobre las instituciones sociales; todo lo que sea afirmar la familia es ponerse en el caso de afirmar después, de uno o de otro modo, todo lo que el catolicismo afirma y todo lo que el socialismo niega; por último, todo lo que sea afirmar al hombre de cualquiera manera, se resuelve en definitiva en la afirmación de Adán, el hombre del Génesis. El catolicismo es a la manera de aquellos formidables cilindros por donde no pasa la parte sin que después pase el todo. Por ese cilindro formidable pasará, sin dejar rastro de sí, si no muda de rumbo, el socialismo con todos sus pontífices y con todos sus doctores.
M. Proudhon, que no suele ser ridículo, es ridículo, sin embargo, cuando, formulando la negación del gobierno como la última de todas las negaciones, va pidiendo a las gentes en ademán cuasi augusto la primera de todas las palabras socialistas, por la sublimidad de su audacia. Los socialistas en presencia de los católicos son como los griegos en presencia de los sacerdotes del Oriente: niños que parecen hombres. La negación de todo gobierno, lejos de ser la última de las negaciones posibles, no es sino una negación preliminar que los nihilistas futuros relegarán en el libro de sus prolegómenos. No pasando de ahí, M. Proudhon pasará, como los demás, por el cilindro católico; por ahí pasa todo, menos la nada; es necesario, pues, o afirmar la nada o pasar con todas sus negaciones o con todas sus afirmaciones, con toda su alma y con todo su cuerpo por ese cilindro. Mientras que M. Proudhon no tome su partido valerosamente, me autoriza para que le acuse ante los racionalistas futuros como sospechoso de catolicismo latente y de moderantismo disfrazado. Los socialistas que no prefieren llamarse sus herederos, se llaman a sí propios la antítesis del catolicismo. El catolicismo no es una tesis, y no siéndolo, no puede ser combatido por una antítesis. Es una síntesis que lo abarca todo, que lo contiene todo y que lo explica todo, lo cual no puede ser, no diré vencida, pero ni combatida siquiera, sino por una síntesis de la misma especie, que a su manera abarque, contenga y explique todas las cosas. En la síntesis católica caben anchamente todas las tesis y todas las antítesis humanas. Ella lo trae y lo condensa todo en sí con la fuerza invencible de una virtud incomunicable. Los que piensan que están fuera del catolicismo, están en él, porque él es como la atmósfera de las inteligencias; los socialistas, como los demás, después de esfuerzos gigantescos para separarse de él, ninguna otra cosa han conseguido sino ser unos malos católicos.
Capítulo VI
Dogmas correlativos al de la solidaridad: los sacrificios sangrientos. Teorías de las Escuelas Racionalistas acerca de la pena de muerte
Así como el socialismo es un compuesto incoherente de tesis y de antítesis que se contradicen y se destruyen, la gran síntesis católica resuelve todas las cosas en la unidad, poniendo en todas ellas su soberana armonía. De sus dogmas puede afirmarse que, sin dejar de ser varios, son uno sólo. De tal manera se resuelven los que anteceden en los que le siguen, y los que le siguen en los que le anteceden, que no puede averiguarse nunca cuál es el primero y cuál es el último en el gran círculo divino. Esa virtud que todos tienen de penetrarse los unos a los otros en lo más íntimo de sus esencias, hace que ninguno pueda ser afirmado o negado de por sí, debiendo ser todos afirmados o negados juntamente; y como en sus afirmaciones dogmáticas están apuradas todas las afirmaciones posibles, de aquí procede que contra el catolicismo no se da afirmación de ninguna especie ni negación que sea particular; contra su prodigiosa síntesis no cabe sino una negación absoluta. Ahora bien: Dios, que está de manifiesto en la palabra católica, ha dispuesto las cosas de tal modo, que esa suprema negación, lógicamente necesaria para hacer contraste a la palabra divina, sea de todo punto imposible, como quiera que para negarlo todo es necesario comenzar por negarse a sí mismo, y que el que se niega a sí mismo no puede pasar adelante ni negar después cosa ninguna. Síguese de aquí que la palabra católica, siendo invencible, es eterna; desde el primer día de la creación viene dilatándose en los espacios y resonando en los tiempos con una fuerza inmensa de dilatación y con una fuerza infinita de resonancia; su soberana virtud no se ha amenguado todavía, y cuando cesen los tiempos de correr y se recojan los espacios, esa palabra seguirá resonando eternamente en las eternas alturas. Todo este bajo mundo va pasando: los hombres con sus ciencias, que no son sino ignorancia; los imperios con sus glorias, que no son sino humo; sólo está quieta y en su ser esa palabra resonante, afirmándolo todo con una sola afirmación, que es siempre idéntica a sí misma. El dogma de la solidaridad, confundiéndose con el de la unidad, constituye con él un solo dogma; considerado en sí, se resuelve en dos que, como el de la solidaridad y el de la unidad, son uno mismo en la esencia y dos en sus manifestaciones. La solidaridad y la unidad de todos los hombres entre sí lleva consigo la idea de una responsabilidad en común, y esta responsabilidad supone a su vez que los méritos y los crímenes de los unos pueden dañar y aprovechar a los otros. Cuando el daño es el que se comunica, el dogma conserva su nombre genérico de solidaridad, y le cambia por el de reversibilidad cuando lo que se comunica es el provecho. Así se dice que todos pecamos en Adán, porque todos somos con él solidarios, y que todos fuimos hechos salvos por Jesucristo, porque sus méritos nos son reversibles. Como se ve, la diferencia aquí está en los nombres solamente, y en nada altera la identidad de la cosa significada. Lo mismo sucede con los dogmas de la imputación y de la sustitución; los dos no son otra cosa sino aquellos dogmas mismos considerados en sus aplicaciones. En virtud del dogma de la imputación padecemos todos la pena de Adán, y por el de la sustitución padeció el Señor por todos nosotros. Pero, como se ve aquí, no se trata sino de un dogma sustancialmente. El principio en virtud del cual fuimos todos hechos salvos en el Señor es idéntico a aquel por el cual fuimos todos en Adán culpables y penados. Ese principio de solidaridad con el que se explican los dos grandes misterios de nuestra redención y de la transmisión de la culpa, es a su vez explicado por esa misma transmisión y por la redención humana. Sin la solidaridad no podéis ni concebir siquiera una humanidad prevaricadora y redimida; y por otro lado es evidente que si la humanidad no ha sido ni redimida por Jesucristo ni prevaricadora en Adán, no puede ser concebida como siendo una y solidaria.
Como por este dogma, junto con el de la prevaricación adámica, se nos revela la verdadera naturaleza del hombre, no ha permitido Dios que cayera de todo punto en el olvido de las gentes. Esto sirve para explicar por qué todos los pueblos del mundo vienen dando de él clarísimos testimonios y por qué esos testimonios están consignados con una consignación elocuentísima en la historia. No hay pueblo tan civilizado ni tribu tan inculta que no haya creído estas cosas: que los pecados de algunos pueden atraer las iras de Dios sobre las cabezas de todos y que todos pueden ser hechos salvos de la pena y de la culpa transmitida por el ofrecimiento de una víctima en perfectísimo holocausto. Por los pecados de Adán condena Dios al género humano, y le salva por los méritos de su amantísimo Hijo. Noé, inspirado por Dios, condena en Canaán a toda su raza; Dios bendice en Abrahán, y luego en Isaac, y luego en Jacob, a toda la raza hebrea. Unas veces salva a hijos culpables por los méritos de sus ascendientes, otras castiga hasta en su última generación los pecados de ascendientes culpables; y ninguna de estas cosas, que la razón tiene por increíbles, ha causado ni extrañeza ni repugnancia al género humano, que las ha creído con una fe firmísima y robusta. Edipo es pecador, y los dioses derraman sobre Tebas la copa de su enojo; Edipo es asunto de la cólera divina, y los beneficios de su expiación son reversibles a Tebas. En el día más grande y solemne de la creación, cuando el mismo Dios hecho hombre iba a proclamar con su muerte la verdad de todos estos dogmas, quiso que antes fueran proclamados y confesados por el mismo pueblo deicida, el cual, clamando con un clamor sobrenatural y con bramido siniestro, dejó caer estos tremendos vocablos: «Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos». No parece sino que Dios permitió que se condensaran aquí juntamente los tiempos y los dogmas: en un mismo día el mismo pueblo, dándole muerte, imputa a uno y castiga en él los pecados de todos, y pide la aplicación del mismo dogma a sí propio, declarando a sus hijos solidarios de sus pecados. En ese mismo día en que eso se proclama por todo un pueblo, el mismo Dios proclama el mismo dogma haciéndose solidario del hombre, y el de la reversibilidad pidiendo al Padre, en premio de su dolor, el perdón de sus enemigos, y el de la sustitución muriendo por ellos, y el de la redención, consecuencia de todos los otros, siendo el pecador redimido, porque el sustituto que en virtud del dogma de la solidaridad padeció muerte, en virtud del de la reversibilidad fue aceptado.
Todos esos dogmas, proclamados en un mismo día por un pueblo y por un Dios y cumplidos, después de ser proclamados, en la persona de un Dios y en las generaciones de un pueblo, vienen proclamándose y cumpliéndose, aunque imperfectamente, desde el principio del mundo, y fueron simbolizados en una institución antes de ser cumplidos en una persona.
La institución que los simboliza es la de los sacrificios sangrientos. Esa institución misteriosa y, humanamente hablando, inconcebible, es un hecho tan universal y constante, que existe en todos los pueblos y en todas las regiones. De manera que entre las instituciones socia les, la más universal es cabalmente la más inconcebible y la que parece más absurda; siendo cosa digna de notarse aquí que esa universalidad es un atributo común a la institución en que aquellos dogmas están simbolizados, a la persona en que fueron cumplidos y a los mismos dogmas que fueron simbolizados en aquella institución y cumplidos en aquella persona. La imaginación misma no alcanza a fingir ni otros dogmas, ni otra persona, ni otra institución más universales. Aquellos dogmas contienen todas las leyes por las que se gobiernan las cosas humanas; aquella persona contiene a la Divinidad y a la humanidad juntas en uno, y aquella institución es, por un lado, conmemorativa de lo que aquellos dogmas contienen de universal; por otro, simbólica de aquella persona única en quien está la universalidad por excelencia, mientras que por otra parte, considerada en sí misma, se dilata hasta los remates del mundo y vence los términos de la Historia.
Abel es el primer hombre que ofreció a Dios un sacrificio sangriento después de la gran tragedia paradisíaca, y ese sacrificio, por lo que tenía de sangriento, fue acepto a los ojos de Dios, que apartó de sí con enojo el de Caín, consistente en frutos de la tierra. Y lo que aquí hay de singular y de misterioso es que el que derrama la sangre en sacrificio expiatorio toma odio a la sangre y muere por no derramar la del mismo que le mata, mientras que el que rehúsa derramarla como signo de expiación se aficiona a ella hasta el punto de derramar la sangre de su hermano. ¿En qué consiste que, derramada de un modo, quita las manchas, y, derramada del otro modo, las pone? ¿En qué consiste que la derraman todos, aunque de diferente manera?
Desde aquella primera efusión de sangre, la sangre no dejó de correr, y no corrió nunca sin condenar a unos y sin purificar a otros, conservando siempre entera su virtud condenatoria y su virtud purificante. Todos los hombres que vinieron después de Abel el justo y de Caín el fratricida, se acercaron más o menos a uno de esos dos tipos de aquellas dos ciudades que se gobiernan por leyes contrarias y por gobernadores diferentes, por nombre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo, las cuales no son contrarias entre sí porque en una se derrame sangre y en otra no, sino porque en la una la derrama el amor y en la otra la venganza, la una es ofrecida al hombre y en la otra a Dios en sacrificio expiatorio y en aceptable holocausto.
El género humano, en el que no ha dejado de soplar de todo punto el viento de las tradiciones bíblicas, ha creído siempre, con una fe invencible, estas tres cosas: que es fuerza que la sangre sea derramada; que, derramada de un modo, purifica, y de otro, enloquece. De estas verdades da clarísimos testimonios toda la Historia, llena con la relación de historias crueles, de conquistas sangrientas, de trastornos y asolamientos de ciudades famosas, de muertes atrocísimas, de víctimas puras puestas en altares humeantes, de hermanos levantados contra hermanos, y ricos contra pobres, y padres contra hijos, siendo la tierra toda a manera de lago que ni los vientos orean ni seca el sol con sus inmensos ardores. No las atestiguan con menos claridad los sacrificios sangrientos ofrecidos a Dios en todos los altares levantados en la tierra, y, por último, la legislación de todos los pueblos, por la que el que quita la vida ajena está excomulgado y pierde la suya, saliendo de la comunión de los vivientes. En la tragedia de Orestes pone Eurípides en boca de Apolo estas palabras: «No es Elena culpable de la guerra de Troya; su belleza no fue sino el instrumento de que se valieron los dioses para encender la guerra entre los pueblos y hacer correr la sangre que había de purificar la tierra, manchada con la multitud de los delitos». Por donde se ve que el poeta, eco a un tiempo mismo de las tradiciones populares y de las tradiciones humanas, da a la sangre una secreta virtud de purificación que está en ella de una manera escondida por una causa misteriosa.
Descansando el sacrificio en la suposición de la existencia de esa causa y de aquella virtud, es claro que la sangre ha debido adquirir esta virtud bajo el imperio de aquella causa, en una época anterior a la de los sacrificios sangrientos; y como estos sacrificios vienen instituidos desde el tiempo de Abel, es una cosa puesta fuera de toda duda que la causa y la virtud de que tratamos son anteriores a Abel y contemporáneas de un gran suceso paradisíaco, en donde esa virtud y su causa han de tener principio necesariamente. Ese gran suceso es la prevaricación adámica. Culpable la carne en Adán, y en la carne de Adán la carne de toda la especie, para que la pena tuviese proporción con la culpa, era menester que cayera en la carne como en la culpa misma; de aquí la necesidad de la efusión perpetua de la sangre humana. A la culpa de Adán se había seguido, sin embargo, la promesa de un redentor, y esa promesa, poniendo al Redentor en lugar del culpable, fue poderosa para suspender la sentencia condenatoria hasta que el que había de venir fuera venido. Esto sirve para explicar por qué Abel, depositario por Adán a un mismo tiempo de la sentencia condenatoria y de la suspensión hasta que fuera llegado el sustituto que había de padecer la pena por el culpable, instituyó el único sacrificio que podía ser acepto a los ojos de Dios: el sacrificio conmemorativo y simbólico.
El sacrificio de Abel fue tan perfecto, que contuvo en sí por una manera prodigiosa todos los dogmas católicos; por lo que tuvo de sacrificio en general, fue un acto de reconocimiento y de adoración hacia el Dios omnipotente y soberano; por lo que tuvo de sacrificio sangriento, fue la proclamación del dogma de la prevaricación adámica y del de la libertad del prevaricador, que sin el libre albedrío no hubiera sido culpable, y del de la transmisión de la culpa y de la pena, sin la cual sólo Adán hubiera debido darse en sacrificio, y del de la solidaridad, sin el cual no hubiera tenido Abel el pecado por herencia. Al propio tiempo fue con respecto a Dios el reconocimiento de su justicia y del cuidado que tiene de las cosas humanas. Considerado desde el punto de vista de las víctimas ofrecidas al Señor, fue a un tiempo mismo una conmemoración de la promesa que acompañó a la pena del verdadero culpable; y de la reversibilidad, en virtud de la cual los penados por la culpa de Adán habían de ser hechos salvos por los méritos de otro; y de la sustitución, en virtud de la cual uno que había de venir se había de ofrecer en sacrificio por todo el género humano; por último, consistiendo las víctimas en corderos primogénitos y sin mancha, el sacrificio de Abel fue simbólico del sacrificio verdadero, en el cual aquel Cordero mansísimo y purísimo, Hijo único del Padre, se había de ofrecer en santísimo holocausto por los delitos del mundo. De esta manera el catolicismo todo, que explica y contiene todas las cosas, por un milagro de condensación, está explicado y contenido en el primer sacrificio sangriento ofrecido a Dios por un hombre. ¿Qué virtud es esa que está en una dilatación y con una condensación infinita? ¿Qué cosas son esas que en su inmensa variedad caben todas en un símbolo? ¿Y qué símbolo es ese tan comprensivo y perfecto que contiene tantas y tales cosas? Tan altas consonancias y armonías, perfecciones tan soberanas y hermosas, están de tal manera sobre el hombre, que se adelantan, no sólo a todo lo que entendemos, sino también a todo lo que deseamos y a todo lo que fingimos.
Pasando la tradición de padres a hijos, vino a suceder que fue borrándose y oscureciéndose poco a poco en la memoria y en el entendimiento de los hombres. Dios no permitió en su infinita sabiduría que dejaran de resonar de todo punto en la tierra aquellos grandes ecos de las tradiciones bíblicas; pero en medio del tumulto de los pueblos, precipitados los unos sobre los otros, y todos a los pies de los ídolos, esos ecos fueron alterándose y debilitándose hasta perder su magnífica resonancia y convertirse en sonidos vagos, intermitentes y confusos. Entonces fue cuando de la idea vaga de una culpa primitiva, radicada en la sangre, sacaron los hombres la consecuencia de que era necesario ofrecer a Dios en sacrificio la sangre misma del hombre. El sacrificio dejó de ser simbólico para ser real, y como quiera que en la intención divina no estaba dar eficacia y virtud sino al sacrificio del Redentor solamente, de aquí fue que los sacrificios humanos carecieron de virtud y de eficacia. Aun así y todo, aquellos sacrificios imperfectos e ineficaces contenían en sí virtualmente, por un lado, el dogma del pecado original, el de su transmisión y el de la solidaridad, y por otro, el de la reversibilidad y el de la sustitución, aunque no acertaron a simbolizar ni la sustitución verdadera ni el verdadero sustituto.
Cuando los antiguos buscaban una víctima limpia de toda mancha e inocente y la conducían al altar ceñida de flores para que con su muerte aplacara la cólera divina, satisfaciendo la deuda del pueblo, acertaban en mucho y erraban en algo. Acertaban en afirmar que la justicia divina debía ser aplacada, que no podía serlo sino por el derramamiento de sangre, que uno podía satisfacer la deuda de todos, que la víctima redentora había de ser inocente. En todas estas cosas acertaban, como quiera que todas ellas no son otra cosa sino la afirmación implícita de los grandes dogmas católicos. El error estuvo exclusivamente en creer que podía haber un hombre inocente y justificado, hasta tal punto y de tal manera que pudiera ser ofrecido eficazmente en sacrificio por los pecados del pueblo, en calidad de víctima redentora. Este solo error, este solo olvido de un dogma católico convirtió al mundo en un lago de sangre; a falta de otros, hubiera bastado por sí solo para impedir el advenimiento de toda civilización verdadera. La barbarie, y la barbarie feroz y sangrienta, es la consecuencia legítima, necesaria, del olvido de cualquier dogma cristiano.
El error que acabo de señalar no lo era sino en un solo concepto y desde cierto punto de vista: la sangre del hombre no puede ser expiatoria del pecado original, que es el pecado de la especie, el pecado humano por excelencia; puede ser y es, sin embargo, expiatoria de ciertos pecados individuales, de donde se sigue no sólo la legitimidad, sino también la necesidad y la conveniencia de la pena de muerte. La universalidad de su institución atestigua la universalidad de la creencia del género humano en la eficacia purificante de la sangre derramada de cierto modo y en su virtud expiatoria cuando de ese modo se derrama. Sine sanguine non fit remissio (Hebr 9,22). Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano. En dondequiera que la pena de muerte ha sido abolida, la sociedad ha destilado sangre por todos sus poros. A su supresión en la Sajonia Real se siguió aquella grande y encarnizada batalla de mayo, que puso al Estado en trance de muerte, hasta el punto de verse en el caso de acudir para su remedio a una intervención extranjera. El solo principio de su supresión, proclamado en Francfort en nombre de la patria común, puso las cosas alemanas en mayor desorden y desconcierto que ningún otro período de su turbulentísima historia. A su supresión por el Gobierno provisional de la República francesa se siguieron aquellas tremendas jornadas de junio, que vivirán eternamente con todo su horror en la memoria de los hombres; a aquéllas hubieran seguido otras con pavorosa y rápida sucesión si una víctima santa y acepta no se hubiera puesto entre las iras de Dios y los delitos de aquel Gobierno culpable y de aquella ciudad pecadora. Hasta dónde pudo llegar la virtud de aquella sangre augusta e inocente, nadie lo sabrá decir y nadie lo sabe; empero, humanamente hablando, puede afirmarse sin temor de ser desmentido por los hechos, que la sangre volverá a correr en vena abundosa, por lo menos hasta que la Francia entre otra vez bajo la jurisdicción de aquella ley providencial que ningún pueblo desechó jamás impunemente.
No pondré término a este capítulo sin hacer aquí una reflexión que me parece de la mayor importancia: si tales efectos ha producido la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos, ¿hasta dónde llegarían sus estragos si la supresión se extendiera a los delitos comunes? Ahora bien: si hay para mí una cosa evidente, es que la supresión de la una lleva consigo la supresión de la otra en un tiempo más o menos lejano, así como me parece cosa puesta fuera de toda duda que, suprimida la pena de muerte en ambos conceptos, procede la supresión de toda penalidad humana. Suprimir la pena mayor en los delitos que atacan la seguridad del Estado, y con ella la de los individuos que le componen, y conservarla en los delitos que se perpetran contra los particulares solamente, me parece una inconsecuencia monstruosa, que no puede resistir por largo tiempo a la evolución lógica y consecuente de los acontecimientos humanos. Por otra parte, suprimir como excesiva la pena de muerte en unos y en otros viene a ser lo mismo que suprimir todo género de penalidad para los delitos inferiores, como quiera que, una vez aplicada a los primeros una pena que no sea la de muerte, cualquiera otra que se aplique a los segundos ha de faltar a las reglas de la buena proporción y ha de ser combatida como opresiva e injusta.
Si la supresión de la pena de muerte en los delitos políticos se funda en la negación del delito político, y si esta negación se saca de la falibilidad del Estado en estas materias, es claro que todo el sistema de penalidad viene al suelo, porque la falibilidad en las cosas políticas supone la falibilidad en todas las cosas morales, y la falibilidad en las unas y en las otras lleva consigo la incompetencia radical del Estado para calificar ninguna acción humana de delito. Ahora bien: como esa falibilidad es un hecho, síguese de ahí que en esta materia de la penalidad todos los gobiernos son incompetentes, porque todos son falibles.
Sólo puede acusar de delito el que puede acusar de pecado, y sólo puede imponer penas por el uno el que puede imponerlas por el otro. Los gobiernos no son competentes para imponer una pena al hombre sino en calidad de delegados de Dios, ni la ley humana tiene fuerza sino cuando es el comentario de la ley divina. La negación de Dios y de su ley por parte de los gobiernos viene a ser la negación de sí propios. Negar la ley divina y afirmar la humana, afirmar el delito y negar el pecado, negar a Dios y afirmar un gobierno cualquiera, es afirmar aquello mismo que se niega y negar aquello mismo que se afirma, es caer en una contradicción palpable y evidente. Entonces sucede que comienza a soplar el cierzo de las revoluciones, el cual no tarda mucho en restaurar el imperio de la lógica, que preside a la evolución de los sucesos, suprimiendo con una afirmación absoluta e inexorable o con una negación absoluta y perentoria las contradicciones humanas.
El ateísmo de la ley y del Estado, o lo que en definitiva viene a ser lo mismo, expresado de una manera diferente, la secularización completa del Estado y de la ley, es teoría que no se compone bien con la de la penalidad, viniendo la una del hombre en su estado de apartamiento de Dios y la otra de Dios en su estado de unión con el hombre.
No parece sino que los gobiernos conocen por medio de un instinto infalible que sólo en nombre de Dios pueden ser justos y fuertes. Así sucede que, cuando comienzan a secularizarse o apartarse de Dios, luego al punto aflojan en la penalidad, como si sintieran que se les disminuye su derecho. Las teorías laxas de los criminalistas modernos son contemporáneas de la decadencia religiosa, y su predominio en los códigos es contemporáneo de la secularización completa de las potestades políticas. Desde entonces acá el criminal se ha ido transformando a nuestros ojos lentamente, hasta el punto de parecer a los hijos objeto de lástima el mismo que era asunto de horror para sus padres. El que ayer era llamado criminal, hoy pierde su nombre en el de excéntrico o en el de loco. Los racionalistas modernos llaman al crimen desventura. ¡Día vendrá en que el gobierno pase a los desventurados, y entonces no habrá otro crimen sino la inocencia! A las teorías sobre la penalidad de las monarquías absolutas en sus tiempos decadentes se siguieron las de las escuelas liberales, que trajeron las cosas al punto y trance en que hoy las vemos; tras las escuelas liberales vienen las socialistas con su teoría de las insurrecciones santas y de los delitos heroicos; ni serán éstas las últimas, porque allá en los lejanos horizontes comienzan a despuntar nuevas y más sangrientas auroras. El nuevo evangelio del mundo se está escribiendo quizá en un presidio. El mundo no tendrá sino lo que merece cuando sea evangelizado por los nuevos apóstoles.
Los mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre. El mal no está en la ilusión; está en que cabalmente en el punto y hora en que la ilusión llegara a ser creída de todos, la sangre brotaría hasta de las rocas duras y la tarea se transformaría en infierno. En este oscuro y bajo suelo, el hombre no puede aspirar a una ventura imposible sin ser tan desventurado que pierda la poca dicha que alcanza.
Capítulo VII
Recapitulación. Ineficacia de todas las soluciones propuestas. Necesidad de una solución más alta
Hasta aquí hemos visto de qué manera la libertad del hombre y la del ángel, con la facultad de escoger entre el bien y el mal, que constituye su imperfección y su peligro, era una cosa no sólo justificada, sino también conveniente. Vimos también cómo del ejercicio de esa libertad constituida salió el mal con el pecado, el cual alteró profundísimamente el orden puesto por Dios en todas las cosas y la manera convenientísima de ser de todas las criaturas. Pasando más adelante, después de habernos dado cuenta de los desórdenes de la creación, nos propusimos demostrar y demostramos, a nuestro entender cumplidamente, que así como al ángel y al hombre, dotados del libre albedrío, les fue dada la tremenda potestad de sacar el mal del bien y de inficionar todas las cosas, el uno con su rebelión el otro con su desobediencia y ambos con su pecado, Dios, para hacer contraste a esa libertad perturbadora, se reservó la potestad de sacar el bien del mal y el orden del desorden, usando de ella larga y convenientemente, hasta el punto de poner las cosas en un ser más concertado y perfecto que el que hubieran alcanzado sin los ángeles rebeldes y sin los hombres pecadores. No siendo posible evitar el mal sin suprimir la libertad angélica y la humana, que eran un gran bien, Dios, en su infinita sabiduría, hizo de modo que el mal, sin ser suprimido, fue transformado hasta el punto de servir, en su mano omnipotente, de instrumento de mayores conveniencias y de más altas perfecciones.
Para demostrar lo que a nuestro propósito cumplía, observamos que el fin general de las cosas era manifestar todas a su manera las perfecciones altísimas de Dios y ser como centellas de su hermosura y magníficos reflejos de su gloria. Consideradas desde el punto de vista de este fin universal, no nos fue difícil demostrar que de la obediencia humana y de la rebelión angélica se siguieron bienes incomparables, y que así la una como la otra sirvieron para que las criaturas, que antes reflejaban solamente la divina bondad y la divina magnificencia, reflejaran también toda la sublimidad de su misericordia y toda la grandeza de su justicia. El orden no fue universal y absoluto sino cuando las criaturas tuvieron en sí todos estos espléndidos reflejos.
De los problemas relativos al orden universal de las cosas pasamos a los que se refieren al orden general de las cosas humanas; discurriendo por este anchísimo campo, vimos propagarse el mal en la humanidad con el pecado; allí vimos de qué manera la humanidad estuvo en Adán y cómo la especie fue en el individuo pecadora. Así como el pecado, considerado en sí mismo, fue poderoso para turbar el orden del universo, lo fue también y con mayor razón para poner en desorden todas las cosas humanas. Para la inteligencia de lo que antes dijimos y de lo que diremos después, conviene advertir aquí que, así como el fin universal de las cosas es manifestar las perfecciones divinas, el fin particular del hombre es conservar su unión con Dios, lugar de su alegría y su descanso; el pecado desordenó las cosas humanas, apartando al hombre de esa unión, que constituye su fin especial, y desde ese momento el problema, por lo que hace a la humanidad, consiste en averiguar de qué manera el mal puede ser vencido en sus efectos y en su causa: en sus efectos, es decir, en la corrupción del individuo y de la especie con todas sus consecuencias; en su causa, es decir, en el pecado.
Dios, que es simplicísimo en sus obras porque es perfectísimo en su esencia, vence al mal en su causa y en sus efectos por la secreta virtud de una sola transformación; pero ésta tan radical y portentosa, que por ella todo lo que era mal se muda en bien, y todo lo que era imperfección, en perfección soberana. Hasta aquí hemos venido exponiendo la manera y forma con que Dios transforma en instrumentos del bien los efectos mismos del mal y del pecado. Procediendo todos ellos de una corrupción primitiva del individuo y de la especie, no son otra cosa en la especie ni en el individuo, considerados en sí, sino una desgracia lamentable; quien dice desgracia, dice efecto necesario; y si la causa de donde el efecto se sigue es de aquellas que obran de una manera constante, quien dice desgracia, tanto quiere decir como desgracia, por su naturaleza, invencible. Imponiendo la desgracia como una pena, Dios hizo posible su transformación por medio de su aceptación voluntaria por parte del hombre. Cuando el hombre, ayudado de Dios, aceptó heroicamente como una pena justa su desgracia, su desgracia no cambió de naturaleza, considerada en sí misma, lo cual sería imposible de todo punto; pero adquirió una nueva y extraña virtud: la virtud expiatoria y purificante. Conservando siempre su invencible identidad, produce efectos que naturalmente no están en ella, siempre que se combina de una manera sobrenatural con la aceptación voluntaria. Esta doctrina consoladora y sublime nos viene a un tiempo mismo de Dios, de la razón y de la Historia, constituyendo una verdad racional, histórica y dogmática.
El dogma de la transmisión de la culpa y de la pena y el de la acción purificante de la última, siendo libremente aceptada, nos llevó como por la mano al examen de las leyes orgánicas de la humanidad, por las cuales se explican cumplidamente todas sus evoluciones históricas y todos sus movimientos. El conjunto de esas leyes constituye el orden humano, y de tal manera le constituye, que no puede ser ni imaginado de otra manera.
Después de haber expuesto las soluciones católicas sobre estos problemas altísimos y temerosos, de los cuales unos son relativos al orden universal y otros al orden humano, propusimos las soluciones inventadas por la escuela liberal y por los socialistas modernos, y demostramos, por una parte, las sublimes armonías y consonancias de los dogmas católicos, y por la otra, las extravagantes contradicciones de las escuelas racionalistas. La impotencia radical de la razón para hallar la solución conveniente de estos problemas fundamentales sirve para explicar la incoherencia y la contradicción que se observan en las soluciones humanas, y esas contradicciones incoherentes sirven a su vez para demostrar la imposibilidad absoluta en que está el hombre, abandonado a sí mismo, de remontarse con sus propias alas a aquellas encumbradas y serenas alturas en donde puso Dios las leyes secretísimas de todas las cosas. De este examen, hasta cierto punto prolijo, si se atiende a los estrechos límites de esta obra, resulta demostrado hasta la evidencia: lo primero, que toda negación de un dogma católico lleva consigo la negación de todos los otros dogmas, y al revés, que la afirmación de uno sólo lleva consigo la afirmación de todos los dogmas católicos; lo cual es una demostración invencible de que el catolicismo es una inmensa síntesis, puesta fuera de las leyes del espacio y del tiempo; lo segundo, que ninguna escuela racionalista niega todos los dogmas católicos a la vez; de donde se sigue que todas están condenadas a la inconsecuencia y al absurdo; y lo tercero, que no es posible salir del absurdo y de la inconsecuencia sin aceptar todas las afirmaciones católicas con una aceptación absoluta o negarlas todas con una aceptación tan radical que vaya a parar al nihilismo.
Por último, después de haber examinado cada uno de por sí aquellos dogmas que se refieren al orden universal y al orden humano, consideramos su armonioso y magnífico conjunto en la institución de los sacrificios sangrientos, la cual trae su origen de aquella primera edad que siguió inmediatamente a la gran catástrofe paradisíaca. Allí vimos que esa institución misteriosa es, por un lado, la conmemoración de aquella gran tragedia y de la promesa de un redentor, hecha por Dios a nuestros primeros padres; por otro, la encarnación de los dogmas de la solidaridad, de la reversibilidad, de la imputación y de la sustitución, y, por último, el símbolo perfectísimo del sacrificio futuro, tal como le habíamos de ver realizado en la plenitud de los tiempos. Puestas en olvido entre las gentes las tradiciones bíblicas, el mundo olvidó el significado propio de aquella institución religiosa, que vino corrompiéndose por todas partes; por su corrupción se explica la institución universal de los sacrificios humanos, los cuales dan testimonio a la verdad de la tradición, si bien se apartan de ella en aquellos puntos en que había caído en olvido de las gentes. Con este motivo expusimos el grande error y la grande enseñanza que están juntos en esa institución, que a primera vista parece inexplicable por lo que tiene de profundamente misteriosa. Su grande error está en atribuir al hombre la virtud expiatoria del que le había de sustituir cuando se hubieran cumplido los tiempos, según la voz de las antiguas profecías y de las antiguas tradiciones; su grande enseñanza está en atribuir a la sangre derramada en cierta forma la virtud de aplacar en cierto modo y hasta cierto punto la cólera divina. Por el encadenamiento y la conexión de estas deducciones fuimos a parar al examen de la pena de muerte, universalmente instituida en toda la tierra como una profesión de fe de la virtud que está en la sangre, hecha en todos los tiempos por todo el género humano. Con este motivo interrogamos a las escuelas racionalistas sobre esta materia escabrosa, y en este punto, como en todos los demás, sus respuestas y sus soluciones nos parecieron contradictorias y absurdas. Llevándolas de contradicción en contradicción, las pusimos en el caso de escoger entre la aceptación de la pena de muerte para los delitos políticos como para los comunes o la negación radical y absoluta a un tiempo mismo del delito y de la pena.
Llegados a este punto de la discusión, sólo nos falta, para ponerla un término dichoso, acercarnos con santo terror y con muda y extática reverencia al misterio de los misterios, al sacrificio de los sacrificios, al dogma de los dogmas. Hasta aquí hemos visto, por una parte, las maravillas del orden divino; por otra, la armonía del orden universal, y por último, la altísima conveniencia del orden humano; ahora nos cumple subir a cumbre más alta, a la que domina y señorea todas las cumbres católicas. Allí está asentado en toda su majestad, misericordiosa a un mismo tiempo y tremenda, terribilísima y mansísima, Aquel que había de venir, y que vino, y que viniendo lo trajo todo a sí, y lo unió en sí con fortísima y amorosísima lazada. Él es la solución de todos los problemas, el asunto de todas las profecías, el figurado en todas las figuras, el fin de todos los dogmas, la confluencia del orden divino, del universal y del humano; la llave de todos los secretos, la luz de todos los enigmas, el prometido por Dios, el deseado de los patriarcas, el aguardado de las gentes, el Padre de todos los afligidos, el reverenciado de los coros de las naciones y de los coros angélicos, alfa y omega de todas las cosas.
El orden universal está en que todo se ordene armoniosamente para aquel fin supremo que impuso Dios a la universalidad de las cosas. El supremo fin de las cosas consiste en la manifestación exterior de las divinas perfecciones. Todas las criaturas cantan la bondad, la magnificencia y la omnipotencia de Dios. Los justificados ensalzan su misericordia, los réprobos su justicia. ¿Cuál criatura, entre las criadas, celebra su amor de una manera tan especial como los réprobos su justicia y los justificados su misericordia? Y siendo esto así, ¿no se echa de ver claramente la altísima conveniencia de que en el universo, formado para manifestar las divinas perfecciones, se levantara una voz universal ensalzando el divino amor, ese último toque de las perfecciones divinas?
El orden humano está en la unión del hombre con Dios; esa unión no puede realizarse, en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento, sin un esfuerzo gigantesco para levantarnos hasta Él. Pero ¿quién pide esfuerzo al que es débil, y quién manda levantarse y subir hasta la cumbre altísima de un monte al que está caído en el valle y lleva sobre sus hombros el peso de su pecado? Sé que la aceptación heroica y voluntaria de mi dolor y de mi cruz me levantaría sobre mí mismo. Pero ¿cómo he de amar lo que naturalmente aborrezco y cómo he de aborrecer lo que naturalmente amo, y esto voluntariamente? Me mandan amar a Dios, y siento discurrir por mis venas el amor corrosivo de mi carne. Me mandan andar, y estoy reducido a prisiones. Con mi pecado no puedo merecer, y no puedo apartarme del pecado, que me tiene asido, si no me lo quitan. Ninguno puede quitármelo si no tiene hacia mí un infinito amor, anterior a todo merecimiento, y nadie me ama con ese amor infinito. Soy el ludibrio de Dios y la fábula del universo; en vano discurriré por todo el cerco de la tierra, que adondequiera que vaya irá conmigo mi desventura, y en vano pondré los ojos en ese cielo de metal, que jamás hirió mi frente con un rayo de esperanza.
Si todo esto es así, es claro que el edificio católico, que venimos levantando laboriosamente, viene al suelo, falto de aquella espléndida cúpula que le había de servir de remate y de áncora. Nueva torre de Babel, levantada por el orgullo y fabricada sobre arenas frágiles y movedizas, será juguete del temporal y escarnio de los vientos; el orden humano, el orden universal, no son otra cosa sino palabras resonantes; y todos aquellos temerosos problemas que traen a la humanidad pensativa y contristada, quedan en pie y envueltos en su oscuridad invencible a pesar del vano aparato de las soluciones católicas; mejor trabadas entre sí que las soluciones de las escuelas racionalistas, su trabazón no es tan perfecta, sin embargo, que pueda resistir al empuje de la razón humana. Si el catolicismo no dice más, ni enseña más, ni contiene más que lo que va dicho, contenido y enseñado en aquellas soluciones, el catolicismo no es más que un sistema filosófico, que, siendo más acabado que los sistemas anteriores, según todas las probabilidades, será menos perfecto que los sistemas futuros. Aun hoy día puede acusársele ya de impotencia notoria para resolver los grandes problemas que se refieren a Dios, al universo y al hombre; Dios no es perfecto si no ama de una manera infinita; el orden no existe en el universo si no hay en él nada que manifieste ese amor; y en cuanto al hombre, el desorden en que está puesto es tan invencible que no puede salvarse no siendo amado infinitamente.
Y no se diga que Dios es infinitamente bueno e infinitamente misericordioso y que el amor ya supuesto y como escondido en su infinita bondad y en su infinita misericordia, porque el amor es de por sí cosa tan principal, que, cuando existe, a todas las otras las domina y señorea. El amor no es contenido, es continente; se declara, no se esconde; tal es su condición, que no pueda estar en ninguna parte sin que parezca que está solo y que todo lo avasalla; él lleva de suyo no ordenarse a ningún fin y ordenar a sí todas las cosas. El que ama, si ama bien, ha de parecer que enloquece; y para ser infinito el amor, ha de parecer una infinita locura.
Hay una voz que está en mi corazón y que es mi mismo corazón, que está en mí y que es yo mismo, y que me dice: «Sí quieres conocer al verdadero Dios, mira al que te ama hasta enloquecer por ti y al que te ayuda a que le ames hasta enloquecer por Él, y ése es el Dios verdadero; porque en Dios está la bienaventuranza, y la bienaventuranza no es otra cosa sino amar, y padecer desmayos de amor, y estar desmayado así perpetuamente». Nadie me llame así si no me ama, porque no responderé a su llamamiento. Mas si la voz que escucho es voz de amor: «Heme aquí», diré al punto, y seguiré a mi amado sin preguntarle ni adónde va ni a qué parte me lleva, porque adondequiera que me lleve y adondequiera que vaya hemos de estar él y yo y nuestro amor; y nuestro amor, él y yo somos el cielo. Yo quisiera amar así, y sé que no puedo amar así y que no tengo a quien amar de esta manera, y aun por eso me deshago y me atormento en un cerco sin salida. ¿Quién me sacará de este cerco que me ahoga y me dará alas como de paloma para discurrir por otras regiones y para subir a otras alturas?
Capítulo VIII
De la encarnación del hijo de Dios y de la redención del género humano
De dos problemas dijimos que estaban por resolver para que pudiera constituirse de todo punto así el orden universal como el humano. Dios sacó el bien de la prevaricación primitiva, la cual le sirvió de ocasión para manifestar dos de sus más grandes perfecciones: su infinita justicia y su infinita misericordia. No era esto bastante, sin embargo; convenía, además, para que en las cosas de la creación, y especialmente en las humanas, hubiera aquel orden y concierto que atestiguan la presencia de. Dios en todas sus obras, que el pecado mismo de la prevaricación fuera borrado de todo punto, como quiera que, cualquiera que fuese el bien que Dios sacara de él, quedando subsistente, quedaba en pie, y como desafiando a todo el divino poder, el mal por excelencia. Por otra parte, nada conviene más a la misericordia infinita de Dios sino ayudar con mano a un mismo tiempo potentísima y clementísima la invencible flaqueza del hombre, para que de tal manera se levantara sobre su miserable condición, que pudieran transformarse en instrumento de su propia salvación las consecuencias de su pecado. Borrar el pecado y fortificar al pecador hasta el punto que pudiera levantarse libre y meritoriamente estando caído, éste es el gran problema que es necesario resolver, aun después de resueltos todos los otros, si el catolicismo ha de ser otra cosa que uno de los muchos sistemas laboriosamente imperfectos que vienen dando testimonio de la profunda y radical impotencia de la razón humana.
El catolicismo resuelve estos dos grandes problemas por el más alto e inefable e incomprensible y glorioso de todos sus misterios: en ese altísimo misterio están juntas todas las divinas perfecciones. En él está Dios con su espantable omnipotencia, con su perfecta sabiduría, con su maravillosa bondad, con su terribilísima justicia, con su altísima misericordia y, sobre todo, con aquel inefable amor que domina y señorea todas sus otras perfecciones, el cual manda con imperio, a un tiempo mismo, a su misericordia ser misericordiosa, a su justicia ser justa, a su bondad ser buena, a su sabiduría ser sabia y a su omnipotencia ser omnipotente. Porque Dios no es ni omnipotencia, ni sabiduría, ni bondad, ni justicia, ni misericordia. Dios es amor, y nada más que amor; pero ese amor es de suyo omnipotente, sapientísimo, buenísimo, justísimo y misericordiosísimo.
El amor fue el que mandó a su misericordia dar al hombre prevaricador y caído la esperanza, con aquella divina promesa de un futuro redentor, que vendría al mundo para tomar en sí y para vencer al pecado. El amor fue el que le prometió en el paraíso, el que le envió a la tierra y el que vino: el amor fue el que tomó carne humana, y vivió vida de hombre mortal, y murió muerte de cruz, y resucitó después en su carne y en su gloria. En el amor y por el amor somos salvados todos los que somos pecadores.
El gloriosísimo misterio de la encarnación del Hijo de Dios es el único titulo de nobleza que tiene el género humano. Lejos de causarme maravilla el desprecio que los racionalistas modernos muestran hacia el hombre, si hay alguna cosa que ni alcanzo a explicar ni puedo concebir, es la atentada prudencia y la tímida mesura con que proceden en este negocio. Tomando al hombre despeñado ya por su culpa de aquel primitivo estado en que le puso Dios, de justicia original y de gracia santificante; examinado por dentro en su constitución orgánica, imperfectísima y contradictoria, y cuando se consideran la ceguedad de su entendimiento, la flaqueza de su voluntad, los torpes arrebatos de su carne, el ardor de sus concupiscencias y la perversidad de sus inclinaciones, no acierto a concebir ni explicar esa parsimonia de vilipendios y esa mesura en los desdenes. Si Dios no ha tomado la naturaleza humana; si, tomándola en sí, no la ha levantado hasta sí, y si, levantándola hasta sí, no ha dejado en ella un rastro luminoso de su nobleza divina, es fuerza confesar que para expresar la vileza humana faltan vocablos en los idiomas de las gentes. Yo de mí sé decir que si mi Dios no hubiera tomado carne en las entrañas de una mujer, y si no hubiera muerto en una cruz por todo el linaje humano, el reptil que piso con mis pies sería a mis ojos menos despreciable que el hombre. Aun así y todo, el punto de fe que más abruma con su peso a mi razón es ese de la nobleza y dignidad de la especie humana, dignidad y nobleza que quiero entender y no entiendo, y que quiero alcanzar y no alcanzo. En vano, aparto los ojos, llenos de espanto y de horror, de los anales del crimen, para ponerlos en esferas más altas y en regiones más serenas. En vano traigo a mi memoria aquellas levantadas virtudes de los que el mundo llama héroes, y de que están llenas las historias, porque mi conciencia levanta su voz y me dice que todas esas heroicas virtudes se resuelven en vicios heroicos, los cuales se resuelven a su vez en un orgullo ciego o en una ambición insensata. El género humano aparece a mi vista como una inmensa muchedumbre puesta a los pies de sus héroes, que son sus ídolos, y los héroes como ídolos que se adoran a sí propios. Para creer yo en la nobleza de esas estúpidas muchedumbres ha sido necesario que Dios me la revele. Ninguno puede negar esa revelación y afirmar su propia nobleza. ¿De dónde sabe que es noble, si Dios no se lo ha dicho? Una cosa excede mi razón y me confunde: que haya quien piense que se necesita una fe menos robusta para creer en el incomprensible misterio de la dignidad humana que para creer en el misterio adorable de un Dios hecho hombre, por la virtud del Espíritu Santo, en las entrañas de una virgen. Esto prueba que el hombre vive siempre sujeto a la fe, y que cuando parece que deja la fe por su propia razón, no hace más sino dejar la fe de lo que es divinamente misterioso por la fe de lo que es misteriosamente absurdo.
La encarnación del Hijo de Dios fue convenientísima, no solamente en calidad de manifestación soberana de su infinito amor, en el cual está la perfección, si puede decirse así, de las divinas perfecciones, sino también en virtud de otras profundas y altísimas consecuencias. El orden supremo de las cosas no puede concebirse si las cosas todas no se resuelven en la unidad absoluta. Ahora bien: sin aquel prodigioso misterio, la creación era doble y el universo un dualismo, símbolo de un antagonismo perpetuo, contradictorio del orden. De un lado estaba Dios, tesis universal, y de otro las criaturas, su universal antítesis. El orden supremo exigía una síntesis tan poderosa y tan ancha que bastara a conciliar por medio de la unión la tesis y la antítesis del Criador y las criaturas. Que ésta es una de las leyes fundamentales del orden universal se ve claro cuando se considera que ese mismo misterio, que en Dios nos causa maravilla, sin admirarnos está patente en el hombre. El hombre, considerado desde este punto de vista, no es otra cosa sino una síntesis, compuesta de una esencia incorpórea, que es la tesis, y de una antítesis, que es su sustancia corpórea. El mismo ser que, considerado como un compuesto de espíritu y de materia, es una síntesis, no es más que una antítesis que es necesario reducir a la unidad por medio de una síntesis superior, juntamente con la tesis que le contradice, cuando se le considera en calidad de criatura. La ley de la reducción de la variedad en la unidad, o lo que es lo mismo, de todas las tesis con sus antítesis en una síntesis suprema, es una ley visible e indeclinable. La dificultad aquí está sólo en hallar esa suprema síntesis. Estando de un lado Dios y de otro todas las cosas criadas, es una cosa evidente que aquí la síntesis conciliadora no puede buscarse fuera de estos términos, fuera de los cuales no hay nada que se pueda imaginar, siendo como son universales y absolutos. La síntesis, pues, había de encontrarse en las criaturas o en Dios, en la antítesis o en la tesis o bien en una y en otra simultánea o sucesivamente.
Si el hombre hubiera permanecido quieto en aquel estado excelente y en aquella condición nobilísima en que fue puesto por Dios, la variedad hubiera ido a perderse en la unidad, y la antítesis creada se hubiera unido con la tesis creadora en una suprema síntesis por la deificación del hombre. A esta deificación futura fue dispuesto por Dios cuando le adornó con la justicia original y con la gracia santificante. El hombre, en uso de su libertad soberana, se despojó de aquella gracia y renunció a aquella justicia, y despojándose de la una y renunciando a la otra, puso impedimento a la divina voluntad, renunciando a su deificación voluntariamente. Empero, la libertad humana, que es poderosa para impedir el cumplimiento de la voluntad de Dios en lo que tiene de relativo, no lo es para impedir la realización de esa misma voluntad en lo que tiene de absoluto. La reducción de la variedad en la unidad, eso era lo que había de absoluto en la voluntad divina; la reducción por medio exclusivo de la deificación del hombre, eso es lo que había en ella de relativo y contingente; lo cual quiere decir que Dios quiso el fin con una voluntad absoluta y el medio de alcanzar ese fin con una voluntad relativa; y en esto, como en todo, resplandece la sabiduría de Dios con un resplandor inefable. En efecto: sin lo que había en su voluntad de absoluto, Dios no hubiera sido soberano, y sin lo que había de relativo en ella, no hubiera sido posible la libertad humana; por el contrario, por lo que en su voluntad hubo a un tiempo mismo de absoluto y relativo, de contingente y de necesario, pudieron coexistir y coexistieron la soberanía de Dios y la libertad del hombre. En calidad de soberano, Dios decretó aquello que había de ser; en calidad de libre, el hombre determinó que aquello que había de ser no sería de cierta manera.
Entonces sucedió que el orden universal, querido por Dios con una voluntad absoluta, hubo de realizarse por la humanización inmediata de Dios, no pudiendo realizarse por la deificación inmediata del hombre, la cual fue de todo punto imposible, primero con una imposibilidad relativa a causa de su voluntad y después con una imposibilidad absoluta a causa de su pecado.
Ya en otra ocasión me propuse demostrar, y demostraré cumplidamente, cuán grande es el alcance y la universalidad de las soluciones divinas, las cuales, al revés de lo que se observa en las humanas, no suprimen un obstáculo para ir a dar en otro mayor, ni resuelven una dificultad para caer en otra más grande, ni esclarecen un problema desde un punto de vista para dejarle más oscuro que antes mirándole por otro lado, sino que, por el contrario, suprimen de una vez todos los obstáculos, resuelven a un tiempo mismo todas las dificultades y esclarecen todos los problemas de un solo golpe, con un esclarecimiento simplicísimo. Y esto que se observa en todas las divinas soluciones se observa más particularmente todavía en esta que tratamos, relativa al misterio adorable de la encarnación del Hijo de Dios; porque al propio tiempo que fue el medio soberano de reducirlo todo a la unidad, condición divina del orden en el universo, fue también un medio maravilloso de restaurar el orden en la humanidad caída. La imposibilidad radical en que quedó el hombre de volver por sí solo a la amistad y gracia de Dios, después del pecado, está confesada por aquellos mismos que niegan el catolicismo en la mayor parte de sus dogmas. M. Proudhon, el hombre más docto de las escuelas socialistas, no vacila en afirmar que, supuesto el pecado, la redención del hombre por los méritos y trabajos de Dios era de todo punto necesaria, como quiera que el hombre pecador no podía ser de otra manera redimido. Por lo que hace a los católicos, no vamos tan allá, afirmando solamente que esta manera de redención, sin ser necesaria ni la única posible, es, sin embargo, adorable y convenientísima.
Por aquí se ve que Dios se dio traza para vencer con una misma industria así el obstáculo que se oponía a la realización del orden universal como el que impedía el orden humano. Haciéndose hombre sin dejar de ser Dios, unió sintéticamente a Dios y al hombre, y como en el hombre estaban ya sintéticamente unidas la esencia espiritual y la sustancia corpórea, resultó de aquí que Dios hecho hombre reunió en sí, por una altísima manera, por un lado las sustancias corpóreas y las esencias espirituales y por otro al Criador de todo con todas sus criaturas. Al propio tiempo, padeciendo y muriendo voluntariamente por el hombre, echó sobre sí, quitándoselo a él, aquel pecado primitivo por el cual padeció corrupción y fue condenado a muerte en Adán toda su raza.
Desde cualquier punto de vista que se considere este gran misterio, ofrece, al que se para y le mira, las mismas maravillosas conveniencias. Si todo el linaje humano padeció condenación en Adán, nada más razonable y conveniente sino que todo él se salvara en otro Adán más perfecto; habiendo sido condenados como lo fuimos por la ley de la solidaridad, que fue ley de justicia, nada más razonable y conveniente sino que fuéramos hechos salvos por la ley de la reversibilidad, que es una ley de misericordia. El padecer por los pecados de un representante no hubiera sido cosa justa y conveniente si no nos hubiera sido dado el merecer por los méritos de un sustituto. Nada más ajustado a la ley de razón sino que, siéndonos imputables los pecados de aquél, los méritos de éste nos sean reversibles. Y con esto se responde a los que llenos de arrogante soberbia mueven la lengua contra Dios por la condenación con que fuimos condenados todos en la cabeza de nuestros primeros padres; porque aun suponiendo, por vía de argumentación, que en nuestros primeros padres no hubiéramos sido todos pecadores, ¿con cuál derecho se queja de haber sido condenado en un representante el que ha sido hecho salvo por un sustituto? Volverse contra Dios por la ley de los pecados imputables, sin acordarse de aquella otra que la completa y explica, por la cual los méritos ajenos nos son reversibles, es grande temeridad porque es insigne mala fe o torpe ignorancia, y en todo caso calificada locura.
Restablecido el orden en el universo por la unión de todas las cosas en Dios, y el orden en la humanidad en cuanto estaba impedido por el pecado, sólo falta, para restablecer el segundo completamente, por una parte poner el hombre en estado de levantarse sobre sí mismo hasta el punto de aceptar las tribulaciones con una aceptación voluntaria, y por otra dar a esa aceptación una virtud meritoria. A ambas cosas ocurrió Dios con este divino misterio, en sus consecuencias fecundísimo y en sí mismo admirable. La sangre preciosísima derramada en el Calvario no sólo borró nuestra culpa y satisfizo nuestra pena, sino que por su inestimable valor nos puso, siendonos aplicada, en estado de merecer galardones; por ella se nos dieron dos gracias juntamente: la que consiste en aceptar la tribulación y aquella en virtud de la cual la aceptación, alegremente aceptada en el Señor y por el Señor, adquiere una virtud meritoria. En esto consiste la suma de la religión católica: en creer con firmísima fe que naturalmente nada podemos y que lo podemos todo en aquel y por aquel que nos fortifica. Todos los otros dogmas sin éste son puras abstracciones, desnudas de toda virtud y eficacia. El Dios católico no es un Dios abstracto ni un Dios muerto; es un Dios vivo y personal, que obra perpetuamente fuera de nosotros y en nosotros, que, al mismo tiempo que está en nosotros contenido, nos circunda y nos contiene. El misterio que nos mereció la gracia, sin la cual andamos como perdidos y en tinieblas, es el misterio por excelencia; todos los otros son adorables, encumbrados y altísimos; este sólo es el encumbrado, porque sobre él no hay ninguna cumbre; el altísimo, porque sobre él no hay ninguna altura, y porque sobre él no hay nada digno de adoración, el adorable.
El día eternamente alegre y eternamente lloroso en que el Hijo de Dios hecho hombre fue puesto en una cruz, todas las cosas a la vez entraron en orden, y en ese orden divino la cruz se levantó sobre todas las cosas criadas. De ellas, unas manifestaban la bondad de Dios, otras su misericordia, otras su justicia. Sólo la cruz fue el símbolo de su amor y la prenda de su gracia. Por ella confesaron los confesores, y fueron castas las virgenes, y vivieron vida angélica los padres del yermo, y fueron los mártires testigos firmes que pusieron sus vidas al cuchillo con varonil y constantísimo semblante. Del sacrificio de la cruz procedieran aquellas portentosas energías con que los flacos asombraron a los fuertes, con que los proscritos y desarmados subieron al Capitolio, con que unos pobres pescadores vencieron al mundo. Por la cruz alcanzan victoria todos los que vencen, y esfuerzo todos los que combaten, y misericordia todos los que la piden, y amparo todos los desamparados, y alegría todos los tristes, y consuelo todos los que lloran. Desde que se levantó la cruz en los aires, no hay hombre ninguno que no pueda vivir en el cielo, aun antes de dejar en la tierra sus mortales despojos; porque si aun vive aquí por la tribulación, está ya allí por la esperanza.
Capítulo IX
Continuación del mismo asunto. Conclusión de este libro
Este es aquel único sacrificio de inestimable valor a que se refieren como a su fin todos los otros de que hacen mérito las historias y las fábulas de todas las gentes. Este es aquel que querían significar, así el pueblo judío como los pueblos gentiles, en sus sangrientos holocaustos, y que figuró Abel de una manera cumplida y aceptable cuando ofreció a Dios los primogénitos y más limpios entre todos sus corderos. El verdadero altar había de ser una cruz, y la verdadera víctima un Dios, y el verdadero sacerdote ese mismo Dios, a un mismo tiempo Dios y hombre, pontífice augusto, sacerdote perpetuo, víctima perpetua y santa, el cual vino a cumplir en la plenitud de los tiempos lo que prometió a Adán en los tiempos paradisíacos, fiel cumplidor de su promesa y guardador de su palabra, porque, así como no amenaza en vano, no promete tampoco vanamente. Amenazó al hombre libre con el desheredamiento, y desheredó al hombre libre y culpable; le prometió luego un redentor, y vino él mismo a redimirle.
Con su presencia se esclarecen todos los misterios, se explican todos los dogmas y se cumplen todas las leyes. Para que se cumpla la de la solidaridad, toma en sí todos los dolores humanos; para que la de la reversibilidad se cumpla, derrama por el mundo en copioso raudal todas las gracias divinas, alcanzadas con su pasión y con su muerte. Dios en Él se hace hombre de una manera tan perfecta, que sobre Él vienen impetuosas todas las iras de Dios; y el hombre se hace en Él tan perfecto y tan divino, que en Él caen sobre el hombre todas las divinas misericordias como en lluvia delgada y apacible. Para que el dolor fuera santísimo, padeciendo santificó el dolor, y para que su aceptación fuera meritoria, le aceptó con una aceptación voluntaria. ¿Quién sería fuerte para ofrecer a Dios su voluntad en holocausto si Él no hubiera hecho entera dejación de la suya para hacer la de su santísimo Padre? ¿Quién hubiera podido subir hasta la cumbre de la humildad si el pacientísimo y humildísimo Cordero no hubiera subido antes por secretos caminos a esa asperrima cumbre? ¿Y quién, remontando aún más su vuelo, hubiera podido encumbrar montes bravos sobre montes bravos, hasta llegar al altísimo del divino amor, si Él no los hubiera encumbrado todos, uno por uno, dejando enrojecidas sus laderas con la púrpura de su sangre y dando a sus zarzas en despojos sus blanquísimos y purísimos vellones, afrenta de la nieve? ¿Quién sino Él hubiera podido enseñar a los hombre que al otro lado de esas abruptas y gigantescas montañas, con sus cumbres al cielo y sus valles al abismo, caen praderas alegres y tendidas donde son benignos los aires, puros los cielos, mansas y limpias las aguas, suavísimos todos los rumores, verdes todos los campos, inefables todas las armonías, perpetuas todas las frescuras; donde la vida es verdadera vida que nunca acaba, y el placer verdadero placer que nunca cesa, y el amor verdadero amor que nunca se extingue; donde hay perpetuo descanso sin ocio, reposo perpetuo sin fatiga, y donde se confunden por una altísima manera lo que tiene de dulce la posesión y lo que hay de bello en la esperanza?
El Hijo de Dios, hecho hombre y puesto por el hombre en una cruz, es a un mismo tiempo la realización de todas las cosas perfectas, representadas en todos los símbolos y figuradas en todas las figuras, y la figura y el símbolo universal de todas las perfecciones. El Hijo de Dios hecho hombre, así como es Dios y hombre a un tiempo mismo, es la idealidad y la realidad juntas en uno. La razón natural nos dice, y la experiencia diaria nos enseña, que el hombre no puede llegar en ningún arte ni en ninguna cosa a aquella perfección relativa a que le es dado subir, si no tiene delante de los ojos un modelo acabado de una perfección más alta. Para que el pueblo de Atenas adquiriera aquel instinto admirable para descubrir con una mirada simplicísima lo que en las obras del ingenio había de literariamente bello o de artísticamente sublime y lo que había de bellamente heroico en las acciones humanas, fue de todo punto necesario que tuviera siempre delante de sus ojos las estatuas de sus prodigiosos artistas, los versos de sus sublimes poetas y las acciones heroicas de sus grandes capitanes. El pueblo de Atenas, tal como fue, supone necesariamente sus artistas, sus poetas y sus capitanes, tales como habían sido; y éstos a su vez no llegaron a tan atrevidas alturas sin poner los ojos en alturas más eminentes. Todos los capitanes griegos alcanzaron donde alcanzaron porque pusieron los ojos en Aquiles, puesto en la cumbre altísima de la gloria. Todos aquellos grandes artistas y aquellos eminentísimos poetas no fueron grandes y eminentes sino porque tenían puestos los ojos en la Iliada y en la Odisea, tipos inmortales de la belleza artística y literaria. Los unos y los otros no hubieran existido jamás sin poner la vista en Homero, magnífica personificación de la Grecia artística, literaria y heroica.
Esta ley en virtud de la cual todo lo que hay en las muchedumbres está de una manera más perfecta en una aristocracia, y de una manera incomparablemente más perfecta y más alta en una persona, es tan universal, que puede ser considerada en razón como ley de la Historia. Esta ley está sujeta a su vez a ciertas condiciones indeclinables como ella misma y necesarias. Así, por ejemplo, es condición indeclinable de todas esas personificaciones heroicas que pertenezcan a un tiempo mismo a la asociación especial que personifican y a otra general y superior a la que en ellas viene personificada. Aquiles, Alejandro, César, Napoleón, así como Homero, Virgilio y Dante, son todos a un tiempo mismo ciudadanos de dos ciudades diferentes, de las cuales una es local y otra general, una es inferior y otra superior; en la superior viven juntos con cierta manera de igualdad, en la inferior domina cada uno de ellos con un imperio absoluto; en la superior son ciudadanos, en la inferior emperadores. Esa ciudad superior, en la que todos tienen un derecho igual de ciudadanía, se llama la humanidad, y la inferior, en que imperan, se llama aquí París, allí Atenas y allá Roma.
Ahora bien: así como los pueblos, esas ciudades inferiores se condensan en una persona en la cual están como de relieve y de una manera especial sus perfecciones y virtudes, de la misma manera fue cosa convenientísima que esa ley universal de la personificación tipica se cumpliera con respecto a aquella ciudad superior que lleva por nombre el género humano. Las excelencias de esta ciudad, excelente sobre todas, llevaban consigo la conveniencia de una personificación superior a las demás personificaciones, así como ella misma era superior a todas las otras ciudades, y debía ser, por tanto, altísima, excelentísima y perfectísima. Ni bastaba esto sólo, porque, para que se cumpliera la ley en todos sus puntos, era conveniente que la persona en quien se condensara la humanidad reuniera en su unidad personal dos naturalezas diferentes: por la una había de ser hombre y por la otra había de ser Dios, porque Dios sólo es superior al hombre. Y no se diga que para el cumplimiento de esta ley hubiera bastado la encarnación de un ángel, como quiera que considerando el hombre como compuesto de un alma espiritual y de una sustancia corpórea, participa a un tiempo mismo de la naturaleza física y de la angélica, siendo como la confluencia de todas las cosas creadas. Esto supuesto, es evidente que la persona que había de condensar así la naturaleza humana había de condensar en sí toda la creación; de donde se sigue que siendo, en cuanto hombre, todo lo creado, había de ser Dios para ser al mismo tiempo otra cosa. Por último, para que la ley que venimos exponiendo se cumpliera del todo, era menester que la misma persona que en la ciudad inferior dominaba con imperio fuera como ciudadano y nada más en la ciudad más perfecta; por eso el Dios hecho hombre es único en el imperio de todas las cosas creadas, mientras que en el tabernáculo habitado por la divina esencia es la persona del Hijo, en todo igual a la persona del Padre y a la del Espíritu Santo.
Grande sería el error de los que creyeran que tengo por invencible esta argumentación y por perfectas estas analogías. Suponer que el hombre puede ver claro en estos hondos misterios es insigne ceguedad, y el solo propósito de apartar los velos divinos que los cubren me parece necia arrogancia, desatino y locura. No hay rayo de luz tan poderoso que baste a iluminar lo que Dios escondió en el impenetrable tabernáculo que está defendido por las divinas tinieblas. Mi propósito aquí es solamente demostrar, con una demostración vigorosa, que lejos de ser increíble lo que Dios nos manda creer, es no sólo creíble, sino también razonable. Yo creo que la demostración puede llevarse hasta los límites de la evidencia, siempre que se reduzca a poner en claro esta verdad: que todo el que deja la fe va a parar el absurdo y que las tinieblas divinas son menos oscuras que las tinieblas humanas. No hay dogma ni misterio católico que no reúna en sí estas dos condiciones necesarias para que sea razonable una creencia, conviene a saber: la primera, explicarlo todo satisfactoriamente siendo aceptados; la segunda, ser ellos mismos explicables y comprensibles hasta cierto punto. No hay hombre ninguno de sana razón y de recta voluntad que no se dé a sí mismo el testimonio, por una parte, de su impotencia radical para llegar por sí hasta el descubrimiento de las verdades reveladas, y por otra, de su maravillosa aptitud para explicar todas esas verdades de una manera relativamente satisfactoria. Esto serviría para demostrar que la razón no ha sido dada al hombre para descubrir la verdad, sino para explicársela a sí mismo cuando se la muestran y para verla cuando se la ponen delante. Tan grande es su miseria, y su indigencia intelectual tan lamentable, que hoy día es y no está cierto todavía de la primera cosa que hubiera debido averiguar, si en el plan divino hubiera entrado que pudiera averiguar por sí alguna cosa. Dígaseme, si no, si hay algún hombre que haya llegado a averiguar con certeza qué cosa es su razón, para qué la tiene, de qué le sirve y hasta dónde alcanza; y como veo, por una parte, que ésta es la letra A de este alfabeto, y por otra que van ya corriendo seis mil años desde que comenzó a balbucirla, sin que haya acertado a pronunciarla, me creo autorizado para afirmar que ese alfabeto no ha sido hecho para ser deletreado por el hombre, ni el hombre para deletrear en ese alfabeto.
Volviendo a anudar el hilo de este discurso, diré que era cosa excelentísima y convenientísima que la humanidad entera tuviera delante un modelo universal de universal e infinita perfección, así como las varias asociaciones políticas han tenido siempre uno, de donde han sacado, como de su fuente, aquellas dotes y excelencias especiales en que se han aventajado a las demás en los períodos gloriosos de su historia. A falta de otras razones, ésta bastaría por sí sola para explicar el gran misterio que tratamos, como quiera que sólo Dios podía servir de acabado ejemplar y de modelo perfectísimo a todas las gentes y naciones. Su presencia entre los hombres, su doctrina maravillosa, su vida santísima, sus tribulaciones sin cuento, su pasión, llena de ignominia y oprobios, y su cruelísima muerte, que todo lo acaba y lo corona, son las únicas cosas que pueden explicar la altura prodigiosa a que subió el nivel de las virtudes humanas. En las sociedades que caen al otro lado de la cruz hubo héroes; en la gran sociedad católica ha habido santos; y los héroes paganos son a los santos del catolicismo, guardada la debida proporción y con las reservas convenientes, lo que las varias personificaciones de los pueblos a la personificación absoluta de la humanidad en la persona de un Dios hecho hombre por el amor de los hombres. Entre esas varias personificaciones y esta personificación absoluta hay una distancia infinita; entre los héroes y los santos, una distancia inconmensurable; ninguna cosa más natural sino que, siendo infinita la primera, fuera inconmensurable la segunda.
Eran los héroes hombres que con la ayuda de una pasión carnal, elevada hasta su última potencia, obraban cosas extraordinarias. Los santos son hombres que, habiendo dado de mano a todas las pasiones carnales, ponen el constantísimo pecho, exentos de toda ayuda carnal, a la impetuosa corriente de todos los dolores. Los héroes, poniendo en una exaltación febril todas sus fuerzas propias, acometían con ellas a los que les hacían oposición y contraste. Los santos comenzaron siempre por hacer dejación de sus propias fuerzas, y, estando así desamparados y desnudos, entraron en batalla a un mismo tiempo consigo mismos y con todas las potencias humanas e infernales. Proponíanse los héroes alcanzar gloria y muy alta, claro renombre entre las gentes. Mirando los santos como cosa de menos valer el vano decir de las generaciones humanas, pusieron en olvido el cuidado de su nombre y de su gloria, y, dejada a un lado, como cosa vil, su propia voluntad, lo pusieron todo y se pusieron a sí mismos en manos de Dios, teniendo por cosa gloriosísima y excelentísima tomar la librea de siervos suyos. Eso fueron los héroes y eso fueron los santos; a unos y otros les salió al revés de lo que pensaban, porque los héroes, que pensaron henchir la tierra, cuan grande es, con la gloria de su nombre, han caído en profundísimo olvido entre las muchedumbres, mientras que los santos, que sólo ponían los ojos en el cielo, son honrados y reverenciados aquí abajo por pueblos, emperadores, pontífices y reyes. ¡Cuán grande es Dios en sus obras y cuán maravilloso en sus designios! Piensa el hombre que él es el que va, y es Dios el que le lleva. Piensa que va a dar a un valle, y sin saber cómo se encuentra en un monte. Este piensa que gana la gloria, y cae en el olvido; aquél busca en el olvido refugio y descanso, y se halla de súbito como ensordecido con el clamor de las gentes que cantan su gloria. Todo lo sacrificaron los unos a su nombre, y nadie se llama como ellos; su nombre acabó con ellos mismos. Sus nombres fueron la primera cosa que pusieron los otros como ofrenda en el altar de su sacrificio, y esto hasta el punto de borrarlos de su propia memoria. Pues bien: esos nombres, que ellos olvidaron y escarnecieron, van pasando de padres a hijos y de generación en generación como una gloriosísima reliquia y una riquísima herencia. No hay católico ninguno que no se llame como un santo. Así se cumple todos los días aquella divina palabra que anunció la humillación de los soberbios y la exaltación de los humildes.
Así como entre Dios hecho hombre y los reyes de la humana inteligencia hay una distancia infinita, y entre los héroes y los santos una distancia inconmensurable, entre las muchedumbres católicas y las gentiles y entre los que capitanean y guían a las unas y a las otras hay una inmensa distancia, como quiera que todas las copias se ordenan a sus modelos. La divinidad con su presencia produce la santidad; la santidad de los más eminentes es a su vez causa, por un lado, de la virtud de los medianos, y por otro, del buen sentido de los menores. Por eso se observa que no hay pueblo ninguno que no tenga buen sentido, siendo católico, ni gentil que tenga lo que se llama el buen sentido, es decir, aquella sana razón que ve cada cosa como es en sí y en su propio lugar con una simple mirada. Lo cual no causará maravilla al que considere que, siendo el catolicismo el orden absoluto, la verdad infinita y la perfección suma, sólo en él y por él se ven las cosas en sus esencias íntimas, y en el lugar que ocupan, y en la importancia que tienen, y en la maravillosa ordenación en que vienen ordenadas. Sin el catolicismo no hay buen sentido en los menores, ni virtud en los medianos, ni santidad en los eminentes, porque el buen sentido, la virtud y la santidad en la tierra suponen un Dios hecho hombre, ocupado en enseñar la santidad a las almas heroicas, la virtud a las firmes, y en enderezar la razón de las descaminadas muchedumbres envueltas en tinieblas y sombras de muerte.
Ese maestro divino es aquel ordenador universal que sirve de centro a todas las cosas; por esta razón, por cualquier lado que se le mire y por cualquier aspecto que se le considere, se le ve siempre en el centro. Considerado como Dios y como hombre a un tiempo mismo, es aquel punto céntrico en que se juntan en uno la esencia criadora y las sustancias creadas. Considerado solamente como Dios, Hijo de Dios, es la segunda persona, es decir, el centro de las tres personas divinas. Considerado solamente como hombre, es aquel punto central en que se condensa con misteriosa condensación la naturaleza humana. Considerado como Redentor, es aquella persona central sobre la cual vienen a un tiempo mismo todas las divinas gracias y todos los divinos rigores. La redención es la gran síntesis en la que se concilian y se juntan la divina justicia y la divina misericordia. Considerado a un tiempo mismo como Señor de cielos y tierra, y como nacido en un pesebre, y viviendo vida desnuda, y padeciendo muerte de cruz, es aquel punto central en que se juntan para conciliarse en una síntesis superior todas las tesis y todas las antítesis, en su perpetua contradicción y en su variedad infinita. Él es el indigentísimo y el opulentísimo, el siervo y el rey, el esclavo y el señor; está desnudo y vestido con vestiduras resplandecientes, obedece a los hombres y manda a los astros; no tiene pan para aplacar su hambre ni agua para templar su sed, y manda a las rocas que revienten y a los panes que se multipliquen para que viva el pueblo y para que tengan hartura las muchedumbres. Los hombres le afrentan y los serafines le adoran; en un mismo instante, obedientísimo y potentísimo, muere porque le mandan morir, y manda al velo del templo que se rompa, a los sepulcros que se abran, a los muertos que resuciten, al buen ladrón que le siga, a la naturaleza toda que pierda el sentido y al sol que encoja sus rayos. Viene en medio de los tiempos, anda en medio de sus discípulos, nace en el punto central de dos grandes mares y de tres inmensos continentes. Es ciudadano de una nación que guarda el justo medio entre las del todo independientes y las del todo sujetas; se llama a sí propio el camino, y todo camino es centro; se llama la verdad y la verdad ocupa el medio de las cosas; es la vida, y la vida, que es lo presente, es el medio entre lo pasado y lo futuro; pasa su vida entre los aplausos y los vituperios y muere entre dos ladrones.
Y por eso fue a un tiempo mismo escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Los unos y los otros tenían naturalmente una idea de la tesis divina y de la antítesis humana; pensaban, empero, y en esto, humanamente hablando, no iban fuera del camino, que esa tesis y esa antítesis eran inconciliables y de todo punto contradictorias; el entendimiento humano no podía levantarse hasta su conciliación por medio de una síntesis suprema. El mundo había visto siempre ricos y pobres, pero no podía concebir como posible la unión en una persona de la indigencia mayor y de la opulencia suma. Pero eso mismo que parece absurdo a la razón, parece a esa misma razón convenientísimo cuando la persona en que esas cosas se juntan es una persona divina, la cual o no había de ser ni había de venir o había de ser y había de venir de esa manera. Su venida fue la señal de la conciliación universal de todas las cosas y de la paz universal entre todos los hombres: los pobres y los ricos, los humildes y los potentes, los venturosos y los atribulados, todos fueron unos en Él, y, sólo en Él fueron unos, porque sólo Él era a un mismo tiempo opulentísimo e indigentísimo, potentísimo y humildísimo, venturosísimo y atribuladísimo. Esta es aquella fraternidad pacífica que Él enseñó a los que abrieron sus entendimientos y sus oídos a su divina palabra. Esta es aquella fraternidad evangélica que vienen predicando unos después de otros, con perpetua e incansable predicación, todos los doctores católicos. Negad a Nuestro Señor Jesucristo, y luego al punto comienzan los bandos y las parcialidades, y los grandes tumultos, y las soberbias rebeliones, y las vociferaciones siniestras, y las discordias insensatas, y los rencores implacables, y las guerras sin término, y las sangrientas batallas. Los pobres alzan pendones contra los ricos, contra los venturosos los escasos de ventura, las aristocracias contra los reyes, las muchedumbres contra las aristocracias, y unas con otras, como dos inmensos océanos que se juntan en la boca del abismo, las alteradas y bárbaras muchedumbres.
La verdadera humanidad no está en ningún hombre: estuvo en el Hijo de Dios, y allí es donde se nos revela el secreto de su naturaleza contradictoria, porque por un lado es altísima y excelentísima y por otro es la suma de toda indignidad y de toda bajeza. Por un lado es tan excelente, que Dios la tomó por suya, uniéndola con el Verbo; tan alta, que fue desde el principio, y antes de que viniera, prometida por Dios, adorada por los patriarcas en silencio, denunciada a voces por los profetas, revelada al mundo hasta por sus falsos oráculos y figurada en todos los sacrificios y en todas las figuras. Un ángel se la anuncio a una virgen, y el Espíritu Santo la formó por su propia virtud en sus virginales entrañas, y Dios entró en ella y la unió a sí perpetuamente, y unidad perpetuamente a Dios aquella humanidad sacratísima fue celebrada en su nacimiento por los ángeles, publicada por las estrellas, visitada por los pastores, adorada por los Reyes, y cuando Dios, junto con esta humanidad, quiso ser bautizado, se abrieron las bóvedas del cielo, y se vio venir sobre Él al Espíritu Santo en figura de paloma, y sonó en las encumbradas alturas aquella gran voz que decía: «Este es mi Hijo muy amado, en quien me agradé siempre». Y luego, cuando comenzó a predicar, tales maravillas obró, sanando a los dolientes, consolando a los afligidos, resucitando a los muertos, mandando con imperio a los vientos y a los mares, descubriendo las cosas escondidas y anunciando las venideras, que causó espanto y puso en admiración a los cielos y a la tierra, a los ángeles y a los hombres. Ni pararon aquí aquellos prodigios, porque aquella humanidad fue vista de todos, hoy muerta y tres días después gloriosa y resucitada, vencedora del tiempo y de la muerte, y hendiendo calladamente los aires se la vio subir a lo alto como a una divina aurora.
Y esta misma humanidad, por un lado gloriosísima, era, por otro, ejemplar de toda bajeza, como predestinada por Dios, sin ser ella pecadora, a padecer por la sustitución la pena del pecado. Por eso camina tan abatido por el mundo aquel en cuyo rostro divino se miran los ángeles; por eso está tan pesaroso y tan triste aquel en cuyos ojos toman los cielos su alegría; por eso anda por este bajo suelo desnudo aquel que en las divinas cumbres viste un manto arrebolado de estrellas; por eso anda, como si fuera pecador, entre los pecadores, siendo el santo de los santos; aquí conversa con el blasfemo, allí platica con la adúltera, más allá discurre con el avaro. A Judas da un ósculo de paz y a un ladrón le ofrece su paraíso, y cuando conversa con los pecadores, lo hace con tanto amor, que las lágrimas se cuajan en sus ojos. Este hombre debe ser gran entendedor de dolores, cuando así se apiada de los doloridos, y gran sabedor de padeceres, cuando así se apiada de los miserables. En cuanto baña el sol y en cuanto se dilata la tierra no hubo hombre ninguno puesto en tan grande orfandad y en tan grande desamparo. Un pueblo entero le maldice; de sus discípulos uno le vende, otro le niega y los otros le abandonan; ni tiene agua para humedecer sus labios, ni pan para aquietar su hambre, ni almohada para reclinar su frente. Ninguna agonía hubo igual a la agonía que padeció en el huerto, porque todos sus poros manaron sangre; su rostro fue luego herido con bofetadas; sus carnes, cubiertas con una púrpura de escarnio, y su frente coronada con una punzante corona; cargó con su propia cruz, y se derribó en el suelo muchas veces, y subió la ladera del Gólgota seguido de delirantes muchedumbres que iban llenando los aires de vociferaciones siniestras. Cuando fue puesto en lo alto, creció su abandono a punto que su mismo Padre apartó sus ojos de Él, y los ángeles que le servían, por no verle, se cubrieron con sus alas temerosos y turbados; hasta la parte superior de su alma dejó a su humanidad en aquel trance de su muerte, permaneciendo a todo indiferente y serena. Y las turbas, meneando la cabeza, le decían: «Si eres el Hijo de Dios, desciende de esa cruz».
¿Cómo creer, sin una especial gracia de Dios, en la divinidad del que está puesto en aquel trance y estado? ¿Cómo no habían de ser entonces tenidas sus palabras por escándalo y locura? Y, sin embargo, aquel hombre, puesto allí en tan grande desamparo y en mortal agonía, sujetó el mundo a su ley, ganándole como por asalto con el esfuerzo de unos pobres pescadores, como Él desamparados de todos, peregrinos en la tierra y miserables. Por Él mudaron los hombres sus vidas, por Él dejaron sus haciendas, por su amor tomaron su cruz, y salieron de las ciudades, y poblaron los desiertos, y dieron de mano a todos los placeres, y creyeron en la fuerza santificante del dolor, y vivieron vida limpia y espiritual, y dieron a sus carnes castigos atroces, trayéndola siempre sujeta; y a más de esto, creyeron con firmísima fe, poco después de su muerte, cosas estupendas e increíbles, porque creyeron que aquel que había sido crucificado era Hijo único de Dios, y Dios; que había sido concebido en el seno de una virgen por obra del Espíritu Santo; que era Señor de cielos y tierra el mismo que había nacido en un pesebre y había sido envuelto en humildísimos pañales; que muerto ya, bajó al infierno y se llevó consigo las almas limpias y puras de los antiguos patriarcas; que tomó después su propio cuerpo, y le sacó glorioso del sepulcro, y se le llevó por los aires, transfigurado ya y resplandeciente; que la mujer que le había llevado en sus entrañas era, al mismo tiempo que Madre amorosa, inmaculada Virgen, que fue arrebatada por los ángeles al cielo, que fue aclamada allí por las falanges angélicas y por edicto soberano Reina de la creación. Madre de los desamparados, intercesora de los justos, abogada de los pecadores, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu Santo; que todas las cosas visibles son de menos valer y dignas sólo de menosprecio al lado de las secretas e invisibles; que no hay otro bien sino el que está en padecer trabajos, y en aceptar dolores, y en arrastrar angustias, y en vivir en perpetua tribulación y congoja, ni otro mal sino el placer y el pecado; que el agua del bautismo purifica, que la confesión de la culpa levanta, que el pan y el vino se convierten en Dios, que Dios está en nosotros, y fuera de nosotros en todas partes, que tiene contados todos los cabellos de nuestra cabeza; que ninguno nace sin su ordenación, y que no cae ninguno sin su permiso o sin su mandato; que si el hombre piensa su pensamiento, Él es el que se lo pone delante; que si su voluntad se inclina, Él es el que la mueve: que El es el que le fortifica cuando se esfuerza, y que tropieza y cae si llega a faltarle su ayuda; que los muertos resucitan y vienen a Juicio; que hay cielo y hay infierno, penas eternas y gloria perdurable; que todo esto había de ser creído por el mundo, contra el poder todo del mundo, y que esta maravillosa doctrina se había de abrir paso invencible contra la voluntad y a pesar del gran poderío de príncipes, reyes y emperadores; que por ella habían de dar su sangre y padecer tormentos falanges infinitas de confesores ilustres, de doctores insignes, de vírgenes delicadas y púdicas y de mártires gloriosos; que la locura del Calvario había de ser tan contagiosa, que había de enloquecer a las gentes en cuanto mira el sol y en cuanto alcanza todo el orbe de la tierra.
Todas estas cosas increíbles fueron creídas por los hombres cuando tuvo fin aquella gran tragedia de las tres horas que se representó en el Gólgota, con miedo del sol,y con temblor de la tierra en todos sus miembros. Así tuvo cumplido efecto aquella palabra que pronunció Dios por Oseas, diciendo: In funiculis Adam trabam eos, in vinculis charitatis (c.11 v.4). Los hombres han caído en esa celada del amor que les tendió el Hijo del Dios vivo blanda y amorosamente. El hombre es de tal condición, que se rebela contra la omnipotencia, se alza contra la justicia y resiste a la misericordia; pero cae en dulcísimo desmayo y como penetrado en amor hasta en la médula de sus huesos si por ventura oye la voz dolorida y lastimera de aquel que muere por él y que muriendo le ama. ¿Por qué me persigues? Esta es aquella voz, temerosa a un tiempo mismo y amante, que suena de continuo en los oídos de los pecadores; y ese acento de queja dulcísima, amorosa y suave, es el que va derecho al alma, y la transforma, y la muda, y la convierte toda a Dios, y la obliga a buscarle por los poblados y por los desiertos, por los montes bravos y por las tierras llanas, por los campos agostados y por los vergeles. Aquella voz es la que enciende al alma en el casto amor del esposo y la que la lleva como enloquecida y desalada en seguimiento de sus embriagantes perfumes, como la sed lleva al ciervo a los hermosos manantiales de aguas vivas. Dios vino al mundo para poner fuego a la tierra, y la tierra comenzó a humear y luego a arder por todos sus cuatro costados, y de día en día se han ido dilatanto por todas las regiones las llamas poderosas de esos divinos incendios. El amor explica lo inexplicable, y el hombre cree por el amor lo que parece increíble y obra lo que parecía imposible de obrarse, porque con el amor todo es hacedero y todo es llano.
Cuando aquellos de los apóstoles que vieron al Señor antes de padecer transfigurado y vestido de blanquísimas vestiduras, más resplandecientes que el sol y más blancas y puras que el ampo de la nieve, dijeron, como extáticos y absortos: «Quedémonos aquí», aun no tenían idea del divino amor ni de sus inefables deleites; por eso, el gran Apóstol, maestro ya en este gran arte del amor, dijo después: «Sólo una cosa quiero entender, que es Jesucristo, y ése, crucificado»; que fue tanto como decir: «Quiero saberlo todo, y para saberlo todo, quiero saber a Jesucristo solamente, porque sólo en Él están juntos todos los saberes y unidas entre sí todas las cosas». Y añadió después: Y ése, crucificado; y no dijo: y ése, transfigurado y glorioso, porque poco importa conocerle en su omnipotencia, asistiendo con el pensamiento a la obra maravillosa de la creación universal, ni basta conocerle en su gloria, cuando está su faz resplandeciendo con una luz increada y cuando las potestades del cielo se derriban absortas ante el acatamiento divino; ni satisface del todo verle pronunciar los fallos de su justicia inapelables, rodeado de ángeles y serafines, ni el alma queda del todo satisfecha cuando asiste a las altas maravillas de su infinita misericordia. El Apóstol, con una sed que nada aplaca, y con un hambre sin hartura, y con un deseo invencible, quiere más, y pide más, y lleva más alto el atrevido pensamiento, porque no se contenta sino con saber a Cristo crucificado, es decir, como él desea más ser sabido, de la manera más alta y excelente que la razón puede concebir, y la imaginación imaginar, y desear el más altivo y levantado deseo, porque eso es conocerle en el acto de su amor incomprensible e infinito. Eso es lo que quiere significar el Apóstol cuando dice: «Ninguna cosa quiero saber sino a Jesucristo, y ése, crucificado».
A ése sólo quisieron saber los pocos bienaventurados que tomaron su cruz y fueron poniendo el pie atentamente en donde vieron el rastro sangriento y glorioso de sus pisadas. A ése sólo quisieron saber aquellos padres del yermo que convirtieron los desiertos desnudos en pensiles del paraíso. A ése sólo quisieron saber aquellas vírgenes castas, milagro de fortaleza, que, puestas todas las concupiscencias a sus pies, le tomaron por esposo y le consagraron sus limpios y virginales pensamientos. A ése sólo quisieron saber todos los que, convertidos en fuentes sus ojos, han recibido las tribulaciones con alegría de corazón y se han encumbrado con pie firme en el áspero monte de la penitencia.
Entre las maravillas de la creación, el alma en caridad es la más maravillosamente admirable, no sólo porque su estado es el más subido y excelente que en este bajo suelo se puede entender, sino también porque ella va declarando a voces los prodigios obrados por el amor divino, el cual no fue sólo poderoso para borrar nuestro pecado, y con él el desorden y la causa de todo desorden, sino también para inclinarnos a desear libremente aquella misma deificación que desechamos antes y para hacer que pudiéramos conseguir aquello que deseamos, aceptando la ayuda de la gracia que merecimos en el Señor y por el Señor, cuando para merecérnosla y para que la mereciéramos derramó su sangre en el Calvario. Todas estas cosas significan aquellas palabras memorables que Jesucristo pronunció al tiempo de expirar, cuando dijo: Todo se ha consumado. Que fue tanto como decir: «Acabé con el amor lo que no pude ni con mi justicia, ni con mi misericordia, ni con mi sabiduría, ni con mi omnipotencia, porque borré el pecado, que hacía sombra a la Majestad divina y a la belleza humana, y saqué a la humanidad de su vergonzoso cautiverio, y di al hombre la potestad que con la culpa había perdido de salvarse. Ya puede bajar mi espíritu a fortificar al hombre, a embellecer al hombre, a deificar al hombre, porque le he atraído a mí y le he unido a mí con potentísima y amorosísima lazada».
Cuando aquella palabra memorable fue pronunciada por el Hijo de Dios al expirar en la cruz, todas las cosas quedaron maravillosamente ordenadas y ordenadamente perfectas.
Conclusión
Cada uno de los dogmas contenidos así en este libro como en el anterior es una ley del mundo moral; cada una de esas leyes es de suyo incontrastable y perpetua; todas juntas componen el código de las leyes constitutivas del orden moral en la humanidad y en el universo, las cuales, unidas a las físicas a que están sujetas las materiales, forman la ley suprema del orden, por la que se rigen y gobiernan todas las cosas criadas.
De tal manera y hasta tal punto es necesario que todas las cosas estén en un orden perfectísimo, que el hombre, desordenándolo todo, no puede concebir el desorden; por eso no hay ninguna revolución que, al derribar por el suelo las instituciones antiguas, no las derribe en calidad de absurdas y de perturbadoras, y que, al sustituirlas con otras de invención individual, no afirme de ellas que constituyen un orden excelente. Esta es la significación de aquella frase consagrada entre los revolucionarios de todos los tiempos, cuando llaman a la perturbación, que santifican un nuevo orden de cosas. Hasta M. Proudhon, el más atrevido de todos, no defiende su anarquía sino en calidad de expresión racional del orden perfecto, es decir, absoluto.
De la necesidad perpetua del orden se sigue la necesidad perpetua de las leyes, así físicas como morales, que le constituyen, por esa razón, todas ellas fueron creadas y proclamadas solemnemente por Dios desde el principio de los tiempos. Al sacar al mundo de la nada, al formar al hombre del barro de la tierra, al sacar a la mujer de su costado, al constituir la primera familia, quiso Dios declarar de una vez para siempre las leyes físicas y morales que constituyen el orden en la Humanidad y en el universo, sustrayéndolas de la jurisdicción del hombre y poniéndolas fuera del alcance de sus locas especulaciones y de sus vanos antojos. Hasta los dogmas de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención del género humano, que no habían de ser cumplidos sino en la plenitud de los tiempos, fueron revelados por Dios en la edad paradisíaca, cuando hizo a nuestros primeros padres aquella misericordiosa promesa con que vino a templar el rigor de su justicia.
El mundo ha negado esas leyes vanamente; aspirando a rescatarse de su yugo por su negación, ninguna otra cosa ha conseguido sino hacer su yugo más pesado por medio de las catástrofes, las cuales se proporcionan siempre a las negaciones, siendo esta misma ley de proporción una de las constitutivas del orden.
Libre y extendido campo dejó Dios a las opiniones humanas; anchos fueron los dominios que sujetó al imperio y al libre albedrío del hombre, a quien fue dado señorearse del mar y de la tierra, rebelarse contra su Criador, mover guerra a los cielos, entrar en tratos y alianzas con los espíritus infernales, ensordecer al mundo con el rumor de las batallas, abrasar las ciudades con incendios y discordias, estremecerlas con las tremendas sacudidas de las revoluciones, cerrar el entendimiento a la verdad y los ojos a la luz y abrir el entendimiento al error y complacerse en las tinieblas; fundar imperios y asolarlos, levantar y allanar repúblicas, cansarse de repúblicas, imperios y monarquías; dejar aquello que quiso, volver a lo que dejó, afirmarlo todo, hasta lo absurdo; negarlo todo, hasta la evidencia; decir: No hay Dios y Soy Dios; proclamarse independiente de todas las potestades, y adorar al astro que le ilumina, al tirano que le oprime, al reptil que se arrastra por el suelo, al huracán que viene rebramando, al rayo que cae, al nublado que le lleva, a la nube que pasa.
Todo esto y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas estas cosas le fueron dadas, los astros cursan perpetuamente y con perpetua cadencia en giros concertados, y las estaciones se mueven unas en pos de otras en armoniosos círculos, sin alcanzarse y sin confundirse jamás; y la tierra se vista hoy de hierbas, de árboles y de mieses, como lo hizo siempre desde que recibió de lo alto la virtud de fructificar; y todas las cosas físicas cumplen hoy, como cumplieron ayer y como cumplirán mañana, los divinos mandamientos, moviéndose en perpetua paz y concordia, sin traspasar un punto las leyes de su potentísimo Hacedor, que con mano soberana concierta sus pasos, refrena sus ímpetus y da rienda a su curso.
Todo aquello y mucho más le fue dado al hombre; pero mientras que todas aquellas cosas le fueron dadas, no pudo tanto que a su pecado no siguiera el castigo, y a su delito la pena, y a su primera transgresión la muerte, y la condenación a su endurecimiento, y a su libertad la justicia, y a su arrepentimiento la misericordia, y a los escándalos la reparación, y a las rebeldías las catástrofes.
Al hombre le ha sido dado poner a sus pies la sociedad desgarrada con sus discordias, echar por tierra los muros más firmes, entrar a saco las ciudades más opulentas, derribar con estrépito los imperios más extendidos y nombrados, hundir en espantosa ruina las civilizaciones más altas, envolviendo sus resplandores en la densa nube de la barbarie. Lo que no le ha sido dado es suspender por un solo día, por una sola hora, por un solo instante, el cumplimiento infalible de las leyes fundamentales del mundo físico y del moral, constitutivas del orden en la humanidad y en el universo; lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre, que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por la de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.
Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo - Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
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