El cadáver y los gusanos

JUAN MANUEL DE PRADA





DESDE que confesara que había escamoteado al fisco su herencia andorrana, Jordi Pujol se ha convertido, a los ojos del vulgo, en aquel «ladrón de las tres manos» al que se refería Quevedo para retratar a los catalanes, «que para robar en las iglesias, hincado de rodillas, juntaba con la izquierda otra de palo y en tanto que viéndole puestas las dos manos le juzgaban devoto, robaba con la derecha». Esta definitiva conversión, a los ojos del vulgo, del molt honorable en el «ladrón de las tres manos» nos ha permitido, además, confirmar la vileza e hipocresía de la naturaleza humana, contemplando los pucheritos de decepción y los mohínes de ofendido pasmo de otros gerifaltes nacionalistas, que se hacían los sorprendidos por la noticia, como si les acabasen de revelar que Jordi Pujol acaudilla una junta de bandoleros.
En Cataluña siempre hubo una muy ilustre tradición de bandolerismo que fue celebrada por los maestros de nuestro Siglo de Oro: Vélez de Guevara cantó a Juan de Serrallonga, Lope de Vega a Antonio Roca y Cervantes a aquel caballeroso y caritativo Roque Guinart, que se deshizo en gentilezas con don Quijote: «No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en las manos de algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen más de compasivas que de rigurosas». Pero, del mismo modo que ya no quedan escritores como Cervantes, tampoco quedan bandoleros magnánimos y de manos compasivas como Roque Guinart, sino que son todos crueles y de manos rapaces, como hijos que son del fermento partitocrático; y, en Cataluña, este bandolerismo partitocrático alcanza cotas de crueldad aún mayores, en volandas del McGuffin nacionalista.
Nuestros lectores ya saben lo que es un McGuffin en la jerga hitchcockiana: un reclamo muy vistoso que se tiende a los necios, para mantenerlos entretenidos, mientras uno se dedica a lo que le interesa, que en el caso de Hitchcock era perseguir rubias. El pujolismo, menos interesado en perseguir rubias que Hitchcock, se ha dedicado a abrir cuentas en Andorra o Suiza, mientras arrojaba a sus adeptos el McGuffin de la independencia (con su aderezo socarrón de consignas al estilo de «Espanya ens roba»), para que se entretuvieran mordisqueándolo, como gozquecillos en disputa de un hueso. Cuando se habla de corrupción en las tertulietas, siempre aparece un ingenuo (o malvado) que advierte que «conductas aisladas» no pueden servir como coartada para «demonizar a la clase política»; pero el caso catalán nos demuestra que los partidos son juntas de bandoleros más crueles que Osiris que, a la vez que se lo llevan crudo, enviscan a sus adeptos con McGuffins quiméricos, hasta convertirlos en jenízaros fanáticos. La caída en desgracia de Jordi Pujol por la minucia de su herencia andorrana nos recuerda la caída en desgracia de Al Capone, enchironado por la minucia de unos impagos al fisco; pero tal vez sirva para que algunos jenízaros del nacionalismo se caigan del guindo.
Decía Roque Guinart, tratando de dignificar su trabajo, que «el abad de lo que canta yanta»; refrán que muy cínicamente podría repetir el pujolismo, que lleva muchas décadas yantando opíparamente de cantar el mismo sonsonete separatista, hasta dejar a Cataluña convertida en un cadáver agusanado. Y, hablando de gusanos, ya que empezábamos con Quevedo acabaremos también con él, recordando aquella sentencia de La Hora de todos y la Fortuna con seso, que a Cataluña (como a España) le viene pintiparada: «No se queje el cadáver de los gusanos que le comen, porque él los cría; cada uno mire que no se corrompa, porque será padre de sus gusanos».






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