Los primeros españoles que se llamaron así

Hace ya un siglo que los sabios empezaron a advertir que la palabra "español" es ajena al genio del idioma castellano. En 1904 don Ramón Menéndez Pidal escribía que «esa terminación «-ol» no se usa en nuestra lengua para significar naciones». Es, añade, el resultado de una «disimilación» para evitar la acumulación de las dos consonantes nasales de un antiguo «españón», que es voz construida con el mismo sufijo que bretón, sajón, frisón, lapón, borgoñón, etc. Tenía razón el maestro. Lo castizo en nuestra lengua era «españón». Así se lee, hacia 1240, en el poema de Fernán González. «Desque los españones a Jesucristo conocieron, / desque en la su ley bautismo recibieron, / nunca en otra ley tornar quisieron, / mas por guarda de aquesta muchos males sufrieron». Unas estrofas más adelante el poeta llama a San Eugenio, el obispo godo de Toledo, «de españones pastor».

Por contra, Gonzalo de Berceo, el poeta riojano también del XIII, al contar maravillas de dos santos abades muy milagreros -Domingo de Silos y Millán de la Cogolla-, dice del primero que era un «confesor honrado» en buena hora nacido «para españoles». Y de San Millán, que era el «padrón de españoles», o sea su patrono, detrás de Santiago. En la Crónica General del Rey Sabio, del mismo siglo, se menciona a los «españoles». (Hace unos años el maestro Lapesa reunió estos y otros textos semejantes).

La idea de que las terminaciones -ol, -oles habrían venido a resolver una posible cacofonía, provenía de una escuela lingüística mecanicista que estuvo en boga a fines del XIX, y con la que el propio don Ramón en sus estudios más personales y permanentes casi nunca coincidió. Por otra parte, bastaría repasar mentalmente el léxico común castellano para encontrarlo salpicado de «pares y nones», cañones, garañones, riñones, borgoñones, etc.

Estudios más recientes apuntan a que «español» es un préstamo del provenzal, la lengua vernácula del sudeste de Francia, cuya obra literaria más conocida es la Mireya de Mistral, el Nobel de 1905. Algo de eso hay. Es voz que viene de fuera, pero a mi entender de otra manera. En documentos del siglo XI se encuentra la voz «español» para designar a personas, comunidades o pueblos en un momento histórico en que las lenguas derivadas del latín -como serían poco después el provenzal, el catalán o el castellano- no estaban todavía definitivamente formadas.

El que fue ilustre historiador y político catalán, «catalanista» de Uniò, Miquel Coll i Alentorn, encontraba la palabra «español» en documentos de la marca carolingia de 1095. En ese momento las gentes corrientes de allí empleaban ya sin duda unos dialectos que no tardarían en dar lugar a las lenguas de cultura, romances o románicas, de regiones en las que durante un milenio se había hablado latín, y el catalán era uno de ellos.

La invasión árabe y bereber de la península, que comenzó en el Guadalete, llegó a cubrir en pocos años la mayor parte de la península. Pero la presión militar y social de los guerreros islámicos fue mucho mayor en el sur, centro y oeste que en las comarcas subpirenaicas orientales. El reino godo se desplomó y las ciudades y poblaciones menores abrieron sus puertas a los musulmanes. Sin embargo, en el nordeste el empuje sarraceno fue menor y más tardío. Las posibilidades de desplazamiento de poblaciones y gente a la Galia narbonense, que durante varios siglos fue provincia visigoda, estuvieron al alcance de «hispanos» que acudieron a refugiarse en lo que hoy es el sur de Francia. Había caminos para aquella época andaderos y para comerciantes, funcionarios y otros viajeros no sólo conocidos, sino habituales. La tarraconense y la narbonense de los godos habían pertenecido al mismo reino.

Numerosos cristianos de la región emigraron al norte. Allí se les conocía como los «hispani» o «hispanos». Los sucesores de Carlomagno, en general, los acogieron favorablemente. Hubo disposiciones de los reyes francos que facilitaban su asentamiento. Esas leyes se llamaban en latín «preceptos». Algunos de esos "preceptos de Hispanis" se pueden leer todavía en cartularios y colecciones diplomáticas. Los hispanos eran una población diferenciada de la aquitana y de la que luego sería la provenzal. En aquellas tierras se identificaba claramente a estos forasteros llegados del sur.

El progreso de la reconquista peninsular, lento al principio en esta zona de la península, dio lugar a una repoblación de los espacios que iban siendo cobrados por los primeros condes catalanes. Al irse disolviendo la marca carolingia, vinieron de la Galia con pretensiones señoriales, personajes que se consideraban godos o hijos de godos, y otros francos, latinizados pero de origen germánico. Fueron famosos ya en Hispania, el godo conde Bera y el franco Vifredo. Pero el común de los repobladores pertenecían, sin duda, a esas comunidades de ascendencia «hispana» cuyos mayores se habían trasladado cien años antes a las Galias. Los franco-galos les daban a ellos y a sus hijos el nombre de «hispanos, hispani» y con una palabra de más sílabas, conforme al uso del latín de la época, «hispaniolos, hispanioli». (También a los francos («franci») se les llamaba «françois» o «françoises»). Ese «hispanioli» es la voz latina sobre la que se forma primero en catalán y luego en castellano el actual «español».

No es preciso suponer que esa palabra en su camino del latín al romance haya tenido que pasar por el trámite del provenzal. El catalán viene del latín, no del provenzal, aunque se parezca a éste. La palabra «español» nace directamente en el catalán -o «protocatalán»- que en esos tiempos estaba tomando cuerpo y forma. No es un «provenzalismo», sino un catalanismo.

Fueron los retornados que poblaron los condados catalanes y enriquecieron su demografía, los que, junto con sus personas, oficios, hábitos y familias, trajeron consigo el apellido de «hispanioli», sobre el que la lengua catalana acuña la voz «español» y, a través del castellano, se la regala al mundo. Los primeros «españoles» que se llamaron así fueron los abuelos de los catalanes de ahora.

Antonio Fontán, ex presidente del Senado

ABC, 8/VII/2003