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Tema: Escritores catalanes en castellano (ss.XVI-XIX)

  1. #1
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    Escritores catalanes en castellano (ss.XVI-XIX)

    (I)
    El conflictivo tema de las relaciones entre Cataluña y las letras catalanas y castellanas, no agota nunca su interés ni su actualidad.
    Ticknor, en su conocida Historia, ya comentababa en el siglo XIX la extinción de las literaturas occitánicas, y especialmente la de Cataluña, no como un cambio de idioma, sino como la desaparición de todo un continente intelectual: la parálisis del idioma, se habría traducido en parálisis del espíritu. Se habría dado entonces el espíritu doloroso de un caso de "afasia" nacional...

    La lengua catalana, hasta las postrimerías del siglo XV había rivalizado fraternalmente con la producción literaria castellana ; se habían producido en Cataluña las inimitables Crónicas; se había hecho hablar por primera vez a la filosofía en la lengua romance catalana por medio de las enciclopedias de Lull y Eximenis, saliendo airosa del elemento épico, tan prodigioso en Castilla. Se había llegado al elegante humanismo de Bernat Metje, a la realista y graciosa malignidad de Jaime Roig, a la explosión del lirismo metafísico de Ausias March, a la plenitud de estilo de J. Martorell...
    ¿Cómo pudo, a partir del siglo XVI, hundirse bruscamente todo esa literatura catalana, cuando precisamente las auras del renacimiento greco-latino hubieran debido infundirle un mayor empuje?
    Quizás porque, de buena fe, obedeciendo al espíritu de la época, se prestó Cataluña al cambio de medio linguistico, creyendo que en la lengua castellana encontraría su propio pensamiento una resonancia más poderosa y que, con esta aportación, también se resolvería la literatura castellana en un formula superior de literatura íntegramente española.


    Lo que está claro es que además de desaparecer la literatura catalana, los resultados en la nueva lengua castellana fueron muy pobres: consultando el testimonio histórico de tres centurias; repasando las colecciones, las antologías, repertorios clásicos, las historias de la literatura española, las alusiones de los grandes maestros, los signos externos de las preferencias del público y de la popularidad; las bibliografías puramente eruditas desde Nicolás Antonio a Gallardo; el Teatro de la elocuencia, española de Capmany; los setenta volúmenes de la biblioteca Rivadeneyra...
    Pues bien: de toda esta gran serie de testimonios, despréndense tan solo tres o cuatro nombres catalanes en castellano, siempre los mismos; solo figuran en el Rivadeneyra: Boscán, Setantí y Moncada; en el Teatro de Capmany hállanse únicamente algunas páginas de Moncada.

    Cierto que los diccionarios bibliográficos puntualizarán una amplia legión de versificadores, de historiadores, de jurisconsultos, de ascéticos y de hagiógrafos). Y que si se busca en repertorios regionales como el de Torres Amat para Cataluña, el de Bover para Baleares, el de Jimeno, o Pastor y Fuster para Valencia, no se olvidará allí ni un sermón, ni una novena, ni una letrilla, ni un villancico del XVII y XVIII, (por mucho que nunca hubiesen logrado traspasar la celda conventual en que fueron engendrados).
    Pero artistas puros, escritores propiamente dichos no los hay; pues es evidente que un Caresmar, un Finestres y hasta un Masdeu, no pueden entrar en esa categoría.



    EL SIGLO XVI: JUAN BOSCAN

    Sólo como un curioso precedente podrían citarse los poetas catalanes y valencianos anteriores a Boscán que habían rendido tributo a la poesía castellana, expresándose en castellano: pero el interés que ofrecen es puramente exterior, histórico y de fecha.
    Tratábase ahí de un «dilettantismo» lingüístico, de un alarde de ingenio, igual y de signo contrario al de los castellanos, navarros y aragoneses que, como Villasandino, o Valtierra, habían trovado en catalán cuando esta era la moda y la elegancia. No puede verse en ello más que un pasatiempo y una curiosidad; no una dirección reflexiva. Era un signo de admiración e influencia, pero no todavía una conversión formal.

    El predominio de una literatura suele acarrear inseparablemente el de su idioma, como lo demuestra la turbamulta de italianizantes que, en Inglaterra, España o Francia, no contentos con haber recibido el sello del dantismo y del petrarquismo extendiéndolos a todos los vientos de la tierra, quisieron ensayar por sí mismos la delicia de la versificación toscana.
    En esta condición entran, pues, las poesías castellanas de autor catalán que figuran en el cancionero de Stúñiga, en el Jardinet d'orats y en el Cancionero general de Hernando del Castillo (1511). Así son también las coplas sobre las calidades de las donas, de Mosén Pedro Torrellas y las muestras castellanas de Civillar, Jordi de Sant Jordi, Crespí de Valldaura, Fenollet y tantos otros, que anuncian la preponderancia del nuevo gusto y la rápida castellanización de Valencia, región divisoria y fronteriza así en el aspecto geográfico como en el etnográfico.

    La crisis definitiva y su fecha vienen simbolizadas en el nombre famoso de Juan Boscán, nacido en 1501. Aunque el barcelonés Boscán no fuera el iniciador de la desbandada castellanizante, la importancia de su figura ha hecho que, generalmente, se le atribuyera esta significación.
    Las deserciones abundaban ya antes de Boscán y durante su vida, cuando la obra que desarrolló era poco menos que ignorada y no había tenido influencia ni había cristalizado en concepto a posteriori. Era la ley oculta del tiempo; y aun más que esas corrientes contemporáneas, obedeció Boscán a un hecho indidual: su larga presencia en la corte de Castilla, a la cual seguía por razón de oficio, como servidor de la casa real y ayo del duque de Alba.

    Ocioso resulta hablar hoy de Boscán, después de Menéndez y Pelayo. No cabe más, so pena de petulancia, que recordar las líneas generales de su estudio: El mérito de Boscán es de orden formal, mejor que sustantivo, sin negarle por eso capacidad artística. Pertenece más á la técnica,al procedimiento que al contenido interior, si bien inclinó la balanza en sentido de una comprensión interna y más cabal de la canción petrarquista.
    Aprovechando los insistentes consejos de Navaggiero, las doctas humanidades de Marineo Sículo, y el contacto con las obras de Castiglione, promovió una renovación de las formas métricas, y hasta de la misma inspiración, en sentido italiano. Esta reforma triunfó, no por medio de sus obras personales, sino en las de su amigo Garcilaso.

    Rebosa por todas las páginas el afecto con que está escrito el libro de Menéndez Pelayo; representa, además, un gran esfuerzo de atracción espiritual, siguiendo el sentido ampliamente iberista y de integración que el santanderino infundió a su colosal labor.
    Así enjuiciaba Menéndez Pelayo a Boscán:
    «No creo haber cedido en demasía al natural afecto con que todo biógrafo suele mirar el personaje de quien trata, dedicanto tan largo estudio a un autor cuyo mérito no quisiera exagerar en lo más mínimo. Estimo que Boscán fue un ingenio mediano, prosista excelente cuando traduce, poeta de vuelo desigual y corto, de duro estilo y versificación ingrata, con raras aunque muy señaladas excepciones.
    Reconozco que no tiene ni el mérito de la invención ni el de la forma perfecta. La mayor parte de sus versos no pueden interesar hoy más que al filólogo, y a nadie aconsejaré que emprenda por via de pasatiempo su lectura. Pero con toda su medianía es un personaje de capital importancia en la historia de las letras; no se puede prescindir de su nombre ni de sus obras...
    Su destino fue afortunado y rarísimo: llegó á tiempo; entró en contacto directo con Italia; comprendió mejor que otros la necesidad de una renovación; encontró un colaborador de genio, y no sólo triunfó con el, sino que participa, en cierta medida, de su gloría.
    ¡Triunfo glorioso de la amistad, que hizo inseparables sus nombres en la memoria de las gentes! Nadie lee los versos de Boscán, pero Boscán sobrevive en los de Garcilaso, que están llenos de su recuerdo y que algo le deben, puesto que él los hizo brotar con su ejemplo y con su admiración solícita, y él los salvó del río del olvido y del silencio de la muerte.»
    Última edición por ALACRAN; 26/03/2009 a las 18:02
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Respuesta: Escritores catalanes en castellano (ss.XVI-XIX)

    (II)
    Tal es el sitio que corresponde a Boscán en la historia de las letras castellanas y que no siempre le concedieron sus contemporáneos, como lo prueban las impugnaciones de Castillejo , las malignas alusiones del Pinciano, o de don Francesillo de Zúñiga —bufón del Emperador Carlos— en la graciosa Crónica burlesca.

    Los versos cortos de Boscán y sus coplas castellanas son tan fáciles como cualquiera otros del Cancionero general, y únicamente Castillejo le lleva ventaja.
    De todos modos él fue la figura más importante entre las que dio Cataluña a las letras de Castilla y una de las muy contadas que lograron entrar en las Antologías.

    FRANCISCO DE MONCADA
    El conde de Osona, don Francisco de Moncada, nació en Valencia el año 1586; pero, por amplitud de criterio, es incluido entre los escritores catalanes, tanto por su estirpe como por la época en que vivió, cuando aun no se había roto la unidad espiritual de la vieja Confederación aragonesa.
    La Expedición de catalanes y aragoneses contra turcos y griegos figura en el el Rivadeneyra, habiendo reproducido Capmany algunos de sus fragmentos en el Teatro de la elocuencia española.
    Pertenecía el autor a la familia literaria de aquellos virreyes y capitanes que fueron al mismo tiempo sabios humanistas, enamorado de la sentenciosa concisión de Tácito y Salustio.
    El libro de Moncada es una muestra de buen gusto y que obtuvo cierto éxito editorial, siendo bellamente reimpreso en Madrid por Antonio Sancha (1777).
    Sus admiradores comparan el estilo de Moncada con el de la Guerra contra los moriscos de Granada, de Hurtado de Mendoza, dando ventaja al primero, aunque tachándolo de descuidado. Con todo, su estilo es noble y musical, y no le faltan elevación ni elegancia. Pero lo que no supieron ver fue la relación de Moncada con la Crónica de Ramón Muntaner, porque dicha relación caía fuera del espíritu del tiempo. No se comprendía entonces el encanto de estas obras ingenuas, prefiriéndose las transcripciones de biblioteca, con la historia más solemnizada.

    Así, por ejemplo, el público castellano prefirió durante largo tiempo el énfasis de Solís, escribiendo de segunda mano y a un siglo de distancia de la conquista de Méjico, y no comprendió el hechizo candoroso de Bernal Díaz del Castillo, quizá el último de los cronistas propiamente dichos.

    JOAQUIN SETANTÍ
    Figura también en el Rivadeneyra el conceller de Barcelona Joaquín Setantí; entre los poemas líricos de los siglos XVI y XVII se incluyen sus Avisos de amigo .Entre los escritos filósoficos constan las Centellas de varios conceptos, máximás en estilo lapidario. Género que peca de insuflciente para que en él pueda manifestarse un escritor completo.

    El “La Rochefoucauld español” fue llamado Setantí por los méritos de sus sentencias, en las cuales se mostró ingenioso. Pero el círculo de la aforística es muy restringido para que dentro de él pueda desplegarse un escritor. Apenas caben en ese género las imágenes sensibles. Todo se fórmula ordenadamente, dividido con la simétrica apariencia de un cultivo de hongos. Basta eso para comprender que Setantí, espíritu catalán, no ofrece otro interés que el de la corrección y la pureza gramatical, suficiente para incluirle en un catálogo de autoridades de la lengua, pero no en el de los artistas superiores.

    SIGLOS XVII Y XVIII
    Desde Setantí y hasta Capmany, a finales del siglo XVIII, todo será sequedad y desierto.
    Los historiadores más benévolos solo le atribuyen un valor muy relativo. «Hay que saltar—dicen—desde Boscán hasta las postrimerías del siglo XVIII para encontrar poetas catalanes que escribiesen medianamente en castellano».

    Y si se pasa revista al conjunto de nombres recogidos por los repertorios
    bibliográficos, hallaremos que unos, como fray Bartolomé Ordóñez, o el místico fray Arcángel de Alarcón, incluido en la débil categoría de los apreciables, llevan inconfundibles apellidos castellanos.

    EL PADRE GUAL
    Es muy difícil penetrar en el conocimiento de esta bibliografía, por la rareza de las ediciones y por no haber sido reproducidas en nuestro tiempo, lo que viene a demostrar también que no cuentan con la sanción de la posteridad.
    Algun resto de literatura catalana en castellano puede aparecer, como la pequeña colección de Poetas baleares de los siglos XVI y XVII, publicada por el lulista y Maestro en Gay-saber Jerónimo Roselló, quien no creía, «enriquecer con nuevas joyas el Parnaso español.»

    Solamente, de entre ellos, el P. Antonio Gual, muerto en 1655, llama la atención con su largo romance Ensayo de la muerte.
    El P. Gual había residido en la corte, había viajado por Italia, fue amigo y confidente del duque de Medina de las Torres y tenía, hábitos palaciegos. Su castellano era bastante desenvuelto, aunque tendía al conceptismo semiescolástico de la decadencia. Imita a Góngora en el poema heroico-mitológico El caduceo; y otro poema, La Oronta, trata un asunto de la época: una «novela ejemplar», en la que no falta el acostumbrado episodio de amor, interrumpido por un asalto de piratas, con naufragio de galera y reencuentro y reconciliación de los amantes unidos ya para toda la vida.

    Descartado, pues, el P. Antonio Gual y su Ensayo de la muerte, que obtuvo una cierta divulgación por toda España como lectura piadosa, nada queda digno de aprecio en esa antología de poetas baleares antiguos.
    Todo lo demás es de una ineptitud y barroquismo que desconcierta y que pregona ya la plena aparición de lo provinciano.
    Última edición por ALACRAN; 02/04/2009 a las 18:34
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  3. #3
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    Respuesta: Escritores catalanes en castellano (ss.XVI-XIX)

    (III)
    La vida catalana y el arte que le servía de expresión, habíase convertido a comienzos del siglo XVIII en mera representación teatral. La nobleza catalana, reducíase a elemento decorativo y adulatorio de la pequeña corte de los virreyes. La Historia descendió a historia regional, a dietario. Empezadas en catalán muchas historias, sus segundas partes o segundas ediciones se escribían o publicaban ya en castellano, como las de Pujades o de Beuter.
    La ley del tiempo era absolutamente desfavorable a la lengua catalana.

    Cuando estalló el conflicto de 1640 y fue preciso sostener la controversia doctrinal, surgen teólogos, juristas, argumentadores, patriotas ardientes; pero en todo el conjunto de opúsculos y panfletos que va desde la Proclamación católica de Sala hasta la Noticia universal de Martí, desde el Memorial de los Concelleres hasta Cataluña defendida de sus émulos, no se encuentra, artísticamente hablando, una página de elocuencia, ni en castellano ni en catalán, que se eleve sostenga el tono, no ya de Quevedo en la Rebelión de Barcelona, sino del mismo real cronista Pellicer de Tovar en sus refutaciones áulicas y de oficio.
    Y era que en lugar de hacerse el genio de Cataluña ambidiestro en dos idiomas, se encontró zurdo de los dos . Pasron muchos años de peregrinación por el desierto, antes de llegar al primer oasis de fertilidad, que aparece en la obra de Capmany, al fin del siglo XVIII.

    DON LUCIANO FRANCISCO “COMELLA”

    Sin embargo, y como desautorizando a Capmany apareció, de un extremo a otro de la Península, la fatídica sombra de Comella, el infortunado y famélico dramaturgo de Vich, tristemente famoso en la historia del teatro español con la celebridad grotesca de los poetastros, cuando tienen la desgracia de que un satírico de talento (Moratín) los convierta en ejemplares de lo deforme, en clásicos al revés.
    Tal autor fue don Luciano Francisco, el inagotable proveedor, pro pane lucrando, de los teatros madrileños; el autor de los dos Federicos, de las dos Cecilias, de La moscovita sensible, del Fénix de los criados y de cien engendros más, desarrollados en Cracovia, en Moscovia, en Pomerania y otros paises de la misma geografía teatral.
    A su deplorable fecundidad sumó la de su hija, la célebre jorobadilla que tanto dio que reír a los desalmados de las tertulias literarias. Ni Nifo, ni Rabadán el librero de viejo, ni ninguno de los escribidores chapuceros de aquella época gozaron de una popularidad semejante.
    Su labor fue apreciada, no sólo como un tejido de inepcias, sino como una intrusión que tras dos centurias de mutismo, osaba invadir el vergel de las musas del Manzanares, y lastimar la fina percepción castellana.

    «Buen potaje—exclamó Moratín—para bodegón de Cataluña!»
    Moratín encarnó, inconscientemente y por automatismo de raza, la repulsión contra esas ingerencias. La comedia nueva ( los personajes Eleuterio Crispín de Andorra y el pedante don Hermógenes) fue al mismo tiempo una sátira terrible contra la corrupción del gusto y un acto instintivo de defensa contra los advenedizos del litoral, que hasta entonces habían respetado el coto matritense.

    ANTONIO CAPMANY

    Capmany había dedicado sus mejores años al estudio de la lengua castellana y de su gloriosa literatura. Sin embargo, en su momento, otro purista famoso, Antonio Alcalá Galiano, recordando la polémica entre Quintana y Capmany, sostenida en el Cádiz de 1810, nos dirá que el opúsculo del gran barcelonés era de “un tono vituperable a todas luces, y no tan bien escrito como debia exigirse a juez tan severo, pues si no pecaba de galicista tampoco podía blasonar de natural y fluido; vicio éste de todos los escritos de un hombre cuyo idioma verdadero era el catalán, y en cuyas obras aparecía el castellano puro como traído con violencia”.

    La acción del tiempo fue mermando la reputación de Capmany, por caer fuera de época gran parte de sus preocupaciones y entusiasmos. Se consolidó su prestigio como investigador de la historia catalana y por presentar el ejemplo de sus pasados esplendores, descubriendo su antigua vitalidad (Memorias históricas, el Consulado del mar).
    Pero fue perdiendo interés la parte de su producción dedicada al purismode la lengual castellana contra la invasión galicista; sus elucubraciones de tendencia más nacional, según el concepto del siglo XVIII y sus vindicaciones de la antigua literatura castellana, a las cuales no es posible otorgar ahora más que un valor histórico y retrospectivo, como documento de época.

    Después de la Guerra de Sucesión, la influencia francesa había corrompido el carácter nacional de las letras castellanas; la nitidez, el orden y la regularidad de los escritores franceses, el estilo ligado y lógico: la sucesión de «ideas contiguas»; todo eso que constituye la característica del talento francés, deslumbró a los literatos castellanos que se entregaron a la imitación, con el frenesí y la falta de tino de los neófitos, arriesgando las aptitudes propias sin adquirir definitivamente las ajenas.
    El siglo XVIII no produjo en España un solo libro ni un solo autor genial. El libro más español de aquella centuria tuyo que ser el Gil Blas, obra de Lesage, un francés.

    Contra los innovadores en materia lingüística, se levantó Capmany, que era, en otro sentido, un neófito del castellano y que estaba respecto de él en la misma posición de deslumbramiento que sus satirizados respecto de la cultura francesa.
    Capmany consideraba perdido para siempre el pleito de la nacionalidad literaria de Cataluña. No cabía, a su juicio, más que aceptar el hecho consumado; asimilarse la cultura castellana, a la cual pertenecía el triunfo sobre las demás variedades peninsulares.
    Y a este fin dedicó la primera y mayor parte de su laboriosa existencia: La filosofía de la elocuencia, el Teatro Histórico-crítico de la elocuencia española, el Arte de traducir son, por este orden, las principales manifestaciones de su espíritu crítico.

    Capmany fue un preceptista más que un filósofo, un conocedor del lenguaje más que un artista puro. Su filosofía de la elocuencia puede llamarse con más propiedad «filosofía de la elocución.» Sus puntos de vista son retóricos antes que estéticos, y gramaticales más todavía que retóricos.
    Como escritor pone a fray Luis de Granada por encima de fray Luis de León, y Cervantes sale mal parado por sus defectos de estilo. Que se escriba con pureza es la primera y casi única de sus exigencias.
    Escribir en castellano: he aquí todo su ideal artístico. La superioridad del castellano sobre los demás idiomas latinos y especialmente sobre el francés: he aquí su tesis.
    Hay en ella una exaltación de su españolismo que revistió caracteres de manía y que, aun antes de la invasión napoleónica y del Centinela contra franceses, le había llevado a pedir al Príncipe de la Paz el incremento de las corridas de toros para intensificar las costumbres nacionales y oponerse a la conquista de España por el espíritu extranjero.

    Este era el juicio de Alcalá Galiano en su Historia de la literatura europea del siglo XVIII: «Capmany dio en presumir de purista, y aun se arrepintió de haberlo sido poco en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma castellano. Para esta empresa tenia no pocos conocimientos; pero carecía de disposición natural para poner en práctica lo que recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun á pensar en él manejaba en cierto modo como extranjero el lenguaje castellano, de lo cual seguía ser escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción.»
    Última edición por ALACRAN; 08/04/2009 a las 21:24
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    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Respuesta: Escritores catalanes en castellano (ss.XVI-XIX)

    El espíritu de la época y el pensamiento político de Macanaz, artífice de la reforma administrativa, tras el vuelco de 1714, consolidaron en Cataluña, en plazo relativamente breve la obra de las armas.

    De un lado la Chancillería o Audiencia con su Real Acuerdo y sus togados ardientemente borbónicos, hechuras sucesivas del mismo Macanaz, de Roda, de Campomanes, e imbuidos en el espíritu del Memorial y de la Regalía de amortización;
    del otro lado, los romanistas de la Universidad de Cervera, con su fervor de neófitos combinándose con la tendencia del derecho imperial a la unidad y el cesarismo;
    de otro lado todavía, los próceres de los Amigos del País y la Real Junta de Comercio; fundaciones o refundiciones debidas a la nueva dinastía, fueron otros tantos focos de adoración entusiasta para reyes “filósofos” y otros tantos instrumentos de su labor asimilista.


    Los beneficios materiales de la paz, la protección dispensada a la industria, al comercio, a las obras públicas, a la navegación, y el auge observado en Cataluña por lo que concierne a la riqueza y al número de habitantes, hubieron de producir muy pronto una innegable reacción en sentido felipista y una correlativa depresión del patriotismo propio y de sus manifestaciones en la esfera del pensamiento, de la literatura y del lenguaje.

    Así como para los intelectuales del catalanismo, en la segunda mitad del siglo XIX, Felipe V y su época constituirán un tópico de aversión y blasfemia, para los intelectuales del siglo XVIII constituían nada menos que un ídolo y una fecha de oro: Finestres se conmovía al recordarlos; el cancelario don Ramón Lázaro de Dou proclama a Felipe de Anjou el Solón de Cataluña a causa, precisamente, de su tan (posteriormente) aborrecido y execrado Decreto de Nueva Planta, que abatió “derechos feudales, servidumbres góticas y depresivas, preeminencias señoriales odiosas”; la Real Academia de Buenas Letras, refundida y patrocinada por el monarca, en medio de los más efusivos transportes anunciaba que revivían en Fernando VI, «conde de Barcelona, los gloriosos Berengueres, y en doña Bárbara de Braganza, las pías y fuertes Almodis».

    El mismo Capmany en sus Memorias escribía:
    «¿Qué era, en fin, la España toda, antes de que entrase a ocupar el trono la augusta casa de Borbón? Un cuerpo cadavérico, sin espíritu ni fuerzas para sentir su misma debilidad.»
    Y añade en otro lugar de dicha obra, comentando el inverosímil crecimiento de la población barcelonesa en los dos últimos tercios de aquella centuria:
    «Tal ha sido el impulso que recibió en el benéfico reinado del señor Felipe V, feliz época de la resurrección de la prosperidad nacional de estos reinos, para ser hoy la ciudad más populosa y activa de la corona.»

    Fue entonces, al calor de estos beneficios, cuando, entre, los elementos ilustrados de Cataluña, empezó a tomar cuerpo la ficción o postliminium histórico de considerarse, no ya sus agregados actuales, sino descendientes efectivos y directos continuadores, en lo político y en lo intelectual, de la civilización netamente castellana; se habla de «nuestros clásicos», de «nuestro idioma», de «nuestro Siglo de Oro», refiriéndose a épocas de autonomía lingüistica y mental, y aun de completa separación entre las dos Coronas.

    La misma diferenciación peninsular que, por feliz inconsecuencia, hallaba Capmany en la aptitud de los catalanes para la vida económica, dejaba de reconocerla en la esfera puramente especulativa o literaria.
    Así, al traducir la antigua arenga del rey Martín en elogio de Cataluña, dirigida a las cortes de Perpiñán, justifica la versión castellana en la necesidad de no dejar aquel documento en «un idioma antiguo provincial muerto hoy para la república de las letras y desconocido del resto de Europa.»
    Por la misma razón publicaba Capmany traducido al castellano, el libro del Consulado del Mar, ofreciendo el texto auténtico sólo a guisa de justificación diplomática.

    Algo por el estilo pensaba Torres Amat, no obstante sus tareas de biógrafo de los escritores catalanes antiguos, afirmando también (con endeble crítica) que Cataluña, desde qué se unió con Aragón, había considerado como lengua nacional la castellana.

    Y en fin, con la misma velada displicencia, o con franco enojo, trataban este asunto del lenguaje nativo, mirado casi siempre de través y como obstáculo y causa de inferioridad, todos los eruditos e investigadores de la época, en las tierras de lengua catalana, fuesen valencianos, mallorquines o del Principado propiamente dicho, desde Capmany a Lampillas, desde Mayans, Salvá y D. Buenaventura Serra hasta Sempere y Guarinos, el cual llevó su horror contra el «provincialismo» y todos sus atributos al extremo de execrar, en uno de sus prólogos, la costumbre de ofrecer en las biografías el lugar de nacimiento de los personajes, como abonada al incremento de la vanidad local y a las mutuas querellas de región; acabando por suprimir este dato en los tomos sucesivos de su Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, con un rasgo de jacobinismo literario que les quita no poca utilidad y los vuelve confusos y de incómoda consulta.

    El levantamiento de 1808, en fin, no hizo sino fortalecer el espíritu que alentaba a la generación de Capmany y esparcir, de un cabo al otro de la Península, el ardor político, la preocupación constituyente, la polémica.
    El puro cultivo de las letras puede decirse que se interrumpe desde aquella fecha hasta 1833, para no dejar sitio a otra cosa que la arenga, el manifiesto, la diatriba y el canto de batalla.

    Arengas elocuentísimas son las odas de Quintana y las elegías de Nicasio Gallego, que parecen a menudo simples versiones poéticas de los inflamados manifiestos de la Central. Alocuciones guerreras, los versos de Arriaza y las pastorales de los Prelados. Todo es exhortación, apostrofe, controversia. Bajo las formas en apariencia más severas, bajo los asuntos y temas al parecer más indiferentes o remotos palpita de continuo la pasión contemporánea y el pleito entre españoles rancios y españoles reformistas.

    Los ingenios de Cataluña, hasta Cabanyes, no dieron de sí más que opúsculos de discusión casi siempre virulentos y chabacanos; imitaciones entecas de Meléndez Valdés; calcos directos de Quintana, como en los versos infantiles de Aribau (1818); algún libro de combate como La Inquisición sin máscara, del hebraísta don Antonio Puig y Blanch, publicada bajo el pseudónimo de Natanael Jomtob, y el rastro luminoso, pero fugaz, del periódico El Europeo, en 1823, de que no vino a tenerse verdadera conciencia sino diez o doce años más tarde.

    (MIGUEL S. OLIVER)
    Última edición por ALACRAN; 16/04/2009 a las 21:27
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    MANUEL CABANYES

    De 1808 a 1814, las letras hispanas quedan monopolizadas por el ardor constitucional y de 1814 a 1830, con la leve interrupción del trienio, España y más singularmente Cataluña, caen en profundo silencio y estupor, sobre los cuales destaca ahora el estro solitario del joven villanovés Manuel Cabanyes.

    Escribe Meléndez y Pelayo:
    «Después de Moratin nadie acertó tan completamente con la poesía horaciana, como el insigne lírico catalán don Manuel de Cabanyes, muerto en la flor de sus años, el de 1833. Extraño y nuevo parecerá esté nombre, ya que raros caprichos de la suerte han querido que permaneciese olvidado, al par que han alcanzado no poco renombre ingenios de las primeras décadas del siglo XIX, muy inferiores á él en todo.
    Cabanyes tenía lo que faltó a Moratin: ideas, sentimientos y vida poética propia. Imitaba los modelos antiguos con la libertad del verdadero genio lírico. Su educación literaria fue rica, fecunda y para aquel tiempo muy variada. Conocía y admiraba las obras de los corifeos del romanticismo, especialmente á Byron, de quien, por lo menos desde 1823, había en Barcelona noticia; pero eligió por modelos a Horacio, Fray Luis de León, Alfieri, Francisco Manoel, o séase Filinto... y quizá Hugo Fóscolo, al cual en muchas cosas se parece.»

    Desde luego puede afirmarse que la reducida producción de Cabanyes es el tributo poético más legítimo, puro y elevado que ha podido aportar Cataluña a la lengua castellana, incluyendo el del mismo Boscán.

    En Cabanyes se ofrece el mayor grado de intensidad artística que un catalán de nacimiento y de residencia haya obtenido jamás versificando en el idioma de Garcilaso. Su importancia no es meramente formal ni se funda tan sólo en innovaciones métricas, sino que radica antes que todo en la substancia, en la inspiración, en el fluido impalpable de la verdadera poesía. Su nombre y la divulgación de sus obras han padecido de la contrariedad inherente en España al género que valientemente trató de depurar y restaurar.
    El humanismo había muerto mucho tiempo atrás, y acaso para siempre, en nuestro país. La superficialidad de nuestros estudios no ha permitido que resucitara, ni ha conseguido introducir en la corriente general del gusto y en el aprecio de los lectores habituales esas heroicas tentativas, relegadas aquí a la categoría de curiosidades de museo literario y hechas únicamente para iniciados, eruditos y filólogos de la mayor ranciedad.

    Algo habrá, sin duda, de teatral y artificioso en este supuesto de una tradición directa einterrumpida como lo hay en el supuesto análogo que sostienen los modernos habitantes de Grecia; pero no es menos cierto que las formas y el sentido clásico han conseguido arraigar o rebrotar durante el siglo XIX en todas las literaturas europeas menos en la española, en la cual no llegaron a encontrar ni siquiera el calor de un cenáculo íntimo.

    Las vicisitudes por que ha pasado la memoria de Cabanyes coinciden con las diversas etapas del humanismo poético en la península, herido de muerte por los pseudoclásicos del siglo XVIII. Su espíritu prosaico, sus asuntos triviales y de tocador, el arrullo de sus palomas, los desdenes de sus Amarilis, las bajas funciones adulatorias a que condenaron la poesía, su falta de elevación, y dignidad, sus deplorables «reproducciones en yeso» de los modelos antiguos, acabaron por hastiar al público e invalidaron de antemano toda tentativa de redención, aunque fuese tal como la de Cabanyes.

    Quiso éste volver á la originalidad primera, vertiendo en la oda de Horacio la prodigiosa intensidad de su espíritu. Apenas se concibiera que con tan desmedrado volumen como el de los Preludios de mi lira haya podido revelarse una tan fuerte personalidad, si la historia de las letras no nos enseñara la preeminencia de los intensos o concentrados sobre los fecundos.
    De Cabanyes puede decirse lo que se ha dicho de Merimée en esfera muy distinta: no ocupa una gran superficie; no es estenso, pero es sumamente alto. Parece imposibíe que un estudiante muerto a los veinte y cuatro años y que legó por toda herencia un cuaderno de doce composiciones cortas y unas pocas más no coleccionadas, haya dejado impresión tan profunda y duradera en el público, reducido y selecto, que es capaz de comprenderle.
    Los Preludios aparecieron, poco antes de su muerte, en 1833. Los dio anónimos a la estampa, recatándose de una prematura vanagloria. Su primer cuidado fue vindicar el verso de la abyección juglaresca en que le tenían sumido los rimadores áulicos, los pedantes, los indignos. Su oda primera, a La independencia de la poesía, es al mismo tiempo una profesión de fe literaria y un grito de dignidad civil.

    No se distinguió Cabanyes en su renovación de las formas antiguas mediante un espíritu moderno, por aquel hechizo de armonía y dulzura que caracteriza a Chénier, fuera de algún momento excepcional de arrebato tribunicio como la oda A Carlota Corday, por ejemplo.
    De los atributos del arte clásico nuestro poeta perseguía el furor, la rapidez, la expresión concentrada y elíptica, la lúcida incoherencia de las transiciones, el salto pindárico, en suma. Pródigo de sentido y avaro de palabras, su inspiración obra con la plenitud de efecto de una fuerza contenida. Lo que se reserva el poeta, lo que adivina el lector entre verso y verso y de estrofa a estrofa, es mucho más que lo que nos da.

    En esta avaricia está el secreto de la eficacia de su arte, de la eficacia imperecedera del canon antiguo que aliaba el vigor con la sobriedad y la fuerza con «la desnudez del atleta», nunca confundible con la del mendigo.
    Cabanyes adoptó las combinaciones más acreditadas hasta entonces para sugerir en castellano la impresíón de la métrica griega y latina.

    (MIGUEL S. OLIVER)
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)


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  1. 25/03/2010, 01:03

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